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BIENVENIDOS A TOD@S A ESTE BLOG, ESPERO QUE DISFRUTÉIS LEYENDO LAS ADAPTACIONES DE CRÓNICAS VAMPÍRICAS.

COMO SABÉIS LOS PERSONAJES NO ME PERTENECEN Y LAS HISTORIAS QUE ADAPTARÉ TENDRÁN EL NOMBRE DE LA AUTORA AL FINAL DE CADA HISTORIA


GRACIAS

13 noviembre 2012

Recuérdame Capitulo 05


Capítulo 05
De habérselo permitido, Damon la habría llevado en brazos hasta el ático. Y protestó con rabia hasta que ella puso los ojos en blanco y le informó de que estaba bien y que a nadie se le llevaba en brazos por culpa de un ojo morado.

La visión del ojo sólo sirvió para enfurecerlo aún más. Elena era pequeñita y la idea de que alguien le hubiera hecho daño… y encima embarazada… Afortunadamente, el médico había asegurado que el bebé estaba bien.


—¿Te apetece que encargue algo para cenar? —preguntó tras acomodarla sobre el diván.

—Gracias, me encantaría —contestó ella mientras reclinaba la cabeza.

—Debes estar cansada —él frunció el ceño al ver el gesto que asomó al rostro de la joven.

—He tenido un par de días muy duros —Elena asintió.

Damon se sintió culpable. Desde luego no le había facilitado las cosas. Pero de inmediato sintió una profunda irritación. ¿Por qué tendría que sentirse culpable? No era capaz de recordar nada. Cada noche se iba a la cama con la esperanza de que a la mañana siguiente los recuerdos hubieran regresado y no tuviera que preguntarse si había hecho algo tan estúpido como seducir y enamorarse de una mujer en cuatro semanas. No, no debería sentirse culpable. Nada de lo sucedido había sido culpa suya. Salvo el hecho de haberla alterado haciendo que huyera de su despacho.

Mientras descolgaba el teléfono, la observó detenidamente desde el otro extremo del salón. Parecía haberse quedado dormida y se preguntó si debía despertarla para cenar.

La mirada se deslizó hasta la barriga y de inmediato decidió que no podía consentir que se saltara una comida.

—¿Te apetece beber algo mientras esperamos? —Damon se sentó en una silla junto al sofá.

—¿Tienes algún zumo? —Elena abrió perezosamente los ojos—. Estoy un poco mareada.

—¿Y por qué no has dicho nada hasta ahora?

—Porque lo único que deseaba era sentarme y descansar un poco —ella se encogió de hombros—. Todas esas personas a mi alrededor me ponían nerviosa.

Damon se dirigió a la cocina y buscó en la nevera un zumo de naranja.

Se sentó en el sofá junto a ella y le entregó un vaso con el zumo. Elena bebió con ansia la mitad.

—Gracias. Con eso bastará.

—¿Te sucede a menudo o se debe a las emociones del día? —preguntó él con recelo.

—Siempre estoy al borde de la hipoglucemia. Y de vez en cuando me baja demasiado el azúcar. El embarazo también lo ha alterado y debo comer a menudo para no desmayarme.

—¿Y qué pasaría si te desmayaras mientras estás sola? —Damon soltó un juramento.

—Estoy bien, Damon —insistió ella—. Mi abuela es diabética. Sé cómo actuar en caso de subidas o bajadas de azúcar.

La abreviatura de su nombre, que sólo utilizaban los amigos más íntimos, escapó de los labios de Elena como si la hubiera utilizado miles de veces. Y a Damon le pareció que sonaba… bien.

¿Por qué no conseguía recordar? Si de verdad había mantenido una relación con esa mujer y si, tal y como ella había afirmado, se habían unido sentimentalmente, ¿por qué la había borrado de su memoria?
Elena levantó la vista y sus miradas se fundieron. Algo en esos ojos hizo que Damon sintiera una opresión en el pecho. Parecía cansada y frágil. Parecía necesitar… consuelo.

—Damon, se llevó mi bolso —anunció ella.

Él asintió. La policía había acudido al hospital para tomarle declaración.

—No pensé… todo sucedió tan deprisa, y luego en el hospital… —levantó una mano en un gesto de desesperación que sólo sirvió para que Damon sintiera más ganas de consolarla.

—¿Qué te preocupa, Elena?

—Tengo que anular las tarjetas de crédito. Dios, mío, seguramente ya habrá vaciado mis cuentas. También llevaba el permiso de conducir. ¿Cómo voy a volver a casa?

Cuanto más hablaba, más se alteraba y Damon la rodeó torpemente con un brazo.

—No te preocupes. ¿Tienes los números de teléfono a los que debes llamar?

Ella sacudió la cabeza antes de apoyarla sobre su hombro.

—Si tienes un ordenador, puedo buscarlos en internet.

—Que si tengo un ordenador… —él bufó—. Siempre estoy conectado a internet.

—En la isla no —ella levantó la cabeza y lo miró a los ojos.

—Eso es imposible —él frunció el ceño—. Jamás habría desaparecido del mapa así como así.

—No perdiste el contacto —le aclaró Elena—. Pero a menudo hacías tus llamadas, o contestabas los correos, por la mañana o a última hora de la noche. Durante el día dejabas la BlackBerry en mi casa mientras nos íbamos a explorar la isla.

—¿Lo ves? Por eso me cuesta tanto aceptar la historia que cuentas —Damon suspiró—. Yo jamás haría algo así. No es propio de mí.

Elena hizo un gesto de desagrado y se apartó de él. En un intento de disimular la sensación de incomodidad que se había instalado, Damon se levantó y fue en busca del portátil. Estuvo largo rato dándole la espalda para recuperarse y evitar la tentación de disculparse.

Al fin regresó hasta el sofá y colocó el ordenador a su lado sobre un cojín.

—Si tienes algún problema para cancelar tus tarjetas, o pedir unas nuevas, dímelo. He dado mi dirección para que te las entreguen aquí.

—¿Y qué pasa con mi permiso de conducir? —preguntó ella algo tensa—. ¿Cómo volveré a casa?

—Yo te llevaré a casa, Elena. ¿No puedes llamar a tu abuela para que te envíe por fax una copia de tu partida de nacimiento? Creo que sirve como identificación para volar.

—¿No podríamos ir en tu avión? Oh… supongo… Lo siento —se interrumpió avergonzada.

—Tengo más de uno —contestó él secamente.

—¿Y por qué no usar alguno? Sería más fácil viajar sin identificación en un jet privado.

—Digamos que he desarrollado una repentina fobia hacia los aviones pequeños.

—Debo parecerte muy insensible —ella frunció el ceño—. Es que todo este viaje ha sido un desastre desde el principio.

—Sí, supongo que para ti lo habrá sido —murmuró él.

Damon se sentó a su lado. No le gustaba la sensación de inseguridad que tenía con respecto a ella. Pero, si estaba enfadado, era consigo mismo.

Si Elena decía la verdad, él había puesto su vida patas arriba.

Poco a poco crecía la inquietante sensación de que todo era cierto, por raro e improbable que pareciera, y, si era así, tendría que decidir qué demonios iba a hacer con esa mujer a la que supuestamente amaba, y con el hijo que llevaba dentro. Su hijo.

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