Capítulo
6
Tras
enviar a la señora Gilbert a su habitación para empezar a preparar listas de lo
que necesitarían para fundar la escuela, Damon se sirvió otra copa de vino y se
sentó en la silla tras su escritorio.
Aunque
ella parecía creer que bromeaba, él no exageraba al decir que lamentaba
profundamente haberse comportado así con ella. Primero porque, al estar cerca
de ella se había sentido consumido por un deseo tan intenso que, incluso
después de ver el miedo en su cara, había tenido que hacer un esfuerzo por
apartarse.
Una
certeza bastante inquietante para alguien que siempre se había tenido por una
persona impecablemente honrada. ¡La lujuria podía convertirlo a uno en un
tonto!
Incluso
en aquel momento, mientras lo pensaba, las manos le temblaban violentamente a
causa de sus emociones confusas. Se había sentido como un verdadero bruto por
asustar a la señora Gilbert, incluso aunque la deseara tanto.
Respiró
profundamente. Al menos se había resistido. No era que la deseara menos, pero
si alguna vez sentía los labios aterciopelados de la señora Gilbert sobre los
suyos, sería porque ella lo deseara tanto como él.
Hecho
bastante improbable, dado que acababa de ser atacada por su anterior jefe.
Aunque
no estaba muy orgulloso de su comportamiento en el ámbito de la seducción, se
complacía de haberla convencido para fundar la escuela. Aunque, como ella
sospechaba, él no había planeado aún construir una en Blenhem Hill, creía
firmemente en el valor de la educación. Había visto de primera mano los buenos
resultados que le había reportado tras fundar una escuela en su propiedad de
Kent.
Aunque
había descubierto que emprender una empresa semejante no era tan fácil como
pudiera parecer. Encontrar un emplazamiento y muebles era el menor de los
problemas. Algunos individuos de mentalidad retrógrada, tanto miembros de la
burguesía como labradores acomodados, no creían que un niño de granja tuviera
necesidad de aprender a leer, o de cualquier cosa que lo apartara de los
campos.
Era
un proyecto en el que tendría que trabajar con ella, tanto para acondicionar un
edificio como para persuadir a los habitantes de permitir a sus hijos asistir.
La idea de colaborar tan de cerca con ella le resultaba de lo más atractiva.
También
se sentía satisfecho por haber encontrado la manera de evitar que la señora Gilbert
se marchase de Blenhem Hill sin trabajo. Si no en Hazelwick, casi seguramente
en algún punto del camino hacia Londres algún canalla sin escrúpulos la habría
engañado o forzado para acabar haciendo lo que lord Lookbood había esperado de
ella.
Damon
apretó los labios. Si alguna vez se encontraba con su anterior jefe, se
aseguraría de que recibiera su merecido. Ninguna mujer debía ser acosada, sin
importar su estatus, pero que una persona con título abusara de su riqueza y de
su poder de esa manera le resultaba enervante. Un hombre así debería ser
aplastado como un gusano en una mazorca de maíz.
¡Su
idea de presentarse como el sencillo «señor Salvatore» había resultado ser
providencial! Si la señora Gilbert lo hubiera conocido como «sir Damon, dueño
de la finca», probablemente habría rechazado quedarse en la mansión. No sólo lo
habría considerado inapropiado, sino que obviamente en aquel momento no tenía
en muy alta estima a los caballeros con título.
Por
supuesto, él sabía la verdad y no era en realidad apropiado. Pero le había
sorprendido la fuerza de su deseo por hacer que se quedara, no sólo para que
estuviera protegida de posibles acosadores; ni siquiera porque la deseara.
Simplemente
le gustaba. Cuando pensaba en lo aterrador que debía de haber sido para ella
encontrarse sola, sin dinero y sin un lugar al que ir, no podía evitar admirar
su coraje, ¡caminar tantos kilómetros sola bajo la lluvia!
Se
rió al recordar sus respuestas cortantes al darse cuenta de que no había
intentado seducirla realmente. Era descarada y tenía valor. Estaba deseando
descubrir más sobre su carácter.
Aunque
se arrepintió al recordar su declaración sobre ser sinceros el uno con el otro.
Le había proporcionado la oportunidad perfecta para confesar que no era quien
aparentaba ser. Pero, aunque estaba seguro de que ella no tenía nada que ver
con el ataque en la carretera, aún no había pensado cómo averiguar la verdad sobre
el incidente. Sus razones para seguir siendo el sencillo «señor Salvatore»
continuaban siendo tan apremiantes como al principio.
Y
tampoco le había contado la verdad sobre su hermano ni había defendido a Tyler
de sus ataques verbales. Claro que el «señor Salvatore» no tenía por qué
conocer tan íntimamente a un marqués como para defenderlo. Alterada como estaba
ya la señora Gilbert, no creía que hubiese resultado considerado por su parte
hablar mal del hermano al que obviamente admiraba. Además, teniendo en cuenta
sus recuerdos de Gilbert, era poco probable que hubiese creído una palabra de
su testimonio.
En
efecto, ella había observado lo bien cuidada que estaba la casa. Habiéndose
criado en una parroquia, no en una finca agrícola, probablemente no advertiría
las pésimas condiciones en que se encontraban los campos, pero, cuando
recorrieran la finca en busca de un lugar donde levantar la escuela, sin duda
observaría el contraste entre el confort de la casa y la pobreza de los
arrendatarios.
Con
el tiempo y un poco de atención, no le haría falta desprestigiar a su hermano;
ella misma se daría cuenta de las razones que habían llevado al despido de Gilbert.
Sonrió
al recordar su mirada decidida al abandonar la habitación para ir a preparar
sus listas, levantó la copa y brindó una vez más por la nueva maestra de la
escuela de Blenhem Hill. Estaba deseando cruzar palabras con ella cada día en
el desayuno o en la cena, cabalgar juntos por la finca mientras planeaban la
creación de la escuela y reclutaban alumnos. Aunque mientras lo hicieran,
tendría que mantener su lujuria bajo control; a no ser que la propia señora Gilbert
decidiera dejarse llevar.
—Por
vos, mi intrépida señora Gilbert —dijo antes de apurar su copa.
Quince
días después, ataviada con uno de los voluminosos delantales de la cocinera
para proteger su vestido más viejo, Elena se encontraba limpiando el interior
de una de las casas de piedra. Situada junto al camino que conducía a
Hazelwick, pegada al pueblo y a la vez accesible para casi todas las granjas de
la finca, sería, según el señor Salvatore, el mejor enclave para la nueva
escuela.
Fuera,
algunos obreros del pueblo se encontraban recogiendo paja para reparar el
tejado. Al día siguiente, o al otro, llegarían los albañiles para comenzar a
reparar las paredes. Además, en cuanto terminaran el trabajo en el proyecto de
la hilandería que el señor Salvatore estaba dirigiendo, los carpinteros de la
finca irían allí para empezar a construir puertas, marcos para las ventanas,
pupitres y bancos para la escuela.
Se
limpió las manos en el delantal y miró al cielo. A juzgar por la posición del
sol, debía de ser más de mediodía. La cocinera le había preparado una cesta con
jamón, pan y queso para mantenerse durante el día. Aunque estaba hambrienta,
había pospuesto el momento de abrirla con la esperanza de que el señor Salvatore
hiciese una pausa en su trabajo y fuese a comer con ella, como había hecho los
dos últimos días.
De lo contrario, apenas lo veía durante el día, pues se
pasaba las horas cabalgando por la finca con el antiguo gerente, el viejo señor
Martin, viendo las necesidades de los arrendatarios y preparando los campos
para la plantación de primavera. Tras completar sus listas de preparativos, Elena
había pasado dos días leyendo libros que él le había prestado. Tras ver el
edificio que el señor Salvatore había seleccionado para albergar la escuela, le
había pedido que le dejase ir y comenzar a limpiarlo. No estaba acostumbrada a
ser perezosa, le había dicho, y no le daba miedo un poco de trabajo duro.
Implicarse
activamente en el proyecto también le daba algo de lo que hablar con él durante
el desayuno y la cena. Aunque el señor Salvatore estaba siempre dispuesto a
alentarla a hablar, pues la expresión de su cara mientras la escuchaba siempre
hacía parecer que el tema del que ella estuviese hablando era el asunto más
fascinante del mundo.
Tras
pasar un año sólo con niños y doncellas con las que hablar, Elena había
resultado fácil de alentar, sobre todo por un caballero tan atractivo y atento
como él. Tras poco más de una semana, lo sabía casi todo sobre ella, desde su
nacimiento hasta su viaje a la India. Dado que él nunca había salido de
Inglaterra, se había mostrado especialmente interesado en saber todos los
detalles sobre la gente, la cultura y los acontecimientos de aquel lejano país.
Habían pasado cada noche en el salón, después de cenar, mientras ella contaba
historias de su vida cotidiana allí, intercaladas con las fábulas y leyendas
sobre el país en el que su marido y su padre habían servido, y al que había
llegado a amar.
Ese
sutil y sensual algo que fluía entre ellos cada vez que estaban juntos sin duda
jugaba también un papel importante en su deseo de quedarse después de la cena.
Estar con él hacía que se diese cuenta de lo mucho que había extrañado la
compañía de un hombre. Disfrutaba sólo con oír su voz profunda, con observar el
poder de su cuerpo.
En
varias ocasiones se había descubierto a sí misma mirando sus labios o
preguntándose cómo sería su torso bajo la ropa. Por fortuna, aunque notaba que
él también la encontraba atractiva, la trataba con tal respeto que ella no
temía que pudiera interpretar su apreciación como una invitación que aún no
estaba segura de desear hacer.
Admiraba
su inteligencia así como su físico, y había intentado hacer que le hablara de
su propia vida. Sin embargo, se había mostrado reticente y había esquivado sus
preguntas con respuestas no comprometedoras. Dado que ella no quería cotillear,
había decidido no preguntar más. Tal vez hubiera sufrido algún tipo de desengaño
del que no quisiera hablar. Lo cual le producía más curiosidad y admiración,
pues, si la vida lo había tratado mal, él había salido de la experiencia con su
optimismo, su amabilidad y su cortesía intactos.
Sólo cuando le preguntaba por
su trabajo en la finca se le iluminaban los ojos y su cara cambiaba. Aunque
ella no sabía nada sobre llevar una granja, le encantaba escuchar mientras él
hablaba de sus planes para mejorar las cosechas y cambiar las técnicas de
plantación, y para trabajar con los arrendatarios y ayudarlos a reconstruir sus
casas. Luego estaba el proyecto de la hilandería, que daría trabajo extra a los
granjeros o a aquéllos de sus familias que prefiriesen trabajar en otra parte
que no fuera el campo. A medida que pasaban los días, Elena había comenzado a
observar detalles sobre el campo y sobre los trabajadores que nunca antes había
advertido.
A
juzgar por lo que decía el señor Salvatore y lo que ella misma había observado,
parecía que los arrendatarios estaban muy descontentos, pues las casas estaban
en malas condiciones y los campos descuidados. Se le ocurrió que tal vez Matt
no hubiera hecho tan buen trabajo en la gerencia como ella había imaginado,
aunque aún no estaba dispuesta a excusar a lord Englemere por haberlo
despedido.
Estaba
transportando otro cargamento de madera podrida cuando por encima del hombro
vio la figura de un hombre que se aproximaba desde detrás de la casa.
Aunque
no había oído al caballo acercarse, debía de ser el señor Salvatore.
Dejó
la madera en el suelo, se limpió las manos en el delantal y rápidamente se
recogió los mechones sueltos debajo del gorro antes de darse la vuelta para
saludarlo con una sonrisa en los labios.
Vio
inmediatamente que aquel hombre delgado y desgarbado que cojeaba hacia ella no
era el gerente de Blenhem Hill. Su decepción se transformó en compasión al
darse cuenta de que, además de la cojera, al recién llegado le faltaba un
brazo.
A
medida que se aproximaban, se quitó el sombrero con la mano que le quedaba,
aunque a ésa también le faltaba un pulgar.
—Perdonad,
señora. Tanner, el albañil del pueblo, me dijo que estaban construyendo una
nueva escuela aquí. ¿Seréis vos la maestra?
—Sí,
así es —contestó ella—. ¿En qué puedo ayudaros?
—Si
no os importa, me gustaría pediros que escribierais una carta por mí. Como
podéis imaginar, mi caligrafía no es lo que solía ser.
—Será
un honor, ¿estuvisteis en el ejército? Mi marido sirvió con los Penrith Rifles
en la India.
—¿Era
un hombre de rifle? —preguntó el hombre con la mirada iluminada—. Mi unidad era
la 95. Luché con ellos por toda la península y luego en Waterloo. Sargento
Jesse Russell, señora.
—Es
un placer conoceros, sargento —dijo Elena con una reverencia—. Yo soy la señora
Gilbert. Me encantaría escribir una misiva para vos, pero me temo que no tengo
papel ni tinta aquí. Si queréis acompañarme a la mansión de Blenhem Hill,
podría hacerlo allí.
—¿Vivís
en la mansión?
—Me
ofrecieron el alojamiento como parte de las condiciones de trabajo, dado que
aún no hay alojamiento adecuado aquí en la escuela.
—Es
normal que os ofrezcan alojamiento —dijo él, como si hubiera notado su actitud
defensiva—. Sólo me sorprende, eso es todo. No pensé que el altivo dueño de la
finca se preocupase por hospedar a una maestra de escuela.
Elena
sonrió, pues compartía secretamente esa opinión.
—De
hecho, fue el gerente de la finca el que se ofreció a alojarme.
—¿El
señor Salvatore? Tanner me ha contado cosas buenas sobre él. Parece conocer la
tierra y cómo trabajarla.
—Se
preocupa mucho por la gente que trabaja en el campo —respondió ella—. Fue idea
suya construir la escuela.
—Es
bueno que alguien piense en el bienestar de la gente —murmuró el sargento—.
Pero no, señora, no es necesario usar vuestras cosas. He traído papel, tinta y
pluma conmigo —señaló la bolsa de cuero que llevaba colgada del hombro sano—.
Si tenéis tiempo, podríamos escribir la carta ahora.
Aunque
algo extrañada de que un sargento del ejército llevara consigo instrumentos de
escritura, Elena asintió.
—Busquemos
algo sobre lo que escribir. Hay un banco en la casa, pero dentro está demasiado
oscuro para escribir adecuadamente.
—Iré
a buscarlo, señora —dijo el sargento Russell—. No puedo llevar un rifle al
hombro ni escribir, pero no soy totalmente inútil.
—Claro
que no —dijo ella suavemente.
Mientras
el sargento sacaba el banco de la escuela, ella sacó la pluma, el papel, la
tinta y un cuchillo de su bolsa.
Cuando
todo estuvo preparado, levantó la cabeza y lo miró.
—Podéis
empezar.
—La
carta es para lord Evers de Eversly Park, Dorset —dijo él.
Milord,
Como
ya os informé previamente, siendo incapaz de desempeñar el puesto de secretario
que me habíais prometido al abandonar el ejército, os escribo para pediros un
adelanto del dinero para el viaje a América. Pienso devolvéroslo en este año,
con el interés que estiméis oportuno. Por favor, respondedme a la posada El
ciervo y la liebre, en el pueblo de Hazelwick. Atentamente vuestro, Jesse
Russell.
Mientras
él observaba, ella escribía cuidadosamente la nota.
—¿Ibais
a trabajar como secretario de lord Evers? Debéis de tener una buena educación.
—Mis
padres eran arrendatarios de una pequeña finca; tejedores de Nottingham.
Ganaban mucho dinero, cuando la artesanía de Nottingham era famosa en toda
Inglaterra. A mí no me interesaba el negocio, quería algo diferente. Así que me
enviaron a la escuela. Uno de los señores me recomendó a lord Evers. De no
haber sido por un lancero polaco en Waterloo, habría tenido un buen trabajo.
Pero nadie en Inglaterra quiere a un antiguo soldado lisiado.
—Lo
siento mucho —dijo ella—. ¡Pero América! ¿A vuestra familia no le preocupa que
os vayáis tan lejos?
—En
parte quiero irme para ayudarlos. Hace unos años, unos hombres adinerados
vinieron a Nottingham y establecieron fábricas con telares mecánicos que
cualquier tonto sin formación pudiera manejar. Aunque la calidad de su trabajo
era mayor que la de los telares automáticos, mi familia ya no podía vender
suficiente para mantener el negocio. Tuvieron que trabajar para el dueño de la
fábrica por una miseria y perdieron su independencia. Finalmente vendieron su
casa, pero aun así apenas pueden mantener a la familia. Yo quiero algo mejor
para mí que trabajar en una fábrica, pero incluso aunque hubiera tierras, casi
todos los granjeros de por aquí apenas ganan suficiente para pagar sus
alquileres. América ofrece un nuevo comienzo, «donde cada hombre tiene un voto
y la tierra es la granja del pueblo». Como debería ser. No como aquí, donde los
nobles lo controlan todo y siempre lo harán; hasta que los echen por la fuerza.
Antes
de que Elena pudiera decidir qué contestar, la expresión sombría del sargento
se tornó afable y volvió a sonreír.
—Gracias,
señora. Aquí tenéis una moneda por vuestros esfuerzos —dijo mientras sacaba la
moneda del bolsillo.
—Cielos,
no. ¡No puedo aceptar vuestro dinero! —protestó ella—. Mi marido también era
soldado, recordad.
—Tenéis
buena letra —dijo él mientras inspeccionaba el documento finalizado—.Apuesto a
que vuestro hombre estará deseando leer vuestras cartas. Está en la India,
¿verdad?
De
pronto un sentimiento de tristeza la inundó, como ocurría siempre que pensaba
en Jeremy.
—Mi
marido murió hace ya varios años —contestó.
—Perdonad,
señora. Siento mucho vuestra pérdida. Ahora volveré al pueblo, pero si necesito
más cartas, ¿estaríais dispuesta a escribirlas?
—Sería
un privilegio ayudar a un hombre que ha servido a la nación con la valentía con
que lo habéis hecho, sargento Russell —respondió Elena.
—Gracias,
señora, pero yo no soy mejor que los demás hombres que sirvieron conmigo, y a
los que ahora no les va mejor que a mí. Tened un buen día, y mucha suerte con
la escuela.
—Buenos
días, sargento Russell.
Observó
cómo regresaba en dirección a Hazelwick. Viviendo como había vivido los últimos
diez años, primero en la India, luego en Londres y después en un remoto rincón
de Hampshire, apenas sabía nada sobre confección de ropa y fabricas. Aparte de
lo que había visto en Blenhem Hill, tampoco sabía mucho sobre agricultura.
Recordaba haber leído algo en los periódicos de Londres sobre la inquietud y la
amenaza de violencia. Esas cosas allí seguro que no ocurrían.
Aun
así, si hombres valerosos como el sargento Russell eran dados de lado y
relegados a sentirse inútiles, si trabajadores honrados eran obligados a vender
sus pequeños negocios y sus tierras, incluso alguien tan poco enterada sobre la
política de la nación como ella podría ver lo peligrosa que podía llegar a ser
la situación.
Angustiada,
regresó a la escuela. Aunque no tenía demasiado apetito como para comer sola,
tenía que hacer un esfuerzo por consumir sus provisiones, a no ser que quisiera
ofender a la cocinera. Estaba vaciando la cesta cuando oyó a un jinete
acercarse.
Se
apresuró a asomarse por la puerta y su preocupación se esfumó al comprobar que
en esa ocasión el caballero que se aproximaba a la casa sí era el señor Salvatore.
Observó
cómo cabalgaba, agarrando las riendas con fuerza y controlando al caballo con
sus muslos poderosos. De pronto se le ocurrió de qué otras maneras podría
utilizar aquellas caderas y aquellos muslos.
Las
imágenes se sucedieron en su mente: una habitación en penumbra; un hombre
fuerte, moreno y de hombros anchos, mirándola con los ojos encendidos de deseo;
su amante susurrándole palabras dulces al oído mientras la penetraba. Un
escalofrío recorrió su cuerpo.
Siempre
le habían dicho que una viuda enterraba sus deseos sexuales junto a su marido
y, durante dos años, había creído que era así. Pero, a medida que iba
conociendo al señor Salvatore, a Elena le sorprendía menos descubrir que su
cuerpo demostraba que aquellos deseos no se habían perdido para siempre. Era
como si hubieran estado aletargados… esperando, tal vez, a que el hombre
adecuado los despertara.
¡Qué
desconcertante e inconveniente resultaba que el despertar su hubiese producido
en aquel momento!
Pero, mientras le devolvía la sonrisa, una voz perversa en su cabeza le susurró que tal vez aquél fuera el momento más conveniente… y el señor Salvatore el hombre perfecto para tamaña misión.
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