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BIENVENIDOS A TOD@S A ESTE BLOG, ESPERO QUE DISFRUTÉIS LEYENDO LAS ADAPTACIONES DE CRÓNICAS VAMPÍRICAS.

COMO SABÉIS LOS PERSONAJES NO ME PERTENECEN Y LAS HISTORIAS QUE ADAPTARÉ TENDRÁN EL NOMBRE DE LA AUTORA AL FINAL DE CADA HISTORIA


GRACIAS

14 mayo 2013

Oasis Capitulo 02


Capítulo 2

 

     Actualidad

     El jeque Damon bin Kalid Salvatore observó las sombras de las aspas del helicóptero en las montañas que había a sus pies y, al mirar a lo lejos, vio por fin los minaretes y el perfil de Merkazad, y el castillo, hacia donde iba. Su casa y lugar de nacimiento. Volvía por primera vez en diez años. Y se sentía aturdido por dentro.
    
Todavía recordaba el día en que se había marchado, y la virulenta discusión que había tenido con su hermano mayor, Stefan, como si hubiese sido el día anterior. Ambos en el estudio de su hermano, desde el que éste dirigía el país desde la temprana edad de los veintiún años. A Damon siempre le había dado miedo que su hermano tuviese tanta responsabilidad porque siempre había sabido que él no sería capaz de soportarla.

     No por falta de capacidad, sino porque con sólo ocho años ya se había sentido responsable de su pueblo y, aunque jamás había hablado de ello, había decidido sacar para siempre de su corazón a Merkazad y a cualquier persona que tuviese algo que ver con el país.

     Como para contradecirlo, apareció en su mente la imagen de Elena, la similitud que siempre había sentido con ella, el hecho de que, durante mucho tiempo, hubiese sido la única persona a la que le había permitido estar cerca de él y, en París, la facilidad con la que se había dejado seducir por ella para vivir de manera más indulgente que nunca. Y luego, cómo le había dicho que aquello no había significado nada para él, que aquel vínculo especial era sólo imaginación de ella. Le picó la piel sólo de recordarlo e intentó olvidarse de aquello y volver a pensar en aquel momento que había pasado con su hermano.

     –¡Ésta es tu casa, Damon! –le había gritado Stefan–. Te necesito aquí conmigo. Necesitamos gobernar juntos para ser fuertes.

     Damon todavía recordaba lo muerto que se había sentido por dentro, tan alejado de la pasión de su hermano. Había sabido que aquél sería su último día en Merkazad. Era un hombre libre. Desde que había tenido ocho años, desde la horrible época de su encarcelamiento, se había sentido siglos mayor que Stefan.

     –Hermano, ahora éste es tu país, no el mío. Voy a forjar mi propia vida. Una vida en la que no podrás darme órdenes. No tienes derecho a hacerlo.

     Había visto a Stefan luchar consigo mismo y advertirle en silencio que no se metiese en aquello. Al marcharse, había visto como su hermano perdía las ganas de pelear. El peso de su historia era demasiado grande. Damon sentía celos cada vez que miraba a su hermano y sabía que su bondad jamás se había visto comprometida, ni arrebatada, ni violada, como le había ocurrido a él cuando le habían arrancado su niñez durante tres meses que le habían parecido tres siglos.

     Damon sabía que su hermano se culpaba a sí mismo por no haberlo protegido entonces. Y a pesar de estar convencido de que no tenía sentido, porque Stefan había estado tan indefenso como él, Damon también seguía culpándolo por no haberle evitado los horrores que había tenido que vivir. En cierto modo, quería que su hermano sufriese lo mismo que había sufrido él, y se lo infligía con impunidad, sabiendo lo que hacía a pesar de odiarse por ello al mismo tiempo.

     La culpa y las recriminaciones llevaban años bullendo entre ambos y no había sido hasta un año antes, al ver a Stefan en el cumpleaños del sultán de Al-Omar, cuando Damon había notado un pequeño cambio en su interior. Habían hablado sólo durante unos tensos segundos, como hacían siempre que se encontraban una o dos veces al año, pero Damon había sentido una especie de ingravidez desconocida hasta entonces.

     Hizo una mueca, sus ojos miraban pero no veían la imagen de su país en todo su rocoso esplendor. El hecho de estar sobrevolándolo, de estar a punto de aterrizar, hablaba por sí solo. Una parte de él seguía sin creer que fuese a pasar un mes en Merkazad, ocupando el lugar de Stefan, mientras éste y su esposa embarazada iban a Irlanda, el país de origen de ésta.

     Una ley ridícula y arcaica decía que, si Merkazad estaba un mes sin su jeque, el ejército podría dar un golpe de estado para establecer a un nuevo soberano. Era una ley que se había creado en una época en la que el territorio había sufrido muchos ataques, para proteger a Merkazad de las fuerzas extranjeras.

     Era la segunda vez que estaban en aquella situación. La anterior había sido cuando sus padres habían fallecido y se había formado un gobierno provisional hasta que Stefan había cumplido la edad necesaria. Por suerte, el ejército había sido incondicionalmente leal a su padre y a Stefan.

     No obstante, Stefan le había confesado a Damon que, desde que se había casado con Bonnie, algunas personas se habían sentido decepcionadas porque no hubiese escogido a una esposa de su país. Y le preocupaba que hubiese cierta inestabilidad hasta que naciese su primer heredero, pero si Damon ocupaba su lugar, nadie podría estar en desacuerdo.

     Y Damon había accedido, a pesar de haber deseado no hacerlo. En el fondo, siempre había sabido que algún día tendría que volver a casa y enfrentarse a los fantasmas del pasado y, al parecer, el momento había llegado. Así que había achacado su incomprensible decisión a aquello, y no a un latente sentido de la responsabilidad, ni al hecho de que hubiese pasado el tiempo… ni a que no había estado tranquilo desde que había visto a Elena un año antes.

     Todavía recordaba cómo se le había encogido el estómago nada más verla. En ese momento se había dado cuenta, aliviado, de que siempre que había ido a la fiesta del sultán lo había hecho con la esperanza de verla… y no le había gustado nada la revelación.

     Se puso serio. Elena siempre estaría fuera de su alcance. Tenía que haberla rechazado en su momento, pero no había sido capaz de resistirse. A pesar de saber que era una mujer demasiado inocente para su frío corazón, la había seducido en París, le había robado la inocencia, demostrándose a sí mismo lo vicioso que era en realidad.

     Y, no contento con aquello, le había roto cruelmente el corazón. Se le encogió el estómago al recordar su cara tan pálida aquel día. El increíble dolor de sus maravillosos ojos.

     Se aseguró a sí mismo que la había salvado, de él y de otros hombres parecidos. Porque él ya no podía salvarse. Había visto la cara del maligno y eso lo había contaminado para siempre, y contaminaría a cualquiera que se acercase a él, por eso no permitía que nadie se le acercase demasiado.

     Y, aun así, había besado a Elena en la fiesta del sultán. Su cuerpo cobró vida propia al pensar en ella y Damon cambió de postura, incómodo.

     Se obligó a no pensar en que, durante el último año, ninguna mujer había conseguido saciar su insaciable libido, sólo de pensar en Elena se excitaba, pero jamás volvería a tocarla. Si tenía la oportunidad de redimir un poquito de su alma, lo haría con aquello.

     Damon sabía que Stefan sospechaba que había pasado algo entre ambos y, por supuesto, no le parecía bien. La última vez que habían hablado le había dicho:

     –No creo que veas a Elena. Vive y trabaja en los establos y está muy ocupada.

     Y él había pensado que mucho mejor, porque se estremecía sólo de pensar en los caballos y en los establos, así que no iba a pasarse por allí. Sintió ganas de decirle al piloto que se diese la vuelta, pero se dijo que era lo suficientemente fuerte como para aguantar un mes en su propio país. Tenía que serlo. Había oído historias mucho más duras que la suya. Se lo debía a aquéllos que habían confiado en él contándoselas para que pudiese enfrentarse a su pasado.

     Volvió a desear poder refugiarse en las drogas y en el alcohol.
     Suspiró al ver con claridad el castillo. Superaría aquello como había superado el resto de etapas de su vida: distrayéndose del dolor.


     –Señorita Elena…

     Damon salió del helicóptero con la camisa medio salida y unos vaqueros desgastados. Parecía… una estrella del rock, no el segundo en la línea sucesoria de Merkazad.

     El ama de llaves arrugó el rostro y comentó:

     –No se parece en nada a su hermano. Es una desgracia para…

     –Caroline, ya es suficiente.

     Todo el personal estaba reunido para hablar de las tareas domésticas del castillo durante la ausencia de Stefan y Bonnie, y Elena estaba muy nerviosa desde que se había enterado el día anterior de la llegada de Damon en helicóptero.

     La otra mujer se puso colorada.

     –Lo siento, señorita Elena. Por un momento, me he dejado llevar…

     Elena sonrió con tensión.

     –No pasa nada. Sólo estará aquí hasta que Stefan y Bonnie regresen… y después todo volverá a la normalidad.

     «Sí, claro».

     Al ama de llaves se le iluminó el rostro.

     –¡Y al año que viene tendremos un bebé en el castillo!

     Elena quería mucho a Stefan y a Bonnie, pero no podía evitar sentir celos de su exultante felicidad.

     En realidad, se había sentido aliviada al enterarse de que se marchaban a Irlanda. Ser testigo de su intenso amor le estaba resultando cada vez más difícil, sobre todo, desde que Bonnie había anunciado su embarazo seis meses antes.

     No obstante, el alivio le había durado muy poco tiempo, hasta que Stefan había comentado con naturalidad que sería Damon quien lo reemplazase durante el tiempo que durase el viaje.

     Elena se había dado cuenta de que tanto Stefan como Bonnie habían estado pendientes de su reacción. No le habían hecho preguntas después de que se comportase de manera tan rara en la fiesta del sultán un año antes, pero había sido evidente que tenía algo que ver con Damon.

     En cualquier caso, había conseguido responder:

     –Qué bien. Hace tanto tiempo que no viene a casa…

     –Podrías marcharte a Francia, si quieres –le había sugerido Stefan–. A echar un vistazo a nuestros establos de allí.

     Y ella se había puesto tensa.

     –No. De eso nada. No voy a irme a ninguna parte. Aquí hay demasiado trabajo…

     También estuvo a punto de contestar que no cuando Caroline le preguntó si iba a ir al castillo a hablar con Damon.

     Elena sonrió y respondió:

     –¿Para qué iba a querer ir yo al castillo, si tú lo tienes todo tan bien organizado? Llámame si me necesitas.

     Y, para su alivio, Caroline se marchó sola. Elena apoyó la espalda en el respaldo de su sillón. Tenía el corazón acelerado.

     Un mes.

     Un mes entero sin acercarse al castillo ni a Damon. Al menos, en los establos estaba segura. Desde que lo conocía, sentía aversión por los caballos, así que no se acercaría a ellos.
     Lo había superado, así que daba igual que estuviese a diez minutos de allí.


     El teléfono de Elena sonó a las cinco y media de la mañana, justo cuando iba a salir a hacer su primera ronda por los establos, para comprobar que todo estaba en su lugar.

     Descolgó en el despacho, que formaba parte de sus habitaciones. Sólo pudo oír un llanto histérico, y luego logró tranquilizar a Caroline para que le contase lo que le pasaba.

     Enfadada, le dijo:

     –Ahora voy.

     Salió, se subió a su todoterreno y realizó el trayecto de diez minutos hasta el castillo.

     En cuanto se bajó del coche, Caroline, que la estaba esperando, empezó a balbucir:

     –Toda la noche, todas las noches… música alta, ¡y la comida! Es demasiado… No puedo con tantas exigencias y han empezado a tirar cosas… ¡En la sala de ceremonias! Si Stefan estuviese aquí…

     –Organiza a la plantilla para que hagan la limpieza, y llama a Matt para que venga con un autobús. Echaré a todos los invitados esta misma mañana.

     Una hora después, Elena llegaba furiosa hasta los aposentos en los que se había instalado Damon. Acababa de ver todos los destrozos causados por el grupo de amigos europeos de Damon y había visto como al menos cincuenta de ellos, todavía borrachos, se subían a un autobús que les llevaría a Al-Omar y, de allí, a casa.

     Abrió la puerta de la suite de Damon de un empujón y la hizo chocar contra la pared. El dolor que sintió dentro casi la hizo doblarse, y eso la enfadó todavía más.

     Había dos cuerpos tumbados encima de un sofá. Una botella de champán vacía y copas tiradas. La mujer, joven y rubia, muy maquillada, llevaba un minúsculo vestido de lentejuelas. Parecía borracha, allí tumbada, al lado de Damon, que estaba dormido. Al menos él llevaba todavía los vaqueros puestos.

     –Perdone –le dijo la rubia–, ¿quién cree que es?

     Elena se acercó, intentando no mirar el torso desnudo de Damon, y la levantó agarrándola del brazo.

     –¡Ay!

     La llevó hasta la puerta, donde dos doncellas esperaban nerviosas.

     –Chicas, acompañadla al autobús en cuanto haya recogido sus cosas y decidle a Matt que puede marcharse. Creo que ya está todo el mundo.

     Elena cerró la puerta de un golpe y suspiró profundamente. Luego se giró y vio que Damon no se había movido. Siempre había dormido como un tronco.

     Ella lo recorrió con la mirada y pensó que parecía un ángel caído del cielo, pero no lo era.

     Apretó la mandíbula para luchar contra el calor que la estaba invadiendo y fue al baño, donde encontró lo que estaba buscando. Luego rezó en silencio porque Stefan y Caroline la perdonasen por el daño que iba a hacerle a los muebles y le tiró un cubo lleno de agua helada a Damon.


     Damon pensó que lo estaban atacando y sus reflejos hicieron que se pusiese en pie de un salto antes de saber lo que pasaba.

     Sólo tardó un par de segundos en averiguarlo y, entonces, se relajó. Tenía a Elena delante con un cubo vacío en las manos y expresión beligerante en el rostro. Y Damon se sintió centrado, y no a la deriva, por primera vez desde que había llegado allí.

     Con el pelo recogido, sin maquillaje, vestida con camisa blanca, vaqueros y botas de montar, Elena aparentaba dieciocho años. Sus increíbles ojos azules brillaban como zafiros y tenía las mejillas sonrosadas. Era toda una belleza, en comparación con las mujeres que había intentado acaparar su atención durante los últimos días y Damon sintió asco al pensar en la que acababa de marcharse.

     Se había prometido a sí mismo de que se desharía de todos sus invitados al haberse dado cuenta de que había sido un error llevarlos allí, pero, a juzgar por la expresión de Elena, ésta se le había adelantado.

     –¿Cómo te atreves? –inquirió Elena enfadada–. ¿Cómo te atreves a volver aquí y a convertir este castillo en tu lugar de diversión particular? La pobre Caroline está destrozada. Y además del caos y la destrucción que has causado aquí, las constantes llegadas de amigos tuyos en helicóptero han estado asustando a los caballos.

     Damon la miró de pies a cabeza. No parecía arrepentido, ni siquiera parecía borracho. La estaba escrutando con la mirada.
     Se cruzó de brazos y le preguntó:

     –¿No vas a darme ni un beso de bienvenida?

     Elena dejó el cubo de agua en el suelo y le mantuvo la mirada a pesar de sentir ganas de huir.

     –Es evidente que Merkazad te parece demasiado aburrido, pero te sugiero que, si quieres divertirte, te marches con tus amigos a B’harani, hacia donde ellos van ya en autobús.

     Por un segundo, a Elena le pareció ver sonreír a Damon, pero sólo por un segundo. Y ella sintió todavía más ganas de huir. Se dio la media vuelta con la intención de salir de la habitación, pero él la agarró e hizo que volviese a mirarlo.

     –¿Adónde crees que vas?

     –¿Qué…?

     Damon sabía que debía dejarla marchar. Se había dicho a sí mismo que no debía perseguirla, pero después de verla, tan guapa, con aquel cuerpo curvilíneo, supo que no iba a poder resistirse.

     Damon arqueó una ceja.

     –Ya te he dicho que quiero que me saludes civilizadamente.

     Elena lo fulminó con la mirada y se maldijo por haber ido allí.

     –¿Para qué molestarme en saludar a alguien que ni siquiera es capaz de tratar su propia casa y a sus empleados con respeto?

     Los ojos de Damon también brillaron.

     –Exacto. Ésta es mi casa, y a ti te vendría bien recordarlo.

     –¿Quieres que recuerde cuál es mi lugar? ¿A eso te refieres, Damon? Hace mucho tiempo que no hace falta que nadie me recuerde que no formo parte de tu familia.

     Intentó zafarse de él, pero la estaba agarrando con demasiada fuerza, Damon la colocó justo delante de él y la miró a los ojos. Por supuesto que no era un miembro de su familia. A pesar de que Stefan la apreciaba mucho y de que sus padres la habían protegido, Elena siempre había sabido cuál era su lugar. Entonces, ¿por qué lo estaba provocando en esos momentos?

     –Sabes muy bien que no es eso lo que quería decir. Lo cierto es que ésta es mi casa y puedo hacer lo que desee en ella. Como jeque en funciones, no tengo que darle explicaciones a nadie.

     Elena levantó la barbilla y respondió:

     –Me tendrás que dar explicaciones a mí. Tal vez yo no sea jeque, pero aquí todo el mundo sabe quién está al mando, y ése no eres tú. Antes tienes que ganarte el respeto de la gente. Y yo no voy a quedarme de brazos cruzados, viendo como profanas el hogar de Stefan y Bonnie.

     Antes de que a Elena le diese tiempo a cuestionarse por qué tenía tantas ganas de provocarlo, sintió que estaban demasiado cerca y que, de repente, el olor único e intenso de Damon estaba embriagándola.

     –Como he dicho –comentó él en tono glacial–, ésta es mi casa tanto como la de Stefan, e invitaré a ella a quien quiera, cuando quiera.

     Incapaz de articular una respuesta y aturdida por la proximidad de Damon, Elena intentó de nuevo zafarse de él.

     Pero sólo consiguió que Damon la apoyase contra su duro pecho y entonces Elena lo oyó jurar entre dientes. De repente, la estaba abrazando por debajo de los pechos y la estaba llevando hacia el cuarto de baño. Ella pataleó, pero fue inútil. Estaba pegada a su cuerpo fuerte y mojado. Y era culpa suya.

     No le dio tiempo a protestar antes de llegar al baño. Damon la sujetó con un brazo mientras abría la ducha. Elena intentó soltarse, pero no pudo. El brazo de Damon era como una barra de acero y ella notó cómo se le deshacía la coleta.

     El baño estaba empezando a llenarse de vaho cuando por fin consiguió preguntarle:

     –¿Se puede saber qué estás haciendo? ¡Suéltame ahora mismo!

     Un segundo después, Damon se puso debajo de la ducha con ella a su lado y le contestó:
       
     –Te estoy tratando como me has tratado tú a mí, Su Excelencia.

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