Capítulo
9
Elena se
despertó con el aroma del café.
-Buenos días.
Te he traído el desayuno.
La voz de Damon fue como una agradable bienvenida en
la inconsciencia del sueño. Hasta que a su mente volvieron los recuerdos del
día anterior.
Damon le tomó la cabeza y le preguntó:
-¿Te encuentras bien, pequeña gatita?
Elena lo miró. Estaba sentado a su lado en la cama,
vestido con una bata; evidentemente se acababa de despertar. Tenía el pelo revuelto,
incipiente barba, y profundas ojeras de una noche en vela. Ella sabía que el
sofá era muy pequeño para él. Sin embargo, estaba igualmente atractivo.
Y ella prefería no verlo atractivo.
Había tomado algunas decisiones en las horas de
insomnio, y no quería verse afectada por aquella masculinidad arrolladora.
Se sentó en la cama y se tapó con las mantas. No
quería que Damon tomase ningún gesto suyo como una invitación.
Él alzó las cejas al ver su actitud, pero no dijo
nada y depositó la bandeja del desayuno en el regazo de ella.
Había dos cruasanes en un plato, dos tazas de café y
un cuenco con higos.
Elena tomó la taza de café y dijo:
-Gracias.
-Es un placer.
-Quiero volver a Seattle -le dijo ella.
Quería transmitirle cuanto antes su decisión.
Damon esperó a terminar de masticar un trozo de
cruasán para contestar.
-Volveremos, como estaba planeado. Mis negocios
están allí. Tu trabajo también.
-Quiero decir hoy -ella dejó la taza en el plato.
-Eso no es posible.
-¿Se ha roto tu jet?
Él ignoró el sarcasmo en el tono de Elena y contestó
como si la pregunta no hubiera sido retórica.
-No.
-Entonces, no veo el problema.
-¿No lo ves? -el tono de voz amenazante dejaba claro
que aquel hombre había sido entrenado desde niño para ejercer autoridad.
-No -dijo ella.
-¿Te has olvidado de la ceremonia de boda con la
gente de mi abuelo?
-Sería ridículo pasar por otra ceremonia de boda si
tengo idea de divorciarme, ¿no crees?
Damon se puso tenso, como si se preparase para la
batalla.
-No habrá divorcio -declaró el jeque.
-No sé cómo vas a hacer para impedirlo.
Damon la miró con gesto amenazante, como si quisiera
decirle que no tenía imaginación suficiente.
-Lo digo en serio, Damon. No voy a seguir casada con
un hombre para el que sólo soy un medio para conseguir algo.
-No eres un medio. Eres mi esposa.
-Eso dices. Pero es curioso. Yo no me siento como
una esposa.
-Eso lo puedo solucionar yo.
Ella agitó la cabeza, sabiendo a qué se refería él.
-No volveré allí.
-¿A donde? -preguntó él con voz sensual.
-A la cama.
-Si somos muy compatibles en la cama -Damon le
acarició el pecho.
Ella se estremeció a su pesar. Su cuerpo desobedecía
las órdenes de su corazón marchito.
-Eso es sexo, y estoy segura de que habrás sido
compatible con otras mujeres también.
-Con ninguna como contigo.
A ella le hubiera gustado creerlo. Pero después de
haber descubierto tantas mentiras, no podía hacerlo.
-Díselo a otra...
Él se rió.
-No quiero hacer el amor con nadie más que contigo.
-Si no me amas, no es hacer el amor.
-Entonces, ¿qué es? -sonrió él.
-Sexo, o si lo prefieres... -dijo una palabra más
grosera y se sirvió un cruasán.
-No te queda bien la ordinariez.
Elena terminó de comer antes de contestarle.
-No me importa lo que te parezca a ti.
-Es suficiente -dijo él, levantándose, molesto.
-No puedes decirme lo que tengo que decir y lo que
no, como si fuera una niña.
-Te estás comportando como una niña.
-¿En qué?
-Tú estás feliz de estar casada conmigo. Me amas, pero amenazas
con romper nuestro matrimonio con un pretexto absurdo.
-No me parece que la traición sea un pretexto absurdo.
-¡Yo no te he traicionado! -gritó él.
Era la primera vez que lo oía gritar.
Y no le gustaba.
-Cuando nos casamos, estabas tan contenta que brillabas...
-Damon volvió a controlarse.
Ella iba a decir algo, pero él la interrumpió.
-No lo niegues.
-No iba a hacerlo.
-Bien, por lo menos reconoces algo.
-Ahora no estoy contenta.
-Eso es algo que puede cambiar.
-No cambiará jamás.
Ella había estado contenta porque pensaba que el
hombre al que amaba, también la amaba a ella.
-Eso no lo creo -respondió Damon.
-Te parecerá extraño a ti, pero el sentirme usada
por mi padre y mi esposo no me hace feliz. Y puesto que eso no puede cambiar,
es imposible que cambien mis sentimientos.
-No se trata de que te hayan usado. Sé que aborreces
que tu padre se meta en tu vida. Pero para un padre es importante encontrar un
marido adecuado para su hija. Y para nosotros es un placer estar juntos. Por lo
tanto, lo único que nos hace falta es que lo aceptes.
-El sexo sin amor es degradante. Y la preocupación
de un padre por el bienestar de su hija no hace que la venda a cambio de una
sociedad mercantil.
-Él no te vendió.
Unas lágrimas se deslizaron por las mejillas de Elena.
-Sí, me vendió. No soy más que una esposa por
obligación, a la que se ha comprado y por la que se ha pagado.
Era muy doloroso, y ella se dio la vuelta para que
él no fuera testigo de la pena tan grande que sentía.
Damon quitó la bandeja y la estrechó en sus brazos.
-No llores, por favor.
Ella no quería que él la consolase. Damon era el
enemigo. Pero no había nadie más, y el dolor era demasiado grande para
soportado sola. Damon le acarició la espalda, y pronunció palabras de consuelo.
-Eres mucho más que una esposa por obligación.
-No me amas. Te casaste conmigo porque te obligó tu
tío.
Damon la abrazó fuertemente.
Ella se hundió en su pecho. Pero la realidad estaba
allí. Y ella no iba a rehuirla.
Hizo un gran esfuerzo y se recompuso antes de decir:
-Necesito levantarme.
-No hemos terminado de conversar -respondió él,
contrariado.
-Tengo que prepararme para viajar.
Damon quiso mirarla a los ojos, pero ella desvió la
mirada.
-Tienes razón -dijo él finalmente-. Tenemos que
prepararnos para nuestro viaje a Kadar. Iremos en helicóptero. Y por más que
me pese que te recojas el cabello, tienes que hacerlo.
-No voy a ir contigo al desierto. Me voy a casa
-dijo ella.
-Te equivocas. Vendrás conmigo a nuestro hogar en el
desierto.
-No.
-Sí -dijo él, con autoridad de jeque árabe.
-No puedes obligarme.
-¿No?
Ella se estremeció.
-No voy a pasar por otra farsa de boda.
-No es ninguna farsa.
-Ésa es tu opinión, y tienes derecho a ella. Pero
eso no cambiará la mía.
-Ya está bien. Participaremos en la ceremonia beduina
mañana como estaba planeado. No permitiré que mi abuelo sea humillado delante
de su pueblo. Ni permitiré que tú desprecies nuestro matrimonio.
Dicho esto, Damon salió de la habitación.
Dos horas más tarde, Elena estaba vestida para
viajar a Seattle. Porque ella se marcharía a Seattle, al margen de lo que
dijera su arrogante esposo, pensó.
Buscó su pasaporte para asegurarse de que estaba en
regla y se alegró de encontrarlo. Tenía dinero, tarjeta de crédito... Todo lo
que necesitaba para salir de Jawhar.
Había llamado al aeropuerto y había pedido un coche
para que la recogiese.
Esperó en el balcón a que la fuera a buscar.
Desde allí le llegaban los ruidos de la ciudad, más
pequeña que Seattle, pero más ruidosa. El sol calentaba su cuerpo. Un ruido en
la sala la alertó de la llegada de un sirviente. Debía ir a avisarle de la
llegada del coche para llevarla al aeropuerto.
El viaje al aeropuerto transcurrió sin problemas.
Como miembro de la familia real, no fue difícil encontrar
un asiento en primera clase. Y en pocos minutos estaba sentada en el avión,
esperando que despegase.
Se cerró la puerta del avión, y el piloto anunció su
salida.
Recorrieron la pista, pero, de pronto, se
detuvieron.
Los pasajeros empezaron a inquietarse por la demora.
Si bien ella no comprendía lo que decían.
Pero a medida que pasaba el tiempo, ella tuvo una
intuición, que se vio confirmada al ver a su esposo entrar en el avión.
Damon le clavó la mirada oscura. No se molestó en
llegar hasta ella. Simplemente ladró una orden a la azafata que rápidamente
tomó el equipaje de Elena.
Elena no se movió. Que se llevase su equipaje, si
quería. Pero ella no se movería de su asiento.
Cuando él se acercó Elena le dijo:
-Me voy a casa.
Damon no respondió. Simplemente le habló a la
azafata en un tono autoritario. Pero Elena no entendió lo que dijo.
La azafata se acercó a Elena.
-Su Alteza ha prohibido que despeguemos hasta que
usted no se baje del avión, señora.
Elena se dio cuenta de su derrota. No podía retener
a toda esa gente. Evidentemente Damon tenía poder suficiente como para hacer
que el avión no despegase.
Se desabrochó el cinturón y se puso de pie. Damon se
dio la vuelta y se marchó. Ella lo siguió.
Cuando bajó por la escalerilla, un hombre de seguridad
la acompañó a la limusina que la estaba esperando.
Elena se sentó en el asiento de atrás. No quiso
mirar a Damon. Estaba tan furiosa como asustada.
Sintió ganas de llorar. Pero no lo haría. Había llorado
durante dos días seguidos. Estaba agotada.
Se hizo un silencio espeso en la limusina durante el
viaje.
Cuando llegaron, un hombre les abrió la puerta del
vehículo. Damon salió primero para ayudarla a bajar, pero ella rechazó su mano.
-Es mejor que camines, o te llevaré yo. Pero vendrás
-le dijo él.
-Vete al infierno -contestó Elena. No solía
maldecir, pero aquella situación la rebelaba.
No pensaba seguirlo.
Damon se inclinó para sacarla del coche. Ella lo esquivó
moviéndose hacia el otro lado del vehículo y abrió la puerta. Salió, pero
inmediatamente unas manos la atraparon.
-¡Suéltame! -ella luchó por soltarse. Y quiso darle
una patada a su captor.
-Tanquilízate, Elena -alguien la alzó desde atrás.
-¡Suéltame ahora mismo!
-No puedo.
Ella siguió dando patadas, y por fin alguna dio en
el blanco. Él se quejó de dolor, pero no la soltó.
-Por favor, aziz, no lo hagas más difícil.
-Me estás secuestrando. ¡No te lo voy a poner fácil!
-No puedes volver a Seattle sin mí.
-Mira cómo me voy...
-Si lo hiciera, sería como verte morir.
Ella no comprendió.
Pero inmediatamente él la alzó en brazos de manera
que ella no pudo moverse. Y la llevó hasta un helicóptero que los estaba
esperando. La metió en él y luego subió.
-¡No puedes hacer esto!
Damon hizo una seña con la mano al piloto y el aparato
empezó a hacer ruido de motores.
En pocos segundos estuvieron en el aire.
El potente ruido impedía cualquier conversación. Así
que ella ni se molestó en hablar.
¡Era todo tan increíble! El jeque, a quien ella
había considerado tan civilizado, la estaba raptando en la mejor tradición
árabe. Pero no era una fantasía de sus sueños. Sino una realidad.
Estaba furiosa. De pronto recordó sus palabras: algo
así como que se moriría si volvía a su casa sin él. ¿Qué había querido decir?
Elena miró por la ventanilla del avión. Se estaban
alejando de la ciudad de Jawhar en dirección a Kadar.
El helicóptero estaba sobrevolando un oasis rodeado
de tiendas de campaña. Damon se acercó a Elena y le dijo:
-Ponte el suéter.
El aire de la noche en el desierto era frío, sobre
todo en la altura del helicóptero.
A pesar de estar enfadada con Damon, su cuerpo reaccionaba
a su cercanía de una manera desastrosa. Olía su fragancia masculina, aquella
que ella identificaba como la de su hombre, su compañero... Eso le hacía
sentir nostalgia por su cuerpo, por él. Pero no cedería.
Se puso el suéter y se apartó de Damon.
Cuando tuvo puesto el cardigan, Damon la miró y le
dijo casi al oído:
-¿Puedes abrochártelo?
Ella se estremeció al sentir su aliento en la oreja.
¿La estaría atormentando a propósito?
-Se lleva abierto -respondió ella a gritos.
Prefería gritar a acercarse a él.
El helicóptero empezó a descender.
-Es mejor que te lo cierres. Mi abuelo es muy tradicional.
«¿Su abuelo?», pensó ella.
-Creí que íbamos a tu palacio.
-He cambiado de idea.
-Vuelve a cambiar. No quiero conocer a más familiares
tuyos.
—Es una pena, porque lo harás.
Elena no lo reconocía. No parecía el mismo hombre
que había querido complacerla en todo para darle la boda de sus sueños. Era un
extraño.
-No te conozco -susurró ella.
-Soy el hombre con el que te has casado -respondió
él.
-Pero no eres el hombre con el que yo creí haberme
casado. El hombre que conocí en Seattle no me hubiera secuestrado contra mi
voluntad para llevarme al desierto.
-Pero soy ese hombre. He tenido que tomar esta
medida debido a tu comportamiento irracional.
-No es verdad.
¿Cómo se atrevía a decirle que no era racional?
-¿Estás cansada de todo esto? No ves otra perspectiva
que la tuya. Hablaremos cuando te hayas calmado.
-Por lo menos, dime por qué estamos aquí en lugar de
en tu palacio.
No habían planeado ir al campamento beduino hasta
dos días más tarde.
La sensación de estar casada con un extraño aumentó
cuando se puso el sol. Las sombras del desierto hacían más duras las facciones
de su rostro.
Damon hizo un gesto con la mano y el helicóptero
volvió a ascender.
-No hay teléfonos aquí.
Elena miró el helicóptero desaparecer.
-¿Ni otro medio de transporte? -preguntó ella, sabiendo
cuál era la respuesta.
Damon no se arriesgaría a que ella se escapase.
—No, salvo que sepas montar en camello.
Ella lo miró, irritada.
-Sabes que no sé.
-Sí, lo sé.
-Así que además de secuestrarme, quieres hacerme
prisionera, ¿no?
-Si es necesario, sí.
-Yo diría que es un hecho -Elena frunció el ceño.
-Sólo si te obstinas en verlo de ese modo.
-¿De qué otro modo puedo verlo?
-Eres mi esposa. Estás aquí para conocer a mi familia.
Es algo que planeamos hace días. No hay nada siniestro en ello.
-En unos días tendrás que llevarme de regreso a
Seattle.
-Sí.
De pronto se oyó un grito en árabe a sus espaldas. Damon
alzó la mano y dijo algo en esa misma lengua.
-Ven, vamos a ver a mi abuelo.
-De acuerdo -respondió ella.
Damon le tomó la mano y la llevó hasta la tienda más
grande, donde estaba la delegación que los recibiría. Las antorchas iluminaban
a los reunidos. En el centro había un hombre de la misma altura que Damon.
Las arrugas de su cara y el turbante que llevaba
indicaban que era su abuelo.
El hombre dio un paso adelante para saludar.
-Bienvenida a nuestro pueblo -dijo en inglés.
Elena se sorprendió de su extrema cortesía, por ser
un hombre de mucha autoridad.
Damon se detuvo ante él.
-Padre de mi madre, agradezco tu bienvenida -Damon
volvió al lado de ella-. Abuelo, ésta es mi esposa, Elena.
El hombre achicó los ojos y contestó:
-Tu futura esposa, querrás decir.
Elena miró a Damon buscando una explicación, pero él
no la estaba mirando. Sus ojos estaban puestos en su abuelo.
Intercambiaron unas palabras en su lengua. Damon
parecía enfadado.
Damon soltó la mano de Elena.
Una mujer hermosa salió de detrás del hombre y se
colocó a su derecha. Llevaba el traje típico de la mujer beduina, un traje
negro, pero con bordados en rojo; la cabeza y el cuello cubiertos por una
bufanda.
Le sonrió a Elena.
-Soy Latifah, esposa de Ahmed bin Yusef, hermana de Damon.
Tienes que venir conmigo.
Elena volvió a mirar a Damon para comprender.
—Mi abuelo no reconoce nuestra boda porque no la ha
presenciado. Han decidido que dormirás en la tienda de mi hermana esta noche.
Supongo que estarás contenta de ello -inclinó la cabeza-. Debes ir con mi
hermana -extendió la mano como para tocarla, pero luego la bajó-. Mi abuelo ha
resuelto que como no soy tu marido a sus ojos y a los de su pueblo, tocarte
sería deshonrarte entre ellos.
Sus palabras la desconcertaron, pero al parecer tenía
un aliado en el viejo jeque.
Latifah tocó el brazo de Elena, aún sonriendo, y le
dijo:
-Ven. Tenemos mucho que hacer, mucho de qué hablar.
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