Prólogo
Inglaterra,
1819
El era un auténtico
asesino de mujeres.
La muy ingenua jamás
tuvo ni una sola oportunidad siquiera.
Nunca se dio cuenta de que la acechaban, nunca adivinó las verdaderas
intenciones de su admirador secreto.
El creía haberla matado
con amabilidad Se sentía orgulloso de ese logro. Pudo haber sido cruel. No lo fue.
La devastadora necesidad que ardía en su interior exigía inmediata
satisfacción, y aunque las imágenes eróticas de tortura lo excitaban de una manera
febril, se negó a someterse a sus impulsos primitivos. Después de todo, era un hombre, no un animal.
Buscaba una gratificación personal, y esa mujerzuela merecía morir, a pesar de
que en esa situación, se mostrara compasivo.
Fue muy amable, considerado.
No dejó de tararear su
canción condolente hasta que terminó con su crimen, hasta que supo que ella ya
no podría escucharlo.
Fue piadoso.
Aun cuando estuvo seguro de que estaba muerta, le echó la cabeza hacia
un lado para que no viera que se permitía una sonrisa. En realidad, quería reír a carcajadas,
aliviado, porque todo había terminado, y satisfecho, porque ella se había ido tan
bien. Pero no se atrevió a emitir sonido
alguno. En el fondo de su corazón, intuía que un comportamiento tan indigno lo
haría aparecer como un monstruo más que como un hombre y, ciertamente, no era
un monstruo. No, no, no odiaba a las
mujeres. Las admiraba -bastante- y con las que consideraba rescatables, no era
ni cruel ni descorazonado.
Sin embargo, era
terriblemente inteligente. No había nada
de vergonzoso en admitir esa verdad. La persecución había sido estimulante,
aunque desde el principio al fin él pudo predecir cada una de sus
reacciones. Claro que la vanidad
femenina había estado inmensamente en su favor Era una inocente mujerzuela que
se consideraba muy astuta -un peligroso concepto erróneo- y él fue quien le
demostró que su perspicacia superaba en mucho a la de ella y a la de las demás
de su clase.
Al elegir las armas,
hubo cierta ironía muy dulce. En un
principio, pensó en matarla con su daga.
Quería sentir que la afilada hoja se hundiera profundamente en su carne
y que la sangre caliente fluyera, incontenible, sobre sus manos, cuando la
apuñalara una y otra vez. Degüella a la
gallina, degüella a la gallina. Esa
orden se repitió indefinidamente en su memoria.
Sin embargo, no la obedeció, porque todavía era más fuerte que su
voz interior y al instante, decidió no
usar la daga. Ella llevaba alrededor del
cuello el collar de diamantes que él le había regalado. El lo tomó y comenzó a apretarla con él para
arrancarle la vida con ese elemento tan simple y costoso. Pensó que esa arma era más adecuada. A las mujeres les encantaban los collares y
ese, más que ninguno. Hasta consideró
enterrar la joya con ella. Pero mientras
esparcía la cal que había recogido de los acantilados sobre el cadáver para
acelerar la putrefacción, cambió de idea y se metió el collar en el bolsillo.
Se alejó de la tumba
sin volver la vista atrás ni una sola vez.
No sentía remordimientos ni culpa.
Ella le había servido bien y, por ello, estaba contento.
Una niebla espesa
cubría el suelo. No advirtió que le
había quedado cal en las botas hasta que llegó al camino principal. Tampoco le preocupó el hecho de que sus
nuevas botas de agua pudieran haberse deteriorado para siempre. Nada empañaría la dicha de la victoria. Sentía que se había quitado un gran peso de
encima. Pero también había algo más
-otra vez experimentaba esa excitación, esa magnífica euforia que había vivido
cuando tuvo sus manos sobre ella... Oh, sí.
Esta vez fue mejor que la última.
Ella lo había hecho
sentir vivo otra vez. Nuevamente, el
mundo aparecía rosa ante sus ojos, con muchas opciones para un hombre tan viril
y fuerte como él.
Sabía que se nutriría
de los recuerdos de esa noche durante un largo, largo tiempo. Y luego, cuando el hechizo comenzara a
debilitarse, saldría nuevamente de cacería.
La madre superiora
María Felicidad siempre había creído en los milagros, pero, a lo largo de sus
sesenta y siete años en esta dulce tierra, jamás había sido testigo de ninguno,
sino hasta aquel día helado de febrero de 1820, cuando llegó la carta de
Inglaterra.
En un principio, la
madre superiora tuvo miedo de creer en las benditas novedades.
Temía que todo se
tratase de una mala jugada del diablo para alimentar en ella falsas esperanzas
que luego se derrumbarían como castillos de hielo. Pero después de haber contestado debidamente
la misiva y de recibir una segunda confirmación con el sello del duque de Mystic
Falls y todo, no le quedó más remedio que aceptar el obsequio por lo que realmente
era.
Un milagro.
Por fin se quitarían de
encima a esa diablilla. La madre
superiora compartió las noticias con las otras monjas la mañana siguiente
durante las maitines. Por la noche, lo celebraron
con sopa de pato y pan negro recién sacado del horno. Sor Jenna, estaba tan feliz que recibió
reprimendas por partida doble por haberse reído a carcajadas durante las vísperas.
La diablilla -o, mejor
dicho, la princesa Elena- tuvo que presentarse en el despacho de la madre
superiora la tarde siguiente. Mientras
le informaban que partiría del convento, sor Jenna estaba muy atareada
preparándole el equipaje.
La madre superiora
estaba sentada en una silla de respaldo muy alto, detrás de un amplio escritorio,
tan viejo y deteriorado como ella. Distraída.
La monja jugueteaba con los pesados abalorios de madera de su rosario, que colgaba
a un costado de su hábito negro, mientras esperaba que su pupila reaccionara
ante el anuncio.
La princesa Elena quedó
patitiesa con la noticia. Apretó muy
fuerte sus manos, en un gesto de nerviosismo, y mantuvo la cabeza gacha, para
que la madre superiora no pudiera ver las lágrimas que habían acudido a sus
ojos.
-Siéntate, Elena. No
quiero hablar con la coronilla de tu cabeza.
-Como guste, madre. -Se
sentó en el borde de la silla, irguió la espalda para complacer a la monja y
montó una mano sobre la otra sobre la falda.
-¿Qué te parecen las
noticias? -le preguntó la madre superiora.
-Fue por el fuego, ¿no,
madre? Todavía no ha podido perdonarme eso.
-Tonterías -respondió
la madre superiora-. Hace más de un mes ya que te he perdonado esa falta de
sesera tuya.
-¿Fue sor Jenna la que
la convenció de que me alejara de aquí?
Ya le pedí disculpas y no tiene el rostro tan verde ahora.
La madre superiora
meneó la cabeza. También frunció el
entrecejo, porque Elena, sin darse cuenta, estaba repasando todos los problemas
que había causado.
-No puedo entender de
dónde has sacado la idea de que esa pasta repugnante serviría para eliminar las
pecas. Pero sor Jenna estuvo de acuerdo
con el experimento.
No te culpa a ti...
completamente -se apresuró a agregar para que la mentira que estaba diciendo no
resultara un pecado tan capital ante los ojos de Dios-. Elena, yo no escribí a tu tutor pidiéndole
que te marcharas de aquí. El me escribió
a mí. Aquí está la carta del duque de Mystic
Falls. Léela y verás que te digo la
verdad.
Cuando Elena extendió
el brazo para tomar la misiva, la mano le tembló. Analizó rápidamente el contenido de la misma
Y se la devolvió.
-Te das cuenta de la
urgencia, ¿verdad? Este general Stefan
al que tu tutor hace mención parece tener una reputación intachable. ¿Recuerdas
haberlo conocido?
Elena meneó la cabeza.
-Visitó la casa de papá
varias veces, pero yo era muy pequeña.
No recuerdo haberío conocido. ¿Por qué, en nombre del cielo, querría
casarse conmigo?
-Tu tutor comprende los
motivos del general -contestó la madre superiora.
Tamborileó con las
yemas de sus dedos sobre la carta-. Los
súbditos de tu padre no te han olvidado.
Aún sigues siendo su amada princesa. El general tiene idea de que, si se
casa contigo, podrá hacerse cargo del reino con la aprobación de las masas. Es un plan muy inteligente.
-Pero yo no deseo
casarme con él -murmuró Elena.
-Y tampoco lo desea tu
tutor -dijo la superiora-. Pero cree que el general no aceptará un rechazo a su
propuesta y que, de ser necesario, te llevará por la fuerza para asegurarse el
éxito que busca. Esa es la razón por la
que tu tutor desea que los guardias te acompañen en el viaje a Inglaterra.
-Yo no quiero irme de
aquí, madre. De verdad, no quiero.
La angustia de la voz
de Elena capturó el corazón de la madre superiora. En ese instante, se olvidó de todos los
embrollos en los que había estado inmiscuida la princesa
Elena durante los
últimos años. La madre superiora recordó
la vulnerabilidad y el terror de sus ojitos de niña, cuando ella y su enfermiza
madre llegaron al convento. Elena le había comportado como una santa mientras
su madre vivió. Era tan pequeña entonces -doce jovenes años-. Su adorado padre había fallecido seis meses
atrás. La niña había demostrado un
tremendo valor. Asumió la enorme responsabilidad
de cuidar de su madre día y noche. Pero
no había posibilidad alguna de que la mujer se recuperara. La enfermedad había terminado con su cuerpo y
su mente. Y cuando estuvo enloquecida de
dolor, Elena se subió a su lecho para tomarla entre sus brazos. Así, meció a la frágil mujer incansablemente
mientras le cantaba tiernas baladas con una voz angelical. El amor hacia su madre había sido una imagen dolorosamente
Elena para ver. Cuando por fin aquella tortura
diabólica terminó, la madre falleció en brazos de su hija.
Elena no permitió que
nadie la consolara. Lloró durante las
largas horas de la noche, sola en su celda, aunque las blancas cortinas que
cerraban el pequeño receptáculo no pudieron callar los sollozos a los oídos de
las novicias.
Su madre fue enterrada
en el convento, detrás de la capilla, en una encantadora pradera bordeada de
coloridas flores. La institución lindaba
con el segundo hogar de la familia, Gilbert Haven, pero Elena ni siquiera iba
allí de visita.
-Yo creía que me iba a
quedar aquí para siempre -murmuró Elena.
-Debes ver esta
situación como un dictado de tu destino -le aconsejó la madre superiora-. En tu vida se cierra un capítulo, pero está a
punto de comenzar otro nuevo.
Elena volvió a bajar la
cabeza. -Yo deseo vivir todos los capítulos de mi vida aquí, madre. Si usted lo deseara, podría negarse al
requerimiento del duque de Mystic Falls o podría cansarlo con correspondencia
interminable hasta que se olvidara de mí.
-¿Y el general?
Elena ya había pensado
en una respuesta para ese dilema. -No se atrevería a irrumpir en este
santuario. Estoy a salvo siempre y
cuando me quede aquí.
-Un hombre que tiene
tanta sed de poder no se preocuparía en lo más mínimo por violar las leyes
sagradas de un convento, Elena. No dudes que irrumpiría en este santuario.
¿Te das cuenta de que
además estás sugiriéndome que engañe a tu querido tutor?
La monja denotó cierto
reproche con su tono de voz. -No, madre Correspondió Elena con un suspirillo,
plenamente consciente de que esa era la respuesta que la monja quería escuchar-. Supongo que no sería correcto engañar...
El aire esperanzado de
las palabras de la muchacha hizo que la madre superiora meneara la cabeza. -No
voy a complacerte. Aunque hubiera una
razón valedera...
Elena saltó entusiasmada
ante la posibilidad.
-Oh, pero la hay
-estalló. Aspiró profundamente y luego
anunció-: He decidido ser monja.
El solo pensar que Elena
podría unirse a su sagrada orden bastó para que la madre superiora sintiera
escalofríos. -Que el cielo nos ampare -musitó.
-Es por los libros,
¿verdad, madre? Usted quiere echarme de
aquí por ese pequeño... incidente.
-Elena...
-Sólo hice el segundo
juego de libros para que el banquero le otorgara el préstamo.
Usted se negó a usar mi
dinero y yo sabía cuánto necesitaba esos fondos para construir la nueva
capilla... por lo del fuego y todo eso. Y le dieron el crédito por fin,
¿no?
Seguramente, Dios me ha
perdonado la mentirijilla piadosa.
Además, El debe de haber querido que yo alterara esos números en nuestro
beneficio o, de lo contrario, no me habría dado tanta inteligencia para los
cálculos. ¿No lo cree así, madre? En el
fondo de mi corazón, sé que Él me ha perdonado por esa pequeña trampa que hice.
-¿Trampa? Creo que la palabra correcta es latrocinio
-gruñó la madre superiora.
-No, madre -la corrigió
Elena-. Latrocinio significa robo y yo
no he robado nada.
Simplemente, he
corregido algunas cifras.
El feroz modo con el
que la madre superiora frunció el entrecejo le indicó que no debió haberla contradecido,
ni sacar el tan reciente tema de la contabilidad falsa.
-En cuanto a lo del
fuego...
-Madre, ya he confesado
mi pesar por ese desgraciado error -Comentó Elena de inmediato. Se apresuró a cambiar de tema, antes de que la
religiosa se pusiera furiosa otra vez-.
He hablado muy en serio cuando le dije que queria convertirme en
monja. Creo que tengo la vocación.
-Elena. Tú no eres
católica.
-Me puedo convertir
-prometió Elena fervientemente.
Pasó un largo rato de
silencio. Luego, la madre superiora se
inclinó hacia delante. La silla crujió por el movimiento. -Mírame -le ordenó.
Esperó a que la
princesa cumpliera la orden antes de volver a hablar
-Creo entender de qué
se trata todo esto. Te haré una promesa
-dijo ella con la voz hecha un murmullo-.
Yo cuidaré celosamente la tumba de tu madre. Si algo me sucediera, entonces sor Justina o
sor Jenna tendrían que asumir esa responsabilidad en mi lugar. Tu madre no quedará en el olvido. Estará todos los días en nuestras
oraciones.
Esa es la promesa que
yo te hago.
Elena rompió en llanto.
-No puedo dejarla.
La madre superiora se
puso de pie y corrió junto a Elena. Le
rodeó los hombros con el brazo y le dio unas palmadas. -No la dejarás. Ella siempre estará en tu corazón. Ella desearía que hicieras tu vida como
indica tu destino.
Las lágrimas bañaban el
rostro de Elena. Se las enjugó con el
dorso de las manos.
-No conozco al duque de Mystic Falls,
madre. Sólo lo vi una vez Y ni siquiera
me acuerdo de cómo es. ¿Y si no me llevo bien con él? ¿Y si no me quiere? Yo no quiero ser una carga para nadie. Por favor, déjeme quedarme aquí.
-Elena, pareces
decidida a creer que tienes una alternativa en esta situación y eso no es
verdad. Yo debo obedecer el
requerimiento de tu tutor. Estarás bien
en Inglaterra. El duque de Mystic Falls
tiene seis hijos. Una más, no será
molestia.
-Yo ya no soy una niña
-recordó Elena a la monja-. Posiblemente,
mi tutor debe de estar muy viejo y cansado ya.
La madre superiora
sonrió. -El duque de Mystic Falls fue elegido como tu tutor, hace años ya, por
tu padre. Él tuvo buenas razones para escoger a ese honorable hombre inglés.
Ten fe en el buen juicio de tu padre.
-Sí, madre.
-Puedes llevar una vida
feliz, Elena -continuó la madre superiora-.
Siempre y cuando no olvides contenerte un poco. Piensa antes de actuar. Esa es la clave. Tienes una mente muy sagaz. Úsala.
-Gracias por decirlo,
madre.
-Deja de hacerte la
sumisa. No es tu estilo en lo más
mínimo. Tengo que darte un consejo más y
quiero que lo escuches atentamente. Siéntate bien derecha. Una princesa no anda
por ahí con los hombros caídos.
Elena pensó que si
erguía más la columna se le partiría en dos.
Pero echó levemente los hombros hacia atrás y vio que había complacido a
la madre superiora cuando esta asintió con la cabeza.
-Como estaba diciendo
-prosiguió la madre superiora-. Aquí
nunca importó el hecho de que fueras una princesa, pero en Inglaterra sí será
importante. Las apariencias deben cuidarse
constantemente. Simplemente, no puedes
permitir que los actos espontáneos gobiernen tu vida. Ahora dime, Elena. ¿Cuáles son las dos
palabras que siempre te he pedido que recuerdes de memoria?
-Dignidad y decoro,
madre.
-Sí.
-¿Puedo volver a este
lugar si descubro... que no me agrada mi nueva vida?
-Siempre serás
bienvenida aquí -le prometió la madre superiora-. Ahora vete a ayudar a sor Jenna
con las maletas. Te marcharás en plena
noche por precaución. Yo te aguardaré en
la capilla para despedirte.
Elena se puso de pie,
hizo una pequeña reverencia y se marchó de la sala. La madre superiora se quedó parada en el
centro de su despacho, mirando la puerta después que la muchacha se hubo
marchado. Había creído que era un milagro la partida de la princesa. La madre superiora siempre había sido rigurosamente
esquemática, hasta que Elena se cruzó en su camino, rompiendo con todas las convenciones
preexistentes. A la monja no le gustaba
el caos, pero Elena y el caos parecían ir de la mano. No obstante, en cuanto la princesa abandonó el
despacho, los ojos de la religiosa se llenaron de lágrimas. Sintió que el sol acababa de empañarse con
espesos nubarrones negros. Dios la amparará, pero echaría de menos a esa
diablilla con todas sus travesuras.
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