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COMO SABÉIS LOS PERSONAJES NO ME PERTENECEN Y LAS HISTORIAS QUE ADAPTARÉ TENDRÁN EL NOMBRE DE LA AUTORA AL FINAL DE CADA HISTORIA


GRACIAS

18 febrero 2013

Dolor y Amor Capitulo 11


Capítulo 11
Damon inclinó la cabeza y le acarició los labios con los suyos. Una vez, dos veces, tres; ella gimió protestando por su juego.
Ella giró la cabeza, intentando atrapar sus labios para obtener un beso más satisfactorio, pero él estaba ocupado en su cuello.
-Damon, por favor...
No quería más caricias. Necesitaba más, toda su pa­sión.
-Sssh... tesoro -su lengua se hundió en su oído-. Será perfecto -su voz y la sensual caricia hicieron que su cuerpo temblara anticipándose a lo que vendría des­pués.
Sus labios se abrieron para dejar escapar un gemido silencioso y finalmente él cubrió sus labios con los su­yos firmemente para tomar el control de los cálidos rin­cones de su boca.
Aquel beso hizo que ella le rodeara el cuello con más fuerza, y entonces recordó que podía tocarlo. Se­paró su boca de la de él, jadeando de la excitación, pero segura de que en esa ocasión las cosas serían dis­tintas.
-Quítate la ropa, Damon.
Él se quedó helado. Sus ojos se cerraron mientras ella le veía luchar contra sí mismo. Entonces dudó de lo que acababa de pedir. Tal vez pudieran seguir y pedirle que se desnudara más tarde. Estaba a punto de pedirle que volviera a besarla cuando él se levan­tó.
-No tienes que...
-Quiero hacerlo. Te lo mereces y yo también. Quie­ro hacerte mía de la forma más completa en que un hombre puede poseer a una mujer -dijo él, orgulloso.
A ella le encantaba cuando se refería a ella como una «mujer».
Implicaba intimidad libremente elegida., no un ma­trimonio de conveniencia en el que se sintiera atrapado por su sentido de la integridad.
Ella lo miró mientras se quitaba la chaqueta y des­pués la corbata, que dejó caer al suelo en un gesto de descuido. Después fue el turno de los botones negros, primero los de los puños y después los del pecho. Los soltó uno a uno, revelando progresivamente los con­tornos de su pecho musculoso hasta que la camisa de seda blanca estuvo abierta del todo. Los caracoles ne­gros de su pecho dibujaban una V que desaparecía provocativa por debajo de la cinturilla de sus pantalo­nes grises.
Ella contuvo el aliento mientras él se deshacía de la camisa. Después se quitó los zapatos y los pantalones. Los hizo a un lado mientras miraba su cara arrobada, y después fue el turno de los calcetines.
Se quedó de pie, desnudo frente a ella, excepto por los boxers de seda negra. Metiendo los pulgares por de­bajo de la cinturilla elástica, se los bajó por los muslos mientras ella dejaba escapar un sonido ininteligible al ver la parte más íntima de él.
Tragó saliva.
Abrió la boca, pero como no fue capaz de decir nada, la cerró.
Cerró los ojos. Los abrió.
Sacudió la cabeza.
No estaba resultando de gran ayuda...
-¿Se hace más grande? -preguntó ella en un gemi­do de verdadera mortificación.
Una sonora carcajada hizo que ella subiera la mira­da desde su impresionante miembro hasta su cara. Él parecía estarse divirtiendo, pero eso no era divertido. ¿Cómo quería que se enfrentara a eso?
Damon sacudió la cabeza, incapaz de creer la reacción de su mujer. Había esperado algo de preocupación, tal vez algo de pena, pero nunca había pensado en un ata­que de nervios a la vista de su miembro en estado de semierección.
Ella estaba verdaderamente asustaba pensando en una erección completa y aquello le levantó la moral de un modo increíble. Ella no lo consideraba un eunuco, más bien pensaba que era demasiado viril. Él sintió que se ponía más rígido y vio cómo ella palidecía. Estaba realmente preocupada.
Ella era pequeña, unos treinta centímetros más baja que él y de constitución delicada, pero no tenía ninguna duda de que sus cuerpos se ajustarían bien.
-Tu cuerpo fue creado para acomodarse al mío.
Ella se mordió el labio inferior.
-¿Estás seguro? Tal vez no esté bien hecha... Me sentía llena con tu dedo. No creo que podamos hacer que eso entre dentro de mí.
Si se reía de ella, era hombre muerto. Él lo sabía, pero necesitó de todo su autocontrol para contener la risa y el alivio que le habían provocado sus pala­bras.
-No te preocupes, cara, confía en mí.
Él la miró mientras ella tragaba saliva y se prepara­ba para enfrentarse a lo que estaba por venir.
-De acuerdo.
Él avanzó con cuidado hacia la cama. Su equilibrio mejoraba a ojos vista, pero no iba a arriesgarse a caer­se. Ella pareció hundirse entre las almohadas, con los ojos esmeralda llenos de temor. Él se detuvo cuando sus piernas llegaron al borde de la cama.
-¿Quieres tocarme?
Era una pregunta difícil de hacer. Estaba teniendo una reacción física ante ella, pero el miedo de no dis­frutar de una respuesta sexual plena aún le afectaba. Si ella lo acariciaba y la erección no aumentaba, o lo que era peor, perdía la dureza que había conseguido, sería un golpe terrible para su orgullo.
Pero haberla visto sufrir tanto por su cobardía aque­lla mañana pareció ser suficiente motivo como para arriesgarse.
Ella no respondió a la cuestión y se quedó mirando su virilidad como petrificada. Después, sus pestañas descendieron al tiempo que un escalofrío la recorría.
-Sí -fue sólo un susurro y él apenas la oyó.
-Tal vez ayudara, tesoro, si empezaras por otro lu­gar.
Sus brillantes ojos verdes lo miraban como supli­cando.
Él la tomó de las manos y la hizo arrodillarse sobre la cama. Después guió sus manos hacia su pecho, colo­cándoselas sobre los ya estimulados pezones varoniles. Ambos se estremecieron con el contacto. Ella se ade­lantó y lo besó, lamiéndolo para saborear su piel.
Él gimió
-Hazlo de nuevo -pidió en un murmullo.
Ella obedeció sin detenerse, esta vez mordiéndolo ligeramente y entonces sus manos empezaron a mover­se, como la noche anterior. Pero esa vez él no intentó detenerla. Le arañó con suavidad el pecho, y él le quitó el camisón por encima de la cabeza.
Después, él la atrajo hacia sí, abrazando el suave cuerpo desnudo de ella contra su pecho duro, y los dos se excitaron al notar sus cuerpos uno contra el otro. Él sintió su sexo duró chocar con la suave piel de su vientre y tuvo que contenerse con todas sus fuerzas para no darle la vuelta y penetrarla en ese momento. Saber que lo podía hacer hizo que se endureciera aún más.
Ella podía notar cómo se hinchaba contra ella. Su frente seguía apoyada contra el pecho de él mientras le clavaba las uñas en la muralla de músculos que tenía en frente. Quería tocarlo, pero ahora que era el momento, estaba aterrada. ¿Qué pasaría si lo hacía mal? ¿Y si lo aburría con sus caricias temblorosas e inexpertas?
Pero él tomó la decisión por ella. Le tomo las manos y las fue bajando por su torso hasta que llegaron a los suaves rizos negros bajo su cintura. Ella hizo presión con los dedos y su cuerpo tembló, con lo que ella se sintió más confiada. Con suavidad y firmeza a la vez, él guió su mano hacia la protuberancia dura como una roca.
-Tócame, amore. Tócame aquí.
Y ella lo rodeó con los dedos, sorprendida por la suavidad de la piel que rodaba aquella rigidez de acero. Ella lo acarició para probar desde la punta hasta la base, complacida de los gemidos guturales que él deja­ba escapar. No se estaba aburriendo. Con su mano ce­rrada sobre la de ella, le mostró el ritmo y la presión que le daba más placer.
Él dejó caer su mano y ella siguió acariciándolo, alucinada por el modo en que su cuerpo se estaba ten­sando. Levantó la cabeza para ver la expresión de éxta­sis de su cara, el calor de su piel, la dureza de sus pezo­nes y el nivel de excitación general que nunca hubiera soñado con poder generar en él.
-Deseas que te toque -susurró ella, asombrada.
-Sí. Mucho.
-Creía que no lo deseabas -dijo, casi llorando.
Su cuerpo se puso rígido. La empujó sobre la cama y se colocó entre sus piernas abiertas.
-Me moría por que me tocaras.
-Pero...
-No hables, amore. Siente —la interrumpió él, po­niéndole un dedo sobre los labios.
Él acarició cada centímetro de su cuerpo, primero con las manos y luego con la boca. Cuando enterró sus labios en el centro de su feminidad, ella se encogió.
-¡No! Damon... Yo... Tú...
Pronto sus palabras incoherentes se tornaron en ge­midos de incandescente placer.
Él le hizo el amor con la boca de un modo que la hizo flotar casi desde el principio. Su cuerpo se arquea­ba sobre la cama, pero esta vez ella sabía que había más, y lo deseaba. Lo necesitaba. Lo pidió a gritos de un modo que la hubiera avergonzado si no hubiera es­tado totalmente perdida en las sensaciones que él pro­vocaba en ella. Cuando él volvió a su posición sobre ella, estaba temblorosa de necesitad.
-Te deseo -gritó ella.
-Sí. Puedo verlo -el gesto de satisfacción de su voz habría podido irritarla, pero no en ese momento.
Él intentó entrar, presionando con suavidad.
-Ahora haremos el amor.
Ella lo miró, sin creer que pudieran seguir adelante. Pero aquello era demasiado importante para los dos.
Él sonrió, pero no divertido, sino con cara de depre­dador, el hombre primitivo que determinaba su lugar dentro de la jerarquía de la vida de su mujer... en el punto más alto.
-Eres mía, Elena. Para siempre.
Ella asintió, muda, y sintió cómo su cuerpo se amoldaba alrededor de su rigidez recibiéndolo entero, quedando poseída por él, completa y rodeada.
Era una sensación mucho más íntima de lo que ha­bía podido imaginar. Una emoción mucho más devasta­dora que las que había sentido antes.
Ella no se dio cuenta de que estaba llorando hasta que él lamió sus lágrimas de sus ojos.
-¿Te hago daño? -preguntó, tembloroso.
-No -dijo ella.
Él salió de ella casi por completo y ella lo agarró, desesperada por que volviera a penetrarla.
Él no pensaba retirarse y volvió a entrar en ella para iniciar un ritmo que fue incrementando hasta bombear con rapidez y dureza.
Ella se estaba preparando para el éxtasis, gritando su nombre y otros ruidos ininteligibles. ¿Podría ser me­jor de lo que ya le había dado él? Desde luego lo fue. Mucho más intenso, tal vez porque los dos lo estaban compartiendo. La fiereza de él se encontró con el rival perfecto en su agresividad sexual.
Entonces el mundo entero explotó a su alrededor y perdió el conocimiento por segunda vez aquel día. Ella gritó y el sonido resonó en sus oídos hasta que Damon se unió a ella en el mayor placer que pueden compartir un hombre y una mujer, arqueando el cuerpo y con su viri­lidad creciendo de un modo imposible dentro de ella.
La tensión fue desapareciendo de su cuerpo hasta que el torso de él cayó sobre el de ella. Ella lo abrazó con los brazos y las piernas en exuberante delirio.
-Eres un amante maravilloso, caro.
Su cuerpo saltó de alegría. Con un gemido, él em­pezó a darle una lluvia de besos sobre la cara. Parecía irreal. Damon dándole las gracias por hacerle el amor. Damon, diciéndole que era la mujer más bella del mundo. Damon besándola extasiado.
Él rodó sobre su espalda y la colocó sobre sí.
-Grazie, amore.
Ella sonrió.
-Gracias a ti, amor mío.
-Me has devuelto la masculinidad -dijo, abrazándola.
¿Podía ser eso comparable al regalo que acababa de hacerle a ella?
-Te quiero -dijo ella, incapaz de contenerse.
-Me he sentido seguro contigo -dijo con total satis­facción-. Un hombre puede permitirse ser vulnerable con la mujer que lo ama.
-Estoy contenta -dijo viéndole la cara de satisfac­ción y apretándose más contra él.
-No tanto como yo.
Ella se sobresaltó.
-¿Damon?
-¿Sí?
-¿Qué...? -pero mientras pensaba la pregunta, el cuerpo de Damon le daba la respuesta al arquearse bajo su peso, lanzando su cuerpo tembloroso a un nuevo viaje de exploración.


Elena se despertó con la dulce caricia de sus la­bios contra su mejilla. Ella sonrió, con los ojos aún ce­rrados.
-Buon giorno, tesoro. Abre los ojos.
Ella lo obedeció y se sintió totalmente feliz.
-Buenos días -le dijo, abrazándolo por el cuello y besándolo.
Él la devolvió un beso posesivo y placentero, que hizo que ella se pegara contra su pecho. Gimiendo, él se retiró.
-Tengo que irme, tesoro. Tengo una reunión esta mañana que no puedo cancelar, aunque querría.
Ella, que se había extrañado de que se retirase, ob­servó el perfecto traje, su peinado y su cara recién afei­tada. Sus ojos la miraban devoradores.
Ella gimió recordando todas las veces que habían hecho el amor en las pasadas veinticuatro horas.
Él le acarició el pelo suelto.
-Tal vez sea mejor para ti que me vaya.
-No... no quiero que te vayas -dijo ella haciendo una mueca de desagrado
-Volveré lo antes que pueda.
Ella arrugó los labios y se sorprendió por ello. Nun­ca antes lo había hecho. Él dejó escapar un sonido de aprecio y la besó en los labios.
-Te lo prometo.
Ella lo besó más profundamente y después se retiró.
-De acuerdo, si lo prometes.
-Por mi vida -dijo con una sensual sonrisa-. Inten­taré que la reunión sea lo más corta posible. Toma un largo baño caliente.
-¿Ayudará? -preguntó ella, inocente.
-Sí -dijo él, serio-. Hablaremos cuando vuelva.
No habían hablado mucho la noche anterior. Ella asintió y sonrió.
Se dirigió hacia ella como si fuera a besarla, pero se detuvo en medio de la habitación y salió con gesto de­terminado. Ella lo observó, con una sombra de duda pasando sobre toda la felicidad de la noche anterior. ¿De qué quería hablar?
Ella no quiso pensar que fuera algo malo, pues Damon había pasado casi veinticuatro horas haciendo todo aquello de lo que era capaz para darle placer y para ha­cerla concebir un hijo suyo. Se dijo a sí misma que de­bía sentirse segura.
Con ese pensamiento, siguió las instrucciones de Damon y tomó un largo baño de burbujas aderezado con un caro aceite de baño, regalo de su suegra. El agua bur­bujeante se llevó el dolor y las molestias de su cuerpo.
Un poco más tarde y tras un solitario desayuno, puesto que estaba sola en la casa, le anunciaron que la esperaba una visita. Ella se dirigió a la sala admirando los frescos del techo y las pinturas de las paredes como hacía siempre. La casa había sido decorada por los grandes maestros italianos de la época.
Un ruido al lado de la ventana alertó a Elena de la presencia de su visitante.
Caroline estaba de pie junto a la ventana, iluminada por la luz otoñal.
-Supongo que te crees muy lista -empezó la mode­lo.
-No sé a qué te refieres.
Caroline dio un paso adelante, revelándole una mira­da de condescendencia.
-Tontita. No se quedará contigo ahora que es un hombre de nuevo.
¿Cómo podía Caroline saber algo que Damon había des­cubierto la noche anterior? No podía haberla llamado. Elena empezó a sentir un nudo de nervios en el estó­mago y empezó a respirar con dificultad.
-¿De qué estás hablando?
-No te hagas la ignorante conmigo. Ya sé que Damon ha vuelto a andar.
Así que no sabía el resto. Se sintió aliviada, pero, ¿cómo se había enterado Caroline de que podía andar? Elena se había enterado el día anterior.
-Siempre supimos que Damon volvería a andar.
-Si él hubiera creído eso, nunca me habría dejado marchar -dijo secamente.
Según lo que él mismo le había contado, era cierto que había tenido sus dudas.
-No sé qué cambia eso —dijo, sin saber muy bien qué decir.
-Eres una estúpida, ¿verdad?
Elena se puso tensa ante el insulto.
-Está claro que tienes algo que decir. Te sugiero que lo hagas y que te marches de mi casa.
-¿Tu casa? ¿Cuánto crees que durará? Hasta que le des un hijo a Damon. Él sabía que yo no quería quedarme embarazada y estropear mi figura. Cuando hayas cumpli­do con tus tareas, él volverá a mí, a quien realmente ama.
-Damon no hará eso -tenía mucha integridad como para abandonar a una madre y a su hijo.
Caroline sonrió viciosamente.
-Cuando un hombre desea algo, lo sacrifica todo para conseguirlo.
-¿Qué te hace creer que te quiere a ti? Te dejó mar­char.
-Pensaba que no podría ser el hombre que yo nece­sito que sea. Me dejó marchar por mi bien. Ahora los dos sabemos que es distinto.
Elena apretó los puños ante las verdades que esta­ba diciendo Caroline. El mayor miedo de Damon era no po­der volver a hacer el amor, no el no volver a andar.
-Tú no lo quieres.
La risa de Caroline sonó desagradable.
-Cuando tienes una relación sexual como la que te­níamos Damon y yo, las emociones tontas como el amor no son necesarias.
Elena no podía soportar la imagen de Damon tocan­do a Caroline del mismo modo que la había tocado a ella.
-Es hora de que te vayas.
-No tan rápido. Aún hay algo que quiero decirte y después esperaré a Damon para felicitarlo por volver a andar.
Elena no podía creer la audacia de la otra mujer.
-Si quieres ver a mi marido, pídele una cita a su se­cretaria. No eres bienvenida en mi casa.
-No me iré de aquí.
-El personal de seguridad de Damon no lo verá igual que tú, supongo.
-No me echarás a la calle. No tienes agallas -la amenaza de Elena parecía haberla pillado por sorpre­sa.
Elena abrió la boca para responder cuando oyó la voz de Damon.
-No sabía que estarías acompañada, cara.
Elena se giró hacia él para observar su inexpresiva mirada.
-Ha venido sin avisar.
-Y tu mujer acaba de amenazarme con echarme a la calle -la voz de Caroline se había vuelto queda y dolori­da. Para disgusto de Elena, sus ojos estaban llenos de lágrimas.
-¿De verdad? -dijo Damon con sonrisa sarcástica.
Caroline cruzó la habitación y se agarró a la chaqueta de él.
-¡Sí! No es suficiente con que se haya casado conti­go, sino que quiere apartarme de tu vida por completo.
Damon apartó a Caroline de sí y miró a Elena.
-¿Es verdad?
-Sí. Le dije que, si quería verte, le pidiera una cita a tu secretaria. No la quiero en mi casa.
Elena no se preocupaba por las apariencias. Caroline había mentido en Nueva York, había amenazado su matrimonio y ahora Elena era consciente de su poder de seducción sobre Damon. Elena no deseaba incluirla en su círculo de amigos.
Damon asintió.
-Pero no creo que la cita sea necesaria.
Miró a Caroline y no pudo ver el espasmo de dolor que cruzó el rostro de Elena.
-Podemos hablar ahora, ¿verdad?
-Sí, Damon. Por favor. Sólo quería decirte lo feliz que estoy de verte andar de nuevo -dijo, casi ronroneando como un gato.
Damon se alejó de ella y se sirvió un whisky.
-¿Cómo lo supiste?
-Me encontré con la mujer de tu fisioterapeuta ac­cidentalmente mientras estaba de compras. Empeza­mos una amistad, y no puedes culparme por querer seguirte la pista. Sobre todo después de lo que hemos compartido.
Sus palabras y la obvia falsedad de Caroline hacían que Elena se sintiese enferma. Damon tal vez no hubiera soportado que hubiera expulsado a su ex prometida de la casa, pero eso no significaba que ella tuviera que quedarse a presenciar cómo otra mujer desplegaba toda su artillería con su marido.
Se giró y salió de la habitación.
Damon la llamó, pero lo ignoró al igual que ignoró la voz de Caroline diciéndole que la dejara marchar.

1 comentario:

  1. genial¡ y que mal me cae la caroline esa¡ a ver si se pierde de una buena vez jaja¡ gracias y espero el próximo¡ >^.^<

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