Capítulo 2
Actualidad
El
jeque Damon bin Kalid Salvatore observó las sombras de las aspas del
helicóptero en las montañas que había a sus pies y, al mirar a lo lejos, vio
por fin los minaretes y el perfil de Merkazad, y el castillo, hacia donde iba.
Su casa y lugar de nacimiento. Volvía por primera vez en diez años. Y se sentía
aturdido por dentro.
No
por falta de capacidad, sino porque con sólo ocho años ya se había sentido
responsable de su pueblo y, aunque jamás había hablado de ello, había decidido
sacar para siempre de su corazón a Merkazad y a cualquier persona que tuviese
algo que ver con el país.
Como
para contradecirlo, apareció en su mente la imagen de Elena, la similitud que
siempre había sentido con ella, el hecho de que, durante mucho tiempo, hubiese
sido la única persona a la que le había permitido estar cerca de él y, en
París, la facilidad con la que se había dejado seducir por ella para vivir de
manera más indulgente que nunca. Y luego, cómo le había dicho que aquello no
había significado nada para él, que aquel vínculo especial era sólo imaginación
de ella. Le picó la piel sólo de recordarlo e intentó olvidarse de aquello y
volver a pensar en aquel momento que había pasado con su hermano.
–¡Ésta
es tu casa, Damon! –le había gritado Stefan–. Te necesito aquí conmigo.
Necesitamos gobernar juntos para ser fuertes.
Damon
todavía recordaba lo muerto que se había sentido por dentro, tan alejado de la
pasión de su hermano. Había sabido que aquél sería su último día en Merkazad.
Era un hombre libre. Desde que había tenido ocho años, desde la horrible época
de su encarcelamiento, se había sentido siglos mayor que Stefan.
–Hermano,
ahora éste es tu país, no el mío. Voy a forjar mi propia vida. Una vida en la
que no podrás darme órdenes. No tienes derecho a hacerlo.
Había
visto a Stefan luchar consigo mismo y advertirle en silencio que no se metiese
en aquello. Al marcharse, había visto como su hermano perdía las ganas de
pelear. El peso de su historia era demasiado grande. Damon sentía celos cada
vez que miraba a su hermano y sabía que su bondad jamás se había visto comprometida,
ni arrebatada, ni violada, como le había ocurrido a él cuando le habían
arrancado su niñez durante tres meses que le habían parecido tres siglos.
Damon
sabía que su hermano se culpaba a sí mismo por no haberlo protegido entonces. Y
a pesar de estar convencido de que no tenía sentido, porque Stefan había estado
tan indefenso como él, Damon también seguía culpándolo por no haberle evitado
los horrores que había tenido que vivir. En cierto modo, quería que su hermano
sufriese lo mismo que había sufrido él, y se lo infligía con impunidad,
sabiendo lo que hacía a pesar de odiarse por ello al mismo tiempo.
La
culpa y las recriminaciones llevaban años bullendo entre ambos y no había sido
hasta un año antes, al ver a Stefan en el cumpleaños del sultán de Al-Omar,
cuando Damon había notado un pequeño cambio en su interior. Habían hablado sólo
durante unos tensos segundos, como hacían siempre que se encontraban una o dos
veces al año, pero Damon había sentido una especie de ingravidez desconocida
hasta entonces.
Hizo
una mueca, sus ojos miraban pero no veían la imagen de su país en todo su
rocoso esplendor. El hecho de estar sobrevolándolo, de estar a punto de
aterrizar, hablaba por sí solo. Una parte de él seguía sin creer que fuese a
pasar un mes en Merkazad, ocupando el lugar de Stefan, mientras éste y su
esposa embarazada iban a Irlanda, el país de origen de ésta.
Una
ley ridícula y arcaica decía que, si Merkazad estaba un mes sin su jeque, el
ejército podría dar un golpe de estado para establecer a un nuevo soberano. Era
una ley que se había creado en una época en la que el territorio había sufrido
muchos ataques, para proteger a Merkazad de las fuerzas extranjeras.
Era
la segunda vez que estaban en aquella situación. La anterior había sido cuando
sus padres habían fallecido y se había formado un gobierno provisional hasta
que Stefan había cumplido la edad necesaria. Por suerte, el ejército había sido
incondicionalmente leal a su padre y a Stefan.
No
obstante, Stefan le había confesado a Damon que, desde que se había casado con Bonnie,
algunas personas se habían sentido decepcionadas porque no hubiese escogido a
una esposa de su país. Y le preocupaba que hubiese cierta inestabilidad hasta
que naciese su primer heredero, pero si Damon ocupaba su lugar, nadie podría
estar en desacuerdo.
Y Damon
había accedido, a pesar de haber deseado no hacerlo. En el fondo, siempre había
sabido que algún día tendría que volver a casa y enfrentarse a los fantasmas
del pasado y, al parecer, el momento había llegado. Así que había achacado su
incomprensible decisión a aquello, y no a un latente sentido de la
responsabilidad, ni al hecho de que hubiese pasado el tiempo… ni a que no había
estado tranquilo desde que había visto a Elena un año antes.
Todavía
recordaba cómo se le había encogido el estómago nada más verla. En ese momento
se había dado cuenta, aliviado, de que siempre que había ido a la fiesta del
sultán lo había hecho con la esperanza de verla… y no le había gustado nada la
revelación.
Se
puso serio. Elena siempre estaría fuera de su alcance. Tenía que haberla
rechazado en su momento, pero no había sido capaz de resistirse. A pesar de
saber que era una mujer demasiado inocente para su frío corazón, la había
seducido en París, le había robado la inocencia, demostrándose a sí mismo lo
vicioso que era en realidad.
Y, no
contento con aquello, le había roto cruelmente el corazón. Se le encogió el
estómago al recordar su cara tan pálida aquel día. El increíble dolor de sus
maravillosos ojos.
Se
aseguró a sí mismo que la había salvado, de él y de otros hombres parecidos.
Porque él ya no podía salvarse. Había visto la cara del maligno y eso lo había
contaminado para siempre, y contaminaría a cualquiera que se acercase a él, por
eso no permitía que nadie se le acercase demasiado.
Y,
aun así, había besado a Elena en la fiesta del sultán. Su cuerpo cobró vida
propia al pensar en ella y Damon cambió de postura, incómodo.
Se
obligó a no pensar en que, durante el último año, ninguna mujer había
conseguido saciar su insaciable libido, sólo de pensar en Elena se excitaba,
pero jamás volvería a tocarla. Si tenía la oportunidad de redimir un poquito de
su alma, lo haría con aquello.
Damon
sabía que Stefan sospechaba que había pasado algo entre ambos y, por supuesto,
no le parecía bien. La última vez que habían hablado le había dicho:
–No
creo que veas a Elena. Vive y trabaja en los establos y está muy ocupada.
Y él
había pensado que mucho mejor, porque se estremecía sólo de pensar en los
caballos y en los establos, así que no iba a pasarse por allí. Sintió ganas de
decirle al piloto que se diese la vuelta, pero se dijo que era lo
suficientemente fuerte como para aguantar un mes en su propio país. Tenía que
serlo. Había oído historias mucho más duras que la suya. Se lo debía a aquéllos
que habían confiado en él contándoselas para que pudiese enfrentarse a su
pasado.
Volvió
a desear poder refugiarse en las drogas y en el alcohol.
Suspiró
al ver con claridad el castillo. Superaría aquello como había superado el resto
de etapas de su vida: distrayéndose del dolor.
–Señorita
Elena…
Damon
salió del helicóptero con la camisa medio salida y unos vaqueros desgastados.
Parecía… una estrella del rock, no el segundo en la línea sucesoria de
Merkazad.
El
ama de llaves arrugó el rostro y comentó:
–No
se parece en nada a su hermano. Es una desgracia para…
–Caroline,
ya es suficiente.
Todo
el personal estaba reunido para hablar de las tareas domésticas del castillo
durante la ausencia de Stefan y Bonnie, y Elena estaba muy nerviosa desde que
se había enterado el día anterior de la llegada de Damon en helicóptero.
La
otra mujer se puso colorada.
–Lo
siento, señorita Elena. Por un momento, me he dejado llevar…
Elena
sonrió con tensión.
–No
pasa nada. Sólo estará aquí hasta que Stefan y Bonnie regresen… y después todo
volverá a la normalidad.
«Sí,
claro».
Al
ama de llaves se le iluminó el rostro.
–¡Y
al año que viene tendremos un bebé en el castillo!
Elena
quería mucho a Stefan y a Bonnie, pero no podía evitar sentir celos de su
exultante felicidad.
En
realidad, se había sentido aliviada al enterarse de que se marchaban a Irlanda.
Ser testigo de su intenso amor le estaba resultando cada vez más difícil, sobre
todo, desde que Bonnie había anunciado su embarazo seis meses antes.
No
obstante, el alivio le había durado muy poco tiempo, hasta que Stefan había
comentado con naturalidad que sería Damon quien lo reemplazase durante el
tiempo que durase el viaje.
Elena
se había dado cuenta de que tanto Stefan como Bonnie habían estado pendientes
de su reacción. No le habían hecho preguntas después de que se comportase de
manera tan rara en la fiesta del sultán un año antes, pero había sido evidente
que tenía algo que ver con Damon.
En
cualquier caso, había conseguido responder:
–Qué
bien. Hace tanto tiempo que no viene a casa…
–Podrías
marcharte a Francia, si quieres –le había sugerido Stefan–. A echar un vistazo
a nuestros establos de allí.
Y
ella se había puesto tensa.
–No.
De eso nada. No voy a irme a ninguna parte. Aquí hay demasiado trabajo…
También
estuvo a punto de contestar que no cuando Caroline le preguntó si iba a ir al
castillo a hablar con Damon.
Elena
sonrió y respondió:
–¿Para
qué iba a querer ir yo al castillo, si tú lo tienes todo tan bien organizado?
Llámame si me necesitas.
Y,
para su alivio, Caroline se marchó sola. Elena apoyó la espalda en el respaldo
de su sillón. Tenía el corazón acelerado.
Un
mes.
Un
mes entero sin acercarse al castillo ni a Damon. Al menos, en los establos
estaba segura. Desde que lo conocía, sentía aversión por los caballos, así que
no se acercaría a ellos.
Lo
había superado, así que daba igual que estuviese a diez minutos de allí.
El
teléfono de Elena sonó a las cinco y media de la mañana, justo cuando iba a
salir a hacer su primera ronda por los establos, para comprobar que todo estaba
en su lugar.
Descolgó
en el despacho, que formaba parte de sus habitaciones. Sólo pudo oír un llanto
histérico, y luego logró tranquilizar a Caroline para que le contase lo que le
pasaba.
Enfadada,
le dijo:
–Ahora
voy.
Salió,
se subió a su todoterreno y realizó el trayecto de diez minutos hasta el
castillo.
En
cuanto se bajó del coche, Caroline, que la estaba esperando, empezó a balbucir:
–Toda
la noche, todas las noches… música alta, ¡y la comida! Es demasiado… No puedo
con tantas exigencias y han empezado a tirar cosas… ¡En la sala de ceremonias!
Si Stefan estuviese aquí…
–Organiza
a la plantilla para que hagan la limpieza, y llama a Matt para que venga con un
autobús. Echaré a todos los invitados esta misma mañana.
Una
hora después, Elena llegaba furiosa hasta los aposentos en los que se había
instalado Damon. Acababa de ver todos los destrozos causados por el grupo de
amigos europeos de Damon y había visto como al menos cincuenta de ellos,
todavía borrachos, se subían a un autobús que les llevaría a Al-Omar y, de
allí, a casa.
Abrió
la puerta de la suite de Damon de un empujón y la hizo chocar contra la pared.
El dolor que sintió dentro casi la hizo doblarse, y eso la enfadó todavía más.
Había
dos cuerpos tumbados encima de un sofá. Una botella de champán vacía y copas
tiradas. La mujer, joven y rubia, muy maquillada, llevaba un minúsculo vestido
de lentejuelas. Parecía borracha, allí tumbada, al lado de Damon, que estaba
dormido. Al menos él llevaba todavía los vaqueros puestos.
–Perdone
–le dijo la rubia–, ¿quién cree que es?
Elena
se acercó, intentando no mirar el torso desnudo de Damon, y la levantó
agarrándola del brazo.
–¡Ay!
La
llevó hasta la puerta, donde dos doncellas esperaban nerviosas.
–Chicas,
acompañadla al autobús en cuanto haya recogido sus cosas y decidle a Matt que
puede marcharse. Creo que ya está todo el mundo.
Elena
cerró la puerta de un golpe y suspiró profundamente. Luego se giró y vio que Damon
no se había movido. Siempre había dormido como un tronco.
Ella
lo recorrió con la mirada y pensó que parecía un ángel caído del cielo, pero no
lo era.
Apretó
la mandíbula para luchar contra el calor que la estaba invadiendo y fue al
baño, donde encontró lo que estaba buscando. Luego rezó en silencio porque Stefan
y Caroline la perdonasen por el daño que iba a hacerle a los muebles y le tiró
un cubo lleno de agua helada a Damon.
Damon
pensó que lo estaban atacando y sus reflejos hicieron que se pusiese en pie de
un salto antes de saber lo que pasaba.
Sólo
tardó un par de segundos en averiguarlo y, entonces, se relajó. Tenía a Elena
delante con un cubo vacío en las manos y expresión beligerante en el rostro. Y Damon
se sintió centrado, y no a la deriva, por primera vez desde que había llegado
allí.
Con
el pelo recogido, sin maquillaje, vestida con camisa blanca, vaqueros y botas
de montar, Elena aparentaba dieciocho años. Sus increíbles ojos azules
brillaban como zafiros y tenía las mejillas sonrosadas. Era toda una belleza,
en comparación con las mujeres que había intentado acaparar su atención durante
los últimos días y Damon sintió asco al pensar en la que acababa de marcharse.
Se
había prometido a sí mismo de que se desharía de todos sus invitados al haberse
dado cuenta de que había sido un error llevarlos allí, pero, a juzgar por la
expresión de Elena, ésta se le había adelantado.
–¿Cómo
te atreves? –inquirió Elena enfadada–. ¿Cómo te atreves a volver aquí y a
convertir este castillo en tu lugar de diversión particular? La pobre Caroline
está destrozada. Y además del caos y la destrucción que has causado aquí, las
constantes llegadas de amigos tuyos en helicóptero han estado asustando a los
caballos.
Damon
la miró de pies a cabeza. No parecía arrepentido, ni siquiera parecía borracho.
La estaba escrutando con la mirada.
Se
cruzó de brazos y le preguntó:
–¿No
vas a darme ni un beso de bienvenida?
Elena
dejó el cubo de agua en el suelo y le mantuvo la mirada a pesar de sentir ganas
de huir.
–Es
evidente que Merkazad te parece demasiado aburrido, pero te sugiero que, si
quieres divertirte, te marches con tus amigos a B’harani, hacia donde ellos van
ya en autobús.
Por
un segundo, a Elena le pareció ver sonreír a Damon, pero sólo por un segundo. Y
ella sintió todavía más ganas de huir. Se dio la media vuelta con la intención
de salir de la habitación, pero él la agarró e hizo que volviese a mirarlo.
–¿Adónde
crees que vas?
–¿Qué…?
Damon
sabía que debía dejarla marchar. Se había dicho a sí mismo que no debía
perseguirla, pero después de verla, tan guapa, con aquel cuerpo curvilíneo,
supo que no iba a poder resistirse.
Damon
arqueó una ceja.
–Ya
te he dicho que quiero que me saludes civilizadamente.
Elena
lo fulminó con la mirada y se maldijo por haber ido allí.
–¿Para
qué molestarme en saludar a alguien que ni siquiera es capaz de tratar su
propia casa y a sus empleados con respeto?
Los
ojos de Damon también brillaron.
–Exacto.
Ésta es mi casa, y a ti te vendría bien recordarlo.
–¿Quieres
que recuerde cuál es mi lugar? ¿A eso te refieres, Damon? Hace mucho tiempo que
no hace falta que nadie me recuerde que no formo parte de tu familia.
Intentó
zafarse de él, pero la estaba agarrando con demasiada fuerza, Damon la colocó
justo delante de él y la miró a los ojos. Por supuesto que no era un miembro de
su familia. A pesar de que Stefan la apreciaba mucho y de que sus padres la
habían protegido, Elena siempre había sabido cuál era su lugar. Entonces, ¿por
qué lo estaba provocando en esos momentos?
–Sabes
muy bien que no es eso lo que quería decir. Lo cierto es que ésta es mi casa y
puedo hacer lo que desee en ella. Como jeque en funciones, no tengo que darle
explicaciones a nadie.
Elena
levantó la barbilla y respondió:
–Me
tendrás que dar explicaciones a mí. Tal vez yo no sea jeque, pero aquí todo el
mundo sabe quién está al mando, y ése no eres tú. Antes tienes que ganarte el respeto
de la gente. Y yo no voy a quedarme de brazos cruzados, viendo como profanas el
hogar de Stefan y Bonnie.
Antes
de que a Elena le diese tiempo a cuestionarse por qué tenía tantas ganas de
provocarlo, sintió que estaban demasiado cerca y que, de repente, el olor único
e intenso de Damon estaba embriagándola.
–Como
he dicho –comentó él en tono glacial–, ésta es mi casa tanto como la de Stefan,
e invitaré a ella a quien quiera, cuando quiera.
Incapaz
de articular una respuesta y aturdida por la proximidad de Damon, Elena intentó
de nuevo zafarse de él.
Pero
sólo consiguió que Damon la apoyase contra su duro pecho y entonces Elena lo
oyó jurar entre dientes. De repente, la estaba abrazando por debajo de los
pechos y la estaba llevando hacia el cuarto de baño. Ella pataleó, pero fue
inútil. Estaba pegada a su cuerpo fuerte y mojado. Y era culpa suya.
No le
dio tiempo a protestar antes de llegar al baño. Damon la sujetó con un brazo
mientras abría la ducha. Elena intentó soltarse, pero no pudo. El brazo de Damon
era como una barra de acero y ella notó cómo se le deshacía la coleta.
El
baño estaba empezando a llenarse de vaho cuando por fin consiguió preguntarle:
–¿Se
puede saber qué estás haciendo? ¡Suéltame ahora mismo!
Un
segundo después, Damon se puso debajo de la ducha con ella a su lado y le
contestó:
–Te estoy tratando como me has tratado tú a mí, Su Excelencia.
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