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BIENVENIDOS A TOD@S A ESTE BLOG, ESPERO QUE DISFRUTÉIS LEYENDO LAS ADAPTACIONES DE CRÓNICAS VAMPÍRICAS.

COMO SABÉIS LOS PERSONAJES NO ME PERTENECEN Y LAS HISTORIAS QUE ADAPTARÉ TENDRÁN EL NOMBRE DE LA AUTORA AL FINAL DE CADA HISTORIA


GRACIAS

20 marzo 2013

Princesa Capitulo 01


Capítulo 1
 SEÑORITA Gilbert! No era la señorita Gilbert. Era Elena, cautiva de El Halcón, un jeque que aún vivía bajo el código del desierto, donde sólo sobrevivía el más fuerte.

En aquel momento El Halcón se estaba acercando a ella. Podía oír su voz profunda hablando en una lengua que no comprendía, dirigiéndose a alguien que estaba fuera de la tienda y que ella no conocía. Intentó desatar las cuerdas que ataban sus manos. Fue inútil. Las tiras de seda eran suaves, pero fuertes; y no pudo liberar sus manos.


Si lo hacía, ¿qué haría? ¿Correr?
¿Hacia dónde?

Estaba en medio del desierto. El sol castigaba la tienda calentando su interior. No duraría ni un día sola en el vasto erial.

Entonces apareció él, de pie en la entrada de la ha­bitación donde la tenían cautiva. Sus facciones estaban esculpidas por la sombra. Lo único que podía ver era su cuerpo grande enfundado en sus pantalones blancos y la túnica, típicos de su pueblo. Una bata negra caía de sus hombros hasta las pantorrillas. Tenía la cabeza cubierta con el turbante que lo distinguía como jeque. La cinta que lo sujetaba a la cabeza era de piel negra trenzada.

Estaba a menos de cinco metros, pero no obstante ella no podía verle la cara, oculta en las sombras. Sólo se distinguía el contorno arrogante de su man­díbula.

—¡Señorita Gilbert!

La cabeza de Elena Gilbert se levantó de donde había estado reposando y lentamente miró lo que la rodeaba: las paredes tapizadas de seda ha­bían sido reemplazadas por paredes de cemento, ape­nas alegradas por unos pósters anunciando la presen­tación de un libro. Eran las paredes del salón de descanso de la Biblioteca Pública Whitehaven, mu­cho más cerca del frío y húmedo Seattle que del de­sierto del Sahara.

Una luz fluorescente iluminaba las facciones de la mujer que tenía delante.

-¿Sí, señora Fell?

La señora Fell, jefa de Elena, vestida con una chaqueta azul de un color casi idéntico al de las paredes de la biblioteca, respiró con impaciencia.

-Estaba en las nubes otra vez, señorita Gilbert. Elena se sintió molesta por el reproche en la voz de la mujer mayor, a pesar de su ilimitada pacien­cia. Si el hombre de sus fantasías hubiera mostrado su cara, tal vez no se habría sentido tan frustrada. Pero no lo había hecho. Aquella vez no había sido distinto. Era curioso, pero su imaginación no podía crear un rostro para el jeque. Ni tampoco se dejaba ver la cara de El Halcón en su fantasía.

-Aún estoy en la hora de descanso -le recordó ama­blemente a la mujer. -Sí, bueno, pero... Al reconocer el comienzo de un sermón que le era familiar, Elena reprimió un suspiro. Sabía que su hora del almuerzo iba a ser interrumpida. Nuevamente.

Damon Salvatore al Kadar entró en la biblioteca y buscó con la mirada a Elena Gilbert. Su foto estaba grabada en su mente. Su futura esposa. Aunque los matrimonios arreglados no eran raros en la familia real de Jawhar, el suyo sería único.

Elena Gilbert no sabía que iba a ser su esposa. Su padre lo había querido así.
Una de las condiciones del trato entre el tío de Damon y Jeremy Gilbert era que Damon convenciera a Elena de que se casara con él sin que ésta supiera el arreglo que habían hecho su padre y el rey de Jaw­har. Damon no había preguntado por qué. Había estu­diado en Occidente y sabía que las mujeres americanas no veían los matrimonios acordados con la misma ecuanimidad que las mujeres de su familia.

Tendría que cortejar a Elena. Pero eso no sería una tarea difícil. Aun en un matrimonio arreglado, el príncipe de Jawhar debía cortejar a su prometida. Y aquel matrimonio no sería diferente. Él le daría un mes.

Hacía diez semanas, Jeremy Gilbert había infor­mado a su tío de un posible yacimiento de minerales en las montañas de Jawhar. El americano le había su­gerido hacer una sociedad entre Excavaciones Gilbert y la familia real de Jawhar.

Los dos hombres habían estado negociando aún los términos del acuerdo cuando Damon había sido ata­cado mientras cabalgaba en el desierto al amanecer. Las investigaciones habían revelado que el intento de asesinato había sido perpretado por el mismo grupo de disidentes responsable de la muerte de sus padres ha­cía veinte años.

Damon no sabía bien por qué el matrimonio de Elena había sido parte del trato. Sólo sabía que su tío lo consideraba conveniente. La necesidad de visas per­manentes podría haber sido el motivo de la familia real. Como esposo de una americana, Damon podría conseguirlas sin problema. No habría necesidad de pa­sar por canales diplomáticos, y así podría preservar la intimidad y el orgullo de su familia.

La familia real de Jawhar no había pedido asilo po­lítico en los tres siglos de su reinado y jamás lo haría. Y puesto que Damon ya se ocupaba desde hacía años de los intereses de la familia en América, que lo eligie­ran a él había sido lógico.

Jeremy Gilbert también había visto un beneficio en el matrimonio. Su preocupación por la soltería de su hija de veinticuatro años había sido evidente. Según él, ni siquiera había salido con chicos.

Las negociaciones de Jeremy Gilbert y su tío ha­bían culminado en que decretasen el matrimonio de Damon con Elena Gilbert.

Damon vio a su presa al otro lado de la sala, ayu­dando a un niño pequeño. Se estiró para sacar un libro de un estante, y su chaqueta negra de punto, que lle­vaba encima de una falda recta, llamó su atención. Se ajustaba a sus pechos y revelaba unas formas muy fe­meninas. Se excitó.

Aquello era inesperado. En la foto se veía una mu­jer bonita, pero no una exótica belleza como las que él había tenido en el pasado. El hecho de que hubiera re­accionado tan rápidamente ante semejante visión ino­cente lo hizo detenerse en su camino hacia ella.

¿Qué le había excitado tanto? Tenía la piel blanca, pero no de alabastro. Era rubia, pero de un tono os­curo, y con el pelo recogido como lo tenía no llamaba la atención. Sus ojos azules lo habían impresionado en la foto, y eran aún más sorprendentes al natural.

A excepción de sus ojos, no sobresalía nada de ella, pero la reacción de su cuerpo era innegable. La dese­aba. No era la primera vez que sentía aquella excita­ción. Pero otras veces había tenido que tener más esti­mulación. Habían tenido que ser mujeres con unos andares felinos, una ropa adecuada, o un aspecto des­lumbrante. Elena Gilbert no mostraba nada de eso. Era una sorpresa, pero agradable. Una atracción física auténtica haría más fáciles las cosas. A él lo ha­bían preparado para cumplir con su deber sin tener en cuenta la atracción personal. El país era lo primero. La familia lo segundo. Sus necesidades y deseos lo úl­timo.

Caminó y se detuvo a la izquierda de ella. Cuando el niño se marchó, Damon alzó la mirada y descubrió que había un hombre frente al escritorio.

Elena le señaló algo en el monitor de su ordena­dor, pero su mirada se dirigió un segundo a Damon. Y luego se posó en él. Damon la miró y luego notó por el rabillo del ojo que el hombre al que ella había estado ayudando, se había alejado. La siguiente persona de la cola pasó desapercibida, puesto que la atención de Elena se centró en Damon. El sonrió.

El cuerpo de Elena se puso tenso y su rostro se sonrojó. Pero no desvió la mirada.
El satisfacer el deber sería sólo una cuestión de transformar aquella atracción en deseo de casarse, pensó él.

-¡Señorita Gilbert! Preste atención. Tiene gente que atender.

Aquella mujer debía de ser la jefa de la que Jeremy Gilbert le había hablado cuando le había hecho una reseña de su hija.
Elena se puso más colorada.

-Lo siento. Se me ha ido el santo al cielo -no se amedrentó. Se dirigió a la persona siguiente en la cola, se disculpó y les preguntó qué deseaban.

La jefa se alejó resoplando, como un militar mo­lesto por verse privado de su grado.
Damon esperó a que se terminase la cola y luego sa­ludó a Elena.

-Buenas tardes —le dijo. Ella se sonrojó otra vez.

-Estoy interesado en telescopios antiguos y la con­templación de las estrellas. Quizás pueda indicarme al­guna referencia.

-¿Es un nuevo hobby que tiene? -preguntó ella con un brillo de interés en los ojos.

Era tan nuevo como que se había interesado a partir de la conversación con el padre de Elena.

-Sí.

El padre de Damon había compartido la pasión de Elena por aquel tema. Pero desde su muerte, sus li­bros habían permanecido en sus estantes del observa­torio del palacio de Kadar.

-Es uno de mis temas favoritos. Si tiene un minuto, le mostraré la sección dedicada a ello y le aconsejaré al­gunos libros que me parecen particularmente buenos.

—Con mucho gusto.

Elena intentó contener su excitación mientras guiaba a aquel hombre imponente hacia la sección científica de la biblioteca. Aquel aura de poder que emanaba era suficiente para turbarla. Pero el hecho de que tuviera las características físicas del hombre de sus fantasías le hacía perder el control por com­pleto.

Debía medir cerca de un metro noventa. Su cuerpo era musculoso y grande; la hacía sentir pequeña, aun sabiendo que no lo era. Tenía el pelo sedoso, y apenas un poco más oscuro que sus ojos. Y de no haber ha­blado un inglés impecable, hubiera pensado que era el jeque de sus fantasías.

Sintió un deseo desconocido para ella. Siempre ha­bía creído que una sensación así sólo podía sentirse con el tacto. Pero se había equivocado.
Se detuvieron frente a una hilera de libros y ella sacó uno y se lo dio.

-Éste es mi favorito. Tengo una copia de la primera edición en mi casa.
Damon tomó el libro y sus dedos se rozaron. Fue como si hubiera habido electricidad al tocarse.

-Lo siento -él la miró.

-No es nada.

Él abrió el libro y lo miró. Ella sabía que debía irse a su escritorio, pero no podía moverse.

-¿Me recomienda alguno más? -él cerró el libro.

-Sí.

Y le estuvo señalando varios libros y periódicos du­rante diez minutos.

—Muchas gracias, señorita...

-Gilbert. Pero por favor, llámeme Elena.

-Soy Damon.

-Es un nombre árabe.

-Sí.

-Pero su inglés, es perfecto.

¡Qué tontería había dicho!, pensó. Mucha gente de origen árabe vivía en la zona de Seattle, América, y era la segunda o tercera generación de la familia asentada allí.

-Así debe ser. El tutor real se sentiría molesto si no fuera así.

-¿El tutor real?

-Perdone. Soy Damon Salvatore al Kadar, príncipe de la familia real de Jawhar.

Ella se quedó sin aliento. ¡Había estado hablando con un príncipe durante más de diez minutos!

La idea de invitarlo a presenciar una reunión de la Sociedad de Telescopios Antiguos se le borró de la ca­beza por completo al escuchar aquello.

-¿Puedo servirlo en algo más?

-Ya la he distraído más de la cuenta.

-Hay una sociedad que se ocupa del tema de los te­lescopios -no pudo reprimirse.

-¿Sí?

—Se reúnen esta noche —le dijo la hora y el lugar.

-¿La veré allí?

-Probablemente, no.

Estaría allí, pero se sentaría al fondo de la sala. Y él no parecía un hombre dispuesto a ver nada desde la se­gunda fila.

A ella tampoco le gustaba, pero no sabía cómo cambiar las costumbres de toda una vida.

-¿No va a asistir?

-Siempre voy.

-Entonces, la veré allí.

-Habrá mucha gente.

-La buscaré.

«¿Por qué?» Elena estuvo a punto de preguntar en voz alta.

Pero en cambio sonrió y respondió

-Entonces, tal vez nos encontremos.

-Yo no dejo esas cuestiones libradas a la suerte.

Sin duda. Parecía una persona decidida.

-Hasta esta noche, entonces.

Él hizo sellar los libros que ella le había recomen­dado y se marchó.

Elena lo observó irse, segura de algo: el jeque de sus sueños ya tenía cara.

Tendría las facciones de Damon.

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