Capítulo 3
LA
IRA que Damon había notado crecer en su interior unos segundos antes ya estaba
disminuyendo y sabía que tenía más que ver con el efecto que aquella mujer
tenía en él que con su beligerancia y enfado. Y, en esos momentos, sólo podía
ver a Elena, con la ropa empapada y pegada a su increíble cuerpo.
Ella
había dado un grito ahogado y había pegado la espalda contra la pared. El agua
le corría por la cabeza, por la cara y los ojos. Damon le puso la mano en el
abdomen para sujetarla.
Elena
vio brillar sus ojos a través del vapor, su pelo pegado a la cabeza, el agua
corriendo por su poderoso pecho. Intentó quitarle la mano de su cuerpo, pero él
la apartó y le dijo muy serio:
–No
vas a ir a ninguna parte.
Ella
se sintió humillada al saber que la ropa se le pegaba el cuerpo. Como si le
hubiese leído el pensamiento, Damon bajó la vista y ella notó cómo respondían
sus pechos y se le erguían los pezones. Damon la miró con deseo y ella, por
desgracia, sintió calor.
Intentó
salir de allí, pero Damon se acercó más y la agarró de las manos y se las puso
encima de la cabeza. Elena luchó contra él, sintiéndose vulnerable, en
realidad, estaba luchando contra el calor de su propio cuerpo. Dejó de moverse
cuando Damon apoyó las caderas contra las suyas.
–Déjame
marchar –le dijo.
Deseó
darle un rodillazo entre las piernas, pero él volvió a leerle el pensamiento y
la inmovilizó metiendo una de ellas entre sus muslos.
–No,
no…
Y la
sensación que tuvo ella al notarlo allí la dejó sin habla. Él le sujetó ambas
manos con una sola y, con la otra, la agarró de la mandíbula para levantarle el
rostro y hacer que lo mirase. Ella apretó los dientes e intentó girar la cara,
pero no pudo.
Damon
le sonrió. Era la sonrisa de un peligroso depredador.
–¿Ni
siquiera te alegras un poco de verme?
Ella
le escupió.
–Eres
la última persona que me alegraría ver, Damon Salvatore.
Él
sacudió la cabeza.
–¿Todavía
tienes esos sentimientos tan fuertes a flor de piel, Elena?
Ella
se sintió horrorizada. Tenía que protegerse. Obligó a su cuerpo a relajarse e
intentó comportarse con la misma frialdad que él. Incluso le sonrió con
dulzura.
–De
eso nada. No siento nada por ti, Damon. Jamás lo he sentido. Lo que viste en
París fue el afecto transitorio y equivocado que se siente por el primer
amante. Nada más. No significas nada para mí. Sólo estoy enfadada porque has
faltado al respeto a tu hermano y a tu cuñada, a los que aprecio mucho. Has
causado el caos en el castillo y me niego a quedarme sin hacer nada al
respecto.
Damon
la miró con los ojos brillantes. Apretó la mandíbula. A ella le costó seguir
con el cuerpo relajado al notar que él le clavaba más las caderas y frotaba
contra su cuerpo la erección. Elena sintió una ola de calor.
–Eres
un animal.
–En
eso estoy de acuerdo. En estos momentos, me siento como un animal –admitió en
tono provocador.
Luego
le agarró con más fuerza la mandíbula y le devoró los labios sin darle tiempo a
respirar. Sus cuerpos se tocaron, pecho con pecho, cadera con cadera, y Elena
se excitó todavía más.
Deseó
arrancar la ropa mojada de su cuerpo y apretarlo más contra el de Damon, sentir
su piel mojada. Recordó otra ducha, en otro momento y en otro lugar. Él la
había levantado y le había pedido que lo abrazase con las piernas por la
cintura y luego la había penetrado.
Elena
se enfadó con su reacción y con el vívido recuerdo que había hecho que le
devolviese el beso, primero de manera desafiante y, después, apasionada. Luchó
con más fuerzas que nunca por no responder, por no dejarse llevar y por no
olvidar dónde estaba y lo que Damon le había hecho anteriormente.
Y
aprovechó la oportunidad cuando él levantó la cara un instante. Con un
movimiento brusco, salió de debajo de él y de la ducha, mojando todo el suelo
de agua, con piernas temblorosas.
Damon
se giró muy despacio debajo del chorro de agua y la miró. Luego se llevó la
mano al botón de los pantalones y le dijo:
–Voy
a ponerme más cómodo, ¿por qué no haces lo mismo tú y luego vienes aquí?
Ella
negó con la cabeza. Se sentía como si tuviese fuego corriéndole por las venas.
–No
iría contigo ni aunque fueses el único hombre de la Tierra y el futuro de la
civilización dependiese de nosotros.
Damon
sonrió y se bajó la cremallera. Elena vio la línea de bello que bajaba por su
vientre y supo que estaba a punto de dejarse llevar por la ola de calor. No
sabía por qué no podía moverse de allí.
Entonces,
Damon le dijo:
–¿No
crees que tendríamos unos hijos preciosos?
Y
ella hizo un sonido raro. Estaba tan enfadada que quería llorar, o abofetear a Damon,
que la miraba de manera burlona. Y, al mismo tiempo, deseó estar embarazada de
aquel hombre. Y eso hizo que aumentase su dolor, porque había sabido lo que era
estar embarazada de él durante unos días, antes de que la naturaleza hubiese
seguido su trágico curso. Todavía podía experimentar aquel dolor desgarrador,
el intenso sentimiento de pérdida, y él jamás se enteraría.
Seguía
burlándose de ella, jugando, quitándose los vaqueros mojados, ajeno a la
implosión nuclear que estaba sintiendo Elena, que decidió apartar la vista y
tomar una toalla. Salió del baño con piernas temblorosas y lo oyó decir con
suavidad:
–Cobarde.
Damon
se quedó en la ducha después de que Elena se hubiese marchado, con las manos
apoyadas en la pared y la cabeza agachada entre ellas. Unos minutos antes, la
había tenido allí, cautiva. Empapada y más sexy que nunca. Puso el agua fría y
pensó que tal vez fuese la primera vez desde su adolescencia que iba a tener
que darse placer él solo con el fin de recuperar la cordura. Aunque, en el
fondo, sabía que su cordura se había marchado con Elena.
Su
cuerpo siguió sin responder a pesar del agua fría y él resistió las ganas de
aliviarse solo. Independientemente de su pasado, y de su maldita historia, una
cosa estaba clara: Elena iba a volver a su cama hasta que se saciase de ella.
Hasta que ambos estuviesen saciados. Porque el deseo era mutuo, explosivo y
estaba pendiente de satisfacer. Y él no podría sobrevivir un mes allí sin
hacerla suya. Se volvería loco.
De
repente, dejó de preocuparle el bienestar emocional de Elena y el estado de su
alma. Su manera de actuar lo había dejado tranquilo. Ya no era una muchacha
virgen, tímida e idealista. Y todo gracias a él.
Por
un segundo, su mente le reprochó haberle hecho aquello. Antes de acostarse con
ella, no había imaginado que sería virgen y le había sorprendido mucho
averiguarlo al notar cierta tensión dentro de su cuerpo y ver una expresión de
dolor en su rostro. Luego Elena había empezado a gemir y a rogarle que
continuase y él, que era humano, no había sido capaz de parar.
Apretó
los labios. Elena le había dicho que después de él había tenido muchos otros
amantes y que lo que había sentido por él en París había sido sólo lo que se
siente por el primer amante. Damon pensó que debía sentirse reconfortado con la
idea, pero no fue así.
Cerró
el grifo y salió de la ducha. Se secó y se juró en silencio que, si se estaba
condenando al infierno por querer tener a Elena en su cama, ella iría con él.
Buscó
ropa limpia e hizo un esfuerzo por no pensar más en aquello. Tenía cosas que
hacer. Para empezar, asegurarse de que todos sus invitados se habían marchado.
Por primera vez en muchos años, vivir a través de las personas que lo rodeaban,
ver cómo perdían el sentido de sí mismas y envidiarlas por ser capaces de
llegar a su nirvana, no le había funcionado para tapar su propia realidad.
–Le
he pedido disculpas a Caroline, y a Hisham.
Elena
se armó de valor antes de girarse. Estaba deshaciendo la maleta en una de las
habitaciones de invitados. No había querido que Damon se enterase de que había
cedido a las súplicas de Caroline y del ayudante el jefe de Stefan y se había
mudado al castillo. Respiró hondo y se giró por fin para ver a Damon vestido
con pantalones oscuros y camisa blanca, apoyado con despreocupación contra el
marco de la puerta.
–Ya
lo sé –le respondió ella con voz tensa, intentando ignorar la respuesta de su
traicionero cuerpo.
Deseó
no ir vestida con su uniforme habitual, consistente en camisa y vaqueros. Había
tenido un día muy largo después de la atropellada mañana y estaba agotada.
Caroline
había ido a verla, ruborizada, para contarle que Damon se había disculpado,
aparentemente, de todo corazón.
–Entonces…
–comentó éste–. ¿Te han mandado a vigilarme? ¿Me vas a regañar por haberme
portado mal?
Elena
se dio cuenta por el tono de su voz que Damon no estaba acostumbrado a pedir
perdón por sus actos. Y no le pareció que estuviese arrepentido.
Lo
miró a los ojos y deseó poder mirar a otra parte. Damon tenía la habilidad
única de hacer aflorar sus emociones más profundas. Siempre había sido así.
–Me
ha pedido que venga y me quede aquí –contestó en tono helado–. Eso es todo.
Como Stefan y Bonnie no están, hay muchas cosas de las que ocuparse y es
evidente que a ti no te interesa asumir esa responsabilidad.
Los
ojos de Damon brillaron al oír aquello, pero fue sólo un instante y Elena se
preguntó por qué se sentía mal.
Damon
hizo una mueca.
–¿Qué
quieres? ¿Que no mantenga mi reputación de hermano malo?
Elena
apretó los labios.
–Eso
es –le contestó. Y no pudo evitar expresar su curiosidad preguntándole–: ¿Por
qué has venido a casa?
A él
volvieron a brillarle los ojos de manera peligrosa.
–Te
lo diré si cenas conmigo esta noche.
Estaba
coqueteando con ella.
A Elena
se le hizo un nudo en el estómago.
–Que
tus odiosos amigos se hayan marchado no quiere decir que puedas entretenerte
conmigo.
Luego
fue hacia la puerta y empezó a cerrarla sin importarle que él estuviese en
medio. Afortunadamente, Damon retrocedió, pero justo antes de que la puerta se
cerrase, la paró con una mano y le dijo:
–Voy
a estar aquí un par de semanas, Elena… No vas a poder evitarme eternamente. En
especial, ahora que vamos a vivir bajo el mismo techo.
Ella
resopló.
–En
este castillo cabe un ejército entero. No tendremos que esforzarnos en no
vernos, Damon. Y, créeme, yo no tengo la intención de buscarte. Ahora, si me
perdonas, he tenido un día muy largo. Estoy cansada y quiero irme a la cama.
Él no
le dejó cerrar la puerta y lo fulminó con la mirada. Intentó no fijarse en que
se había afeitado y su cara parecía muy suave. Olía a limpio, a hombre, a pesar
de ser uno de los pocos hombres que había conocido que no utilizaba perfume.
–Esto
no se ha terminado, Elena, ni mucho menos.
Ella
sintió miedo. Sabía que no podría oponerse si Damon se empeñaba en seducirla,
aunque fuese sólo porque estaba aburrido.
–Hace
mucho tiempo que se terminó, Damon, y cuanto antes lo aceptes, mejor. Además,
no me importa que ésta sea tu casa y que tú mandes en ella. Mantente alejado de
mí.
Un
rato después, en el balcón de su habitación, Damon se dio cuenta de que tenía
un nudo en el vientre. La vista de Merkazad de noche se extendía debajo de él.
Era una ciudad pequeña, pero bonita, llena de minaretes iluminados y edificios
antiguos mezclados con otros nuevos. De niño, antes de la invasión rebelde, le
había encantado observarla de noche y soñar despierto todo tipo de aventuras,
pero después de haber estado encarcelado se había convertido en una prisión de
la que tenía que escapar, a cualquier precio…
Esperó
a sentir náuseas, pero no llegaron. En su lugar, estaba sospechosamente
tranquilo. Como si aquellas vistas ya no le pareciesen amenazadoras. Sólo podía
pensar en Elena y en cómo acababa de verla, con el pelo suelto sobre los
hombros. Se le volvió a cerrar el estómago. La había visto cansada, con ojeras.
Y su vulnerabilidad había hecho que desease abrazarla y llevársela muy lejos de
allí, hacia la noche estrellada, y tumbarla debajo de él. Corrigió su impulso.
Sólo la deseaba. No quería protegerla.
Aunque
sí lo había querido en el pasado… Cuando él tenía doce años y ella sólo seis.
Podía recordarla delante de la tumba de sus padres como si hubiese sido el día
anterior. Tan quieta, tan estoica. En ese momento había sentido con ella una
afinidad que jamás había sentido con nadie más.
La
tierra se movió bajo sus pies al tener que reconocer que tal vez Elena fuese la
clave de aquella extraña sensación de serenidad. La idea lo inquietó todavía
más que las vistas.
Dos
noches después, tumbada en la cama sin poder dormir, Elena tuvo que admitir que
probablemente se sentiría mejor si estuviese viendo a Damon todos los días. Tal
vez así se haría inmune a su presencia. Una voz se burló de ella en su
interior. Cualquier cosa antes que sentirse así, con una continua sensación de
incómodo calor. No se concentraba en el trabajo, se sobresaltaba por cualquier
ruido. Se pasaba el día hecha un mar de nervios.
Había
oído hablar y especular a la gente acerca de él, sobre todo, a las chicas
jóvenes que trabajaban en los establos.
Las
había oído preguntarse si era cierto que era todavía más rico que el jeque Stefan.
Las había oído decir que era el hombre más guapo que habían visto. Y extrañarse
de que no fuese nunca a los establos.
Ante
aquel último comentario, el ayudante en jefe, un hombre llamado Abdul, había
contestado bruscamente:
–Es
el jeque. Puede hacer lo que desee. Ahora, volved al trabajo.
Y Elena
lo había mirado sorprendida. Abdul era el hombre más afable que conocía, y
llevaba trabajando en los establos más tiempo que nadie. No solía contestar a
nadie. Cuando las chicas se habían marchado, él había ido a disculparse con
ella, avergonzado y colorado. Ella le había dicho que no era necesario, a pesar
de sentir curiosidad al verlo defender a Damon con tanta efusividad. ¿Por qué?
Frustrada
y enfadada por no poder evitar pensar en Damon, Elena se destapó y salió de la cama.
Se desnudó y fue derecha a la ducha, donde estuvo bajo el chorro de agua fría
hasta que empezaron a castañetearle los dientes, como para entumecer cualquier
sentimiento.
–Hoy
vas a cenar conmigo –le dijo Damon en tono autoritario.
Si se
hubiese tratado de Stefan, Elena le habría contestado que sí inmediatamente,
pero era Damon, y eso hizo que agarrase el teléfono con fuerza y le preguntase:
–¿Por
qué?
Él
suspiró y a ella le picó la piel.
–Porque
tenemos que hablar de varias cosas…
A Elena
le dio un vuelco el corazón.
–No
tengo nada de qué hablar contigo.
–Lo
que me dijiste el otro día parece ser verdad. Por mucho que intento actuar como
el jeque, todo el mundo me remite a ti.
–Te
advertí que debías ganarte su respeto.
–Y
hasta que ese día llegue, me temo que voy a necesitarte…
A Elena
se le quedó la mente en blanco al oír aquello y tuvo que hacer un esfuerzo de
concentración para continuar hablando.
–Tienes
que cenar conmigo para hablar de ciertos temas oficiales. ¿O prefieres que
moleste a Stefan y a su esposa mientras están disfrutando de la familia de
ésta? –le preguntó él.
–No,
claro que no –respondió ella de inmediato–. Termino de trabajar a las siete.
Nos veremos a las ocho.
–Bien
–le dijo Damon con voz ronca–. Estoy deseando verte, Elena.
Ella
colgó el teléfono y se llevó las manos a las mejillas, que le ardían. Nerviosa,
intentó no recordar los días que habían pasado juntos en París y se dijo a sí
mismo que no volvería a ser tan tonta como para permitir que Damon se acercase
a su vulnerable corazón.
No
obstante, unas horas más tarde, sentada en la suite de Stefan, en la que Damon
se había instalado, delante de una mesa para dos, Elena luchó por mantener la
calma. Damon estaba enfrente, vestido con una camisa negra que le hacía parecer
todavía más enigmático y peligroso. Ella le dio otro trago al delicioso vino
tinto y maldijo al impulso que le había hecho ponerse un vestido negro y
tacones. Y haberse dejado el pelo suelto. Y haberse maquillado un poco. Se dijo
a sí misma que era sólo una armadura, y que iba a necesitarla.
Damon
dejó su tenedor y su cuchillo y apoyó la espalda en la silla mientras se
limpiaba los labios con la servilleta.
–Veo
que no bebes… –comentó ella, sonriendo con dulzura–. ¿Todavía te estás
recuperando de la semana pasada? Dicen que, con la edad, es más difícil
hacerlo.
–Yo
no bebo nunca –respondió él con brusquedad.
Elena
frunció el ceño y todo el cuerpo de Damon se puso en tensión. Si hubiese sabido
lo excitado que estaba en esos momentos, habría salido corriendo. Estaba
excitado desde que Hisham la había hecho entrar y la había visto con aquel
vestido, y no con vaqueros y botas de montar.
No
era un vestido sexy, pero se ceñía a sus suaves curvas de una forma muy
tentadora. Y Damon sólo podía pensar en arrancárselo.
Se
obligó a sonreír e intentó calmar su libido.
–Ni
tampoco tomo drogas –añadió.
Elena
recordó lo sobrio que le había parecido estar la mañana en que había echado a
sus invitados del castillo. No obstante, sacudió la cabeza, no lo entendía.
–Entonces,
¿cómo soportabas a aquella gente? ¿Cómo pudiste invitarlos y dejar que se
emborrachasen de esa manera?
Damon
sonrió, pero la sonrisa no llegó a sus ojos.
–¿Qué
quieres que te diga? Me siento atraído por su hedonismo. Su falta de compromiso
me resulta fascinante.
Elena
pensó de repente que envidiaba a aquella gente, y luchó contra su creciente
curiosidad, pero comentó en tono cáustico:
–Me
cuesta creerlo. No me parece posible estar cerca de ese mundo sin estar loco.
–Pues
lo creas o no, sólo me he emborrachado una vez –le aseguró él, con los ojos
todavía más negros.
Y
ella recordó que nunca lo había visto beber en exceso cuando habían estado
juntos.
Entonces,
él le preguntó:
–¿Y
tú, Elena? ¿Eres semejante dechado de virtudes que nunca te has excedido?
A Elena
se le hizo un nudo en el estómago. Recordaba haber bebido y comido más de la
cuenta con él en París. Casi inconscientemente, apartó su copa medio llena de
vino y respondió:
–No
soy ningún dechado de virtudes, Damon, pero, no, no tengo la necesidad de ver
la vida a través de un velo de alcohol y resacas.
Él
sonrió de manera burlona.
–¿Te
levantas todos los días siendo optimista acerca de tu vida y tu futuro?
Ella
pensó que antes sí había sido así, pero de eso hacía tanto tiempo que casi ni
se acordaba. No podía negar que se despertaba con una sensación de pérdida… de
vacío. Damon no sabía que la pérdida del bebé hacía que tuviese miedo a no
quedarse embarazada nunca más. Nadie sabía lo que había sufrido. Y no iba a
contárselo a él en esos momentos.
Por
mucho que odiase admitirlo, el amor que Stefan y Bonnie compartían había hecho
que se sintiese todavía más sola.
Se
limpió la boca con la servilleta y se puso muy recta. Luego se miró el reloj,
aunque ni siquiera vio qué hora era.
–¿De
qué querías hablarme, Damon? Me levanto muy temprano. Tenemos tres potros
nuevos y hay que trabajar con ellos.
Entonces
lo miró y vio que el color de su piel se había vuelto cetrino. Instintivamente,
se inclinó hacia él.
–¿Damon?
Pero
él se recuperó de repente. Se levantó y fue hacia un mueble, de donde tomó unos
papeles. Elena intentó no estudiar su trasero y odió sentir que perdía el
control.
Él le
dejó unos documentos delante y se quedó de pie a su lado, con las manos en los
bolsillos, haciendo que ella se sintiese en desventaja. Los papeles eran una
serie de comunicados de prensa acerca de varias reuniones de jefes de estado de
Oriente Medio, que tendrían lugar en París a finales de esa semana para tratar
la crisis financiera mundial.
Elena
lo miró.
–¿Y?
¿Qué pasa?
–Tengo
que ir a París en lugar de Stefan.
–Bueno,
pues que tengas buen viaje. Intentaré no echarte mucho de menos –le respondió
ella, poniéndose en pie.
Entonces
se dio cuenta de que él no había retrocedido y que casi se estaban tocando. Elena
se apartó, presa del pánico, pero el tacón se le enganchó en la alfombra y notó
que se caía hacia atrás. Dos manos grandes la sujetaron por la cintura. Ella
respiró con dificultad y miró a Damon a los ojos.
Él la
agarró con más fuerza y le dijo en tono inquietante:
–Vas a venir a París conmigo.
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