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BIENVENIDOS A TOD@S A ESTE BLOG, ESPERO QUE DISFRUTÉIS LEYENDO LAS ADAPTACIONES DE CRÓNICAS VAMPÍRICAS.

COMO SABÉIS LOS PERSONAJES NO ME PERTENECEN Y LAS HISTORIAS QUE ADAPTARÉ TENDRÁN EL NOMBRE DE LA AUTORA AL FINAL DE CADA HISTORIA


GRACIAS

17 mayo 2013

Oasis Capitulo 03


Capítulo 3

 

     LA IRA que Damon había notado crecer en su interior unos segundos antes ya estaba disminuyendo y sabía que tenía más que ver con el efecto que aquella mujer tenía en él que con su beligerancia y enfado. Y, en esos momentos, sólo podía ver a Elena, con la ropa empapada y pegada a su increíble cuerpo.
   

  Ella había dado un grito ahogado y había pegado la espalda contra la pared. El agua le corría por la cabeza, por la cara y los ojos. Damon le puso la mano en el abdomen para sujetarla.

     Elena vio brillar sus ojos a través del vapor, su pelo pegado a la cabeza, el agua corriendo por su poderoso pecho. Intentó quitarle la mano de su cuerpo, pero él la apartó y le dijo muy serio:

     –No vas a ir a ninguna parte.

     Ella se sintió humillada al saber que la ropa se le pegaba el cuerpo. Como si le hubiese leído el pensamiento, Damon bajó la vista y ella notó cómo respondían sus pechos y se le erguían los pezones. Damon la miró con deseo y ella, por desgracia, sintió calor.

     Intentó salir de allí, pero Damon se acercó más y la agarró de las manos y se las puso encima de la cabeza. Elena luchó contra él, sintiéndose vulnerable, en realidad, estaba luchando contra el calor de su propio cuerpo. Dejó de moverse cuando Damon apoyó las caderas contra las suyas.

     –Déjame marchar –le dijo.

     Deseó darle un rodillazo entre las piernas, pero él volvió a leerle el pensamiento y la inmovilizó metiendo una de ellas entre sus muslos.

     –No, no…

     Y la sensación que tuvo ella al notarlo allí la dejó sin habla. Él le sujetó ambas manos con una sola y, con la otra, la agarró de la mandíbula para levantarle el rostro y hacer que lo mirase. Ella apretó los dientes e intentó girar la cara, pero no pudo.
     Damon le sonrió. Era la sonrisa de un peligroso depredador.

     –¿Ni siquiera te alegras un poco de verme?

     Ella le escupió.

     –Eres la última persona que me alegraría ver, Damon Salvatore.

     Él sacudió la cabeza.

     –¿Todavía tienes esos sentimientos tan fuertes a flor de piel, Elena?

     Ella se sintió horrorizada. Tenía que protegerse. Obligó a su cuerpo a relajarse e intentó comportarse con la misma frialdad que él. Incluso le sonrió con dulzura.

     –De eso nada. No siento nada por ti, Damon. Jamás lo he sentido. Lo que viste en París fue el afecto transitorio y equivocado que se siente por el primer amante. Nada más. No significas nada para mí. Sólo estoy enfadada porque has faltado al respeto a tu hermano y a tu cuñada, a los que aprecio mucho. Has causado el caos en el castillo y me niego a quedarme sin hacer nada al respecto.

     Damon la miró con los ojos brillantes. Apretó la mandíbula. A ella le costó seguir con el cuerpo relajado al notar que él le clavaba más las caderas y frotaba contra su cuerpo la erección. Elena sintió una ola de calor.

     –Eres un animal.

     –En eso estoy de acuerdo. En estos momentos, me siento como un animal –admitió en tono provocador.

     Luego le agarró con más fuerza la mandíbula y le devoró los labios sin darle tiempo a respirar. Sus cuerpos se tocaron, pecho con pecho, cadera con cadera, y Elena se excitó todavía más.

     Deseó arrancar la ropa mojada de su cuerpo y apretarlo más contra el de Damon, sentir su piel mojada. Recordó otra ducha, en otro momento y en otro lugar. Él la había levantado y le había pedido que lo abrazase con las piernas por la cintura y luego la había penetrado.

     Elena se enfadó con su reacción y con el vívido recuerdo que había hecho que le devolviese el beso, primero de manera desafiante y, después, apasionada. Luchó con más fuerzas que nunca por no responder, por no dejarse llevar y por no olvidar dónde estaba y lo que Damon le había hecho anteriormente.

     Y aprovechó la oportunidad cuando él levantó la cara un instante. Con un movimiento brusco, salió de debajo de él y de la ducha, mojando todo el suelo de agua, con piernas temblorosas.

     Damon se giró muy despacio debajo del chorro de agua y la miró. Luego se llevó la mano al botón de los pantalones y le dijo:

     –Voy a ponerme más cómodo, ¿por qué no haces lo mismo tú y luego vienes aquí?

     Ella negó con la cabeza. Se sentía como si tuviese fuego corriéndole por las venas.

     –No iría contigo ni aunque fueses el único hombre de la Tierra y el futuro de la civilización dependiese de nosotros.

     Damon sonrió y se bajó la cremallera. Elena vio la línea de bello que bajaba por su vientre y supo que estaba a punto de dejarse llevar por la ola de calor. No sabía por qué no podía moverse de allí.

     Entonces, Damon le dijo:

     –¿No crees que tendríamos unos hijos preciosos?

     Y ella hizo un sonido raro. Estaba tan enfadada que quería llorar, o abofetear a Damon, que la miraba de manera burlona. Y, al mismo tiempo, deseó estar embarazada de aquel hombre. Y eso hizo que aumentase su dolor, porque había sabido lo que era estar embarazada de él durante unos días, antes de que la naturaleza hubiese seguido su trágico curso. Todavía podía experimentar aquel dolor desgarrador, el intenso sentimiento de pérdida, y él jamás se enteraría.

     Seguía burlándose de ella, jugando, quitándose los vaqueros mojados, ajeno a la implosión nuclear que estaba sintiendo Elena, que decidió apartar la vista y tomar una toalla. Salió del baño con piernas temblorosas y lo oyó decir con suavidad:

     –Cobarde.


     Damon se quedó en la ducha después de que Elena se hubiese marchado, con las manos apoyadas en la pared y la cabeza agachada entre ellas. Unos minutos antes, la había tenido allí, cautiva. Empapada y más sexy que nunca. Puso el agua fría y pensó que tal vez fuese la primera vez desde su adolescencia que iba a tener que darse placer él solo con el fin de recuperar la cordura. Aunque, en el fondo, sabía que su cordura se había marchado con Elena.

     Su cuerpo siguió sin responder a pesar del agua fría y él resistió las ganas de aliviarse solo. Independientemente de su pasado, y de su maldita historia, una cosa estaba clara: Elena iba a volver a su cama hasta que se saciase de ella. Hasta que ambos estuviesen saciados. Porque el deseo era mutuo, explosivo y estaba pendiente de satisfacer. Y él no podría sobrevivir un mes allí sin hacerla suya. Se volvería loco.

     De repente, dejó de preocuparle el bienestar emocional de Elena y el estado de su alma. Su manera de actuar lo había dejado tranquilo. Ya no era una muchacha virgen, tímida e idealista. Y todo gracias a él.

     Por un segundo, su mente le reprochó haberle hecho aquello. Antes de acostarse con ella, no había imaginado que sería virgen y le había sorprendido mucho averiguarlo al notar cierta tensión dentro de su cuerpo y ver una expresión de dolor en su rostro. Luego Elena había empezado a gemir y a rogarle que continuase y él, que era humano, no había sido capaz de parar.

     Apretó los labios. Elena le había dicho que después de él había tenido muchos otros amantes y que lo que había sentido por él en París había sido sólo lo que se siente por el primer amante. Damon pensó que debía sentirse reconfortado con la idea, pero no fue así.

     Cerró el grifo y salió de la ducha. Se secó y se juró en silencio que, si se estaba condenando al infierno por querer tener a Elena en su cama, ella iría con él.

     Buscó ropa limpia e hizo un esfuerzo por no pensar más en aquello. Tenía cosas que hacer. Para empezar, asegurarse de que todos sus invitados se habían marchado. Por primera vez en muchos años, vivir a través de las personas que lo rodeaban, ver cómo perdían el sentido de sí mismas y envidiarlas por ser capaces de llegar a su nirvana, no le había funcionado para tapar su propia realidad.


     –Le he pedido disculpas a Caroline, y a Hisham.

     Elena se armó de valor antes de girarse. Estaba deshaciendo la maleta en una de las habitaciones de invitados. No había querido que Damon se enterase de que había cedido a las súplicas de Caroline y del ayudante el jefe de Stefan y se había mudado al castillo. Respiró hondo y se giró por fin para ver a Damon vestido con pantalones oscuros y camisa blanca, apoyado con despreocupación contra el marco de la puerta.

     –Ya lo sé –le respondió ella con voz tensa, intentando ignorar la respuesta de su traicionero cuerpo.

     Deseó no ir vestida con su uniforme habitual, consistente en camisa y vaqueros. Había tenido un día muy largo después de la atropellada mañana y estaba agotada.

     Caroline había ido a verla, ruborizada, para contarle que Damon se había disculpado, aparentemente, de todo corazón.

     –Entonces… –comentó éste–. ¿Te han mandado a vigilarme? ¿Me vas a regañar por haberme portado mal?

     Elena se dio cuenta por el tono de su voz que Damon no estaba acostumbrado a pedir perdón por sus actos. Y no le pareció que estuviese arrepentido.

     Lo miró a los ojos y deseó poder mirar a otra parte. Damon tenía la habilidad única de hacer aflorar sus emociones más profundas. Siempre había sido así.

     –Me ha pedido que venga y me quede aquí –contestó en tono helado–. Eso es todo. Como Stefan y Bonnie no están, hay muchas cosas de las que ocuparse y es evidente que a ti no te interesa asumir esa responsabilidad.

     Los ojos de Damon brillaron al oír aquello, pero fue sólo un instante y Elena se preguntó por qué se sentía mal.

     Damon hizo una mueca.

     –¿Qué quieres? ¿Que no mantenga mi reputación de hermano malo?

     Elena apretó los labios.

     –Eso es –le contestó. Y no pudo evitar expresar su curiosidad preguntándole–: ¿Por qué has venido a casa?

     A él volvieron a brillarle los ojos de manera peligrosa.

     –Te lo diré si cenas conmigo esta noche.

     Estaba coqueteando con ella.

     A Elena se le hizo un nudo en el estómago.

     –Que tus odiosos amigos se hayan marchado no quiere decir que puedas entretenerte conmigo.

     Luego fue hacia la puerta y empezó a cerrarla sin importarle que él estuviese en medio. Afortunadamente, Damon retrocedió, pero justo antes de que la puerta se cerrase, la paró con una mano y le dijo:

     –Voy a estar aquí un par de semanas, Elena… No vas a poder evitarme eternamente. En especial, ahora que vamos a vivir bajo el mismo techo.

     Ella resopló.

     –En este castillo cabe un ejército entero. No tendremos que esforzarnos en no vernos, Damon. Y, créeme, yo no tengo la intención de buscarte. Ahora, si me perdonas, he tenido un día muy largo. Estoy cansada y quiero irme a la cama.

     Él no le dejó cerrar la puerta y lo fulminó con la mirada. Intentó no fijarse en que se había afeitado y su cara parecía muy suave. Olía a limpio, a hombre, a pesar de ser uno de los pocos hombres que había conocido que no utilizaba perfume.

     –Esto no se ha terminado, Elena, ni mucho menos.

     Ella sintió miedo. Sabía que no podría oponerse si Damon se empeñaba en seducirla, aunque fuese sólo porque estaba aburrido.

     –Hace mucho tiempo que se terminó, Damon, y cuanto antes lo aceptes, mejor. Además, no me importa que ésta sea tu casa y que tú mandes en ella. Mantente alejado de mí.

      Un rato después, en el balcón de su habitación, Damon se dio cuenta de que tenía un nudo en el vientre. La vista de Merkazad de noche se extendía debajo de él. Era una ciudad pequeña, pero bonita, llena de minaretes iluminados y edificios antiguos mezclados con otros nuevos. De niño, antes de la invasión rebelde, le había encantado observarla de noche y soñar despierto todo tipo de aventuras, pero después de haber estado encarcelado se había convertido en una prisión de la que tenía que escapar, a cualquier precio…

    Esperó a sentir náuseas, pero no llegaron. En su lugar, estaba sospechosamente tranquilo. Como si aquellas vistas ya no le pareciesen amenazadoras. Sólo podía pensar en Elena y en cómo acababa de verla, con el pelo suelto sobre los hombros. Se le volvió a cerrar el estómago. La había visto cansada, con ojeras. Y su vulnerabilidad había hecho que desease abrazarla y llevársela muy lejos de allí, hacia la noche estrellada, y tumbarla debajo de él. Corrigió su impulso. Sólo la deseaba. No quería protegerla.

     Aunque sí lo había querido en el pasado… Cuando él tenía doce años y ella sólo seis. Podía recordarla delante de la tumba de sus padres como si hubiese sido el día anterior. Tan quieta, tan estoica. En ese momento había sentido con ella una afinidad que jamás había sentido con nadie más.

     La tierra se movió bajo sus pies al tener que reconocer que tal vez Elena fuese la clave de aquella extraña sensación de serenidad. La idea lo inquietó todavía más que las vistas.


     Dos noches después, tumbada en la cama sin poder dormir, Elena tuvo que admitir que probablemente se sentiría mejor si estuviese viendo a Damon todos los días. Tal vez así se haría inmune a su presencia. Una voz se burló de ella en su interior. Cualquier cosa antes que sentirse así, con una continua sensación de incómodo calor. No se concentraba en el trabajo, se sobresaltaba por cualquier ruido. Se pasaba el día hecha un mar de nervios.

     Había oído hablar y especular a la gente acerca de él, sobre todo, a las chicas jóvenes que trabajaban en los establos.

     Las había oído preguntarse si era cierto que era todavía más rico que el jeque Stefan. Las había oído decir que era el hombre más guapo que habían visto. Y extrañarse de que no fuese nunca a los establos.

     Ante aquel último comentario, el ayudante en jefe, un hombre llamado Abdul, había contestado bruscamente:

     –Es el jeque. Puede hacer lo que desee. Ahora, volved al trabajo.

     Y Elena lo había mirado sorprendida. Abdul era el hombre más afable que conocía, y llevaba trabajando en los establos más tiempo que nadie. No solía contestar a nadie. Cuando las chicas se habían marchado, él había ido a disculparse con ella, avergonzado y colorado. Ella le había dicho que no era necesario, a pesar de sentir curiosidad al verlo defender a Damon con tanta efusividad. ¿Por qué?

     Frustrada y enfadada por no poder evitar pensar en Damon, Elena se destapó y salió de la cama. Se desnudó y fue derecha a la ducha, donde estuvo bajo el chorro de agua fría hasta que empezaron a castañetearle los dientes, como para entumecer cualquier sentimiento.

      –Hoy vas a cenar conmigo –le dijo Damon en tono autoritario.

    Si se hubiese tratado de Stefan, Elena le habría contestado que sí inmediatamente, pero era Damon, y eso hizo que agarrase el teléfono con fuerza y le preguntase:

     –¿Por qué?

     Él suspiró y a ella le picó la piel.

     –Porque tenemos que hablar de varias cosas…

     A Elena le dio un vuelco el corazón.

     –No tengo nada de qué hablar contigo.

     –Lo que me dijiste el otro día parece ser verdad. Por mucho que intento actuar como el jeque, todo el mundo me remite a ti.

     –Te advertí que debías ganarte su respeto.

     –Y hasta que ese día llegue, me temo que voy a necesitarte…

     A Elena se le quedó la mente en blanco al oír aquello y tuvo que hacer un esfuerzo de concentración para continuar hablando.

     –Tienes que cenar conmigo para hablar de ciertos temas oficiales. ¿O prefieres que moleste a Stefan y a su esposa mientras están disfrutando de la familia de ésta? –le preguntó él.

     –No, claro que no –respondió ella de inmediato–. Termino de trabajar a las siete. Nos veremos a las ocho.

     –Bien –le dijo Damon con voz ronca–. Estoy deseando verte, Elena.

     Ella colgó el teléfono y se llevó las manos a las mejillas, que le ardían. Nerviosa, intentó no recordar los días que habían pasado juntos en París y se dijo a sí mismo que no volvería a ser tan tonta como para permitir que Damon se acercase a su vulnerable corazón.


     No obstante, unas horas más tarde, sentada en la suite de Stefan, en la que Damon se había instalado, delante de una mesa para dos, Elena luchó por mantener la calma. Damon estaba enfrente, vestido con una camisa negra que le hacía parecer todavía más enigmático y peligroso. Ella le dio otro trago al delicioso vino tinto y maldijo al impulso que le había hecho ponerse un vestido negro y tacones. Y haberse dejado el pelo suelto. Y haberse maquillado un poco. Se dijo a sí misma que era sólo una armadura, y que iba a necesitarla.

     Damon dejó su tenedor y su cuchillo y apoyó la espalda en la silla mientras se limpiaba los labios con la servilleta.

     –Veo que no bebes… –comentó ella, sonriendo con dulzura–. ¿Todavía te estás recuperando de la semana pasada? Dicen que, con la edad, es más difícil hacerlo.

     –Yo no bebo nunca –respondió él con brusquedad.

     Elena frunció el ceño y todo el cuerpo de Damon se puso en tensión. Si hubiese sabido lo excitado que estaba en esos momentos, habría salido corriendo. Estaba excitado desde que Hisham la había hecho entrar y la había visto con aquel vestido, y no con vaqueros y botas de montar.

     No era un vestido sexy, pero se ceñía a sus suaves curvas de una forma muy tentadora. Y Damon sólo podía pensar en arrancárselo.

     Se obligó a sonreír e intentó calmar su libido.

     –Ni tampoco tomo drogas –añadió.

     Elena recordó lo sobrio que le había parecido estar la mañana en que había echado a sus invitados del castillo. No obstante, sacudió la cabeza, no lo entendía.

     –Entonces, ¿cómo soportabas a aquella gente? ¿Cómo pudiste invitarlos y dejar que se emborrachasen de esa manera?

     Damon sonrió, pero la sonrisa no llegó a sus ojos.

     –¿Qué quieres que te diga? Me siento atraído por su hedonismo. Su falta de compromiso me resulta fascinante.

     Elena pensó de repente que envidiaba a aquella gente, y luchó contra su creciente curiosidad, pero comentó en tono cáustico:

     –Me cuesta creerlo. No me parece posible estar cerca de ese mundo sin estar loco.

     –Pues lo creas o no, sólo me he emborrachado una vez –le aseguró él, con los ojos todavía más negros.

     Y ella recordó que nunca lo había visto beber en exceso cuando habían estado juntos.
     Entonces, él le preguntó:

     –¿Y tú, Elena? ¿Eres semejante dechado de virtudes que nunca te has excedido?

     A Elena se le hizo un nudo en el estómago. Recordaba haber bebido y comido más de la cuenta con él en París. Casi inconscientemente, apartó su copa medio llena de vino y respondió:

     –No soy ningún dechado de virtudes, Damon, pero, no, no tengo la necesidad de ver la vida a través de un velo de alcohol y resacas.

     Él sonrió de manera burlona.

     –¿Te levantas todos los días siendo optimista acerca de tu vida y tu futuro?

     Ella pensó que antes sí había sido así, pero de eso hacía tanto tiempo que casi ni se acordaba. No podía negar que se despertaba con una sensación de pérdida… de vacío. Damon no sabía que la pérdida del bebé hacía que tuviese miedo a no quedarse embarazada nunca más. Nadie sabía lo que había sufrido. Y no iba a contárselo a él en esos momentos.

     Por mucho que odiase admitirlo, el amor que Stefan y Bonnie compartían había hecho que se sintiese todavía más sola.

     Se limpió la boca con la servilleta y se puso muy recta. Luego se miró el reloj, aunque ni siquiera vio qué hora era.

     –¿De qué querías hablarme, Damon? Me levanto muy temprano. Tenemos tres potros nuevos y hay que trabajar con ellos.

     Entonces lo miró y vio que el color de su piel se había vuelto cetrino. Instintivamente, se inclinó hacia él.

     –¿Damon?

     Pero él se recuperó de repente. Se levantó y fue hacia un mueble, de donde tomó unos papeles. Elena intentó no estudiar su trasero y odió sentir que perdía el control.
     Él le dejó unos documentos delante y se quedó de pie a su lado, con las manos en los bolsillos, haciendo que ella se sintiese en desventaja. Los papeles eran una serie de comunicados de prensa acerca de varias reuniones de jefes de estado de Oriente Medio, que tendrían lugar en París a finales de esa semana para tratar la crisis financiera mundial.
     Elena lo miró.

     –¿Y? ¿Qué pasa?

     –Tengo que ir a París en lugar de Stefan.

     –Bueno, pues que tengas buen viaje. Intentaré no echarte mucho de menos –le respondió ella, poniéndose en pie.

     Entonces se dio cuenta de que él no había retrocedido y que casi se estaban tocando. Elena se apartó, presa del pánico, pero el tacón se le enganchó en la alfombra y notó que se caía hacia atrás. Dos manos grandes la sujetaron por la cintura. Ella respiró con dificultad y miró a Damon a los ojos.

     Él la agarró con más fuerza y le dijo en tono inquietante:
       
     –Vas a venir a París conmigo.

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