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COMO SABÉIS LOS PERSONAJES NO ME PERTENECEN Y LAS HISTORIAS QUE ADAPTARÉ TENDRÁN EL NOMBRE DE LA AUTORA AL FINAL DE CADA HISTORIA


GRACIAS

04 julio 2013

En tus brazos Capitulo 19

Capítulo 19

Horrorizada, Elena se quedó helada mientras la multitud a su alrededor se alborotaba. Incluso en la India, había leído sobre el incidente ocurrido durante los primeros altercados Ludistas de 1812, cuando entre los ejecutados por provocar incendios se encontraba un tal Abraham Charlston. Un niño que según documentos jurídicos tenía dieciséis años, pero que en algunos documentos de prensa contaba sólo con doce, y que era atrasado para su edad. Había llamado a gritos a su madre antes de ser colgado. De pronto sintió náuseas, y tuvo que concentrarse en respirar profundamente para no vomitar.
Cuando volvió a pensarlo, aún no podía creerlo.
Damon Salvatore, el hombre junto al que había trabajado día tras día, con el que había compartido su pasado y su cuerpo… ¿era un espía del gobierno? ¿Era eso peor que descubrir que en efecto, pues no lo había negado, no era el gerente de la finca, sino el dueño de Blenhem Hill?
Ella había salido de casa aquella mañana llena de optimismo. Damon había escrito el día anterior diciendo que había recopilado tantas pruebas contra Barksdale que estaba seguro de que el hombre sería sentenciado, y que su condena marcaría el fin de los altercados en la zona. Aunque se había sentido decepcionada al saber que no regresaría a casa para hacerle la pregunta que había estado esperando todo el día, había soñado durante toda la noche con el futuro que les esperaba juntos.
Sólo que su Damon no era «Damon» en absoluto, sino «sir Damon». Ya ni siquiera podía especular cuál habría sido la pregunta.
Asqueada como estaba, aún tenía un papel importante que jugar en aquella vista. Por el momento al menos, debía controlar su desasosiego y aguantar con apariencia de calma.
Aún concentrada en respirar, comenzó a controlar sus emociones hasta que levantó la mirada y vio que Damon estaba observándola con cara de arrepentimiento. Como escaldada, apartó la mirada inmediatamente mientras la angustia comenzaba a romper las barreras que había levantado para contenerla.
A su alrededor, la gente se movía a empujones, gritando y discutiendo. El corazón comenzó a latirle con fuerza en el pecho, se sintió mareada, incapaz de respirar. De pronto se vio invadida por una inminente necesidad de salir corriendo por la puerta, respirar aire puro, escapar de aquel tormento.
Como en la distancia, oyó la voz de Davie al oído.
—¿Estáis bien, señora?
Elena tuvo que contener la necesidad de reírse como una histérica. ¿Bien? ¿Cómo podía estar bien cuando todo su mundo acababa de hacerse pedazos?
El sonido de los caballos acercándose dejó a la sala en silencio. Debía de ser el magistrado con sus acompañantes.
—Es el momento de decidir, ciudadanos —gritó Barksdale—. Dejadme ir… o ver cómo vuestros hijos, hermanos y maridos se enfrentan a la horca.
—Nadie que no sea culpable de grandes crímenes se enfrentará a la horca —dijo sir Damon—. En Hazelwick, eso se refiere al hombre que organizó el ataque a mi carruaje. El hombre que prendió fuego a la hilandería. El que secuestró a la señora Gilbert y amenazó con dispararla. Este hombre; Jake Barksdale. ¡No podéis permitir que salga impune!
—¡Sí! —gritó un hombre entre la multitud—. Dejó que los míos murieran de hambre. Que pague por sus crímenes.
—¡Echó a mi hermana viuda de su granja! —gritó otro.
Mientras los gritos crecientes iban dejando clara la decisión del pueblo, la puerta se abrió y dio paso al juez, que se quedó perplejo al contemplar el caos.
Barksdale se zafó del alguacil y salió corriendo hacia la puerta trasera. Inmediatamente detrás de él salió sir Damon, que lo agarró del hombro y aguantó sus patadas y golpes hasta que los demás se acercaron a reducir al prisionero. Lo arrastraron de nuevo al centro de la sala.
—¿Qué sucede aquí? —preguntó el magistrado—. ¡No pienso tolerar un caos semejante en mi vista!
—¡No es un caos, señor! —respondió sir Damon—. Era un intento de huida. Una huida que estoy seguro no permitiréis una vez que os mostremos las pruebas de que disponemos —sir Damon se dirigió entonces al pueblo—. ¿Damos comienzo a la vista, caballeros?
Mientras la multitud se calmaba y murmuraba, el magistrado ocupó su lugar y la vista dio comienzo. Demasiado estupefacta como para enterarse de mucho, Elena simplemente se concentró en permanecer en su lugar y en respirar profundamente para evitar vomitar antes de que pudiera dar testimonio y escapar de allí.
Elena no sabía si Damon, sir Damon, sentía satisfacción o triunfo ante la acumulación de pruebas que había conseguido. Intentó por todos los medios no escuchar su voz mientras presentaba a los diversos testigos; y simplemente no fue capaz de mirarlo a la cara.
Por fin el magistrado pronunció su nombre. Ella presentó su historia de manera breve y sucinta y respondió a unas cuantas preguntas. Podía sentir la mirada de sir Damon clavada en ella todo el tiempo, pero resistió la tentación de girarse hacia él y descubrir si se sentía arrepentido.
En el momento en que el magistrado le indicó que podía retirarse, Elena agarró del brazo a Davie y tiró de él hacia el exterior de la sala. Se dio cuenta de que le temblaban las manos.
—Davie, debo regresar a la mansión —le dijo con urgencia.
—¿Ahora? —preguntó el chico—. ¡Pero si aún no han terminado de prestar declaración! ¿No queréis ver al viejo Barksdale condenarse a sí mismo? ¿Y qué decís de que el señor Salvatore, bueno, sir Damon, haya sido un caballero desde el principio y nosotros no lo supiéramos?
—Imagínatelo —dijo ella. Por suerte Davie no podía saber por qué la noticia le resultaba a ella tan impactante. Y por supuesto él querría quedarse—. ¿Puedes regresar entonces con Elijah y con la señora Winston? —le preguntó—. Yo me voy ahora y me llevo la calesa.
El chico estuvo de acuerdo, pero entonces entornó los ojos y preguntó:
—¿Seguro que estaréis bien conduciendo sola? No os ofendáis, señora, pero no tenéis buen aspecto. Aunque entiendo que, después de que Barksdale os atacara, debe de ser difícil estar en la misma sala que él. Puedo llevaros, si queréis.
—No, estaré bien. Adelante —dijo ella—. No querrás perderte nada importante.
El chico asintió y volvió a entrar corriendo en la sala. Elena se dirigía con piernas temblorosas hacia la calesa cuando alguien gritó su nombre. Miró por encima del hombro y vio a la señora Winston acercarse corriendo hacia ella.
—¿Señora Gilbert, si regresáis a la mansión, puedo ir con vos?
Elena realmente no deseaba compañía alguna, pero tal vez la presencia del ama de llaves mantuviera alejadas de su mente las preguntas que debía hacerse a sí misma y el torrente de emociones que desatarían las respuestas a tales preguntas. Al menos el tiempo suficiente para poder recuperarse un poco antes de enfrentarse a ello de manera más racional.
Porque tenía que enfrentarse a ello, e inmediatamente. Antes de que Damon, sir Damon, regresara a la mansión.
—Claro, señora —contestó.
Pero la esperanza de bloquear las preguntas y permitir que sus emociones se calmaran durante el viaje se hizo pedazos cuando quedó claro que la señora Winston estaba casi tan agitada como ella.
—¿Qué vamos a hacer con esta noticia tan sorprendente? —preguntó nada más abandonar los establos.
Elena pensó en responder con algún comentario sobre Barksdale, pero sabía que no era eso a lo que se refería el ama de llaves, ni esperaba que tal distracción funcionase.
—Ha sido… inesperado.
—¡Desde luego! ¿Qué será de nosotras? Cuando recuerdo algunas de las cosas que le he dicho y hecho al señor Salvatore, que no es un señor sin más, sino el dueño de Blenhem Hill. Os juro que, cuando ha confesado tal cosa, pensé que iba a desmayarme.
Elena comprendía perfectamente la reacción de la mujer. Antes de que pudiera contestadla señora Winston continuó.
—Por supuesto, siempre tuvo ese aura de autoridad, pero sus modales eran tan sencillos y desenfadados que nunca imaginé que… Santo cielo, ¿cuántas veces debo de haberlo insultado, bromeando con él como si fuera una igual? ¡Y Elijah también! ¡Podría despedirnos a todos por nuestra afrenta!
Elena también lo había tratado como a un igual. O peor; siendo la «viuda de un caballero», a veces se había creído por encima de él. Sin ir más lejos, el día anterior se había preguntado si su reticencia a hablar de su familia se debería a que era hijo ilegítimo.
Se estremeció al pensarlo y agarró las riendas con fuerza. Se sentía completamente humillada. Pero lo peor estaba por llegar.
—Vos no lo sabíais tampoco, ¿verdad? —le preguntó de pronto la señora Winston.
—No —contestó ella con los dientes apretados.
—Oh, pobrecilla —dijo el ama de llaves poniéndole una mano en el brazo—. ¡Lo mío no es nada comparado con la sorpresa que debéis haber experimentado vos!
Elena se sonrojó y recordó el guiño de Elijah y los comentarios de la señora Winston cuando había bajado a desayunar el día anterior; su enamoramiento debía de ser visible a todas luces. ¡Cómo deseaba ahora haberse comportado con un poco más de discreción!
¿Pensarían que no era más que la concubina de un noble?
Qué irónico haber recorrido media Inglaterra para convertirse en aquello de lo que había escapado en Selbourne Abbey.
Y así continuaron hasta que llegaron a la mansión; el ama de llaves recordando y lamentando cada palabra por la que sir Damon pudiera haberse ofendido. Demasiado mareada como para intentar tranquilizarla o distraerla, Elena simplemente aguantó la charla y añadió únicamente algún que otro comentario sin importancia.
Cuando por fin llegaron a casa, le dolía la cabeza y tenía el estómago del revés. Una vez allí, antes de que la noticia llegara a los sirvientes que se habían quedado en la mansión, subió corriendo a su habitación y se encerró en ella.
Durante los siguientes minutos, simplemente se entregó a la violencia de emociones que había estado conteniendo desde que se conociera la noticia. Se lanzó sobre la cama y lloró humillada, decepcionada y triste por la pérdida de un sueño que resultaba que había sido imposible desde el principio.
Por fin cesó la tormenta de emociones. Tras secarse las lágrimas, se levantó y se sentó frente al escritorio.
Llorando no conseguiría nada. ¿Qué iba a hacer?
Su corazón le decía que «sir Damon» era el mismo «Damon» al que había llegado a conocer y a amar. Que antes de condenarlo por mentir y traicionarla, debía permitirle explicar las razones que le habían llevado a hacer tal cosa.
Pero los recuerdos, otros recuerdos más oscuros, le decían que las razones que hubiese detrás de sus actos no cambiaban el hecho de que el verdadero estatus de sir Damon desequilibraba la relación que ella creía que habían establecido. Ella tenía recuerdos mucho más extensos que los de la señora Winston. Ella le había tratado con más familiaridad aún; una familiaridad que jamás se hubiera permitido de haber sabido que estaba dirigiéndose no al gerente de la finca, sino al dueño.
De hecho, probablemente habría abandonado la casa al día siguiente de su llegada de haber sabido que el hombre que la recibió era sir Damon, no Damon el gerente. Recordó la fría mirada de desprecio en su rostro al conocerse. Entonces se le ocurrió que podría haber sido perfectamente sir Damon, y no lord Englemere, quien hubiese despedido a su hermano.
Entonces recordó la cantidad de veces en las que había discutido con él sobre la crueldad del gobierno, de la clase gobernante y de la aristocracia en general. Ahora entendía por qué él había dicho tan poco en respuesta. Por qué apenas le había contado nada sobre su infancia y su educación.
Incluso peor. Aunque ella no tenía en cuenta la afirmación de Barksdale de que sir Damon había ido allí para hacer de espía para el gobierno, aunque podía entender que quisiera descubrir la razón que había tras el ataque al carruaje, al mentir a la gente de Blenhem se había aprovechado de la confianza otorgada por el pueblo para obtener información que podría tener importantes repercusiones legales. La ley, como bien había dicho Barksdale, era inflexible cuando se trataba de ataques a la aristocracia.
No, cualquier relación que pudiera haberse desarrollado entre Damon Salvatore y ella era artificial y falsa.
Debía marcharse. Aunque ella no era más que una sirvienta, su educación le decía que no era apropiado vivir en la misma casa que él. Nunca lo había sido.
Pero mientras lo pensaba, una parte en su interior se rebeló contra su decisión. Había conocido tal felicidad durante el último mes; una alegría que jamás había pensado volver a experimentar. Se había imaginado Blenhem como hogar permanente, ayudando a los niños de los arrendatarios, desarrollando la escuela, forjándole un futuro prometedor a Davie.
De pronto sintió otra punzada de dolor. Con sir Damon como su patrón, el chico al que había llegado a considerar casi como su hijo ya no la necesitaba. El noble podría encontrarle al chico un tutor más cualificado y, con sus contactos entre la aristocracia, podría hacer por Davie mucho más que ella. Al menos eso era algo bueno.
Pero mientras oscilaba entre el amor y la humillación, entre la rabia y el dolor, entre el sentimiento de angustia y el de traición, se dio cuenta de algo más inquietante aún.
A pesar de lo ocurrido aquel día, aún lo deseaba. Parte de su reticencia a marcharse estaba basada en el deseo. Parecía que su cuerpo, despierto después de tanto tiempo, hacía oídos sordos a la razón y a la vergüenza.
Sabiendo quién era realmente, estaba bastante segura de cuál sería la pregunta que quería formularle. No le hacía ningún bien a su autoestima recordar lo humillantemente fácil que se lo había puesto. Prácticamente había estado intentando seducirlo y lanzarse a sus brazos desde que llegó. No era de extrañar que la considerase una mujer fácil siempre disponible.
«Te desea por algo más que por tu cuerpo», le decía su corazón. «¿Qué hay del humor y la ternura que habéis compartido? Todo eso era tan real como la pasión».
¿Era real, o eso era lo que ella había querido creer para hacer que su deseo resultase más aceptable para su sentido del honor? Porque, si era totalmente sincera consigo misma, a pesar de lo que había descubierto aquel día, si Damon llegaba aquella noche y le ofrecía ser su amante, no estaba segura de poder negarse.
Entonces debía marcharse lo antes posible, antes de que las súplicas de su corazón y las exigencias de su cuerpo le hicieran dudar. Empezaría a hacer la maleta de inmediato.
Por suerte no tenía muchas pertenencias. Un corazón hecho pedazos y una confianza rota no ocuparían mucho en un baúl.
Había colocado sus cosas sobre la cama, preparadas para meterlas en una caja que le pediría a la señora Winston, cuando llamaron a la puerta de su habitación.
—Señora Gilbert; Elena.
Se quedó helada al oír la voz de Damon; no, de sir Damon, al otro lado de la puerta. La misma voz que había gritado su nombre mientras ella le daba placer; la misma que le había susurrado palabras de amor mientras yacía exhausta sobre su pecho.
—Elena, sal, por favor. Tengo que hablar contigo.

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