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COMO SABÉIS LOS PERSONAJES NO ME PERTENECEN Y LAS HISTORIAS QUE ADAPTARÉ TENDRÁN EL NOMBRE DE LA AUTORA AL FINAL DE CADA HISTORIA


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26 noviembre 2012

El Marqués Capitulo 11


CAPITULO 11

Damon confiaba en haber despejado los temores de la joven. Al menos eso era lo que deseaba creer unos días más tarde, mientras su carruaje negro tirado por cuatro caballos avanzaba sin prisa rumbo al cercano municipio de Richmond-upon-Thames para el baile del final del verano. Dentro del vehículo reinaba una atmósfera jovial: Rohan, Jordán y él compartían una botella de whisky, bebiendo generosamente a la salud de las festividades de la noche.

Sus amigos conversaban de forma irreverente sobre qué mujeres iban a perseguir esa noche, pero 
Damon estaba de nuevo distraído pensando en Elena. Santo Dios, ¿qué había hecho con él esa joven? Echó un vistazo por la ventanilla y contempló la espléndida puesta de sol que se desplegaba al oeste sobre la amplia extensión del campo.

Espectaculares y esponjosas nubes, entre las que aún podían verse retazos del vivo azul del cielo, se extendían por el horizonte cubriendo el sol crepuscular de septiembre. El astro rey teñía de matices rosas y anaranjados la parte inferior de las mismas, en tanto que la superior y los lados habían adquirido un ahumado tono lavanda.

La luna llena se alzaba al este rodeada por un desdibujado halo dorado, envuelta por la noche que comenzaba a asomar como un manto salpicado de estrellas que iba del azul real al más profundo índigo. 

Los árboles ocultaron nuevamente la vista cuando Jordán le pasaba la botella. Damon la aceptó con una sonrisa irónica dibujada en los labios y tomó un buen trago cuando Elena se coló, una vez más, en sus pensamientos.
Tenía la persistente sensación de que en vez de haber puesto las cosas en su sitio, solo había conseguido empeorarlo todo con lo sucedido en el salón, y el licor no consiguió librarle de ella. Pero las dudas no eran lo único que le aquejaba aquella noche. Además de una buena dosis de frustración sexual, todavía se sentía dolido porque la joven hubiera intentado deshacerse de él.
No lograba comprender la persistente resistencia que oponía Elena.

¿Qué defectos encontraba en él? Dios, en un principio prácticamente le había dado igual con quién se casaba, pero a estas alturas Elena lo tenía bien agarrado por el pescuezo.
Ignoraba por qué se esforzaba con tanto ahínco o cuándo había decidido que ella era la única para él. Y esa era la razón por la que seguía estupefacto por aquel intento de rechazarlo.
Estaba acostumbrado a conseguir lo que deseaba y, con total modestia, podía decir que las mujeres no solían despreciarle. Y en las raras ocasiones en que se daba el caso, por lo general se reía de ello. Nunca le había preocupado especialmente.
Pero esto era diferente. Muy, pero que muy diferente. Esta vez le afectaba porque despertaba el temor que anidaba en él y que hacía tanto había enterrado en lo más profundo de su ser: no ser digno de ser amado.

Una cosa era ser rechazado en su faceta camaleónica, lo cual no se tomaba como algo personal. Pero intentar con toda su alma ofrecerle a Elena su auténtico yo y ser despreciado dolía enormemente. ¿Qué demonios iba a tener que hacer para que ella lo aceptase?
¿Cuándo sería suficiente con ser él mismo?

Ya era tan rico como un rey y ocupaba una posición más elevada que el noventa y nueve por ciento de la población. Si con eso no bastaba para que alguien le creyera digno de ser amado, bien podía darlo todo por perdido de inmediato.
«Maldita sea.» Examinó la dolorosa incertidumbre que lo atormentaba y creyó que era un hombre patético. Tanto como aquel niño furioso que había sido como un saco de arena para los matones locales, el solitario hijo de unos padres a los que no les había importado lo suficiente como para no venderlo por dinero a un grupo secreto del gobierno aun a sabiendas de que podría acabar muerto.

La botella llegó a él otra vez y Damon intentó ahogar el asco que sentía con otro buen trago.
«Aquello era su perdición.» Si aquella joven podía herirle tan profundamente, antes incluso de que se hubieran acostado, ¿cuánto no le atormentaría en los años venideros siendo ya marido y mujer?
Dios, si fuera una mínima parte de lo astuto que le creían sus cantaradas de la Orden, se lavaría las manos y elegiría a otra. Alguna mema, hermosa y agradable, a la que pudiera mantener a distancia con benévola displicencia. Alguien que gastase su fortuna sin atreverse a cuestionar la forma en que él vivía.

Pero a pesar de la exasperante terquedad de la señorita Gilbert, Damon no podía renunciar a ella. «Nunca te rindas y jamás retrocedas», le había dicho Virgil en una ocasión. Era uno de los rasgos de su carácter que más valoraba la Orden, pero a veces esa clase de perseverancia podía ser una maldición.

La vida habría sido mucho más fácil si pudiera contarle a Elena quién era y lo que hacía en realidad. Por el contrario, no podía hacer otra cosa que esperar a que la joven aceptase su destino y abrigar la esperanza de que, entretanto, el profundo deseo que sentía por ella no le llevase a la locura. En esos momentos estaba al borde de ella.

Damon reparó entonces en que se había hecho el silencio en el carruaje; la máscara de algarabía desapareció brevemente para dejar paso a tres muchachos perdidos de la Orden, ahora ya hombres, combatiendo cada uno sus propios demonios personales.

—Nunca pensé que diría esto —murmuró Rohan, tomando la botella de manos de Damon—, pero comienzo a echar de menos la guerra.

—Te entiendo perfectamente —repuso Damon.

La sombra de una amarga sonrisa fue la única respuesta de Jordán.
Damon dejó escapar un tenso suspiro.

—Salud, amigos —dijo con ironía y descorchó otra botella.

Por desgracia ya sabía que el licor no era un sedante tan potente como la dulce poción que había paladeado hacía algunos días. El néctar del cuerpo virginal de Elena. Le había resultado místicamente embriagador mientras se disolvía en su lengua. Ojalá pudiera embriagarse de nuevo esa noche con aquel raro y exquisito vino, pero habida cuenta de que seguramente había ido demasiado lejos, supuso que podría esperar... hasta la noche de bodas.


Una brisa suave como la cachemira llegaba desde el río, que transcurría tranquilo, haciendo que las condiciones para el baile del final del verano fueran perfectas. La música flotaba hasta los jardines y los farolillos colgados por doquier estaban ya encendidos, anticipándose a la oscuridad de aquella noche de equinoccio.

En unas horas el verano daría paso al otoño. Los innumerables invitados, ataviados con sus mejores galas, paseaban por los jardines ornamentados charlando en grupo o se sentaban a las mesas dispuestas bajo la elegante carpa abierta. El vino corría libremente y abundantes delicias tentaban el paladar.

En el interior de la mansión las puertas de la terraza estaban abiertas de par en par. Los invitados habían comenzado a congregarse en la sala iluminada con velas, impacientes porque diera comienzo el baile. Los músicos, en la zona de la orquesta, afinaban los instrumentos.

La expectación impregnaba el aire.
Iba a ser una noche grandiosa, con cientos de asistentes. Elena había oído decir que era posible que el regente hiciera acto de presencia, pero sus pensamientos giraban sin cesar en torno a un invitado en concreto que aún no había llegado.

Esperaba ver a lord Rotherstone de un momento a otro y estaba con los nervios a flor de piel ante la perspectiva de la crucial tarea que tenía ante sí. Resultaba mucho más intimidante que los planes de semanas atrás de enfrentarse a Stefan Carew.

La última vez que se vieron, Damon se había marchado de la casa con la impresión de que entre ellos todo se había solucionado y había evitado que ella lo abandonase gracias a las cosas que le había hecho. Pero no iba a tardar en descubrir lo equivocado que estaba.
Después del impúdico encuentro en el salón ya podía sentir cómo Damon comenzaba a controlarla, imponiendo su dominio sobre ella, y eso aumentaba su desesperación por escapar mientras aún pudiera hacerlo.

La envergadura y corpulencia de aquel hombre, la férrea fuerza, la aguda inteligencia, la riqueza y el título que poseía, además del don para manipular a su padre y a la alta sociedad gracias a su encanto calculador (y, sobre todo, la indecente destreza para sofocar sus protestas con besos, proporcionándole un inmenso placer) hacían del dominante marqués un poderoso contrincante.
Casi podía sentir cómo la iba atrapando poco a poco, pero todavía disponía de tiempo y voluntad para luchar y conservar el control sobre su destino. Al fin y al cabo, sucedían cosas terribles cuando una persona perdía el control de su vida.

«Mi hermano no perdona con facilidad», le había dicho lady Thurloe. Elena contaba con eso para llevar a buen término los planes para poner en su contra a Damon de una vez por todas. Cuando él se acercara en el salón para pedirle inevitablemente un baile y ella le respondiera desairándolo, entonces, tal vez entonces, comprendiera al fin y la dejara tranquila.
No deseaba herirlo, tan solo dejarle claro que, si era inteligente, renunciara a sus pretensiones. Aquel hombre no debería tener el menor problema en encontrar a alguien que se contentara con casarse con él por su fortuna y su título.

Pero Elena deseaba más, le deseaba a él, a la persona, y Damon se negaba a escucharla. Era un hombre perspicaz, pero fingía no entender.
Por desgracia, había corrido la voz sobre su paseo por Hyde Park y eso había dado pábulo a una serie de nuevos cotilleos sobre la reputación de la joven que, en realidad, no podía permitirse. Mientras Elena deambulaba entre la multitud en dirección a la mesa de los refrescos para buscar un par de copas de vino para Bonnie y para ella, reparó en que varias personas la estaban mirando y murmurando en voz baja. Tuvo el presentimiento de que hablaban de ella, pero no percibía hostilidad alguna en aquellos ojos.

Obsequió a los chismosos con una sonrisa imperturbable y los saludó educadamente, tras lo cual alzó la barbilla y prosiguió su camino, con la cabeza bien alta.

Gracias a Dios la alta sociedad no sabía nada del episodio acontecido en el salón de su casa, ni sobre aquellos besos robados en la mansión de él. ¡Ni siquiera se lo había contado a Bonnie! Tan solo le había hablado del paseo en carruaje, pero nada más. No quería ni imaginar qué sería de su reputación si todo el mundo se enteraba de la historia completa. Era espantoso saber que Damon podría utilizar aquellos secretos para manipularla si así lo deseaba.

Ojalá pudiera olvidar esa faceta licenciosa que el marqués había descubierto en ella. Era algo terriblemente impropio de una dama, pero ¿qué podía hacer al respecto? Ese hombre era capaz de convertirla en una especie de criatura salvaje. Por desgracia, lo hecho, hecho estaba, y ahora solo podía confiar en el honor de lord Rotherstone y esperar de corazón que fuera capaz de guardar un secreto.

Sacudiéndose de encima una punzada de culpabilidad, se hizo con dos copas y se dirigió de nuevo hacia donde había dejado a Bonnie. Se habían separado minutos antes, repartiéndose el trabajo; ella había ido a por las bebidas en tanto que Bonnie iba a por un platito con exquisitos bocados para compartir.

Jonathon llegaba elegantemente tarde, como de costumbre. Pero era lo de menos. Tenía planeado guardar las distancias con él esa noche por su propia seguridad. No era conveniente poner a prueba el buen carácter de lord Rotherstone.

Mientras pasaba entre la muchedumbre esperaba encontrarse en cualquier momento con el apuesto rostro de Damon iluminado por la luz de los faroles. Por el contrario, y para su disgusto, fue Stefan Carew quien la alcanzó y se puso a caminar a su lado. Él se dirigía hacia el otro lado del salón de baile, pero la acompañó brevemente.

—He oído decir que fue vista de paseo con Rotherstone la semana pasada. —Su semblante, así como su forma de conducirse, rezumaba sarcasmo.

—¿Y si fue así? —replicó irritada.

—Ah, es igual. —Se encogió de hombros con aire de superioridad—. Sobre gustos no hay nada escrito. —La obsequió con una fría sonrisa desdeñosa y se alejó.

Elena apretó los dientes justo cuando la menuda Bonnie se abrió paso entre el gentío, rauda y etérea, moviéndose con delicada celeridad. Iba ataviada con un envidiable y claro vestido azul espuma de mar y llevaba el cabello peinado en tirabuzones. Su tez marfileña parecía más pálida de lo habitual cuando se reunió con Elena.

—¡Aquí estás!

—¿Qué sucede? ¿Te encuentras bien?

—Madre mía —farfulló su amiga—. Será mejor que me des eso.

Elena le entregó de inmediato la copa de vino.

—¿Qué ocurre? ¿Dónde están nuestros aperitivos?

—No te preocupes por eso. Tengo malas noticias. —Bonnie tomó un sorbo de vino sorprendentemente generoso y luego se tranquilizó—. Oh, Elena... ¡Me encontraba junto a la carpa de los refrescos cuando he recibido el mayor susto de mi vida!

—¿Qué sucede? —se apresuró a preguntar.

—No sé cómo contarte lo que acabo de escuchar... —Hizo una mueca—. Es acerca de ti.

—¿De mí?

Elena se quedó petrificada. Sabía que se había puesto pálida, pues podía sentir cómo la sangre abandonaba su rostro. «Es imposible que Damon se lo haya contado a alguien.» La sensación de mareo pasó, pero se le había formado un nudo en el estómago.

Dios bendito, si Damon se había jactado de las libertades que ella había consentido que se tomara... pero no, no era posible que hubiera hecho algo semejante. Tragó saliva y se preparó para escuchar las funestas noticias.

—¿De qué se trata?

Su amiga la miró con recelo.

—Ignoro qué está sucediendo, pero hace un momento he escuchado por casualidad cómo tu madrastra compartía una confidencia de lo más espantosa con otras damas.
« ¿Mi madrastra?» En comparación con lo que se había temido, escuchar que Penelope se entrometía era un alivio.

—¿Qué es lo que decía?

—En realidad estaba alardeando.

—¿De veras? —preguntó Elena con voz queda.
Bonnie se acercó más.

—¡Dijo que pronto tendrá lugar el anuncio del compromiso matrimonial entre el marqués de Rotherstone y tú! —susurró desconcertada.

—¿Qué...? —Elena palideció aún más.

—¡Estoy segura de que eso es lo que dijo!

—¡Oh, nooo! —A fin de cuentas, había sido Penelope, con su afilada lengua, la causante del desastre con Stefan—. Dios mío, no puedo creerlo. ¿Ha vuelto a hacerlo?

—¡Dime que estaba delirando! —Le ordenó Bonnie—. No puede haber nada de cierto en ello, ¿verdad?

—Bonnie —balbuceó con voz tensa—, hay algo que deberías saber. Lo cierto es que... —

Nerviosa, se humedeció los labios, pues la boca se le había quedado seca. Luego asintió—. Me ha propuesto matrimonio.
Bonnie se quedó boquiabierta.

—Habló con mi padre y él aceptó... ¡Pero yo no!

—¡Oh, no doy crédito! —Se tapó la boca con la mano durante unos instantes y abrió los ojos desmesuradamente—. ¿El Marqués Perverso se te ha declarado?

—Sí. Bueno... si quieres decirlo así. Es decir, su idea de una proposición es ordenarme que me case con él. Pero independientemente de lo que él piense o diga, ¡mi respuesta sigue siendo no!

Su amiga frunció el ceño, presa de la confusión.

—Pero entonces... ¿por qué fuiste a pasear con él?

—¡Porque me engatusó! —Exclamó exasperada, levantando los brazos con impotencia—. ¡Oh, no entiendes lo perverso que es, lo zalamero e irresistible! Ahora sé por qué lo apodan así. Es capaz de convencerte de que lo blanco es negro, que arriba es abajo... ¡Me tiene confundida! —Frustrada, dejó escapar un suspiro—. Me convenció con dulces palabras para que le diese una oportunidad. Dijo que era lo justo. Así que consentí en que me llevara de paseo... Oh, es tan apuesto, Bonnie. Lo es. Ojalá no lo fuera.

Bonnie abrió los ojos de par en par.

—¿No dejarías que... verdad?

—¿Hum? —preguntó con candor. Esperaba conservar un aire de inocencia después de lo sucedido unos días antes.

—¿Dejaste que te besara? —preguntó en un susurro Bonnie. Elena refunfuñó.

—No pude evitarlo. ¡Es un demonio, te lo he dicho!

—¿Cómo fue? —inquirió con voz queda y los ojos como platos.

—Hum.

Elena suspiró con afligida abnegación sabiendo que nunca saborearía de nuevo aquellos labios. Pero era mejor así.
Además, no lograba armarse de valor para admitir la envergadura de su indiscreción.

—Después del paseo decliné su oferta. 

—¿Cómo se lo tomó?

—¡No me hizo el más mínimo caso! Le dije que no pero... puede ser muy persuasivo. —Levantó la vista hacia el cielo negro y sacudió la cabeza—. No puedes ni imaginar cuánto.

Bonnie se quedó boquiabierta al comprender en parte y Elena la asió del brazo.

—No se lo contarás a nadie, ¿verdad?

—¡Jamás, Elena! Desde luego que no.

—Gracias. En cualquier caso, poco importa lo que él diga. He tomado una decisión. Esta noche voy a decirle que mi respuesta sigue siendo no y que es irrevocable. Ahora que mi madrastra, ¡la muy metomentodo!, se ha ido de la lengua y ha vuelto a complicar las cosas, mi misión de hoy es más imperiosa, si cabe.

—Bien, pues será mejor que hagas algo y rápido —la advirtió Bonnie—. Ya conoces la rapidez con la que vuelan noticias tan jugosas. Por desgracia, cuando lo dejes plantado, será una repetición de otro capítulo reciente de tu vida.

—Lo sé. Diantre, ¿por qué ha tenido que contarlo? —Elena echaba humo—. ¡Estoy segura de que llevaba días ansiosa por sacarlo a la luz!
Bonnie sacudió la cabeza compasiva.

—Penelope complica las cosas. Al divulgar la noticia de la proposición de lord Rotherstone, tu madrastra está consiguiendo que te resulte más difícil rehusar.

—Dios mío, está dispuesta a hacer cualquier cosa con tal de echarme de casa. —«Muy bien, cambio de planes», pensó Elena. Plantar a Damon en la pista de baile sería demasiado escandaloso y sumamente hiriente. No deseaba dejarlo en ridículo delante de todo el mundo, máxime siendo él ya vulnerable a la desaprobación de la alta sociedad—. Vamos —le dijo a Bonnie.

—¿Qué vas a hacer?

—Tengo que hablar con él antes de que lo haga alguna otra persona. ¿Me acompañas? ¿Para darme apoyo moral? —Ya sabes que jamás te abandonaría.
Elena la miró agradecida, luego señaló con el mentón hacia el iluminado salón de baile en el interior de la casa.

—Hemos de llegar al vestíbulo enseguida. Tengo que interceptar a lord Rotherstone en cuanto haga su entrada y, con algo de suerte, evitar el desastre.

La noche se tornaba más oscura con cada minuto que pasaba. Las dos amigas abandonaron la carpa de los refrescos y se pusieron en marcha, cruzando los jardines con celeridad. Elena hizo caso omiso de la desconcertante impaciencia que le atenazaba el corazón ante la posibilidad de verlo de nuevo. Aquello no tenía ningún sentido.

—Me sorprende que digas que él va a presentarse aquí esta noche —comentó Bonnie.
Atravesaron un grupo de jóvenes rezagados que se separó como las aguas del mar Rojo para dejarlas pasar. Los caballeros les dedicaron sonrisas y reverencias, y trataron de entablar conversación con ellas.

Elena sabía que habían sido presentados en algún momento, pero no acertaba a recordar el nombre de ninguno de ellos. Y tampoco le preocupaba. Por lo que a ella respectaba, jamás había conocido a otro hombre que le hubiera causado una impresión tan grande como lord Rotherstone. 
Las jóvenes continuaron andando después de saludar de forma amistosa pero evasiva, reanudando sin demora la conversación que se había visto interrumpida.

—¡Piénsalo! —Señaló Bonnie—. Durante años no se ha tomado la molestia de aparecer en sociedad, pero ahora está en todas partes, ¡se supone que con la esperanza de verte! ¡Oh, Elena! 

—La agarró del brazo y soltó una risilla—. ¡Ha de resultarte francamente emocionante! Reconócelo. Tiene que ser todo un logro haber impresionado a un redomado libertino como él.

—¡No, no! —protestó Elena ruborizándose y tratando de no sonreír—. No le he impresionado en absoluto. Por desgracia tiene la cabeza más dura que una piedra. Créeme. No he conseguido hacerle entender mi negativa.

—Puede que piense que intentas hacerte de rogar.

—Bueno, si existe la posibilidad de que me haya malinterpretado, me esforzaré cuanto pueda esta noche por sacarlo de su error. No va a complacerle. La situación podría tornarse desagradable.
Bonnie dejó escapar una sonrisa traviesa.

—¡Da la impresión de que esté loco por ti! Venga, puedes contármelo. ¿No te sientes ni siquiera un poco tentada de aceptarlo?

Elena se detuvo y la miró ceñuda.

—¡Yo lo estaría! —Dijo Bonnie con una amplia sonrisa en los labios—. Los marqueses no abundan precisamente, ya lo sabes. Debes reconocer que es apuesto.

Elena resopló al tiempo que recorrían con celeridad el sendero hasta la terraza.

—No lo entiendes. En primer lugar, es tan despótico como un sultán oriental. En segundo, todo esto no es más que un juego para él. Es como un... un terrier que tiene entre los dientes lo que considera un hueso. Pues bien, yo no soy ni un hueso ni un trofeo. Soy un ser humano.

—Bien dicho.

—Por desgracia, al igual que Stefan, lord Rotherstone se niega a comprenderlo. Aunque a diferencia de Carew, este parece mucho más dispuesto a llegar a extremos insospechados con tal de conseguir lo que desea. Ha sido bastante implacable. Pero eso va a terminarse esta noche —concluyó con gravedad—. Penelope ha ido demasiado lejos con todo esto. —¿Qué vas a hacer?

—Tan pronto como llegue lord Rotherstone le diré que si alguien tiene la osadía de preguntarle si lo que afirma Penelope es veraz, debe negarlo y decir que es tan solo un ridículo rumor.

—¿Y si él no está de acuerdo?

—¡Será mejor que lo haga por el bien de su propio orgullo! De lo contrario, me temo que el gran lord Rotherstone acabará tan abochornado como el odioso Stefan.

—Eres una mujer muy disciplinada —murmuró Bonnie, mirándola fijamente—. Yo sería incapaz.

—¡Ay, justo a tiempo! —susurró Elena tan pronto hubieron cruzado la terraza, deteniéndose en el 
umbral del salón de baile—. ¡Mira! —Bonnie se volvió con los ojos bien abiertos en dirección hacia donde su amiga le señalaba—. Ahí están.
Bonnie se puso pálida.

—Dios, qué hombres tan altos.

Parecía ser que el Marqués Perverso había llevado refuerzos consigo esa noche. Belcebú y Mefistófeles, sin duda dos buenos amigos, príncipes como él en el Reino de las Tinieblas.
El mayordomo anunció a cada uno de ellos cuando el magnífico trío entró con aire majestuoso:

—Su excelencia, el duque de Warrington. Su señoría, el marqués de Rotherstone. Su señoría, el conde de Falconridge.

—Oh, míralos —susurró Bonnie sobrecogida cuando aquellos hombres impresionantes y formidables se pararon a examinar con detenimiento el salón de baile antes de entrar en la estancia con paso cauto, como si fueran plenamente conscientes de que estaban adentrándose en territorio enemigo.

Hasta la última fémina de la sala parecía fascinada por los tres. En efecto, eran dignos de ser contemplados.

El gigantesco duque de Warrington llevaba una vistosa chaqueta color ciruela con pantalón negro. El largo cabello recogido en una coleta y el pañuelo sujeto por un alfiler con una perla negra. Tenía una cicatriz en forma de estrella sobre el extremo de la ceja.
Lord Falconridge era una criatura de grácil elegancia, mirada inteligente, cabello corto color arena, semblante sereno y porte refinado. Iba ataviado con un oscuro chaleco verde oliva y pantalón marfil.

Flanqueado por ambos hombres se encontraba lord Rotherstone. Con una impecable chaqueta tan negra como su cabello, junto con unos pantalones gris marengo, rematado por aquel aplomo, aquella osada actitud típica en él.

Los invitados comenzaron a murmurar inmediatamente ante la llegada del escandaloso trío y las jovencitas a entrar con valentía en el salón de baile. Elena tragó saliva cuando Damon la divisó, posando en ella aquellos chispeantes ojos claros que parecían reflejar el conocimiento íntimo de su cuerpo.

Damon la obsequió con una sonrisa sesgada de aspecto peligroso que la hizo estremecer de manera febril.

—Me temo que nos superan en número —apuntó Bonnie casi chillando, aferrándose a su brazo.

—No debemos desfallecer. —El corazón le palpitaba con fuerza, pero ambas jóvenes se mantuvieron firmes cuando los tres demonios del Club Inferno se dirigieron en fila hacia ellas con paso resuelto.

La mirada apreciativa de Damon descendió por el cuerpo de Elena al tiempo que esbozaba una sonrisa posesiva al ver las rosas que adornaban el vestido blanco de la muchacha. Cuando llegó hasta ella tomó de inmediato su mano enguantada.

—Señorita Gilbert, es un placer verla de nuevo —la saludó con voz sensual—. Está tan deslumbrante como de costumbre.
Ella lo contempló con inquietud mientras Damon obsequiaba a Bonnie con una sonrisa galante. Luego señaló hacia sus camaradas.

—Permítanme que les presente a mis amigos, Rohan Kilburn, duque de Warrington, y Jordán Lennox, conde de Falconridge —dijo con aire orgulloso—; esta diosa rubia es la honorable señorita Elena Gilbert, de la que tanto os he hablado. Y su encantadora acompañante ha de ser... la señorita Portland, ¿me equivoco?
Bonnie parpadeó sorprendida al ver que la reconocía.

—Vaya, no se equivoca, milord. ¿Cómo lo sabía?

—Lo he adivinado —respondió con voz suave.

—¿Milord? —Elena se dirigió a él.

Damon hizo una reverencia y se llevó la mano al corazón.

—A su servicio, mi amor.

Ella le lanzó una mirada admonitoria como respuesta al descarado apelativo cariñoso que había empleado. —Tenemos que hablar.

—¿No bailamos? Confío en que me haya reservado el primer vals. Creo recordar que tiene una deuda de honor a ese respecto.

—No se inquiete por eso, granuja. —Se sacudió de encima una punzada de culpabilidad por el plan que había ideado y reparó en Stefan Carew, que se encontraba a cierta distancia entre el gentío observándolos conversar con mirada curiosa—. ¿Sería tan amable de acompañarme, milord?

—Hasta los confines de la tierra —declaró él.
Sus amigos se echaron a reír.

Elena y Bonnie intercambiaron una mirada sufrida.

—Me contentaría con un paseo por los jardines, si no es mucha molestia —dijo—. Ahora.

—Sí, señorita. —Damon obsequió a sus amigos con una sonrisa taimada que parecía decir: «Me desea». Elena hizo caso omiso y se volvió hacia los dos hombres.

—Excelencia, lord Falconridge... sería mejor que la señorita Portland y ustedes nos acompañaran.

—Caramba, señorita Gilbert, ¿qué tiene pensado, exactamente? —preguntó el rubio conde con una sonrisa lúbrica en los labios. El alto duque lo miró de reojo con picardía en tanto que Bonnie contemplaba a ambos con recelo.

Elena supuso que debía de estar acostumbrándose al atrevido sentido del humor de Damon. Luego dejó escapar un bufido fingiendo no entender la insinuación.

—Vamos pues, si son tan amables, caballeros —dijo jovialmente—. He de hablar en privado con su amigo.

—No te emociones, Jord. Creo que nuestra función es la de ser su carabina —apuntó el duque de Warrington.

Estaba en lo cierto. Elena sabía que si daban una vuelta en grupo por los jardines, su conversación con el marqués podría parecer menos sospechosa.

—Bien, pues. ¿Vamos? —Damon le ofreció su brazo, pero ella se contuvo de aceptarlo.

—Espera... ¿Bonnie?

—¿Sí?

—Ven. —Empujó a su amiga hacia Damon—. Ve tú con él. Yo me ocuparé de los otros dos. 

—¿Yo?

—Lord Rotherstone —prosiguió con una persistente sonrisa—, ¿recuerda que le dije que deseaba que conociera a Bonnie?

—Esto es insólito —comentó, pero le ofreció el brazo a la amiga con expresión divertida. Bonnie lo aceptó con una sonrisa disgustada y vacilante—. Me pregunto qué está pasando.

—Que me aspen si lo sé —repuso el duque.

—Más vale no preguntar —advirtió lord Falconridge—. Tengo la impresión de que la dama sabe bien qué se trae entre manos.

—Es usted un hombre de excepcional entendimiento —dijo Elena con aprobación—. Caballeros, ¿si tienen la bondad?

Primero Warrington y luego Falconridge le ofrecieron el brazo y Elena aceptó sin demora. Por fin salieron todos juntos a los jardines iluminados por la luna aparentando cierto grado de decoro, algo que Elena esperaba de corazón.

La joven echó un vistazo por encima del hombro a Stefan y sus dos hermanos, que los estaban observando. Luego los apartó de su mente. Tenía cosas más importantes en que pensar como para preocuparse por ellos cuando salieron a disfrutar de la agradable noche.

—Bien, señorita Gilbert —comenzó lord Falconridge—. Al fin nos conocemos. Últimamente hemos disfrutado sobremanera escuchando hablar de lo mucho que está torturando a nuestro amigo.

—¿Disculpe? —murmuró.
Elena aguzó el oído para intentar enterarse de la conversación que tenía lugar por delante de ella entre Damon y Bonnie.

—Bien, señorita Portland, tengo entendido que es usted una espía aficionada.
«Voy a matarlo.»

—Debe ilustrarme acerca de las técnicas que le han resultado efectivas en esta ciudad —le decía Damon a Bonnie.

—Lord Rotherstone —exclamó la joven—, ¿insinúa que soy una chismosa?

—¡Oh, esa es una palabra demasiado severa! —Negó el marqués con suavidad—. No, yo prefiero decir que es una dama informada. Al parecer, recopilar cierta información es un pasatiempo que también yo encuentro entretenido.

Si Damon se proponía encandilar a Bonnie, que el Señor se apiadase de la muchacha, pensó Elena. Pero, entretanto, a ella no le iba mucho mejor. Los dos inquisitivos amigos del marqués no estaban dispuestos a dejar pasar la breve oportunidad de interrogar a la mujer que creían que le había echado el guante a su infame hermano del Club Inferno.

—Y bien, señorita Gilbert, ¿dónde nació usted?

—¿Cuántos años tiene?

—¿Estudió en casa o asistió además a una academia para señoritas?

—¿Habla francés? ¿Toca el piano? —Sí, ¿qué talentos posee?

—Y lo que es más importante, ¿qué opinión le merece que un caballero mantenga lazos con sus antiguos amigos solteros una vez que ha contraído matrimonio? —inquirió el duque con mordacidad.

—No somos partidarios de la trasnochada, antigua y tediosa práctica de que las esposas recién casadas obliguen a sus maridos a cortar todo vínculo con sus amigos solteros.

—A fin de cuentas, nosotros conocíamos a Damon antes que usted.

—¿Cómo se conocieron, caballeros? —replicó Elena simplemente para evitar que continuaran con el interrogatorio. Pero lo lamentó en cuanto recordó, demasiado tarde, que ya sabía la respuesta.

—En nuestro club —respondió lord Falconridge con sequedad. —Ah, sí—repuso con voz queda—. El Club Inferno, ¿no es así? —Confío en que no tenga objeciones...

—No somos tan alocados como la gente dice —le aseguró el duque de forma no muy convincente. Elena lo miró con cierta reserva.

—¡Es cierto! —Convino el conde—. Lo que sucede es que difundimos ese rumor para impedir que entraran todos nuestros amigos aburridos.

—Lo importante es que no nos excluya de la vida de Damon una vez estén casados, ¿lo hará?

A Elena le daba vueltas la cabeza al pensar que Damon ya les había contado que se casaría con ella, ¡como si la cuestión estuviera zanjada!
¿Qué más les habría dicho acerca del encuentro del día anterior? 

—No tienen de qué preocuparse —se obligó a decir. 

—¡De acuerdo entonces! —Declaró lord Falconridge—. Me atrevo a afirmar que vamos a llevarnos todos de maravilla.

—¿Va todo bien por ahí atrás? —preguntó Damon con indolencia. 

—¡Cambiemos! —exclamó Elena.

Tan pronto llegaron al bosquecillo delimitado por tejos esculpidos y un sauce que había en la orilla del lago, la joven escapó del interrogatorio de aquellos dos hombres y se intercambió con Bonnie.
La bajita pelirroja se acercó a los dos altos y risueños acompañantes con absoluto sobrecogimiento y algo de inquietud.

—¿Qué demonios sucede? —preguntó Damon en voz baja cuando ella lo tomó con impaciencia del brazo.

Ansiaba saber si sentiría la misma familiaridad al estar de nuevo con él, aunque su única intención aquella noche era la de hacerle entender que no iba a casarse con él.

—Escúchame —susurró, deteniéndose al pie de una pequeña pasarela que cruzaba el lago ornamental—. Ha sucedido algo terrible.
El rostro de Damon adoptó una expresión extremadamente grave y preocupada.

—¿De qué se trata?

—Penelope ha vuelto a cometer una indiscreción y esta noche ha contado a algunos invitados que vamos a casarnos.

—Ah, ¿eso es todo? —Se encogió de hombros—. ¡Por Dios, muchacha, pensé que se trataba de algo grave!

—Y lo es. Damon, por favor. —Lo miró a los ojos, cerciorándose de que tenía toda su atención. La necesidad de besarle era del todo inapropiada... y muy fuerte—. ¿Damon?
La luz de la luna cincelaba el rostro del marqués, que la obsequió con aquella irresistible sonrisa suya.

—¿Elena?
La joven le tocó la solapa de la chaqueta, permitiéndose aquel único y doloroso contacto con él.

—Es crucial que si alguien tiene la impertinencia de preguntarte esta noche si lo que dice mi madrastra es cierto... —Hizo una pausa y bajó la mano con pesar—. Debes reírte y aseverar que no es más que un absurdo rumor.
Damon frunció el ceño.

—Yo haré lo mismo —agregó ella—y, con algo de suerte, siempre y cuando ambos coincidamos en nuestras respuestas, lograremos sortear el escándalo.
Rotherstone sacudió la cabeza, sondeándola con ojos cautos y penetrantes.

—No lo entiendo. ¿Por qué habría de desatarse un escándalo y por qué deberíamos negar lo que es cierto? Estoy dispuesto a anunciarlo cuando tú lo estés, Elena.
Ella lo miró con seriedad durante largo rato sin decir nada. No tuvo que hacerlo. Supo por la expresión de Damon el momento en que por fin comprendió.

—No —susurró el marqués.
Elena precisó de todas sus fuerzas, pero enseguida se aferró a su convicción.

—Como ya te dije, lo he meditado a conciencia y, lamentablemente, debo... debo declinar. Damon negó con la cabeza. 

—No, no lo acepto.

—Lord Rotherstone... soy perfectamente capaz de ayudarte a conseguir la aprobación de la sociedad siendo tu amiga, sin necesidad de la imposición de un matrimonio.

—No necesito una amiga; necesito una esposa —le reprochó él con brusquedad.

Los demás habían interrumpido su conversación al sentir la tensión entre el marqués y la joven.
Elena vio por el rabillo del ojo que los estaban observando con inquietud, escuchando y presenciando aquel espantoso momento. Los dos hombres intercambiaron miradas azoradas, pero tanto ellos como Bonnie se mantuvieron a distancia.

Elena agradecía que su leal amiga se negara a abandonarla aunque, sin duda, Bonnie se moría de ganas de escapar de todo aquello lo antes posible.

—Creí que habíamos resuelto el asunto —dijo Damon sosteniéndole la mirada con creciente ira.

—Mis sentimientos son los mismos. Te hice partícipe de mi decisión. Por ese motivo te devolví el collar, como bien recordarás.

—No es eso todo lo que ocurrió ese día —susurró con gran intensidad—. Como puedes recordar... señorita Gilbert.

—Nada ha cambiado. Esto termina aquí y ahora, milord.

—¡Terminará cuando yo lo diga! —tronó Damon.

Elena se armó de valor mientras recordaba los retratos de todos aquellos marqueses de Rotherstone y cayó en la cuenta de que estaba enfrentándose a varios siglos de autocrático poder masculino y a la arrogante y privilegiada sangre que corría por las venas de Damon.
Ah, sí, era muy consciente de que los antepasados del marqués habían sido caballeros que acostumbraban a tomar por la espada todo aquello que deseaban. No obstante, aunque a Damon debía de parecerle impensable no salirse con la suya, Elena no estaba dispuesta a dejarse intimidar. Jamás se respetaría a sí misma si se acobardaba ante él.

—Damon —lo riñó con serenidad; pero aquel sosiego pareció avivar su ira.

—¡No te comprendo! —Se inclinó hacia ella, extendiendo los brazos a los lados—. He sido paciente, ¿no es así? Me he mostrado justo. ¡Maldita sea, Elena! He puesto a tus pies todo cuanto poseo y tú... —Se interrumpió y cambió de estrategia. Luego dio un paso atrás y dejó caer los brazos, encogiéndose de hombros con desconcierto—. ¿Por qué finges no sentir nada por mí? Es evidente que no es así.

—Vaya, vaya, vaya —intervino una voz masculina con sarcasmo—. Pero si es la parejita feliz.

Ambos se volvieron en aquella dirección. Damon montó en cólera cuando Stefan y sus hermanos salieron del invernadero unos pocos pasos más allá del sendero. Por su parte, Elena puso los ojos en blanco. «Ay, Dios mío, ¿habrán estado escuchando nuestra conversación?»

Con las manos en los bolsillos, el altivo y distinguido dandi se dirigió hacia ellos con una desagradable sonrisa burlona. Sus dos hermanos menores lo siguieron un paso por detrás, como de costumbre.

Los hermanos Carew se reían por lo bajo. Elena se sintió como si le hubieran propinado un puñetazo en el pecho cuando quedó de manifiesto que habían presenciado su negativa a la proposición de matrimonio de Damon. El remordimiento y el pavor se apoderaron al instante de ella. El fuerte cuerpo de Damon se tensó cuando los Carew se acercaron.
« ¡Oh, no!» A Elena el corazón comenzó a latirle con fuerza.

—¡Márchate, Stefan! —le advirtió—. Esto no te incumbe.

—¡Ah, pero si es muy divertido! —Se aproximó con aire arrogante y una sonrisa grotesca de oreja a oreja—. Te dije que era conflictiva, Damon. Deberías haberme hecho caso.

Los ojos claros de Damon se tornaron dos rendijas iracundas que lo miraban de forma admonitoria, pero el inconsciente de Stefan continuó burlándose.

—¡El poderoso marqués de Rotherstone vencido por una jovencita! Ah, ¿cómo ha podido ocurrir algo así? Y a ti nada menos, Damon. ¡Qué lástima! No hay justicia en el mundo. Rico como Creso y con una posición semejante a la del imbécil de mí hermano, y sigue sin quererte. ¡Me pregunto por qué!

Los hermanos Carew se echaron a reír.
Damon clavó la mirada en Stefan sumido en un gélido silencio, pero Elena no pudo soportar el modo en que se estaban burlando de él.

—¿Qué estabas haciendo, Stefan? ¿Nos espiabas? ¡Qué inmaduro!

—Ah, permítele a este hombre que tenga su momento de gloria. Podrías, al menos, concederme ese placer.

Ella meneó la cabeza recordando con mucha claridad la letal actuación de Damon en Bucket Lane.

—Estás siendo un estúpido, Stefan. Yo no le provocaría si fuera tú.

—Guárdate tus consejos, mi querida dama. —Stefan se detuvo peligrosamente cerca de Damon y le brindó una sonrisa jactanciosa—. Tan solo he venido a ofrecer mis condolencias a Damon.

Elena ignoraba si Stefan no se daba cuenta de que estaba lo bastante cerca como para que Damon lo alcanzase o si se sentía envalentonado por la presencia de sus hermanos, pero el marqués había dejado la pasarela y vuelto a la orilla cubierta de hierba del lago ornamental.
Le preocupaba el silencio y la expresión cada vez más colérica de Damon, lo cual la llevó a echar una ojeada a Warrington y Falconridge. Ambos mantenían una actitud indiferente, atentos al desarrollo de los acontecimientos sin inmutarse por los adversarios. 

Los amigos de Rotherstone continuaron observando con desapasionada diversión y Elena se percató de la total confianza que aquellos hombres tenían en la destreza de Damon para ocuparse de los tres hermanos Carew sin necesidad de ayuda.

—Bienvenido al club de los admiradores rechazados por la señorita Gilbert, Damon. ¿Qué sucede, Elena? ¿Acaso no encuentras un hombre que te convenga? Quizá prefieras a Bonnie.
Damon avanzó hacia él, pero Stefan retrocedió con celeridad, riendo y provocándole.

—En cuanto a ti, mi querida señorita Gilbert, antes de que esta magnífica nueva conquista se te suba a la cabeza, es justo que te cuente el verdadero motivo por el que te ha estado persiguiendo.
Adelante, Damon, háblale de nuestro pequeño desafío. Ahora que has perdido bien puede conocer la verdad.

—¿De qué está hablando? —murmuró Elena.

—Es un embustero. No le escuches —respondió Damon con voz queda.

—¿Que yo soy un embustero? —Se burló Stefan—. El único que no dice la verdad aquí eres tú, viejo amigo. Elena, muchacha estúpida, a este hombre le importas muy poco. La única razón por la que lord Rotherstone te ha cortejado ha sido para intentar demostrarme algo. ¿No es así, Damon?

La respuesta del aludido fue un puñetazo directo a la cara de Stefan. Un golpe certero que hizo que se desplomara como un árbol talado.

Elena sofocó un grito cuando los hermanos de Carew arremetieron contra Damon en un arranque de cólera. El marqués estampó el puño en la nariz del segundo hombre y le propinó una patada en el estómago al tercero, haciéndolo caer al lago.

Stefan se puso en pie rápidamente y fue derribado otra vez por Damon con un par de puñetazos dirigidos a la mandíbula y al abdomen. El segundo hermano, Richard, se levantó, pero echó a correr al ver la mirada furibunda de Rotherstone.

Elena también miró a Damon, que se volvió hacia ella con los ojos encendidos por una ira candente contenida, y solo pudo sacudir la cabeza con incredulidad.

Sin mediar más palabra, desencajada por cómo Damon había perdido el control, la joven dio media vuelta y cruzó el puentecillo, abandonando el escenario de la pelea para dirigirse con apremio hacia el extremo del jardín.

Bonnie estaría bien con los amigos de Damon y ella necesitaba un momento para recomponerse. Aquella brutal demostración simplemente confirmaba que habían terminado.
Unos pasos furiosos resonaron sobre las tablas de madera a su espalda.

—Elena, espera —le ordenó Damon con voz tirante. Ella continuó su camino.

—¡Por Dios, Damon! ¡Un desafío! ¡Debería haberlo sabido! Señor, eres aún peor que él. ¡Suéltame! —le gritó cuando él la asió del brazo. Elena se volvió y lo fulminó con la mirada—. ¡No voy a casarme contigo!

—¡No puedes creer sus mentiras!

—¡Ya no sé qué creer! Si trataras de ser sincero conmigo en lugar de intentar manipularme... ¡Ah, olvídalo, Damon! Le diré a mi padre de inmediato que no voy a casarme contigo.

—No lo creo, Elena.

—Bueno, más vale que reconsideres...

—Tu padre está arruinado —la interrumpió el marqués con voz acerada—y ya he pagado por ti.
Ella se quedó anonadada una vez más y Damon la miró fijamente en la oscuridad sin dejar que se marchara.

—Quítame las manos de encima —barbotó.

Damon la soltó al instante, reparando solo entonces en la fuerza con que la había sujetado.
Elena trastabilló, alejándose de él mientras sollozaba.

—No te acerques a mí.
Dicho esto, dio media vuelta y echó a correr.

—¡Elena! —gritó.

—¡Déjala, hombre! —Lord Falconridge se acercó a su lado—. ¿Qué demonios intentas hacer, asustarla? ¿Es que no has hecho suficiente por una noche?

Elena huyó, incapaz de contener las lágrimas que rodaban por sus mejillas mientras corría hacia el largo y tortuoso camino donde aguardaban los carruajes estacionados.
¡Qué hombre tan frío y cruel!

No estaba segura de qué pretendía hacer, pero tenía que salir de allí. Cegada por el llanto, buscó el carruaje de la familia entre la hilera de vehículos. Estaba segura de que William, el lacayo, la llevaría a casa.

—¡Elena! ¿Elena? ¡Por favor, espera! —Escuchó a Bonnie llamarla en la distancia.
Se detuvo y esperó secándose las lágrimas mientras su amiga corría hacia ella.

—¡Oh, cielo! No huyas. ¿Adónde vas?

—A casa. Tengo que encontrar el carruaje. 

—¿Estás bien?

—Lo desprecio. Los desprecio a los dos... ¡A mi padre y a él! No puedo creer que me hagan esto, comprarme... comprarme y venderme como si fuera un saco de harina. ¡No pienso consentirlo! —Bramó con creciente ira ahora que él no estaba para aterrorizarla—. Todas sus estratagemas para encandilarme... Si no tenía opción, ¿por qué no me lo dijeron claramente? Solo se estaban burlando de mí. Oh, me siento como una tonta. —Sacudió la cabeza—. ¿Un desafío? ¿Cómo puede utilizar su fortuna para aprovecharse de papá?

—¿Qué vas a hacer?

—Qué sé yo. Ahora mismo solo quiero irme a casa. Pero un momento... —Guardó silencio. Los ojos se le llenaron otra vez de lágrimas—. No puedo ir. Allí están todos en mi contra.

—Oh, cómo quisiera poder ayudarte. ¿Qué podría hacer? Tal vez si hablase con mis primas...

—No, no. —Elena meneó la cabeza con firmeza, recordando la complicada situación que se vivía en casa de Bonnie. Se enjugó una lágrima y recobró la compostura lo mejor que pudo—. Gracias por quedarte a mi lado. Creo... puede que tenga una idea. —Comenzó a asentir de forma pausada

—. Sí. Sólo existe una persona a la que pueda acudir.
Bonnie la miró de forma inquisitiva y ella tragó saliva. —Apelaré a la piedad de mi tía abuela. Los ojos de su amiga se abrieron desorbitadamente. 

—¿Te refieres a...?

—Sí. Al viejo dragón. Ahora ella es mi única esperanza.

—Ay, Dios mío. —Bonnie la miró con cierto pavor ante la sola mención de la inflexible duquesa viuda de Anselm.

Elena asintió de forma enérgica y prosiguió en busca de William.
Bonnie se apresuró junto a ella.

—Sé que su excelencia me acogerá. Dada su fortuna, quizá la duquesa pueda ayudarme a capear la situación económica de mi padre. Pase lo que pase, sé que no consentirá que me obliguen a casarme. Debo ir a verla enseguida. —Se volvió hacia su amiga—. Hagas lo que hagas, no les digas adónde he ido... ni a lord Rotherstone ni a mi padre.

—¡Jamás! —Juró Bonnie levantando la mano derecha—. Si vienen a preguntarme me aseguraré de no estar en casa para responder a sus preguntas. ¡Mira! —Señaló de repente hacia un carruaje tirado por dos caballos blancos que circulaba en esos momentos por el camino de entrada. Tarde, como de costumbre—. ¡Es Jonathon!

—¡Jono!
Debía de estar convirtiéndose en una plañidera, pensó Elena, pues ver a su despreocupado amigo de la infancia hizo que los ojos se le llenaran nuevamente de lágrimas. Nunca se había sentido tan agradecida de verlo como en aquel instante, subido en su faetón con una amplia sonrisa en la cara.

—¡Hola, jovencitas!

—¡Jonathon! —sollozó Elena, apresurándose hacia un lado del carruaje que se había detenido.

—Oh, mi querida niña, ¿qué sucede? —exclamó él. Apenas había tenido tiempo de echar el freno y apearse de un salto cuando Elena se arrojó en sus brazos y le rodeó con fuerza—. ¿Qué demonios...? —Farfulló, devolviéndole el abrazo con incertidumbre—. ¿Qué diantre ocurre?

—Es una larga historia —le dijo desconsolada contra su hombro—. Bonnie te pondrá al corriente. Jonathon, ¿tú me quieres?

—Por supuesto que sí, mi niña.

—¡Oh...!
Lo abrazó con mayor fuerza mientras se preparaba para pedirle ahí mismo, después de tantos años, que se casara con ella.

—Eres como una hermana para mí —agregó Jono, dándole un apretoncito cariñoso.

—¿Una hermana? —Elena levantó irritada la cara llena de lágrimas y miró aquellos ojos azules sin rastro de malicia.

Se le cayó el alma a los pies, pero era del todo obvio que entre ellos no había nada ni remotamente parecido a los fuegos artificiales que había experimentado en brazos de Damon.

De pronto comprendió, con abrumadora claridad, que era obsceno por su parte quejarse porque Damon deseara casarse por motivos equivocados, cuando ella misma estaba dispuesta a hacerle exactamente lo mismo al amable y desventurado Jonathon sin tener en consideración nada más.
Se sintió confusa. Había pensado que Damon era el villano y ella la víctima, pero ahora... Se apartó de Jono sintiéndose una miserable hipócrita.

Al fin y al cabo, ¿acaso su vanidoso amigo no tenía derecho a disfrutar de la oportunidad de encontrar el amor verdadero que ella tanto afirmaba desear?
En esos momentos parecía absolutamente evidente que había estado tan dispuesta a ofrecerle a Jono su corazón como Damon a ella. Quizá incluso menos. Desde luego que había deseado casarse con su amigo, pero solo porque podía controlarlo.
Control, control, control.
Damon no se lo consentiría. Era demasiado fuerte. ¿Sería esa la razón de que siguiera huyendo de él?

—Me pregunto a qué se deben las lágrimas. —Jono miró a Bonnie con nerviosismo—. No es típico de ella. Star, toma mi pañuelo antes de que me manches la chaqueta de mocos.
Ella lo miró ceñuda con los ojos nublados por las lágrimas.

—Eso es una vulgaridad, Jonathon. —Pero lo aceptó agradecida y se sonó la nariz.

—¿Se encuentra bien? —le preguntó el hombre a Bonnie, que se cruzó de brazos.

—Pronto lo estará.

—Oh, Jono. —Elena sorbió por la nariz y se apartó de su abrazo fraterno—. Lamento mucho lo mal que me he comportado contigo —se disculpó afligida y completamente arrepentida por el egoísmo involuntario del que había hecho gala—. No pretendía causarte ningún mal.

—De acuerdo. —El joven frunció el ceño—. Ignoro de qué hablas, pero no me cabe duda de que todo está perdonado.

—Siempre has sido muy bueno conmigo. —Miró el pañuelo, que era un buen ejemplo de sus palabras, y agregó—: Te adoro.

—Ah, entiendo. —Desvió la mirada hacia Bonnie—. Ha estado bebiendo, ¿no es cierto?

—No —replicó esta—. Es algo más complicado que eso.

—Bien, ¿entonces de qué se trata? —exclamó—. Por lo que más queráis, ¿tendríais la bondad de explicármelo alguna de las dos? ¡Empiezo a preocuparme!

—Estoy bien —dijo Elena gimoteando—. De veras.

Bonnie titubeó; luego desvió la mirada de Elena hacia Jonathon y murmuró:

—Está enamorada de un hombre al que no puede manejar.
Elena se volvió hacia ella absolutamente pasmada.

—Tengo ojos, querida —declaró su amiga.

—¡No! —Miró a la sabelotodo Bonnie con inquisitivo temor—. ¡No! —gritó de nuevo negándose a creerlo.
Bonnie apretó los labios y bajó discretamente la mirada.

—¿Hablamos otra vez de lord Rotherstone? —inquirió Jono sin el menor tacto.
Elena se volvió hacia él, horrorizada.

—¿Tú también?

—Desde luego. —El joven esbozó una amplia sonrisa—. Es casi de lo único de lo que has hablado desde el maldito baile de los Edgecombe.
Indignada, dejó escapar un grito ahogado. Elena, con el corazón desbocado, no estaba dispuesta a reconocerlo. —¡Eso no es cierto!

—Ah, claro que lo es —dijeron Jono y Bonnie al unísono. 

—¡No! Estáis los dos equivocados... ¡Equivocados, os digo! ¡No sabéis lo que decís!
Ellos se limitaron a mirarla fijamente.
Elena sacudió la cabeza y dio media vuelta, pero entonces reparó en el alto faetón de Jono.

—Jono, ¿podría pedirte un pequeño favor?
El la miró con recelo al tiempo que fruncía el ceño.
Unos minutos después la joven conducía el llamativo faetón de Jonathon a la misma velocidad a que lo había hecho el lunático de Damon por Hyde Park la tarde del tristemente célebre paseo.


Expulsó al sinvergüenza de su cabeza... por última vez.
¿Casarse con él? ¡Ja! Antes prefería hacerlo con un sapo. « ¿Que estoy enamorada del Marqués Perverso? —se burló—. Nada más lejos.»
¡Se iban a enterar él y el resto!
Ni siquiera pensaba volver a hablarle.

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