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COMO SABÉIS LOS PERSONAJES NO ME PERTENECEN Y LAS HISTORIAS QUE ADAPTARÉ TENDRÁN EL NOMBRE DE LA AUTORA AL FINAL DE CADA HISTORIA


GRACIAS

06 mayo 2013

En tus brazos Capitulo 06


Capítulo 6

Tras enviar a la señora Gilbert a su habitación para empezar a preparar listas de lo que necesitarían para fundar la escuela, Damon se sirvió otra copa de vino y se sentó en la silla tras su escritorio.

Aunque ella parecía creer que bromeaba, él no exageraba al decir que lamentaba profundamente haberse comportado así con ella. Primero porque, al estar cerca de ella se había sentido consumido por un deseo tan intenso que, incluso después de ver el miedo en su cara, había tenido que hacer un esfuerzo por apartarse.


Una certeza bastante inquietante para alguien que siempre se había tenido por una persona impecablemente honrada. ¡La lujuria podía convertirlo a uno en un tonto!

Incluso en aquel momento, mientras lo pensaba, las manos le temblaban violentamente a causa de sus emociones confusas. Se había sentido como un verdadero bruto por asustar a la señora Gilbert, incluso aunque la deseara tanto.

Respiró profundamente. Al menos se había resistido. No era que la deseara menos, pero si alguna vez sentía los labios aterciopelados de la señora Gilbert sobre los suyos, sería porque ella lo deseara tanto como él.
Hecho bastante improbable, dado que acababa de ser atacada por su anterior jefe.
Aunque no estaba muy orgulloso de su comportamiento en el ámbito de la seducción, se complacía de haberla convencido para fundar la escuela. Aunque, como ella sospechaba, él no había planeado aún construir una en Blenhem Hill, creía firmemente en el valor de la educación. Había visto de primera mano los buenos resultados que le había reportado tras fundar una escuela en su propiedad de Kent.

Aunque había descubierto que emprender una empresa semejante no era tan fácil como pudiera parecer. Encontrar un emplazamiento y muebles era el menor de los problemas. Algunos individuos de mentalidad retrógrada, tanto miembros de la burguesía como labradores acomodados, no creían que un niño de granja tuviera necesidad de aprender a leer, o de cualquier cosa que lo apartara de los campos.

Era un proyecto en el que tendría que trabajar con ella, tanto para acondicionar un edificio como para persuadir a los habitantes de permitir a sus hijos asistir. La idea de colaborar tan de cerca con ella le resultaba de lo más atractiva.

También se sentía satisfecho por haber encontrado la manera de evitar que la señora Gilbert se marchase de Blenhem Hill sin trabajo. Si no en Hazelwick, casi seguramente en algún punto del camino hacia Londres algún canalla sin escrúpulos la habría engañado o forzado para acabar haciendo lo que lord Lookbood había esperado de ella.

Damon apretó los labios. Si alguna vez se encontraba con su anterior jefe, se aseguraría de que recibiera su merecido. Ninguna mujer debía ser acosada, sin importar su estatus, pero que una persona con título abusara de su riqueza y de su poder de esa manera le resultaba enervante. Un hombre así debería ser aplastado como un gusano en una mazorca de maíz.

¡Su idea de presentarse como el sencillo «señor Salvatore» había resultado ser providencial! Si la señora Gilbert lo hubiera conocido como «sir Damon, dueño de la finca», probablemente habría rechazado quedarse en la mansión. No sólo lo habría considerado inapropiado, sino que obviamente en aquel momento no tenía en muy alta estima a los caballeros con título.

Por supuesto, él sabía la verdad y no era en realidad apropiado. Pero le había sorprendido la fuerza de su deseo por hacer que se quedara, no sólo para que estuviera protegida de posibles acosadores; ni siquiera porque la deseara.
Simplemente le gustaba. Cuando pensaba en lo aterrador que debía de haber sido para ella encontrarse sola, sin dinero y sin un lugar al que ir, no podía evitar admirar su coraje, ¡caminar tantos kilómetros sola bajo la lluvia!

Se rió al recordar sus respuestas cortantes al darse cuenta de que no había intentado seducirla realmente. Era descarada y tenía valor. Estaba deseando descubrir más sobre su carácter.
Aunque se arrepintió al recordar su declaración sobre ser sinceros el uno con el otro. Le había proporcionado la oportunidad perfecta para confesar que no era quien aparentaba ser. Pero, aunque estaba seguro de que ella no tenía nada que ver con el ataque en la carretera, aún no había pensado cómo averiguar la verdad sobre el incidente. Sus razones para seguir siendo el sencillo «señor Salvatore» continuaban siendo tan apremiantes como al principio.

Y tampoco le había contado la verdad sobre su hermano ni había defendido a Tyler de sus ataques verbales. Claro que el «señor Salvatore» no tenía por qué conocer tan íntimamente a un marqués como para defenderlo. Alterada como estaba ya la señora Gilbert, no creía que hubiese resultado considerado por su parte hablar mal del hermano al que obviamente admiraba. Además, teniendo en cuenta sus recuerdos de Gilbert, era poco probable que hubiese creído una palabra de su testimonio.

En efecto, ella había observado lo bien cuidada que estaba la casa. Habiéndose criado en una parroquia, no en una finca agrícola, probablemente no advertiría las pésimas condiciones en que se encontraban los campos, pero, cuando recorrieran la finca en busca de un lugar donde levantar la escuela, sin duda observaría el contraste entre el confort de la casa y la pobreza de los arrendatarios.

Con el tiempo y un poco de atención, no le haría falta desprestigiar a su hermano; ella misma se daría cuenta de las razones que habían llevado al despido de Gilbert.
Sonrió al recordar su mirada decidida al abandonar la habitación para ir a preparar sus listas, levantó la copa y brindó una vez más por la nueva maestra de la escuela de Blenhem Hill. Estaba deseando cruzar palabras con ella cada día en el desayuno o en la cena, cabalgar juntos por la finca mientras planeaban la creación de la escuela y reclutaban alumnos. Aunque mientras lo hicieran, tendría que mantener su lujuria bajo control; a no ser que la propia señora Gilbert decidiera dejarse llevar.

—Por vos, mi intrépida señora Gilbert —dijo antes de apurar su copa.


Quince días después, ataviada con uno de los voluminosos delantales de la cocinera para proteger su vestido más viejo, Elena se encontraba limpiando el interior de una de las casas de piedra. Situada junto al camino que conducía a Hazelwick, pegada al pueblo y a la vez accesible para casi todas las granjas de la finca, sería, según el señor Salvatore, el mejor enclave para la nueva escuela.
Fuera, algunos obreros del pueblo se encontraban recogiendo paja para reparar el tejado. Al día siguiente, o al otro, llegarían los albañiles para comenzar a reparar las paredes. Además, en cuanto terminaran el trabajo en el proyecto de la hilandería que el señor Salvatore estaba dirigiendo, los carpinteros de la finca irían allí para empezar a construir puertas, marcos para las ventanas, pupitres y bancos para la escuela.
Se limpió las manos en el delantal y miró al cielo. A juzgar por la posición del sol, debía de ser más de mediodía. La cocinera le había preparado una cesta con jamón, pan y queso para mantenerse durante el día. Aunque estaba hambrienta, había pospuesto el momento de abrirla con la esperanza de que el señor Salvatore hiciese una pausa en su trabajo y fuese a comer con ella, como había hecho los dos últimos días. 

De lo contrario, apenas lo veía durante el día, pues se pasaba las horas cabalgando por la finca con el antiguo gerente, el viejo señor Martin, viendo las necesidades de los arrendatarios y preparando los campos para la plantación de primavera. Tras completar sus listas de preparativos, Elena había pasado dos días leyendo libros que él le había prestado. Tras ver el edificio que el señor Salvatore había seleccionado para albergar la escuela, le había pedido que le dejase ir y comenzar a limpiarlo. No estaba acostumbrada a ser perezosa, le había dicho, y no le daba miedo un poco de trabajo duro.

Implicarse activamente en el proyecto también le daba algo de lo que hablar con él durante el desayuno y la cena. Aunque el señor Salvatore estaba siempre dispuesto a alentarla a hablar, pues la expresión de su cara mientras la escuchaba siempre hacía parecer que el tema del que ella estuviese hablando era el asunto más fascinante del mundo.
Tras pasar un año sólo con niños y doncellas con las que hablar, Elena había resultado fácil de alentar, sobre todo por un caballero tan atractivo y atento como él. Tras poco más de una semana, lo sabía casi todo sobre ella, desde su nacimiento hasta su viaje a la India. Dado que él nunca había salido de Inglaterra, se había mostrado especialmente interesado en saber todos los detalles sobre la gente, la cultura y los acontecimientos de aquel lejano país. Habían pasado cada noche en el salón, después de cenar, mientras ella contaba historias de su vida cotidiana allí, intercaladas con las fábulas y leyendas sobre el país en el que su marido y su padre habían servido, y al que había llegado a amar.

Ese sutil y sensual algo que fluía entre ellos cada vez que estaban juntos sin duda jugaba también un papel importante en su deseo de quedarse después de la cena. Estar con él hacía que se diese cuenta de lo mucho que había extrañado la compañía de un hombre. Disfrutaba sólo con oír su voz profunda, con observar el poder de su cuerpo.

En varias ocasiones se había descubierto a sí misma mirando sus labios o preguntándose cómo sería su torso bajo la ropa. Por fortuna, aunque notaba que él también la encontraba atractiva, la trataba con tal respeto que ella no temía que pudiera interpretar su apreciación como una invitación que aún no estaba segura de desear hacer.

Admiraba su inteligencia así como su físico, y había intentado hacer que le hablara de su propia vida. Sin embargo, se había mostrado reticente y había esquivado sus preguntas con respuestas no comprometedoras. Dado que ella no quería cotillear, había decidido no preguntar más. Tal vez hubiera sufrido algún tipo de desengaño del que no quisiera hablar. Lo cual le producía más curiosidad y admiración, pues, si la vida lo había tratado mal, él había salido de la experiencia con su optimismo, su amabilidad y su cortesía intactos. 

Sólo cuando le preguntaba por su trabajo en la finca se le iluminaban los ojos y su cara cambiaba. Aunque ella no sabía nada sobre llevar una granja, le encantaba escuchar mientras él hablaba de sus planes para mejorar las cosechas y cambiar las técnicas de plantación, y para trabajar con los arrendatarios y ayudarlos a reconstruir sus casas. Luego estaba el proyecto de la hilandería, que daría trabajo extra a los granjeros o a aquéllos de sus familias que prefiriesen trabajar en otra parte que no fuera el campo. A medida que pasaban los días, Elena había comenzado a observar detalles sobre el campo y sobre los trabajadores que nunca antes había advertido.

A juzgar por lo que decía el señor Salvatore y lo que ella misma había observado, parecía que los arrendatarios estaban muy descontentos, pues las casas estaban en malas condiciones y los campos descuidados. Se le ocurrió que tal vez Matt no hubiera hecho tan buen trabajo en la gerencia como ella había imaginado, aunque aún no estaba dispuesta a excusar a lord Englemere por haberlo despedido.

Estaba transportando otro cargamento de madera podrida cuando por encima del hombro vio la figura de un hombre que se aproximaba desde detrás de la casa.
Aunque no había oído al caballo acercarse, debía de ser el señor Salvatore.
Dejó la madera en el suelo, se limpió las manos en el delantal y rápidamente se recogió los mechones sueltos debajo del gorro antes de darse la vuelta para saludarlo con una sonrisa en los labios.

Vio inmediatamente que aquel hombre delgado y desgarbado que cojeaba hacia ella no era el gerente de Blenhem Hill. Su decepción se transformó en compasión al darse cuenta de que, además de la cojera, al recién llegado le faltaba un brazo.

A medida que se aproximaban, se quitó el sombrero con la mano que le quedaba, aunque a ésa también le faltaba un pulgar.

—Perdonad, señora. Tanner, el albañil del pueblo, me dijo que estaban construyendo una nueva escuela aquí. ¿Seréis vos la maestra?

—Sí, así es —contestó ella—. ¿En qué puedo ayudaros?

—Si no os importa, me gustaría pediros que escribierais una carta por mí. Como podéis imaginar, mi caligrafía no es lo que solía ser.

—Será un honor, ¿estuvisteis en el ejército? Mi marido sirvió con los Penrith Rifles en la India.

—¿Era un hombre de rifle? —preguntó el hombre con la mirada iluminada—. Mi unidad era la 95. Luché con ellos por toda la península y luego en Waterloo. Sargento Jesse Russell, señora.

—Es un placer conoceros, sargento —dijo Elena con una reverencia—. Yo soy la señora Gilbert. Me encantaría escribir una misiva para vos, pero me temo que no tengo papel ni tinta aquí. Si queréis acompañarme a la mansión de Blenhem Hill, podría hacerlo allí.

—¿Vivís en la mansión?

—Me ofrecieron el alojamiento como parte de las condiciones de trabajo, dado que aún no hay alojamiento adecuado aquí en la escuela.

—Es normal que os ofrezcan alojamiento —dijo él, como si hubiera notado su actitud defensiva—. Sólo me sorprende, eso es todo. No pensé que el altivo dueño de la finca se preocupase por hospedar a una maestra de escuela.

Elena sonrió, pues compartía secretamente esa opinión.

—De hecho, fue el gerente de la finca el que se ofreció a alojarme.

—¿El señor Salvatore? Tanner me ha contado cosas buenas sobre él. Parece conocer la tierra y cómo trabajarla.

—Se preocupa mucho por la gente que trabaja en el campo —respondió ella—. Fue idea suya construir la escuela.

—Es bueno que alguien piense en el bienestar de la gente —murmuró el sargento—. Pero no, señora, no es necesario usar vuestras cosas. He traído papel, tinta y pluma conmigo —señaló la bolsa de cuero que llevaba colgada del hombro sano—. Si tenéis tiempo, podríamos escribir la carta ahora.

Aunque algo extrañada de que un sargento del ejército llevara consigo instrumentos de escritura, Elena asintió.

—Busquemos algo sobre lo que escribir. Hay un banco en la casa, pero dentro está demasiado oscuro para escribir adecuadamente.

—Iré a buscarlo, señora —dijo el sargento Russell—. No puedo llevar un rifle al hombro ni escribir, pero no soy totalmente inútil.

—Claro que no —dijo ella suavemente.

Mientras el sargento sacaba el banco de la escuela, ella sacó la pluma, el papel, la tinta y un cuchillo de su bolsa.

Cuando todo estuvo preparado, levantó la cabeza y lo miró.

—Podéis empezar.

—La carta es para lord Evers de Eversly Park, Dorset —dijo él.

Milord,
Como ya os informé previamente, siendo incapaz de desempeñar el puesto de secretario que me habíais prometido al abandonar el ejército, os escribo para pediros un adelanto del dinero para el viaje a América. Pienso devolvéroslo en este año, con el interés que estiméis oportuno. Por favor, respondedme a la posada El ciervo y la liebre, en el pueblo de Hazelwick. Atentamente vuestro, Jesse Russell.
Mientras él observaba, ella escribía cuidadosamente la nota.

—¿Ibais a trabajar como secretario de lord Evers? Debéis de tener una buena educación.

—Mis padres eran arrendatarios de una pequeña finca; tejedores de Nottingham. Ganaban mucho dinero, cuando la artesanía de Nottingham era famosa en toda Inglaterra. A mí no me interesaba el negocio, quería algo diferente. Así que me enviaron a la escuela. Uno de los señores me recomendó a lord Evers. De no haber sido por un lancero polaco en Waterloo, habría tenido un buen trabajo. Pero nadie en Inglaterra quiere a un antiguo soldado lisiado.

—Lo siento mucho —dijo ella—. ¡Pero América! ¿A vuestra familia no le preocupa que os vayáis tan lejos?

—En parte quiero irme para ayudarlos. Hace unos años, unos hombres adinerados vinieron a Nottingham y establecieron fábricas con telares mecánicos que cualquier tonto sin formación pudiera manejar. Aunque la calidad de su trabajo era mayor que la de los telares automáticos, mi familia ya no podía vender suficiente para mantener el negocio. Tuvieron que trabajar para el dueño de la fábrica por una miseria y perdieron su independencia. Finalmente vendieron su casa, pero aun así apenas pueden mantener a la familia. Yo quiero algo mejor para mí que trabajar en una fábrica, pero incluso aunque hubiera tierras, casi todos los granjeros de por aquí apenas ganan suficiente para pagar sus alquileres. América ofrece un nuevo comienzo, «donde cada hombre tiene un voto y la tierra es la granja del pueblo». Como debería ser. No como aquí, donde los nobles lo controlan todo y siempre lo harán; hasta que los echen por la fuerza.

Antes de que Elena pudiera decidir qué contestar, la expresión sombría del sargento se tornó afable y volvió a sonreír.

—Gracias, señora. Aquí tenéis una moneda por vuestros esfuerzos —dijo mientras sacaba la moneda del bolsillo.

—Cielos, no. ¡No puedo aceptar vuestro dinero! —protestó ella—. Mi marido también era soldado, recordad.

—Tenéis buena letra —dijo él mientras inspeccionaba el documento finalizado—.Apuesto a que vuestro hombre estará deseando leer vuestras cartas. Está en la India, ¿verdad?

De pronto un sentimiento de tristeza la inundó, como ocurría siempre que pensaba en Jeremy.

—Mi marido murió hace ya varios años —contestó.

—Perdonad, señora. Siento mucho vuestra pérdida. Ahora volveré al pueblo, pero si necesito más cartas, ¿estaríais dispuesta a escribirlas?

—Sería un privilegio ayudar a un hombre que ha servido a la nación con la valentía con que lo habéis hecho, sargento Russell —respondió Elena.

—Gracias, señora, pero yo no soy mejor que los demás hombres que sirvieron conmigo, y a los que ahora no les va mejor que a mí. Tened un buen día, y mucha suerte con la escuela.

—Buenos días, sargento Russell.

Observó cómo regresaba en dirección a Hazelwick. Viviendo como había vivido los últimos diez años, primero en la India, luego en Londres y después en un remoto rincón de Hampshire, apenas sabía nada sobre confección de ropa y fabricas. Aparte de lo que había visto en Blenhem Hill, tampoco sabía mucho sobre agricultura. Recordaba haber leído algo en los periódicos de Londres sobre la inquietud y la amenaza de violencia. Esas cosas allí seguro que no ocurrían.

Aun así, si hombres valerosos como el sargento Russell eran dados de lado y relegados a sentirse inútiles, si trabajadores honrados eran obligados a vender sus pequeños negocios y sus tierras, incluso alguien tan poco enterada sobre la política de la nación como ella podría ver lo peligrosa que podía llegar a ser la situación.

Angustiada, regresó a la escuela. Aunque no tenía demasiado apetito como para comer sola, tenía que hacer un esfuerzo por consumir sus provisiones, a no ser que quisiera ofender a la cocinera. Estaba vaciando la cesta cuando oyó a un jinete acercarse.

Se apresuró a asomarse por la puerta y su preocupación se esfumó al comprobar que en esa ocasión el caballero que se aproximaba a la casa sí era el señor Salvatore.

Observó cómo cabalgaba, agarrando las riendas con fuerza y controlando al caballo con sus muslos poderosos. De pronto se le ocurrió de qué otras maneras podría utilizar aquellas caderas y aquellos muslos.

Las imágenes se sucedieron en su mente: una habitación en penumbra; un hombre fuerte, moreno y de hombros anchos, mirándola con los ojos encendidos de deseo; su amante susurrándole palabras dulces al oído mientras la penetraba. Un escalofrío recorrió su cuerpo.

Siempre le habían dicho que una viuda enterraba sus deseos sexuales junto a su marido y, durante dos años, había creído que era así. Pero, a medida que iba conociendo al señor Salvatore, a Elena le sorprendía menos descubrir que su cuerpo demostraba que aquellos deseos no se habían perdido para siempre. Era como si hubieran estado aletargados… esperando, tal vez, a que el hombre adecuado los despertara.
¡Qué desconcertante e inconveniente resultaba que el despertar su hubiese producido en aquel momento!

Pero, mientras le devolvía la sonrisa, una voz perversa en su cabeza le susurró que tal vez aquél fuera el momento más conveniente… y el señor Salvatore el hombre perfecto para tamaña misión.

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