Capítulo
19
Horrorizada,
Elena se quedó helada mientras la multitud a su alrededor se alborotaba.
Incluso en la India, había leído sobre el incidente ocurrido durante los
primeros altercados Ludistas de 1812, cuando entre los ejecutados por provocar
incendios se encontraba un tal Abraham Charlston. Un niño que según documentos
jurídicos tenía dieciséis años, pero que en algunos documentos de prensa
contaba sólo con doce, y que era atrasado para su edad. Había llamado a gritos
a su madre antes de ser colgado. De pronto sintió náuseas, y tuvo que
concentrarse en respirar profundamente para no vomitar.
Damon
Salvatore, el hombre junto al que había trabajado día tras día, con el que
había compartido su pasado y su cuerpo… ¿era un espía del gobierno? ¿Era eso
peor que descubrir que en efecto, pues no lo había negado, no era el gerente de
la finca, sino el dueño de Blenhem Hill?
Ella
había salido de casa aquella mañana llena de optimismo. Damon había escrito el
día anterior diciendo que había recopilado tantas pruebas contra Barksdale que
estaba seguro de que el hombre sería sentenciado, y que su condena marcaría el
fin de los altercados en la zona. Aunque se había sentido decepcionada al saber
que no regresaría a casa para hacerle la pregunta que había estado esperando
todo el día, había soñado durante toda la noche con el futuro que les esperaba
juntos.
Sólo
que su Damon no era «Damon» en absoluto, sino «sir Damon». Ya ni siquiera podía
especular cuál habría sido la pregunta.
Asqueada
como estaba, aún tenía un papel importante que jugar en aquella vista. Por el
momento al menos, debía controlar su desasosiego y aguantar con apariencia de
calma.
Aún
concentrada en respirar, comenzó a controlar sus emociones hasta que levantó la
mirada y vio que Damon estaba observándola con cara de arrepentimiento. Como
escaldada, apartó la mirada inmediatamente mientras la angustia comenzaba a
romper las barreras que había levantado para contenerla.
A
su alrededor, la gente se movía a empujones, gritando y discutiendo. El corazón
comenzó a latirle con fuerza en el pecho, se sintió mareada, incapaz de
respirar. De pronto se vio invadida por una inminente necesidad de salir
corriendo por la puerta, respirar aire puro, escapar de aquel tormento.
Como
en la distancia, oyó la voz de Davie al oído.
—¿Estáis
bien, señora?
Elena
tuvo que contener la necesidad de reírse como una histérica. ¿Bien? ¿Cómo podía
estar bien cuando todo su mundo acababa de hacerse pedazos?
El
sonido de los caballos acercándose dejó a la sala en silencio. Debía de ser el
magistrado con sus acompañantes.
—Es
el momento de decidir, ciudadanos —gritó Barksdale—. Dejadme ir… o ver cómo
vuestros hijos, hermanos y maridos se enfrentan a la horca.
—Nadie
que no sea culpable de grandes crímenes se enfrentará a la horca —dijo sir Damon—.
En Hazelwick, eso se refiere al hombre que organizó el ataque a mi carruaje. El
hombre que prendió fuego a la hilandería. El que secuestró a la señora Gilbert
y amenazó con dispararla. Este hombre; Jake Barksdale. ¡No podéis permitir que
salga impune!
—¡Sí!
—gritó un hombre entre la multitud—. Dejó que los míos murieran de hambre. Que
pague por sus crímenes.
—¡Echó
a mi hermana viuda de su granja! —gritó otro.
Mientras
los gritos crecientes iban dejando clara la decisión del pueblo, la puerta se
abrió y dio paso al juez, que se quedó perplejo al contemplar el caos.
Barksdale
se zafó del alguacil y salió corriendo hacia la puerta trasera. Inmediatamente
detrás de él salió sir Damon, que lo agarró del hombro y aguantó sus patadas y
golpes hasta que los demás se acercaron a reducir al prisionero. Lo arrastraron
de nuevo al centro de la sala.
—¿Qué
sucede aquí? —preguntó el magistrado—. ¡No pienso tolerar un caos semejante en
mi vista!
—¡No
es un caos, señor! —respondió sir Damon—. Era un intento de huida. Una huida
que estoy seguro no permitiréis una vez que os mostremos las pruebas de que
disponemos —sir Damon se dirigió entonces al pueblo—. ¿Damos comienzo a la
vista, caballeros?
Mientras
la multitud se calmaba y murmuraba, el magistrado ocupó su lugar y la vista dio
comienzo. Demasiado estupefacta como para enterarse de mucho, Elena simplemente
se concentró en permanecer en su lugar y en respirar profundamente para evitar
vomitar antes de que pudiera dar testimonio y escapar de allí.
Elena
no sabía si Damon, sir Damon, sentía satisfacción o triunfo ante la acumulación
de pruebas que había conseguido. Intentó por todos los medios no escuchar su
voz mientras presentaba a los diversos testigos; y simplemente no fue capaz de
mirarlo a la cara.
Por
fin el magistrado pronunció su nombre. Ella presentó su historia de manera
breve y sucinta y respondió a unas cuantas preguntas. Podía sentir la mirada de
sir Damon clavada en ella todo el tiempo, pero resistió la tentación de girarse
hacia él y descubrir si se sentía arrepentido.
En
el momento en que el magistrado le indicó que podía retirarse, Elena agarró del
brazo a Davie y tiró de él hacia el exterior de la sala. Se dio cuenta de que
le temblaban las manos.
—Davie,
debo regresar a la mansión —le dijo con urgencia.
—¿Ahora?
—preguntó el chico—. ¡Pero si aún no han terminado de prestar declaración! ¿No
queréis ver al viejo Barksdale condenarse a sí mismo? ¿Y qué decís de que el
señor Salvatore, bueno, sir Damon, haya sido un caballero desde el principio y
nosotros no lo supiéramos?
—Imagínatelo
—dijo ella. Por suerte Davie no podía saber por qué la noticia le resultaba a
ella tan impactante. Y por supuesto él querría quedarse—. ¿Puedes regresar
entonces con Elijah y con la señora Winston? —le preguntó—. Yo me voy ahora y
me llevo la calesa.
El
chico estuvo de acuerdo, pero entonces entornó los ojos y preguntó:
—¿Seguro
que estaréis bien conduciendo sola? No os ofendáis, señora, pero no tenéis buen
aspecto. Aunque entiendo que, después de que Barksdale os atacara, debe de ser
difícil estar en la misma sala que él. Puedo llevaros, si queréis.
—No,
estaré bien. Adelante —dijo ella—. No querrás perderte nada importante.
El
chico asintió y volvió a entrar corriendo en la sala. Elena se dirigía con
piernas temblorosas hacia la calesa cuando alguien gritó su nombre. Miró por
encima del hombro y vio a la señora Winston acercarse corriendo hacia ella.
—¿Señora
Gilbert, si regresáis a la mansión, puedo ir con vos?
Elena
realmente no deseaba compañía alguna, pero tal vez la presencia del ama de
llaves mantuviera alejadas de su mente las preguntas que debía hacerse a sí
misma y el torrente de emociones que desatarían las respuestas a tales
preguntas. Al menos el tiempo suficiente para poder recuperarse un poco antes
de enfrentarse a ello de manera más racional.
Porque
tenía que enfrentarse a ello, e inmediatamente. Antes de que Damon, sir Damon,
regresara a la mansión.
—Claro,
señora —contestó.
Pero
la esperanza de bloquear las preguntas y permitir que sus emociones se calmaran
durante el viaje se hizo pedazos cuando quedó claro que la señora Winston
estaba casi tan agitada como ella.
—¿Qué
vamos a hacer con esta noticia tan sorprendente? —preguntó nada más abandonar
los establos.
Elena
pensó en responder con algún comentario sobre Barksdale, pero sabía que no era
eso a lo que se refería el ama de llaves, ni esperaba que tal distracción
funcionase.
—Ha
sido… inesperado.
—¡Desde
luego! ¿Qué será de nosotras? Cuando recuerdo algunas de las cosas que le he
dicho y hecho al señor Salvatore, que no es un señor sin más, sino el dueño de
Blenhem Hill. Os juro que, cuando ha confesado tal cosa, pensé que iba a
desmayarme.
Elena
comprendía perfectamente la reacción de la mujer. Antes de que pudiera
contestadla señora Winston continuó.
—Por
supuesto, siempre tuvo ese aura de autoridad, pero sus modales eran tan
sencillos y desenfadados que nunca imaginé que… Santo cielo, ¿cuántas veces
debo de haberlo insultado, bromeando con él como si fuera una igual? ¡Y Elijah
también! ¡Podría despedirnos a todos por nuestra afrenta!
Elena
también lo había tratado como a un igual. O peor; siendo la «viuda de un
caballero», a veces se había creído por encima de él. Sin ir más lejos, el día
anterior se había preguntado si su reticencia a hablar de su familia se debería
a que era hijo ilegítimo.
Se
estremeció al pensarlo y agarró las riendas con fuerza. Se sentía completamente
humillada. Pero lo peor estaba por llegar.
—Vos
no lo sabíais tampoco, ¿verdad? —le preguntó de pronto la señora Winston.
—No
—contestó ella con los dientes apretados.
—Oh,
pobrecilla —dijo el ama de llaves poniéndole una mano en el brazo—. ¡Lo mío no
es nada comparado con la sorpresa que debéis haber experimentado vos!
Elena
se sonrojó y recordó el guiño de Elijah y los comentarios de la señora Winston
cuando había bajado a desayunar el día anterior; su enamoramiento debía de ser
visible a todas luces. ¡Cómo deseaba ahora haberse comportado con un poco más
de discreción!
¿Pensarían
que no era más que la concubina de un noble?
Qué
irónico haber recorrido media Inglaterra para convertirse en aquello de lo que
había escapado en Selbourne Abbey.
Y
así continuaron hasta que llegaron a la mansión; el ama de llaves recordando y
lamentando cada palabra por la que sir Damon pudiera haberse ofendido.
Demasiado mareada como para intentar tranquilizarla o distraerla, Elena
simplemente aguantó la charla y añadió únicamente algún que otro comentario sin
importancia.
Cuando
por fin llegaron a casa, le dolía la cabeza y tenía el estómago del revés. Una
vez allí, antes de que la noticia llegara a los sirvientes que se habían
quedado en la mansión, subió corriendo a su habitación y se encerró en ella.
Durante
los siguientes minutos, simplemente se entregó a la violencia de emociones que
había estado conteniendo desde que se conociera la noticia. Se lanzó sobre la
cama y lloró humillada, decepcionada y triste por la pérdida de un sueño que
resultaba que había sido imposible desde el principio.
Por
fin cesó la tormenta de emociones. Tras secarse las lágrimas, se levantó y se
sentó frente al escritorio.
Llorando
no conseguiría nada. ¿Qué iba a hacer?
Su
corazón le decía que «sir Damon» era el mismo «Damon» al que había llegado a
conocer y a amar. Que antes de condenarlo por mentir y traicionarla, debía
permitirle explicar las razones que le habían llevado a hacer tal cosa.
Pero
los recuerdos, otros recuerdos más oscuros, le decían que las razones que
hubiese detrás de sus actos no cambiaban el hecho de que el verdadero estatus
de sir Damon desequilibraba la relación que ella creía que habían establecido.
Ella tenía recuerdos mucho más extensos que los de la señora Winston. Ella le
había tratado con más familiaridad aún; una familiaridad que jamás se hubiera
permitido de haber sabido que estaba dirigiéndose no al gerente de la finca,
sino al dueño.
De
hecho, probablemente habría abandonado la casa al día siguiente de su llegada
de haber sabido que el hombre que la recibió era sir Damon, no Damon el
gerente. Recordó la fría mirada de desprecio en su rostro al conocerse.
Entonces se le ocurrió que podría haber sido perfectamente sir Damon, y no lord
Englemere, quien hubiese despedido a su hermano.
Entonces
recordó la cantidad de veces en las que había discutido con él sobre la
crueldad del gobierno, de la clase gobernante y de la aristocracia en general.
Ahora entendía por qué él había dicho tan poco en respuesta. Por qué apenas le
había contado nada sobre su infancia y su educación.
Incluso
peor. Aunque ella no tenía en cuenta la afirmación de Barksdale de que sir Damon
había ido allí para hacer de espía para el gobierno, aunque podía entender que
quisiera descubrir la razón que había tras el ataque al carruaje, al mentir a
la gente de Blenhem se había aprovechado de la confianza otorgada por el pueblo
para obtener información que podría tener importantes repercusiones legales. La
ley, como bien había dicho Barksdale, era inflexible cuando se trataba de
ataques a la aristocracia.
No,
cualquier relación que pudiera haberse desarrollado entre Damon Salvatore y
ella era artificial y falsa.
Debía
marcharse. Aunque ella no era más que una sirvienta, su educación le decía que
no era apropiado vivir en la misma casa que él. Nunca lo había sido.
Pero
mientras lo pensaba, una parte en su interior se rebeló contra su decisión.
Había conocido tal felicidad durante el último mes; una alegría que jamás había
pensado volver a experimentar. Se había imaginado Blenhem como hogar
permanente, ayudando a los niños de los arrendatarios, desarrollando la
escuela, forjándole un futuro prometedor a Davie.
De
pronto sintió otra punzada de dolor. Con sir Damon como su patrón, el chico al
que había llegado a considerar casi como su hijo ya no la necesitaba. El noble
podría encontrarle al chico un tutor más cualificado y, con sus contactos entre
la aristocracia, podría hacer por Davie mucho más que ella. Al menos eso era
algo bueno.
Pero
mientras oscilaba entre el amor y la humillación, entre la rabia y el dolor,
entre el sentimiento de angustia y el de traición, se dio cuenta de algo más
inquietante aún.
A
pesar de lo ocurrido aquel día, aún lo deseaba. Parte de su reticencia a
marcharse estaba basada en el deseo. Parecía que su cuerpo, despierto después
de tanto tiempo, hacía oídos sordos a la razón y a la vergüenza.
Sabiendo
quién era realmente, estaba bastante segura de cuál sería la pregunta que
quería formularle. No le hacía ningún bien a su autoestima recordar lo
humillantemente fácil que se lo había puesto. Prácticamente había estado
intentando seducirlo y lanzarse a sus brazos desde que llegó. No era de
extrañar que la considerase una mujer fácil siempre disponible.
«Te
desea por algo más que por tu cuerpo», le decía su corazón. «¿Qué hay del humor
y la ternura que habéis compartido? Todo eso era tan real como la pasión».
¿Era
real, o eso era lo que ella había querido creer para hacer que su deseo
resultase más aceptable para su sentido del honor? Porque, si era totalmente
sincera consigo misma, a pesar de lo que había descubierto aquel día, si Damon
llegaba aquella noche y le ofrecía ser su amante, no estaba segura de poder
negarse.
Entonces
debía marcharse lo antes posible, antes de que las súplicas de su corazón y las
exigencias de su cuerpo le hicieran dudar. Empezaría a hacer la maleta de
inmediato.
Por
suerte no tenía muchas pertenencias. Un corazón hecho pedazos y una confianza
rota no ocuparían mucho en un baúl.
Había
colocado sus cosas sobre la cama, preparadas para meterlas en una caja que le
pediría a la señora Winston, cuando llamaron a la puerta de su habitación.
—Señora
Gilbert; Elena.
Se
quedó helada al oír la voz de Damon; no, de sir Damon, al otro lado de la
puerta. La misma voz que había gritado su nombre mientras ella le daba placer;
la misma que le había susurrado palabras de amor mientras yacía exhausta sobre
su pecho.
—Elena,
sal, por favor. Tengo que hablar contigo.
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