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COMO SABÉIS LOS PERSONAJES NO ME PERTENECEN Y LAS HISTORIAS QUE ADAPTARÉ TENDRÁN EL NOMBRE DE LA AUTORA AL FINAL DE CADA HISTORIA


GRACIAS

31 diciembre 2012

La seductora Capitulo 09

Capitulo 09
La pequeña casa de invitados se asentaba detrás de una cerca de estacas desvencijadas. Las agujas de los pinos cubrían el tejado de cinc, y cuatro pilares de madera sostenían el deteriorado porche. La pintura que una vez había sido blanca se había vuelto gris, y las contraventanas se habían quedado de un verde descolorido.
—¿Vives aquí? —preguntó Riley.
—Sólo durante un par de meses —contestó April—. Tengo un apartamento en Los Ángeles.

Cuando Elena vio el Saab plateado con matrícula de California que había aparcado a la sombra al lado de la casa, supuso que lo de ser estilista de moda estaba muy bien pagado.
—¿No tienes miedo por la noche? —continuó Riley—. ¿Y si aparece un secuestrador o un asesino en serie?
April las guió hasta el porche de madera chirriante.
—Ya hay suficientes cosas en la vida de las que preocuparse. Y los asesinos en serie no suelen molestarse en venir hasta aquí.
Las condujo por el porche.
Se había soltado una tabla de la puerta. April no la había cerrado y entraron en la sala, que tenía el suelo de madera y dos ventanas con cortinas de encaje. Parches de luz se filtraban por las ventanas iluminando el empapelado azul y rosa de la pared y los cuadros que allí colgaban. La habitación tenía pocos muebles: un sofá con cojines, una cómoda con tres cajones, y una mesa con una vieja lámpara de latón, una botella de agua vacía, un libro y un montón de revistas de moda.
—Hubo inquilinos aquí hasta hace seis meses —dijo April—. Me instalé en cuanto la limpiaron. —Se dirigió a la cocina que se veía al fondo—. Husmead lo que queráis mientras voy a buscar mi bloc.
No había demasiado que ver, pero Elena y Riley curiosearon en los dos dormitorios. El más grande tenía una encantadora cama con un cabecero de hierro esmaltado en blanco. Había un par de lámparas rosas en un tocador antiguo a juego con las mesillas. April había adornado la cama con un montón de cojines y un cubrecama color lavanda combinado con los ramilletes de flores del empapelado pálido. Con una alfombra y algunos adornos más, la habitación podría haber aparecido en cualquier revista de mercadillos.
El cuarto de baño con toallas verde mar no era tan encantador; ni tampoco la cocina, que tenía la encimera gastada y un suelo de linóleo imitando losetas rojas. Aun así, el frutero de mimbre con peras y el jarrón de barro lleno de flores sobre la mesa daban un toque hogareño.
April entró en la cocina tras ellas.
—No encuentro mi bloc por ningún lado. He debido dejarlo en la casa. Riley, hay una manta en el armario del dormitorio, ¿puedes ir por ella? Así podremos sentarnos junto al estanque. Llevaré también té helado.
Riley fue a por la manta mientras April vertía té helado en tres vasos azules. Los llevaron fuera. Detrás de la casita, el estanque brillaba bajo el sol, y se reflejaban en él los sauces que rodeaban la orilla. Las libélulas zumbaban sobre el agua, y una familia de patos nadaba cerca de un árbol caído que formaba un embarcadero natural. April las guió hacia dos sillas rojas metálicas algo abolladas con respaldos de rejilla que miraban al estanque. Riley estudió el agua con reticencia.
—¿Hay serpientes?
—He visto un par tomando el sol sobre ese tronco caído. —April se acomodó en una silla mientras Elena se sentaba en la otra—. No parecían tener miedo. ¿Sabías que las serpientes son muy suaves?
—¿Las has tocado?
—No a ésas.
—Jamás tocaría una serpiente. —Riley dejó caer la mochila y la manta al lado de las sillas—. Me gustan los perros. Cuando sea mayor, voy a tener una granja con muchos perros.
April sonrió.
—Parece estupendo.
También se lo parecía a Elena. Imaginó cielos azules, nubes blancas y algodonosas y un prado cubierto de hierba verde con un montón de perritos correteando por ahí.
Riley extendió la manta. Sin levantar la vista, dijo:
—Eres la madre de Damon, ¿no?
April detuvo la taza de té de camino a su boca.
—¿Cómo lo has sabido?
—Sé que su madre se llama April. Y Elena te llamó así.
April tomó un sorbo con lentitud antes de contestar.
—Sí, soy su madre. —Pero no intentó mentirle a Riley. Le contó que Damon y ella tenían una difícil relación y, brevemente, le explicó la charada sobre Susan O'Hara. Riley, que parecía comprender los problemas familiares de las celebridades, se quedó satisfecha.
Tantos secretos, pensó Elena. Tiró de la camiseta que ponía MI CUERPO POR UNA CERVEZA.
—Aún no me he duchado. Aunque tampoco se notaría la diferencia si lo hiciera. No me importa demasiado la ropa.
—Te importa a tu manera —dijo April.
—¿Qué quieres decir?
—Tu ropa es un camuflaje.
—No es un camuflaje, la uso por comodidad. —No era exactamente verdad, pero no estaba dispuesta a revelar más sobre sí misma.
Sonó el teléfono de April que miró el identificador de llamadas y se excusó. Riley se acomodó en la manta y utilizó la mochila de almohada. Elena observó cómo los patos metían la cabeza en el agua buscando comida.
—Ojala hubiera traído mi bloc —dijo ella cuando regresó April—. Este sitio es precioso.
—-¿Eres pintora profesional?
—Sí, y no. —Elena esbozó brevemente su carrera académica y su poco satisfactorio paso por la universidad de arte. Entonces les llegó un suave sonido de la figura inmóvil de Riley. Se había quedado dormida sobre la manta.
—Localicé al agente de su padre —dijo April—. Me prometió que vendría alguien a recogerla a última hora de la tarde.
Elena no podía creer estar sentada al lado de una persona que sabía cómo localizar al agente de Jack Patriot. April golpeó con la punta de la chancla una flor de diente de león.
—¿Damon y tú ya habéis pensado en alguna fecha?
Elena no pensaba seguir la mentira de Damon, pero tampoco tenía intención de sacarle las castañas del fuego.
—No hemos llegado a ese punto.
—Por lo que sé, eres la única mujer a la que le ha pedido que se case con él.
—Se siente atraído por mí porque soy diferente. En cuanto se le pase la novedad, buscará una salida.
—¿De verdad crees eso?
—Apenas sé nada de él —dijo ella sin faltar a la verdad—. Ni siquiera tenía la seguridad de quién era su padre hasta hoy.
—Odia hablar de su infancia, o por lo menos de las partes que me incluyen a mí y a Jack. No lo culpo. He vivido de una manera irresponsable e inconsciente.
Riley suspiró en sueños. Elena ladeó la cabeza.
—¿Fue realmente tan malo?
—Sí, lo fue. No me llamaba groupie a mí misma porque no me acostaba con todos. Pero sí lo hice con muchos, y hay un límite de rockeros con los que una puede acostarse antes de cruzar la línea.
A Elena le habría encantado preguntarle exactamente quiénes eran los rockeros con los que había estado. Por fortuna, aún le quedaba algo de cordura y no lo hizo. Sin embargo, le molestaba que no se juzgara a los rockeros con el mismo rasero.
—¿Por qué nadie apunta con el dedo a los rockeros que se lían con groupies? ¿Por qué siempre la toman con las mujeres?
—Porque las cosas son así. Algunas mujeres aceptan su pasado como groupies. Pamela Des Barres ha escrito algunos libros sobre eso. Pero yo no pude. Les dejé usar mi cuerpo como si fuera un cubo de basura. Les dejé. Nadie me forzó. No me respetaba a mí misma, y eso es de lo que me avergüenzo ahora. —Levantó la cara al sol—. Me gustaba ese estilo de vida. La música, los hombres, las drogas. Dejé que me atrapara. Me encantaba bailar toda la noche y luego escaquearme de mi trabajo como modelo para montarme en un avión privado y volar al otro extremo del país, sin importar que también le había prometido a mi hijo ir a verlo al colegio. —Miró a Elena—. Deberías haber visto la cara de Damon cuando cumplía alguna de mis promesas. Me arrastraba de un amigo a otro, presumiendo delante de todos, hablando tan rápido que se ponía rojo. Era como si tuviera que demostrar a sus amigos que yo existía de verdad. Eso acabó cuando tenía trece años. Un niño perdona a su madre cualquier cosa, pero cuando crece, ya has perdido toda posibilidad de redención.
Elena pensó en su madre.
—Has reorganizado tu vida. Tienes que sentirte orgullosa de eso.
—Fue un largo viaje.
—Estaría bien que Damon te perdonara.
—No lo hará, Elena. No puedes imaginar por todo lo que le hice pasar.
Elena sí se lo podía imaginar. Quizá no de la manera que April pensaba, pero sabía lo que se sentía cuando uno no podía contar con su madre.
—Puede que en algún momento comprenda que no eres la misma persona. Al menos debería darte una oportunidad.
—No te metas en esto. Sé que tienes buenas intenciones, pero Damon tiene muy buenas razones para pensar como lo hace. Si no hubiera aprendido a protegerse, no se habría convertido en el hombre que es ahora. —Se miró el reloj, y se levantó de la silla—. Tengo que hablar con los pintores.
Elena miró a Riley, que se había hecho un ovillo en la manta.
—Dejémosla dormir. Me quedaré con ella.
—¿No te importa?
—Si tienes un poco de papel, dibujaré un poco.
—Claro, ahora te lo traigo.
—Y quizá use tu baño mientras estoy por aquí. Si no te importa...
—Coge lo que necesites. Desodorante, pasta de dientes... —hizo una pausa—, maquillaje.
Elena sonrió.
April le devolvió la sonrisa.
—También te dejaré algunas ropas para que puedas cambiarte.
Elena no creía que algo que hubiera sido diseñado para el cuerpo esbelto de April le sentara bien a ella, pero se lo agradeció de todos modos.
—Las llaves del coche están en la encimera —dijo April—. Hay un billete de veinte en el cajón de la mesilla de mi dormitorio. Cuando Riley despierte, ¿por qué no la llevas a comer al pueblo?
—No quiero tu dinero.
—Se lo cobraré a Damon. Por favor, Elena. Quiero mantenerla alejada de él hasta que llegue la gente de Jack.
Elena no estaba segura de que mantener alejada a esa niña de once años fuera lo mejor para Riley o Damon, pero ya la habían amonestado bastante por andar entrometiéndose, así que asintió a regañadientes.
—Vale.
April le había dejado una delicada camisola rosa y una pequeña y frívola falda de volantes. Había modificado ambas prendas con algún tipo de cinta para hacerlas más pequeñas. Elena sabía que estaría adorable con esa ropa. Muy adorable. Vestir esas prendas sería como llevar el cártel de ÉCHAME UN POLVO. Ése era el problema al que se enfrentaba Elena cada vez que se arreglaba; el principal motivo de que hubiera dejado de hacerlo.
En vez de ponerse las ropas que había sobre la cama, Elena cogió una camiseta azul marino. No mejoraba su pantalón de yoga color púrpura, pero no podía soportar aparecer en público con la camiseta naranja de MI CUERPO POR UNA CERVEZA. Aunque la vanidad pudo con ella y cogió el maquillaje de April, se aplicó un poco de colorete rosa en las mejillas, carmín en los labios, y rímel para resaltar el largo de sus pestañas. Por una vez, quería que Damon se diera cuenta de que era capaz de estar decente. Aunque en realidad tampoco le importaba lo que pensara Damon de ella.
—Te queda muy bien el maquillaje —dijo Riley desde el asiento del acompañante del Saab de April cuando ambas se dirigieron al pueblo—. No se te ve tan desarreglada.
—Has pasado demasiado tiempo con esa horrible Trinity.
—Eres la única persona que piensa que es horrible. Todos los demás la adoran.
—No, no lo hacen. Bueno, su madre probablemente sí. El resto sólo lo fingen.
Riley le dirigió una sonrisa culpable.
—Me encanta cuando dices cosas malas de Trinity.
Elena se rió.
Como en Garrison no había ningún Pizza Hut, fueron a Josie's, el restaurante que había enfrente de la farmacia. Josie's era un lugar que carecía de encanto, la comida era asquerosa, y para colmo no necesitaba personal, pero a Riley le gustó.
—Nunca había comido en un sitio así. Es distinto.
—Definitivamente tiene carácter. —Elena pidió un sándwich de bacon, lechuga y tomate, que resultó tener más lechuga que bacon o tomate.
Riley partió un trozo de tomate de su hamburguesa.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que es único.
Riley consideró la idea.
—Como tú.
—Gracias. Tú también eres única.
Riley se llevó una patata frita a la boca.
—Eres muy amable.
Riley se había dejado puesta la camiseta SEXY, pero se había cambiado los sucios pantalones de pana color lavanda por unos vaqueros cortos muy apretados, tanto que le comprimían el estómago. Se habían sentado en un reservado con asientos de vinilo desde donde podían ver una mala colección de paisajes del antiguo oeste pintados sobre las desvaídas paredes en tono azul pastel y unas polvorientas figuras de bailarinas sobre un estante. Un par de ventiladores de techo esparcían el olor a fritura.
La puerta se abrió y el murmullo de conversaciones se interrumpió cuando una anciana de aspecto formidable entró cojeando y apoyándose en un bastón. Estaba demasiado gorda, e iba demasiado arreglada con unos holgados pantalones rosas y una camisa a juego en brillante color sandía. Múltiples cadenas de oro rodeaban su cuello formando una alargada y los pedruscos de sus pendientes parecían ser diamantes de verdad. Era bastante probable que hubiera sido hermosa en su época, pero no había envejecido con garbo. La pesada melena rubio platino que se rizaba alrededor de su cara tenía que ser una peluca. Se había delineado las cejas con un lápiz color marrón claro pero no había tenido ningún reparo a la hora de utilizar el rímel y la brillante sombra azul. Un diminuto lunar, que alguna vez pudo ser seductor, salpicaba una de las comisuras de los labios pintados de un rosa brillante. Los anchos zapatos ortopédicos Oxford, que soportaban sus tobillos hinchados, era la única concesión que había hecho a la edad.
Nadie pareció feliz de verla, pero Elena la observó con interés. La mujer examinó el local abarrotado, su mirada repasó con desdén a los clientes habituales, luego se detuvo en Elena y Riley. Pasaron unos segundos mientras clavaba la mirada en ellas sin disimulo. Por fin, se acercó, la camisa rosa ocultaba unos formidables pechos que debían su colocación a un buen sujetador.
—¿Quiénes —dijo cuando llegó a su mesa— sois vosotras?
—Soy Elena Gilbert. Ella es mi amiga Riley.
—¿Qué estáis haciendo aquí? —En su voz se apreciaba un leve acento de Brooklyn.
—Estábamos comiendo. ¿Y usted?
—Por si no lo habéis notado, tengo una cadera mal. ¿No vais a pedirme que me siente con vosotras?
Sus modales prepotentes divirtieron a Elena.
—Claro.
La horrorizada expresión de Riley indicaba que no quería a esa mujer cerca de ella, así que Elena se deslizó hacia la esquina para hacerle sitio. Pero la mujer señaló a Riley con la mano.
—Hazte a un lado.
Dejó un enorme bolso de paja sobre la mesa y se sentó con lentitud. Riley colocó la mochila entre las dos, intentando poner la mayor distancia posible.
La camarera apareció con un plato y un vaso de té helado.
—Lo que suele pedir llegará enseguida.
La mujer la ignoró para centrarse en Elena.
—Cuando pregunté qué estabais haciendo aquí, me refería en el pueblo.
—Estamos de paso —contestó Elena.
—¿De dónde sois?
—Bueno, yo no pertenezco a ningún sitio en particular. Riley es de Nashville. —Ladeó la cabeza—. Nosotras ya nos hemos presentado, ahora es su turno.
—Todos saben quien soy —se quejó la mujer.
—Nosotras no. —Aunque Elena lo sospechaba.
—Soy Nita Garrison, por supuesto. Soy la dueña del pueblo.
—Ah, genial. Llevo tiempo queriendo saber algo respecto a eso.
La camarera apareció de pronto con un plato donde había un poco de queso fresco y una pera en almíbar troceada en cuatro partes sobre una hoja de lechuga.
—Aquí tiene, señora Garrison. —Su tono amable contradecía la aversión de sus ojos—. ¿Puedo hacer algo más por usted?
—Sí, darme un cuerpo de veinte años —dijo la anciana con sarcasmo.
—Sí, señora. —La camarera desapareció a toda velocidad.
La señora Garrison examinó el tenedor, después pinchó un trozo de pera como si estuviera buscando un gusano.
—¿Cómo es posible que alguien sea el dueño de un pueblo? —preguntó Elena.
—Lo heredé de mi marido. Tienes un aspecto muy extraño.
—Tomaré eso como un cumplido.
—¿Bailas?
—Cada vez que puedo.
—Yo era una excelente bailarina. Impartí clases en el Arthur Murray Studio de Manhattan durante los años cincuenta. Incluso llegué a conocer al señor Murray. Tenía un programa de televisión, pero no lo recordarás, claro. —Su tono arrogante sugería que se debía más a una cuestión de estupidez por parte de Elena que a su edad.
—No, señora —contestó Elena—. Y cuando heredó este pueblo de su marido, ¿fue todo el pueblo o sólo una parte?
—Sólo las partes que interesan. —Pinchó el queso con el tenedor—. Estás con ese estúpido jugador de fútbol americano, ¿no? El que compró la granja Callaway.
—¡No es estúpido! —exclamó Riley—. Es el mejor quarterback de Estados Unidos.
—No estaba hablando contigo —le espetó la señora Garrison—. Eres una maleducada.
Riley palideció, y el despotismo de Nita Garrison ya no le pareció divertido a Elena.
—Riley tiene muy buenos modales. Y está en lo cierto. Damon tiene sus defectos, pero la estupidez no se encuentra entre ellos.
La expresión aturdida de Riley indicaba que no estaba acostumbrada a que nadie diera la cara por ella, lo que entristeció a Elena. Observó que otros clientes escuchaban sin disimulo su conversación.
En lugar de retroceder, Nita Garrison se revolvió como una gata rabiosa.
—Eres una de esas personas que consiente que los niños se comporten como les salga de las narices, ¿no? Que les deja hacer cualquier cosa que quieran. Bueno, pues no le estás haciendo un favor precisamente. Mírala. Está gorda, pero la dejas sentarse ahí y atiborrarse de patatas fritas.
La cara de Riley adquirió un tono escarlata. Avergonzada, inclinó la cabeza y miró el tablero de la mesa. Elena ya había tenido de sobra.
—Riley es perfecta, señora Garrison —dijo quedamente—. Y sus modales son bastante mejores que los suyos. Ahora apreciaría que se buscara otra mesa. Nos gustaría terminar de comer a solas.
—No pienso moverme de aquí. Este lugar es mío.
Aunque no habían terminado de comer, a Elena no le quedó más remedio que levantarse.
—Ya hemos terminado. Vamos, Riley.
Por desgracia, Riley estaba atrapada por la señora Garrison que no se movió. Al contrario, se burló de ellas, dejando al descubierto unos dientes manchados con lápiz de labios.
—Eres tan irrespetuosa como ella.
Elena ya se había levantado. Señaló el suelo con el dedo.
—Vamos, Riley. Ya.
Riley pilló la indirecta y logró meterse debajo de la mesa con la mochila a cuestas. Los ojos de Nita Garrison se convirtieron en dos rendijas furiosas.
—Nadie me deja plantada. Lo lamentaréis.
—Genial, porque yo no me asusto de nadie. No me importa lo vieja o lo rica que sea, señora Garrison. Es usted una mujer muy mezquina.
—Te arrepentirás de esto.
—No, no creo que lo haga. —Dejó caer el billete de veinte, algo que la mataba, pues la comida sólo costaba doce cincuenta. Pasó el brazo por los hombros de Riley y la condujo por el restaurante, ahora en silencio, hasta la acera.
—¿Crees que podríamos regresar ya a la granja? —susurró Riley cuando estaban lo suficientemente lejos de la puerta para que no las oyeran.
Elena habría querido seguir buscando trabajo, pero tendría que esperar. Abrazó a Riley.
—Claro que podemos. No dejes que esa anciana te moleste. Disfruta siendo mezquina. Se le ve en la cara.
—Supongo.
Elena siguió intentando tranquilizarla hasta que llegaron al Saab y condujeron por la calle mayor. Riley respondió cuando así lo requería, pero Elena sabía que las crueles palabras de la señora Garrison habían dado en el blanco.
Casi habían llegado al letrero de salida del pueblo cuando oyeron la sirena. Miró por el espejo retrovisor y vio un coche de la policía acercándose a ellas. No había sobrepasado el límite de velocidad, y no se había saltado ningún semáforo, así que le llevó un momento darse cuenta de que el policía iba tras ella.
Una hora después, estaba en la cárcel.






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