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BIENVENIDOS A TOD@S A ESTE BLOG, ESPERO QUE DISFRUTÉIS LEYENDO LAS ADAPTACIONES DE CRÓNICAS VAMPÍRICAS.

COMO SABÉIS LOS PERSONAJES NO ME PERTENECEN Y LAS HISTORIAS QUE ADAPTARÉ TENDRÁN EL NOMBRE DE LA AUTORA AL FINAL DE CADA HISTORIA


GRACIAS

03 febrero 2014

Al azar Capitulo 08



Damon estiró los puños de su camisa y colocó en ellos sendos gemelos de ónice. Esa misma 

mañana, en el entrenamiento, había oído decir que Elena asistiría al banquete con Darby. Sentía 

curiosidad por ver cómo iría vestida; de negro, sin duda. Alzó las manos y colocó el último corchete 

en el cuello de su camisa blanca almidonada. No había hablado con ella desde el partido contra 

Vancouver. 

El segundo portero había jugado los dos últimos encuentros, dejando que Damon disfrutase de un 

merecido descanso, y no había tenido oportunidad de hablar con ella. No es que tuviese nada que 

decirle, pero le gustaba provocarla un poco para observar sus reacciones. Para ver si se reía o si 

entornaba los ojos y torcía la boca. O bien si podía conseguir que se ruborizase. 

Se abotonó los tirantes grises y se preguntó si Elena y Darby tendrían una auténtica cita. No lo 

creía posible. O, por decirlo de otro modo, no quería creerlo. Elena era una fiera y tenía ingenio a la 

hora de replicar, un cretino aficionado a los bolígrafos no era el tipo de hombre adecuado para ella. 

En particular, aquel cretino. No era un secreto que Darby se había opuesto al fichaje de Damon para los 

Vampires y que se toleraban el uno al otro porque no tenían más remedio que hacerlo. Según la 






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opinión de Damon, Darby Hogue era un pusilánime, en tanto que Elena tenía agallas. Suponía que eso 

era lo que le gustaba de ella. No se escondía ante la adversidad. La afrontaba. A pesar de su 

estatura. 

Damon cogió la pajarita negra y se colocó frente a los espejos de las puertas del armario. Al tercer 

intento hizo un nudo perfecto. Por lo general no le molestaba ponerse el esmoquin y asistir a 

banquetes, especialmente si se trataba de banquetes en honor de antiguos porteros, pero esa noche 

no tenía nada de habitual. Esa noche, su hermanita asistía al baile del instituto con un chico que 

tenía un piercing en la nariz. 

Damon cogió el reloj de la mesita de noche y se lo colocó en la muñeca mientras caminaba hacia la 

habitación de Bonnie. No pensaba salir de casa hasta que su acompañante fuese a buscarla. Sabía 

muy bien qué era lo que pasaba por la cabeza de un adolescente, y había pensado mirar a Zack a los 

ojos y hacerle saber que estaría en casa para cuando Bonnie regresase, esperándola. Tenía que estar 

ahí para apretar la mano de Zack un poco más fuerte de lo necesario y así hacerle entender que más 

le convenía que no se propasase con su hermana. Damon tal vez no fuese el mejor hermano del mundo; 

de hecho, no estaba ni a medio camino de serlo, pero protegería a Bonnie mientras viviese con él. 

Había decidido no hablar del tema del internado hasta después del baile. Ella se lo había pasado 

en grande eligiendo el vestido y los zapatos, por lo que no le había parecido el momento más 

adecuado para hablarle de eso. 

Damon llamó a la puerta de Bonnie, y cuando ella murmuró algo entró. Esperaba verla con el vestido 

de terciopelo negro con escote cuadrado, mangas abullonadas y pequeñas rosas bordadas. Se lo 

había enseñado el día anterior, y él pensó que era muy apropiado para una chica de su edad. Pero en 

lugar de estar vestida, se encontraba tumbada en la cama con el pijama puesto. Tenía el pelo 

recogido en una cola de caballo y lloraba desconsoladamente. 

–¿Por qué no estás preparada? Tu acompañante llegará dentro de unos minutos. 

–No va a venir. Anoche llamó y canceló nuestra cita. 

–¿Está enfermo? 

–Dijo que había olvidado que tenía cosas que hacer con su familia y que no podía llevarme. Pero 

es mentira. Ahora tiene novia y va a ir con ella. 

Damon sintió que la ira lo cegaba. Nadie dejaba plantada a su hermana ni la hacía llorar. 

–No puede hacer eso. –Damon entró en la habitación y se acercó a Bonnie–. ¿Dónde vive? Iré a 

hablar con él. Lo obligaré a llevarte. 

–¡No! –gritó ella, mortificada, y se sentó en el borde de la cama con los ojos muy abiertos 

mirando a Damon–. ¡Me moriría de vergüenza si lo hicieras! 

–De acuerdo, no lo obligaré a llevarte. –Damon pensó que tenía razón. Forzarlo habría resultado 

muy embarazoso para ella–. Me limitaré a ir a su casa y darle una buena patada en el trasero. 

Bonnie enarcó una ceja. 

–Es menor de edad. 

–Pues entonces le patearé el trasero a su padre. Alguien que cría a un hijo capaz de dejar tirada a 

una chica merece que le peguen una patada en el trasero. 

Damon estaba hablando en serio pero, por alguna razón, Bonnie se echó a reír. 

–¿Le darías una patada en el culo al señor Anderson por mí? 

–He dicho el trasero, no el culo. Y por supuesto que lo haría. –Se sentó junto a su hermana–. Y 






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si yo no pudiese hacer el trabajo, conozco a unos cuantos jugadores de hockey que le darían su 

merecido. 

–De eso no me cabe duda. 

Damon le cogió la mano y preguntó: 

–¿Por qué no me dijiste que había llamado para cancelar la cita? 

Ella parecía distante. 

–Pensé que no te importaría. 

Con la mano libre, la cogió por la barbilla para obligarla a mirarle. 

–¿Cómo puedes decir eso? Por supuesto que me importa. Eres mi hermana. 

Bonnie se encogió de hombros. 

–Pensé que los bailes y esa clase de cosas no te importaban. 

–Bueno, tal vez tengas razón. No me importan demasiado los bailes ni bailar. No fui a ningún 

baile de mi escuela porque... –Hizo una pausa, le dio un golpecito en el brazo con el codo y añadió–

: Era un bailarín horroroso. Pero me preocupo por ti. Me importas. 

Ella torció la boca ligeramente hacia abajo, como si no le creyese. 

–Eres mi hermana –insistió él, como si no hubiese nada más que explicar–. Te dije que siempre 

cuidaría de ti. 

–Lo sé. –Ella bajó la vista–. Pero cuidar e interesarse no son la misma cosa. 

–Para mí sí lo son, Bonnie. Yo no cuido de nadie que no me interese. 

Ella apartó su mano de la de Damon y se puso de pie. Se acercó a un tocador cubierto de pulseras, 

osos de peluche y un florero con cuatro rosas blancas secas. Damon sabía que aquellas rosas habían 

estado encima del ataúd de su madre. Ignoraba por qué las había cogido o las conservaba, pues la 

hacían llorar. 

–Sé que quieres enviarme lejos de aquí –dijo dándole la espalda. 

Vaya por Dios. ¿Cómo se había enterado? Sin embargo, eso no era lo importante. 

–Pensé que serías más feliz viviendo con chicas de tu edad en lugar de conmigo. 

–No mientas, Damon. Lo que quieres es deshacerte de mí. 

¿Era eso lo que quería? ¿Había sido la idea de librarse de ella lo que le había llevado a buscar un 

internado para Bonnie? Tal vez más de lo que estaba dispuesto a admitir. La culpa no tardó en hacer 

acto de presencia mientras se ponía en pie y caminaba hacia su hermana. 

–No quiero mentirte. –Puso una mano en el hombro de Bonnie y la hizo volverse hacia él–. Lo 

cierto es que no sé qué hacer contigo. No sé nada de chicas adolescentes, pero sé que no eres feliz. 

Quiero hacer lo que sea mejor para ti, pero no sé cómo hacerlo. 

–No soy feliz porque mi madre ha muerto –musitó ella–. Nada ni nadie puede cambiar eso. 

–Lo sé. 

–Y nadie me quiere. 

–Eh. –La agitó por los hombros–. Te quiero, y sabes que la tía Bonnie también te quiere. –En 

realidad, Bonnie sólo había dicho que Bonnie podía visitarla en verano, pero Bonnie no tenía por qué 

saber eso–. De hecho, intentó quedarse con tu custodia. Creo que tiene visiones en las que las dos 






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lleváis las mismas batas de estar por casa. 

Bonnie arrugó la nariz. 

–¿Y cómo es que yo nunca he sabido nada de eso? 

–En ese momento, ya tenías suficientes preocupaciones –repuso él de forma evasiva–. No me 

puso una demanda porque sabía que yo pagaría los mejores abogados. 

Bonnie frunció el entrecejo. 

–Bonnie vive en un complejo habitacional para jubilados. 

–Sí, pero de los buenos. Cada noche te prepararía su pudín de ciruelas especial. 

–¡Qué asco! 

Damon sonrió y consultó la hora. El banquete estaba a punto de empezar. 

–Tengo que irme –dijo, pero no podía pedirle que se quedase sola–. ¿Por qué no te pones tu 

vestido nuevo y te vienes conmigo? 

–¿Adonde? 

–A un banquete en el Space Needle. 

–¿Con gente mayor? 

–No tan mayor. Será divertido. 

–¿No tenías que irte ya? 

–Te esperaré. 

Ella se encogió de hombros. 

–No sé... 

–Venga. Habrá muchos periodistas, y tal vez saquen una foto tuya en el periódico luciendo bien 

guapa, y ese tipejo de Zack tenga que darse una patada a sí mismo en el culo. 

Bonnie rió. 

–Quieres decir trasero. 

–Eso es. Trasero. –Él la empujó hasta el armario–. Mete tu trasero en el vestido –le dijo mientras 

salía de la habitación y cerraba la puerta. Cogió la chaqueta del esmoquin y fue al salón a esperar. 

Como solían hacer todas las mujeres que conocía, se tomó su tiempo hasta estar lista. 

Damon se acercó al amplio ventanal y contempló la ciudad. La lluvia había cesado, pero las gotas 

resbalaban todavía por los cristales emborronando la imagen nocturna de Seattle, de los edificios 

más altos y de la bahía de Elliot al fondo. Se había quedado con aquel apartamento exclusivamente 

por las vistas, y si iba a la cocina o a su dormitorio, al otro lado del apartamento, podía salir al 

balcón, desde donde se tenía una perfecta panorámica del Space Needle y del norte de Seattle. 

Mirar a través de todas aquellas ventanas resultaba espectacular, pero Damon tenía que admitir que 

en aquel edificio nunca había llegado a sentirse en casa. Quizá se debía a la moderna arquitectura, o 

quizás a que nunca había vivido en un piso tan alto en una ciudad y eso le hacía sentir, en cierto 

sentido, como si estuviese en un hotel. Si abría las ventanas o salía al balcón, el sonido del tráfico 

llegaba hasta la decimonovena planta, lo que también le recordaba un hotel. A pesar de que Seattle, 

y todo lo que la ciudad podía ofrecer, estaba empezando a gustarle, a veces sentía una vaga 

sensación de nostalgia respecto a su hogar. 

Cuando por fin salió Bonnie de su habitación, llevaba un collar de diamantes de imitación y una 






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diadema a juego que mantenía el cabello apartado de su cara. Su cabello era bonito, pero el 

vestido... el vestido no le sentaba nada bien. Era unas dos tallas más pequeño. El terciopelo negro 

apretaba demasiado el pecho y las mangas le llegaban hasta la mitad de brazo. A pesar de que Bonnie 

solía usar camisetas grandes y sudaderas, sabía que no estaba rellenita. Pero en aquel vestido daba 

la impresión de ir embutida. 

–¿Qué tal me queda? –preguntó girando ante él. 

La costura que recorría la espalda del vestido se torcía hacia la izquierda en el trasero. 

–Estás preciosa. 

De los hombros hacia arriba, estaba muy guapa. Su sombra de ojos plateada, sin embargo, era 

un tanto extraña, reluciente como la brillantina qué él utilizaba en el instituto. 

–¿De qué talla es ese vestido? –preguntó Damon y, por la reacción del Bonnie, se dio cuenta 

inmediatamente de su error. 

Sabía que no resultaba adecuado preguntarle a una mujer por la talla de su vestido. Pero Bonnie 

no era una mujer. Era una muchacha y, además, era su hermana. 

–¿Por qué? 

Él le ayudó a ponerse el abrigo de lana. 

–Siempre llevas camisas holgadas y pantalones, y no sé cuál es tu talla –improvisó. 

–Oh, es un cero. ¿Puedes creer que quepa en una cero? 

–No. La cero no es ni siquiera una talla. Si tienes una cero, deberías engordar, tendrías que 

comer más patatas asadas y carne. Acompañadas con algo de salsa. 

Ella rió, pero él no estaba bromeando. 

El trayecto hasta el Space Needle fue breve, pero cuando Damon le entregó las llaves del Land 

Cruiser al aparcacoches, advirtió que llegaban con más de una hora de retraso. El restaurante 

Skyline se alzaba a treinta metros de altura dentro de la estructura de la torre. Ofrecía una visión 

panorámica de la ciudad de trescientos sesenta grados, y Damon y Bonnie llegaron justo cuando la cosa 

empezaba a animarse. Al salir del ascensor, un muro de ruido, formado por la combinación de 

centenares de voces, el golpeteo de los platos y el trío de músicos fue a su encuentro. Un mar de 

esmóquines negros y brillantes vestidos fluía dentro de aquella estancia a media luz. Damon ya había 

asistido a eventos similares. No en aquel lugar, no en una ocasión tan especial, pero sí a centenares 

de otros banquetes desde que empezó a jugar en la NHL. 

Cuando Damon fue a dejar el abrigo de Bonnie en la guardarropía, se encontró con Sutter, Fish y 

Grizzell y se los presentó a su hermana. Le hicieron preguntas sobre la escuela, y cuanto más le 

hablaban, más se ocultaba ella tras Damon, hasta que sólo medio cuerpo quedó visible. Damon no sabía si 

se sentía intimidada o sólo era cuestión de vergüenza. 

–¿Has visto a Tiburoncito? –preguntó Fish. 

–¿A Elena? No, no la he visto. ¿Por qué? –Hizo una pausa y preguntó–: ¿Dónde está? 

Fish estiró uno de los dedos con los que sujetaba su copa y señaló hacia una mujer que se 

hallaba a unos cuantos metros de distancia, de espaldas a Damon. Le caían unos cortos rizos oscuros 

por la nuca. Llevaba un vestido con la espalda descubierta y sin mangas, de un rojo profundo, y una 

fina cadena de oro pendía entre sus omoplatos, atrayendo la luz y lanzando reflejos dorados por su 

blanca piel. El vestido se ceñía a sus caderas y a su trasero y caía hasta las pantorrillas. Calzaba un 

par de zapatos rojos con un tacón de unos ocho centímetros. Estaba hablando con otras dos mujeres. 

Reconoció a una de ellas, pues se trataba de Mae, la esposa de Hugh Miner. La última vez que la 






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había visto, en septiembre, exhibía un embarazo de nueve meses. La otra mujer le resultaba 

vagamente familiar, y se preguntó si no la había visto en algún ejemplar de Playboy. Ninguna de 

aquellas mujeres parecía Elena. 

–¿Quién es la mujer que viste de negro? –preguntó, refiriéndose a la del centro. 

–Es la esposa de Kowalsky. 

Se volvió hacia sus compañeros. Ya sabía por qué le resultaba familiar. Una fotografía de ella 

junto a John colgaba de la pared del despacho del entrenador Nystrom. 

–¿Ha venido Kowalsky? 

John Kowalsky, una leyenda del hockey, había sido el capitán de los Vampires hasta su retirada. 

Kowalsky había sido famoso por sus disparos a puerta, que alcanzaban los ciento cincuenta 

kilómetros por hora. No había portero que quisiese verse cara a cara con el Muro. 

Damon recorrió el local con la mirada hasta que vio a Hugh y a John entre un grupo de directivos. 

Todos reían de algo, por lo que la atención de Damon volvió a centrarse en la mujer de rojo. Se recreó 

en su suave espalda y en su cuello hasta llegar a los oscuros rizos de su pelo. Fish estaba 

equivocado. Elena hubiese ido vestida de negro o gris, y el pelo le llegaba por los hombros. . 

Damon se estaba desabrochando el botón superior de la chaqueta cuando observó que Darby Hogue 

se aproximaba a la mujer y le decía algo al oído. Ella volvió el rostro y Damon pudo apreciar su perfil. 

Se quedó helado. El ángel de la oscuridad y la muerte no vestía de negro aquella noche, y se había 

cortado el pelo. 

–Hay alguien más a quien quiero presentarte –le dijo a Bonnie. 

Empezaron a caminar entre los invitados, pero Bekah Brummet, la reina de la belleza de casi 

metro ochenta, y amiga ocasional, los detuvo. Damon la había conocido en una gala benéfica el verano 

anterior, y a las pocas horas descubrió tres cosas fundamentales de ella: le gustaban el vino blanco y 

los hombres adinerados y era rubia natural. No habían vuelto a verse desde que Bonnie se había ido a 

vivir con él. 

Se saludaron con rapidez y Damon volvió a mirar a Elena. Ella reía de algo que Darby le había 

dicho, aunque Damon era incapaz de imaginar que aquel pequeño capullo fuera capaz de decir algo 

remotamente divertido. 

–No te veía desde hacía tiempo –dijo Bekah mirando también a Elena. 

Bekah estaba tan radiante como siempre con un vestido de seda corto y escotado. En la vida de 

Damon había habido muchas mujeres como Bekah. Mujeres hermosas que querían estar con él porque 

era Damon Salvatore, un famoso portero de hockey. Algunas de ellas se habían convertido en amigas, 

otras no. Nunca le había molestado aprovecharse de lo que ellas le ofrecían con total alegría. Pero 

en aquel momento se encontraba con su hermana, que estaba enfundada en un vestido que no le 

sentaba bien, y que se ocultaba tras él, y no tenía la intención de hacerla partícipe de esa parte de su 

vida. 

–He estado mucho tiempo fuera de la ciudad. –Apoyó la mano en la espalda de Bonnie–. Me ha 

encantado verte –añadió dejando atrás a Bekah. 

Empujó a su hermana mientras se alejaban antes de que pudiese suponer el tipo de relación que 

le unía a Bekah. No quería que Bonnie pensase ni por un segundo que el sexo esporádico estaba bien. 

Quería que supiese que ella merecía algo más. Y sí, sabía que eso lo convertía en un hipócrita, pero 

no le importaba. 

–Elena –dijo mientras se acercaba a ella. 






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Elena miró por encima del hombro y uno de sus blandos rizos cayó sobre su frente. Lo apartó de 

su cara y sonrió. El pelo corto la hacía parecer más joven y bonita. Damon no pudo evitar 

corresponderle con otra sonrisa. Su nuevo peinado destacaba sus ojos verdes, y el maquillaje le 

proporcionaba un toque sexy. Llevaba los labios pintados de rojo oscuro, el color favorito de Damon. 

Tal vez por ello éste tuvo la impresión de que la temperatura del lugar había subido un par de 

grados, por lo que acabó de desabotonarse la chaqueta. 

–Hola, Damon. –Su voz también parecía más sexy. 

–Salvatore –dijo Darby. 

–Hogue –Sin apartar la mano de la espalda de Bonnie, Damon la obligó a permanecer a su lado–. 

Ella es mi acompañante, Bonnie –dijo. Elena la miró de reojo, con expresión de pensar que podían 

arrestarlo por algo así, pero él añadió–: Bonnie es mi hermana. 

–Ah, entonces me retracto de lo que estaba pensando de ti. –Elena estrechó la mano de la 

muchacha con una amplia sonrisa–. Me gusta tu vestido. El negro es mi color favorito. 

Damon supuso que, en gran medida, no era sino un cumplido. 

–¿Te han presentado a Mae Miner y a Georgeanne Kowalsky? –preguntó Elena apartándose 

ligeramente para abarcar un círculo más amplio que incluyese a Damon y a Bonnie. 

Damon miró a la mujer de Hugh, una rubia bajita de grandes ojos pardos escasamente maquillada. 

Era una chica natural. Como Elena. Excepto esa noche. Esta vez, Elena se había pintado los labios. 

Damon dio la mano a ambas mujeres, después dijo: 

–Conocí a Mae en septiembre. 

–Sí, cuando estaba de nueve meses. –Mae hurgó en su pequeño bolso negro y sacó una foto–. 

Éste es Nathan. 

Georgeanne sacó sus propias fotografías. 

–Ésta es Lexie cuando tenía diez años, y ésta es su hermana pequeña, Olivia. 

A Damon no le importaba mirar fotografías de niños sin ironía alguna, pero se preguntaba una y 

otra vez por qué los padres daban por sentado que él quería verlas. 

–Son unos niños preciosos. 

Miró las fotografías una última vez y se las devolvió a sus dueñas. 

La conversación se centró en los discursos que se había perdido por llegar tarde, circunstancia 

que aprovechó para observar con detalle el vestido de Elena. El escote apenas cubría la totalidad de 

sus pequeños senos. Damon hubiese apostado a que bajando un poquito las tiras de los hombros se le 

vería todo. Hacía calor allí, y sin embargo sus pezones señalaban hacia el frente como si estuviesen 

congelados. 

–Damon –dijo Bonnie. Damon apartó su atención del vestido de Elena y miró a su hermana por encima 

del hombro–. ¿Sabes dónde están los servicios? –agregó la muchacha. 

–Yo sí –se adelantó Elena–. Sígueme. Te acompaño. –Con aquellos zapatos de tacón, era casi tan 

alta como Bonnie–. De camino, podrías explicarme todos los oscuros secretos de tu hermano –añadió 

mientras se alejaban. 

Damon se dijo que estaba a salvo, pues Bonnie no conocía ninguno de sus secretos, ya fuesen 

oscuros o de cualquier otro tipo. Las dos desaparecieron entre la multitud, y cuando él se volvió, 

Mae y Georgeanne se excusaron y le dejaron a solas con Darby, que dijo: 

–He observado el modo en que miras a Elena. No es tu tipo. 






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Damon se abrió la chaqueta y metió una mano en el bolsillo. 

–¿Y cuál es mi tipo de mujer? –preguntó. 

–Las conejitas patinadoras. 

A Damon nunca le habían atraído las «conejitas patinadoras», como llamaban a las mujeres que 

solían ir tras los jugadores de hockey, y además no estaba seguro de preferir ya ningún tipo de 

mujer por encima del resto. Al menos desde que podía mirar a Elena Gilbert y preguntarse cómo 

reaccionaría si la metiese en un reservado y le besase aquellos rojos labios suyos; si acariciara su 

espalda y deslizara las manos hasta abarcar sus pequeños pechos. Por descontado, nunca lo haría. 

No con Elena. 

–¿Y eso a ti qué te importa? 

–Elena y yo somos amigos. 

–¿No fuiste tú el que me pidió que hablase con ella para que volviese a aceptar el trabajo? 

–Eso eran cosas de negocios. Si te lías con ella, podrías hacerle perder el trabajo. De forma 

definitiva. Me cabrearía mucho que le hicieses daño. 

–¿Me estás amenazando? 

Damon miró de frente el pálido rostro de Darby y casi llegó a sentir respeto por él. 

–Sí. 

Damon sonrió. Tal vez Darby no fuese el gilipollas que él siempre había creído que era. El trío 

empezó a tocar y Damon se alejó de allí. La música y el parloteo general eran casi ensordecedores, y él 

se dirigió hacia el hombre del momento, Hugh Miner. John Kowalsky estaba a su lado y hablaban 

de hockey, debatiendo acerca de las posibilidades que tenían los Vampires de ganar la liga ese año. 

–Si las lesiones respetan al equipo, tendremos buenas opciones de llevarnos la Stanley Cup –

predijo Hugh. 

–Un buen tirador tampoco nos iría mal –apuntó el Muro. 

La conversación derivó hacia sus respectivas ocupaciones tras dejar el hockey, y Hugh sacó su 

billetera del bolsillo trasero de sus pantalones y la abrió. 

–Éste es Nathan. 

Damon no se molestó en decirle que ya había visto esa fotografía. 

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