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BIENVENIDOS A TOD@S A ESTE BLOG, ESPERO QUE DISFRUTÉIS LEYENDO LAS ADAPTACIONES DE CRÓNICAS VAMPÍRICAS.

COMO SABÉIS LOS PERSONAJES NO ME PERTENECEN Y LAS HISTORIAS QUE ADAPTARÉ TENDRÁN EL NOMBRE DE LA AUTORA AL FINAL DE CADA HISTORIA


GRACIAS

25 febrero 2014

Once Upon a Time Capitulo 00

Prólogo

 Inglaterra, 1819
El era un auténtico asesino de mujeres.
La muy ingenua jamás tuvo ni una sola oportunidad siquiera.  Nunca se dio cuenta de que la acechaban, nunca adivinó las verdaderas intenciones de su admirador secreto.
El creía haberla matado con amabilidad Se sentía orgulloso de ese logro.  Pudo haber sido cruel.  No lo fue.  La devastadora necesidad que ardía en su interior exigía inmediata satisfacción, y aunque las imágenes eróticas de tortura lo excitaban de una manera febril, se negó a someterse a sus impulsos primitivos.  Después de todo, era un hombre, no un animal. Buscaba una gratificación personal, y esa mujerzuela merecía morir, a pesar de que en esa situación, se mostrara compasivo.  Fue muy amable, considerado.
Después de todo, ella murió con una sonrisa.  Deliberadamente, él la tomó por sorpresa justo en ese momento, de modo que sólo alcanzó a ver el horror una décima de segundo en sus ojos castaños de cordero indefenso, antes que todo terminara.  Y entonces trató de calmarla con un canturreo suave, como cualquier buen amo habría hecho con su mascota herida.  Mientras la estrangulaba, le hizo escuchar el sonido de su compasión.
No dejó de tararear su canción condolente hasta que terminó con su crimen, hasta que supo que ella ya no podría escucharlo.
Fue  piadoso.  Aun cuando estuvo seguro de que estaba muerta, le echó la cabeza hacia un lado para que no viera que se permitía una sonrisa.  En realidad, quería reír a carcajadas, aliviado, porque todo había terminado, y satisfecho, porque ella se había ido tan bien.  Pero no se atrevió a emitir sonido alguno. En el fondo de su corazón, intuía que un comportamiento tan indigno lo haría aparecer como un monstruo más que como un hombre y, ciertamente, no era un monstruo.  No, no, no odiaba a las mujeres. Las admiraba -bastante- y con las que consideraba rescatables, no era ni cruel ni descorazonado.
Sin embargo, era terriblemente inteligente.  No había nada de vergonzoso en admitir esa verdad. La persecución había sido estimulante, aunque desde el principio al fin él pudo predecir cada una de sus reacciones.  Claro que la vanidad femenina había estado inmensamente en su favor Era una inocente mujerzuela que se consideraba muy astuta -un peligroso concepto erróneo- y él fue quien le demostró que su perspicacia superaba en mucho a la de ella y a la de las demás de su clase.
Al elegir las armas, hubo cierta ironía muy dulce.  En un principio, pensó en matarla con su daga.  Quería sentir que la afilada hoja se hundiera profundamente en su carne y que la sangre caliente fluyera, incontenible, sobre sus manos, cuando la apuñalara una y otra vez.  Degüella a la gallina, degüella a la gallina.  Esa orden se repitió indefinidamente en su memoria.  Sin embargo, no la obedeció, porque todavía era más fuerte que su voz  interior y al instante, decidió no usar la daga.  Ella llevaba alrededor del cuello el collar de diamantes que él le había regalado.  El lo tomó y comenzó a apretarla con él para arrancarle la vida con ese elemento tan simple y costoso.  Pensó que esa arma era más adecuada.  A las mujeres les encantaban los collares y ese, más que ninguno.  Hasta consideró enterrar la joya con ella.  Pero mientras esparcía la cal que había recogido de los acantilados sobre el cadáver para acelerar la putrefacción, cambió de idea y se metió el collar en el bolsillo.
Se alejó de la tumba sin volver la vista atrás ni una sola vez.  No sentía remordimientos ni culpa.  Ella le había servido bien y, por ello, estaba contento.
Una niebla espesa cubría el suelo.  No advirtió que le había quedado cal en las botas hasta que llegó al camino principal.  Tampoco le preocupó el hecho de que sus nuevas botas de agua pudieran haberse deteriorado para siempre.  Nada empañaría la dicha de la victoria.  Sentía que se había quitado un gran peso de encima.  Pero también había algo más -otra vez experimentaba esa excitación, esa magnífica euforia que había vivido cuando tuvo sus manos sobre ella... Oh, sí.  Esta vez fue mejor que la última.
Ella lo había hecho sentir vivo otra vez.  Nuevamente, el mundo aparecía rosa ante sus ojos, con muchas opciones para un hombre tan viril y fuerte como él.
Sabía que se nutriría de los recuerdos de esa noche durante un largo, largo tiempo.  Y luego, cuando el hechizo comenzara a debilitarse, saldría nuevamente de cacería.


La madre superiora María Felicidad siempre había creído en los milagros, pero, a lo largo de sus sesenta y siete años en esta dulce tierra, jamás había sido testigo de ninguno, sino hasta aquel día helado de febrero de 1820, cuando llegó la carta de Inglaterra.
En un principio, la madre superiora tuvo miedo de creer en las benditas novedades. 
Temía que todo se tratase de una mala jugada del diablo para alimentar en ella falsas esperanzas que luego se derrumbarían como castillos de hielo.  Pero después de haber contestado debidamente la misiva y de recibir una segunda confirmación con el sello del duque de Mystic Falls y todo, no le quedó más remedio que aceptar el obsequio por lo que realmente era.
Un milagro.
Por fin se quitarían de encima a esa diablilla.  La madre superiora compartió las noticias con las otras monjas la mañana siguiente durante las maitines.  Por la noche, lo celebraron con sopa de pato y pan negro recién sacado del horno.  Sor Jenna, estaba tan feliz que recibió reprimendas por partida doble por haberse reído a carcajadas durante las vísperas.
La diablilla -o, mejor dicho, la princesa Elena- tuvo que presentarse en el despacho de la madre superiora la tarde siguiente.  Mientras le informaban que partiría del convento, sor Jenna estaba muy atareada preparándole el equipaje.
La madre superiora estaba sentada en una silla de respaldo muy alto, detrás de un amplio escritorio, tan viejo y deteriorado como ella.  Distraída. La monja jugueteaba con los pesados abalorios de madera de su rosario, que colgaba a un costado de su hábito negro, mientras esperaba que su pupila reaccionara ante el anuncio.
La princesa Elena quedó patitiesa con la noticia.  Apretó muy fuerte sus manos, en un gesto de nerviosismo, y mantuvo la cabeza gacha, para que la madre superiora no pudiera ver las lágrimas que habían acudido a sus ojos.
-Siéntate, Elena. No quiero hablar con la coronilla de tu cabeza.
-Como guste, madre. -Se sentó en el borde de la silla, irguió la espalda para complacer a la monja y montó una mano sobre la otra sobre la falda.
-¿Qué te parecen las noticias? -le preguntó la madre superiora.
-Fue por el fuego, ¿no, madre? Todavía no ha podido perdonarme eso.
-Tonterías -respondió la madre superiora-. Hace más de un mes ya que te he perdonado esa falta de sesera tuya.
-¿Fue sor Jenna la que la convenció de que me alejara de aquí?  Ya le pedí disculpas y no tiene el rostro tan verde ahora.
La madre superiora meneó la cabeza.  También frunció el entrecejo, porque Elena, sin darse cuenta, estaba repasando todos los problemas que había causado.
-No puedo entender de dónde has sacado la idea de que esa pasta repugnante serviría para eliminar las pecas.  Pero sor Jenna estuvo de acuerdo con el experimento. 
No te culpa a ti... completamente -se apresuró a agregar para que la mentira que estaba diciendo no resultara un pecado tan capital ante los ojos de Dios-.  Elena, yo no escribí a tu tutor pidiéndole que te marcharas de aquí.  El me escribió a mí.  Aquí está la carta del duque de Mystic Falls.  Léela y verás que te digo la verdad.

Cuando Elena extendió el brazo para tomar la misiva, la mano le tembló.  Analizó rápidamente el contenido de la misma Y se la devolvió.
-Te das cuenta de la urgencia, ¿verdad?  Este general Stefan al que tu tutor hace mención parece tener una reputación intachable. ¿Recuerdas haberlo conocido?
Elena meneó la cabeza.
-Visitó la casa de papá varias veces, pero yo era muy pequeña.  No recuerdo haberío conocido. ¿Por qué, en nombre del cielo, querría casarse conmigo?
-Tu tutor comprende los motivos del general -contestó la madre superiora. 
Tamborileó con las yemas de sus dedos sobre la carta-.  Los súbditos de tu padre no te han olvidado.  Aún sigues siendo su amada princesa. El general tiene idea de que, si se casa contigo, podrá hacerse cargo del reino con la aprobación de las masas.  Es un plan muy inteligente.
-Pero yo no deseo casarme con él -murmuró Elena.
-Y tampoco lo desea tu tutor -dijo la superiora-. Pero cree que el general no aceptará un rechazo a su propuesta y que, de ser necesario, te llevará por la fuerza para asegurarse el éxito que busca.  Esa es la razón por la que tu tutor desea que los guardias te acompañen en el viaje a Inglaterra.
-Yo no quiero irme de aquí, madre.  De verdad, no quiero.
La angustia de la voz de Elena capturó el corazón de la madre superiora.  En ese instante, se olvidó de todos los embrollos en los que había estado inmiscuida la princesa
Elena durante los últimos años.  La madre superiora recordó la vulnerabilidad y el terror de sus ojitos de niña, cuando ella y su enfermiza madre llegaron al convento. Elena le había comportado como una santa mientras su madre vivió. Era tan pequeña entonces -doce jovenes años-.  Su adorado padre había fallecido seis meses atrás.  La niña había demostrado un tremendo valor.  Asumió la enorme responsabilidad de cuidar de su madre día y noche.  Pero no había posibilidad alguna de que la mujer se recuperara.  La enfermedad había terminado con su cuerpo y su mente.  Y cuando estuvo enloquecida de dolor, Elena se subió a su lecho para tomarla entre sus brazos.  Así, meció a la frágil mujer incansablemente mientras le cantaba tiernas baladas con una voz angelical.  El amor hacia su madre había sido una imagen dolorosamente Elena para ver.  Cuando por fin aquella tortura diabólica terminó, la madre falleció en brazos de su hija.
Elena no permitió que nadie la consolara.  Lloró durante las largas horas de la noche, sola en su celda, aunque las blancas cortinas que cerraban el pequeño receptáculo no pudieron callar los sollozos a los oídos de las novicias.
Su madre fue enterrada en el convento, detrás de la capilla, en una encantadora pradera bordeada de coloridas flores.  La institución lindaba con el segundo hogar de la familia, Gilbert Haven, pero Elena ni siquiera iba allí de visita.
-Yo creía que me iba a quedar aquí para siempre -murmuró Elena.
-Debes ver esta situación como un dictado de tu destino -le aconsejó la madre superiora-.  En tu vida se cierra un capítulo, pero está a punto de comenzar otro nuevo.
Elena volvió a bajar la cabeza. -Yo deseo vivir todos los capítulos de mi vida aquí, madre.  Si usted lo deseara, podría negarse al requerimiento del duque de Mystic Falls o podría cansarlo con correspondencia interminable hasta que se olvidara de mí.
-¿Y el general?
Elena ya había pensado en una respuesta para ese dilema. -No se atrevería a irrumpir en este santuario.  Estoy a salvo siempre y cuando me quede aquí.

-Un hombre que tiene tanta sed de poder no se preocuparía en lo más mínimo por violar las leyes sagradas de un convento, Elena. No dudes que irrumpiría en este santuario.
¿Te das cuenta de que además estás sugiriéndome que engañe a tu querido tutor?
La monja denotó cierto reproche con su tono de voz. -No, madre Correspondió Elena con un suspirillo, plenamente consciente de que esa era la respuesta que la monja quería escuchar-.  Supongo que no sería correcto engañar...
El aire esperanzado de las palabras de la muchacha hizo que la madre superiora meneara la cabeza. -No voy a complacerte.  Aunque hubiera una razón valedera...
Elena saltó entusiasmada ante la posibilidad.
-Oh, pero la hay -estalló.  Aspiró profundamente y luego anunció-: He decidido ser monja.
El solo pensar que Elena podría unirse a su sagrada orden bastó para que la madre superiora sintiera escalofríos. -Que el cielo nos ampare -musitó.
-Es por los libros, ¿verdad, madre?  Usted quiere echarme de aquí por ese pequeño... incidente.
-Elena...
-Sólo hice el segundo juego de libros para que el banquero le otorgara el préstamo. 
Usted se negó a usar mi dinero y yo sabía cuánto necesitaba esos fondos para construir la nueva capilla... por lo del fuego y todo eso. Y le dieron el crédito por fin, ¿no? 
Seguramente, Dios me ha perdonado la mentirijilla piadosa.  Además, El debe de haber querido que yo alterara esos números en nuestro beneficio o, de lo contrario, no me habría dado tanta inteligencia para los cálculos. ¿No lo cree así, madre?  En el fondo de mi corazón, sé que Él me ha perdonado por esa pequeña trampa que hice.
-¿Trampa?  Creo que la palabra correcta es latrocinio -gruñó la madre superiora.
-No, madre -la corrigió Elena-.  Latrocinio significa robo y yo no he robado nada. 
Simplemente, he corregido algunas cifras.
El feroz modo con el que la madre superiora frunció el entrecejo le indicó que no debió haberla contradecido, ni sacar el tan reciente tema de la contabilidad falsa.
-En cuanto a lo del fuego...
-Madre, ya he confesado mi pesar por ese desgraciado error -Comentó Elena de inmediato.  Se apresuró a cambiar de tema, antes de que la religiosa se pusiera furiosa otra vez-.  He hablado muy en serio cuando le dije que queria convertirme en monja.  Creo que tengo la vocación.
-Elena. Tú no eres católica.
-Me puedo convertir -prometió Elena fervientemente.
Pasó un largo rato de silencio.  Luego, la madre superiora se inclinó hacia delante. La silla crujió por el movimiento. -Mírame -le ordenó.
Esperó a que la princesa cumpliera la orden antes de volver a hablar
-Creo entender de qué se trata todo esto.  Te haré una promesa -dijo ella con la voz hecha un murmullo-.  Yo cuidaré celosamente la tumba de tu madre.  Si algo me sucediera, entonces sor Justina o sor Jenna tendrían que asumir esa responsabilidad en mi lugar.  Tu madre no quedará en el olvido.  Estará todos los días en nuestras oraciones. 
Esa es la promesa que yo te hago.
Elena rompió en llanto.
 -No puedo dejarla.
La madre superiora se puso de pie y corrió junto a Elena.  Le rodeó los hombros con el brazo y le dio unas palmadas. -No la dejarás.  Ella siempre estará en tu corazón.  Ella desearía que hicieras tu vida como indica tu destino.

Las lágrimas bañaban el rostro de Elena.  Se las enjugó con el dorso de las manos.
 -No conozco al duque de Mystic Falls, madre.  Sólo lo vi una vez Y ni siquiera me acuerdo de cómo es. ¿Y si no me llevo bien con él? ¿Y si no me quiere?  Yo no quiero ser una carga para nadie.  Por favor, déjeme quedarme aquí.
-Elena, pareces decidida a creer que tienes una alternativa en esta situación y eso no es verdad.  Yo debo obedecer el requerimiento de tu tutor.  Estarás bien en Inglaterra.  El duque de Mystic Falls tiene seis hijos.  Una más, no será molestia.
-Yo ya no soy una niña -recordó Elena a la monja-.  Posiblemente, mi tutor debe de estar muy viejo y cansado ya.
La madre superiora sonrió. -El duque de Mystic Falls fue elegido como tu tutor, hace años ya, por tu padre. Él tuvo buenas razones para escoger a ese honorable hombre inglés. Ten fe en el buen juicio de tu padre.
-Sí, madre.
-Puedes llevar una vida feliz, Elena -continuó la madre superiora-.  Siempre y cuando no olvides contenerte un poco.  Piensa antes de actuar.  Esa es la clave.  Tienes una mente muy sagaz.  Úsala.
-Gracias por decirlo, madre.
-Deja de hacerte la sumisa.  No es tu estilo en lo más mínimo.  Tengo que darte un consejo más y quiero que lo escuches atentamente. Siéntate bien derecha. Una princesa no anda por ahí con los hombros caídos.
Elena pensó que si erguía más la columna se le partiría en dos.  Pero echó levemente los hombros hacia atrás y vio que había complacido a la madre superiora cuando esta asintió con la cabeza.
-Como estaba diciendo -prosiguió la madre superiora-.  Aquí nunca importó el hecho de que fueras una princesa, pero en Inglaterra sí será importante.  Las apariencias deben cuidarse constantemente.  Simplemente, no puedes permitir que los actos espontáneos gobiernen tu vida.  Ahora dime, Elena. ¿Cuáles son las dos palabras que siempre te he pedido que recuerdes de memoria?
-Dignidad y decoro, madre.
-Sí.
-¿Puedo volver a este lugar si descubro... que no me agrada mi nueva vida?
-Siempre serás bienvenida aquí -le prometió la madre superiora-. Ahora vete a ayudar a sor Jenna con las maletas.  Te marcharás en plena noche por precaución.  Yo te aguardaré en la capilla para despedirte.

Elena se puso de pie, hizo una pequeña reverencia y se marchó de la sala.  La madre superiora se quedó parada en el centro de su despacho, mirando la puerta después que la muchacha se hubo marchado. Había creído que era un milagro la partida de la princesa.  La madre superiora siempre había sido rigurosamente esquemática, hasta que Elena se cruzó en su camino, rompiendo con todas las convenciones preexistentes.  A la monja no le gustaba el caos, pero Elena y el caos parecían ir de la mano.  No obstante, en cuanto la princesa abandonó el despacho, los ojos de la religiosa se llenaron de lágrimas.  Sintió que el sol acababa de empañarse con espesos nubarrones negros. Dios la amparará, pero echaría de menos a esa diablilla con todas sus travesuras. 

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