Capítulo
1
Suroeste
de Inglaterra; primavera 1817
Tras
asegurarse de que la pequeña Caroline, que tenía pesadillas, se había quedado
finalmente dormida, Elena Gilbert le acarició el pelo a la niña y se apartó de
ella.
—Gracias,
señora, y siento haber interrumpido vuestra velada —susurró Hannah, la niñera,
que seguía meciendo a la hermana pequeña de Caroline en el aula situada más
allá de su cama—. Pero estaba desesperada con los llantos incesantes de la
pequeña y la señorita Caroline tan asustada. Vos tenéis el toque capaz de
calmarla. Será mejor que volváis abajo, antes de que os perdáis el té.
Tras
haber escapado de otra cena interminable bajo la mirada lasciva de lord Lookbood,
el marido de su señora, Elena no tenía intención de servir el té a la familia,
a pesar de las instrucciones de la señora de regresar para hacerlo tras calmar
a la señorita Caroline.
—No,
Hannah. Me siento cansada. Creo que regresaré a mi habitación a leer un poco.
—Muy
bien, señorita. Buenas noches… y tened cuidado.
Elena
no necesitaba escuchar la críptica advertencia de la niñera. Esquivar los
indeseables avances de lord Lookbood estaba convirtiéndose en un desafío tan
grande que, por mucho que disfrutara del campo y de sus dos pupilas, Elena
sabía que pronto se vería obligada a buscar otro trabajo, y por tanto a
enfrentarse cara a cara con la preocupación que había evitado que informara a
sus señores de su decisión; la sospecha de que lord Lookbood no querría que el
objeto de su deseo escapara y, por tanto, evitaría que su esposa le diera las
referencias necesarias.
Cómo
habían cambiado las cosas en la quincena desde el regreso de Londres de sus
señores, pensó con un suspiro mientras atravesaba de puntillas el aula. Cuando
una amiga de la familia de su difunto marido la había recomendado para el
puesto de institutriz hacía casi un año, Elena lo había considerado la
respuesta a sus plegarias, devastada como había estado tras perder primero a su
bebé y más tarde a su querido Jeremy. Sin la fuerza ni el dinero necesarios
para buscar a su padre, que seguía siendo capellán en la Compañía de Indias, y
sin querer abusar de la caridad de su hermano mayor Matt, ni humillarse
pidiendo ayuda a la familia de Jeremy, que había dejado clara su desaprobación
al matrimonio con la hija de una caballero sin título, Elena había estado
encantada de cambiar el ruido y la suciedad de Londres por la belleza rural de
aquel remoto rincón del suroeste de Hampshire.
Educar
a dos niñas pequeñas inundaba sus días con una actividad incesante que le
dejaba poco tiempo para lamentarse. Había encontrado cierta tranquilidad que
sofocaba el dolor de tener que renunciar a sus sueños de formar una familia y
un futuro con Jeremy. Una paz muy frágil que se había visto interrumpida pocos
días después del regreso a la finca de lady Lookbood, a la que había visto una
vez el día de su entrevista, y de lord Lookbood, al que Elena nunca había
visto.
Se
detuvo en el quicio de la puerta y se asomó con cautela al pasillo. Entonces
recordó con una sonrisa amarga lo encantador que le había parecido lord Lookbood
en su primer encuentro. Sin aparentar altanería, se había detenido a hablar con
la nueva empleada y le había preguntado por su familia. Incluso había asegurado
ser amigo de un pariente lejano suyo, el marqués de Englemere, que tenía
contratado a su hermano Matt para administrar una de sus propiedades. Tras
informar a lord Lookbood de lo remota que era la relación con aquel primo al
que nunca había conocido y de confesar lo alejada que había vivido siempre de
la sociedad londinense, había esperado que el vizconde abandonara su cortesía
hacia una mera institutriz.
En
vez de eso, había seguido buscándola, prestándole una atención excesiva
mientras hablaba de literatura, de arte, de música y de teatro con el pretexto
de aclarar lo que consideraba importante para la educación de sus hijas.
Embobada por sus comentarios, Elena no había advertido nada raro hasta la
cuarta noche después de su llegada… cuando el vizconde la había acorralado a
solas en la biblioteca después de cenar.
Aún
recelosa a adentrarse por el oscuro pasillo, se quedó allí un poco más y sintió
un escalofrío en la espalda al recordar aquella noche tan infame. Algo en la
mirada del vizconde, que no dejaba de fijarse en su escote, había acabado por
ponerla nerviosa. Con el vino que había bebido en la cena iluminando sus ojos,
lord Lookbood había intentado persuadirla para que se quedara en la biblioteca
y hablara con él. Elena había usado el enorme escritorio como barrera entre
ellos mientras él le suplicaba, y luego se había apartado con rapidez,
apretando contra su pecho el libro que había elegido como si fuera un escudo.
Con
el corazón latiéndole apresuradamente, había estado a punto de escapar antes de
que él la alcanzara y le acariciara el trasero. El sonido de su risa cuando Elena
apartó su mano y salió por la puerta le había helado la sangre.
Encerrada
en su habitación, aún alterada, había considerado la posibilidad de quejarse a
lady Lookbood. ¿Pero qué haría si su señora no la creía?
Lord
Lookbood era vizconde y además el marido de su señora. Ella, en cambio, era la
viuda de un soldado y su padre un simple clérigo que se encontraba actualmente
fuera de Inglaterra. Y su hermano, al que no había visto en años, estaba
trabajando en una finca lejana. ¿Quién la ayudaría si lord Lookbood negaba la
acusación, como seguramente haría?
Dispuesta
a permanecer alerta mientras consideraba la mejor medida a tomar, desde aquella
noche había mantenido la puerta de su habitación cerrada con llave y los ojos
bien abiertos.
Al
igual que haría esa noche.
Tomó
aliento, salió de la habitación de las niñas y caminó con rapidez hacia su
habitación. Casi había alcanzado aquel santuario cuando una figura se
materializó de entre las sombras al otro lado del pasillo y se dirigió hacia
ella.
—Lord
Lookbood —dijo ella fríamente—. Tengo un ligero dolor de cabeza. Hacedle saber
a lady Lookbood de mi parte que no tomaré el té esta noche.
—Ah,
entonces yo también me olvidaré del té y te atenderé a ti. ¿Tienes fiebre?
Elena
esquivó su intento de ponerle la mano en la frente.
—Sólo
es un dolor de cabeza, milord. Se me pasará con un poco de soledad y
tranquilidad. Estoy segura de que vuestra esposa, que os espera abajo, estará
impaciente.
—Puede
esperar —dijo él mientras contemplaba su figura con un descaro inaudito—.
Mientras que tú… Ha pasado mucho tiempo, ¿verdad? Años desde que ese marido
soldado tuyo te envió de vuelta a Inglaterra. Debes de estar ansiosa…
anhelante.
Mientras
hablaba, Elena había comenzado a caminar hacia atrás en dirección a su
habitación, hasta que tocó con los dedos el picaporte de la puerta. Avanzando
mientras ella se apartaba, lord Lookbood colocó ambas manos a cada lado del
marco de la puerta y la acorraló contra la madera mientras le echaba en la cara
el aliento alcoholizado.
¿Si
Elena entraba corriendo en su habitación, podría cerrar la puerta antes de que
él la siguiera? ¿Lograría echar la llave antes de que lord Lookbood pudiera
utilizar su fuerza para abrirla de nuevo?
Tal
vez fuera pequeña y débil, pero no le daría la satisfacción de saber lo
asustada que estaba. Hizo acopio de todo su valor y dijo con severidad:
—Lord
Lookbood, encuentro vuestras… atenciones de lo más desagradables. Os ruego que
recordéis que sois un caballero y abandonéis vuestra actitud.
En
vez de eso, el vizconde se carcajeó.
—¡Qué
animalito tan mojigato eres! Estoy loco por acariciar tu piel… por arrancarte
ese vestido y sentir la suavidad de tu piel bajo mis dedos.
El
miedo extinguió cualquier deseo de razonar con él, de modo que Elena se agachó
bajo su brazo estirado e intentó escapar. Riéndose burlonamente, lord Lookbood
la agarró con facilidad y la aprisionó contra la puerta para besarla.
Furiosa
así como asustada, a pesar del limitado espacio que había entre ellos, Elena lo
golpeó con todas sus fuerzas y le mordió la lengua.
Con
un grito de dolor, el vizconde la empotró contra la puerta y le aprisionó los
brazos en la espalda. Le cubrió la boca con una mano antes de que pudiera
gritar y la rodeó con el otro brazo mientras ella se retorcía.
—Te
gusta así, ¿verdad? —jadeó—. ¡Bueno, puedo adaptarme! Te poseeré ahora, pequeña
zorra.
Apretándola
contra su cuerpo, abrió la puerta de su habitación. Mientras ella seguía
retorciéndose, intentando por todos los medios hacerle daño o retrasarlo, lord Lookbood
la arrastró por la habitación y la lanzó de espaldas sobre la cama antes de
colocarse encima y de aprisionarla con el peso de su cuerpo. Con una mano
comenzó a levantarle las faldas.
Apenas
incapaz de respirar por el peso que sentía en el pecho, y presa del pánico al
sentir su erección contra su vientre, Elena consiguió liberar un brazo. Agitó
el brazo a ciegas y golpeó a lord Lookbood en la cabeza al tiempo que le mordía
la mano con la que le cubría la boca.
A
pesar de sus esfuerzos, el vizconde ya había conseguido deslizar los dedos
hasta sus muslos cuando una voz femenina gritó:
—¡Señora
Gilbert! ¿Qué estáis haciendo?
Tras
unos segundos de inmovilidad, su atacante se apartó de ella. Elena se incorporó
sobre la cama e intentó recuperar el aliento.
—¿Qué
significa este ultraje? —preguntó lady Lookbood indignada.
—Katrina,
no saques conclusiones precipitadas —dijo lord Lookbood con tono conciliador—.
Esta bruja pelirroja ha estado arrojándose a mí desde que llegamos. Un hombre
sólo puede soportar la tentación hasta un punto.
—A
veces ese punto es muy bajo —dijo lady Lookbood.
—¡Tentación!
—gritó Elena furiosa cuando por fin recuperó la voz—. ¡No os he alentado en
absoluto! De hecho, he hecho todo lo que estaba en mi poder para esquivar
vuestras tentativas.
—¿Esquivar?
—respondió Lookbood—. Pero mírala, mi amor. Su melena suelta y su vestido
descocado. Las mejillas sonrojadas y el pecho agitado. ¡La muy bruja incluso me
ha mordido!
Lady
Lookbood cerró los ojos y respiró profundamente. Ahora que el peligro había
pasado, Elena sintió compasión por ella. Qué horror estar atada de por vida a
un sátiro que la avergonzaba intentando seducir a la institutriz delante de sus
narices. Apostaría sus pocos ahorros a que no era la primera vez que sucedía.
Lady
Lookbood abrió los ojos segundos después y dijo calmadamente:
—Deja
que me encargue yo de esto, querido, por favor.
—Como
desees, mi amor —tras dirigirle a su esposa una sonrisa y mirar a Elena con la
mirada de un niño malcriado al que le han negado un regalo, lord Lookbood salió
de la habitación.
—Lady
Lookbood, os aseguro…
—Por
favor, señora Gilbert, no intentéis explicaros. Dadas las circunstancias, no
puedo permitir que una mujer con vuestros… apetitos se encargue de mis hijas.
Debo pediros que abandonéis esta casa de inmediato.
La
acusación fue tan inesperada, y tan descaradamente incierta, que por un momento
Elena sólo pudo mirar a su señora con desconcierto. Su compasión hacia ella se
evaporó por completo.
—Pero,
lady Lookbood, no podéis culparme…
—Señora
Gilbert, ya os he dicho que no toleraré ninguna excusa. Tendré la caridad
suficiente de hacer que un mozo traiga un carruaje para llevaros al pueblo en
media hora, pero no pongáis a prueba mi indulgencia quedándoos bajo mi techo un
minuto más.
—¿Ahora?
—preguntó Elena con incredulidad—. ¡Ya ha oscurecido! ¿Y qué hay de mi salario?
—La
hora es asunto vuestro. En cuanto al salario… —la miró de arriba abajo—…
imagino que pronto encontraréis una manera de ganar lo que necesitéis.
Y
así, poco tiempo después, con la mente aún confusa y llena de ira, Elena se
encontró en la taberna del pueblo y fue abandonada por un mozo arisco que la
dejó sin decir palabra y desapareció en la oscuridad de vuelta a la mansión.
Sin
querer despertar a los huéspedes de la posada, y sin saber aún qué historia
contarles a los aldeanos, que sabían que trabajaba como institutriz en la finca
de los Lookbood, Elena se coló en el establo. Tan sólo los sonidos de algunos
habitantes equinos la recibieron cuando encontró un montón de paja y se sentó
en él.
Tratando
de soportar el miedo y la desesperación que amenazaban con sobrepasarla,
consideró sus escasas posesiones; un hatillo apresurado con ropa interior,
zapatos y vestidos, junto con la ropa y la capa que llevaba puestas, y una
bolsa con monedas.
Sin
referencias para un empleo futuro, ¿cómo podría sobrevivir sin sucumbir al
destino que la monstruosa lady Lookbood había anticipado para ella?
Tras
un momento de pánico, la asaltó un pensamiento tranquilizador. Iría a ver a su
hermano, Matt Gilbert.
Había
abandonado la armada después de Waterloo, según había sabido en el último
mensaje que había recibido de él; una amarga diatriba contra el aristocrático
sistema de patronazgo que le había negado un ascenso del que creía ser
merecedor después de aquella tremenda batalla. Desde entonces no había sabido
nada de él.
Por
lo que sabía, podría tener una esposa y una familia en la finca que ahora
gestionaba para su ilustre primo. No había viajado a Londres para consolarla
tras enterarse de la muerte de Jeremy y, por no querer importunarlo en aquel
momento Elena había aceptado el trabajo que lady Lookbood le ofrecía sin
pensarlo dos veces.
Pero,
casado o soltero, Matt era la única familia que seguía teniendo en Inglaterra.
Seguramente la acogería hasta que supiera qué hacer con su vida.
Alentada
por esa idea, se acomodó sobre el montón de paja con un suspiro. Al día
siguiente se gastaría sus escasos ahorros en comprar un billete para Blenhem
Hill.
—¿Damon,
qué crees que debería hacer?
Al
día siguiente, por la tarde, sir Damon Austin Salvatore levantó la vista de la copa
de brandy iluminada por el sol vespertino y miró
pensativo a su amigo Tyler Stanhope, marqués de Englemere, que estaba sentado
frente a él en la biblioteca de los Englemere.
—¿Qué
sucede ahora en la propiedad?
Tras
dar un trago a su copa, Tyler negó con la cabeza.
—No
estoy seguro, no sin inspeccionar el lugar en persona. Francamente, de no ser
por el desconcierto en el campo y por la preocupación general, me inclinaría a
pensar que Martin exageraba. Después de que dejase de ser mi agente, le cedí la
gestión de Blenhem Hill a un primo lejano que me pidió trabajo después de
Waterloo. Pensé que era lo menos que podía hacer por uno de nuestros valientes
hombres, y dado que había servido a las tropas de Wellington, imaginé que sería
capaz. Pero, según Martin, no es así. Y a pesar de su avanzada edad, sigue
teniendo la mente lúcida.
—¿Cómo
de malas dijo Martin que eran las condiciones? —preguntó Damon con compasión.
Salvo por algunos terratenientes muy ricos o aquellos con propiedades tan bien
atendidas como la suya, la caída de los precios después de la guerra había
provocado el caos en la economía agraria.
—Lo
suficientemente malas como para que Martin me instara a que despidiera a mi
primo y a su agente, otro veterano con el que había servido. Lo cual hice, y
ahora estoy varado. Blenhem Hill está muy lejos de mis otras propiedades.
Aunque odio dejar a Bonnie y a nuestro hijo para hacer un viaje tan largo, yo
ya había planeado ir de visita para supervisar las operaciones de la pequeña
hilandería que construí; algo que Hal me recomendó.
—¿Una
fábrica local que ofrecería ingresos suplementarios a las familias
arrendatarias para compensar la caída de los precios de las cosechas? —preguntó
Damon. Cuando Tyler asintió, continuó—. He hablado con varios terratenientes
que están haciendo eso. Una idea excelente.
—Eso
pensaba Hal, ahora que han diseñado mejores telares. Sabes que Hal… —Tyler
sonrió al mencionar a su amigo mutuo Hal Waterman, un hombre al que le
apasionaban las inversiones y le fascinaban los inventos— siempre disfrutaba
con los últimos artilugios. En cualquier caso, yo había planeado una breve
estancia en Blenhem Hill, pero si el problema es tan generalizado como dijo
Martin, les debo a los arrendatarios una inspección del lugar. Y dado que yo sé
más de finanzas que de agricultura, quería que me aconsejaras cómo proceder.
Damon
estaba meditando su respuesta cuando llamaron a la puerta y encontró a una dama
elegante de pelo dorado. El calor y la luz entraron con ella, pensó Damon, como
el sol sobre los campos después de la lluvia en primavera.
—Damon,
Tyler, siento interrumpir, pero…
Con
los ojos iluminados, Tyler se puso en pie de un salto y fue a darle un beso en
la mejilla a su esposa.
—Verte
es siempre un placer, querida. ¿Verdad, Damon?
—Siempre
—afirmó Damon, y el brillo de su presencia fue ligeramente ensombrecido por una
envidia que no podía controlar. Se había sentido atraído por Bonnie Wellingford
en el momento en que se habían conocido. Si su buen amigo Tyler no le hubiera
pedido la mano, él mismo habría ido tras ella.
—Gracias,
amables caballeros —respondió ella guiñando un ojo con una reverencia
exagerada—. Tyler, Aubrey no se irá a dormir hasta que no le des un beso de
buenas noches. ¿Damon, te importa que se ausente unos minutos?
—No
hay problema —respondió Damon, y se volvió hacia su amigo—. Ve a ver a tu hijo.
Yo esperaré aquí, bebiéndome tu brandy y
contemplando las posibles soluciones.
—Las
exigencias de la paternidad —dijo Tyler con un suspiro que Damon no se creyó ni
por un instante, sabiendo que su amigo adoraba a su hijo tanto como adoraba a
su esposa—. Volveré enseguida —agregó antes de salir con su esposa del brazo.
Damon
los vio marcharse e intentó controlar la envidia.
Incapaz
de cortejar a la única mujer a la que había querido, una mujer de campo que
podría amar y estimar a un caballero de granja como él, ¿podría Damon encontrar
otra mujer que pudiera igualarse a Bonnie? La amargura se acumuló en su
garganta. Tras su reciente desilusión con Amanda, le costaría trabajo creerlo
si alguna vez volvía a encontrar a alguien que pareciese ser tan merecedora de
su afecto como la esposa de su amigo.
Sin
quererlo, su mente se vio envuelta por las imágenes de la encantadora Amanda.
Pensaba que había encontrado a la mujer que había estado buscando cuando el
padre de ésta, lord Bronning, otro entusiasta de la agricultura al que había
conocido años atrás en la reunión anual de Holkham, lo había invitado a visitar
la finca tras la última reunión de otoño. Damon se había quedado prendado del
pelo dorado, de los ojos azules y picaros y de la inteligencia de la hija de
Bronning. Y ella tampoco lo había desalentado, recordó con una sonrisa.
Oh,
no. Ella se había acercado de inmediato para monopolizar su atención. Insistió
a su padre para poder ser la guía en las visitas a la finca, e impresionó a Damon
con sus conocimientos sobre la propiedad mientras lo entretenía con sus
ingeniosos comentarios.
Frunció
el ceño. También había encendido en él una pasión largamente negada, con las
sutiles caricias de sus dedos contra su cuerpo, con su escote insinuante y sus
labios húmedos. Se sentía solo tras perder la compañía de sus dos mejores
amigos; el uno felizmente casado con la mujer que él había deseado y el otro
ocupado con sus inversiones en el norte. De modo que Damon había permitido que
la lujuria y la necesidad lo convencieran para creer que lo que sentía por
Amanda era amor. Y para que le pidiera la mano. ¡Por suerte primero había hecho
una petición formal a lord Bronning! Para su desilusión, y para vergüenza de
aquel caballero, Bronning le confesó que su Amanda, a la que le encantaba
flirtear, le había asegurado que sólo se casaría con un caballero adinerado y
con título que viviera casi todo el año en Londres, dado que ya estaba cansada
de la vida rural. Lord Bronning había añadido con orgullo paterno que no le
cabía duda de que conseguiría su objetivo cuando su hermana la presentara en
sociedad la Temporada siguiente.
Agradecido
por haberse ahorrado la humillación de ser rechazado a la cara, Damon había
regresado inmediatamente a casa. Y se prometió a sí mismo que, sin ser tan rico
como Hal ni de tan alta cuna como Tyler, tendría mucho cuidado antes de volver
a arriesgar su corazón.
Intentó
eliminar ese desafortunado episodio de su mente y se concentró en el problema
de Tyler. Aunque Damon no era exageradamente adinerado, dado que sus bienes
estaban en terrenos y no en dinero, le iba bastante bien, y gestionar una
propiedad era una pasión que siempre le había gustado. Desde la primera vez que
conociera a personas con su misma mentalidad en la reunión de Holkham Hall,
había dedicado su tiempo y energía a implementar las ideas discutidas allí y a
persuadir a sus arrendatarios para que adoptaran las técnicas agrícolas más
eficientes e innovadoras.
Pero
ni siquiera las prácticas agrícolas más avanzadas eran siempre suficiente para
aplacar el desastre en aquellos tiempos difíciles, pensó. El coste del cercado
necesario para la agricultura moderna había recaído sobre aquéllos menos
capaces de afrontarlo, los granjeros pobres sin apenas posesiones. Con la caída
drástica en el precio del trigo y el maíz, incluso una pequeña propiedad bien
gestionada podía tener dificultades. El destino de aquéllos que estuvieran en
una mal gestionada se presentaba sombrío.
Tyler
tenía razón; el deber del terrateniente local era ayudar a sus arrendatarios a
prosperar y asegurarse de que aquéllos que se habían visto obligados a vender
sus pequeñas parcelas encontraran un empleo bien pagado. Y también tenía razón
al asegurar que era tarea difícil. Rectificar los efectos de un largo periodo
de mala gestión con las condiciones actuales representaría un desafío difícil,
incluso para alguien con la experiencia de Damon.
Aunque
le iría bien un desafío, algo que pudiera hacerle olvidar a Amanda y mantener
alejada la soledad.
La
idea apareció en su mente justo cuando Tyler regresó.
—Has
tenido tiempo para meditar la situación —dijo su amigo mientras se servía otra
copa de brandy—. ¿Qué me aconsejas?
—Vende
Blenhem Hill —respondió Damon—. Está demasiado lejos como para que puedas
supervisarlo correctamente, y te obliga a depender de un gerente de dudosa
experiencia; además dices que está en muy malas condiciones.
—¿Venderlo?
—repitió Tyler—. ¿Ahora? Con la caída de los precios de las cosechas y de la
tierra, ¿quién sería tan tonto como para adquirir una propiedad agrícola
decadente en las Midlands?
—Yo
—contestó Damon con una sonrisa.
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