Hola

BIENVENIDOS A TOD@S A ESTE BLOG, ESPERO QUE DISFRUTÉIS LEYENDO LAS ADAPTACIONES DE CRÓNICAS VAMPÍRICAS.

COMO SABÉIS LOS PERSONAJES NO ME PERTENECEN Y LAS HISTORIAS QUE ADAPTARÉ TENDRÁN EL NOMBRE DE LA AUTORA AL FINAL DE CADA HISTORIA


GRACIAS

11 abril 2013

Una Noche Capitulo 01


Capítulo 1
ABRUMADA por el dolor, Elena se hizo a un lado cuando la primera paletada de tierra cayó sobre el ataúd.

Un profundo estremecimiento la sacudió al mirar el féretro en la tumba. En la caja se encontraba el cuerpo de su mejor amiga; durante dieciocho largos meses lucharon contra el enemigo que destruía el cuerpo de Caroline y menos de una semana antes perdieron la batalla.

Aún en ese momento le era difícil creerlo. Ella y Caroline fueron juntas a la universidad; terminaron sus estudios al mismo tiempo y obtuvieron sus primeros empleos. Luego perdieron el contacto durante varios años, volviendo a encontrarse cuando Caroline publicó su primer libro y Elena trabajaba como investigadora del anfitrión del programa de televisión al cual Caroline fue invitada.


La alegría de ambas al descubrir que seguían compartiendo los mismos gustos y el mismo sentido del humor, fue mayúscula. Dado que Caroline ya podía sostenerse como escritora, decidió radicar en Londres: y fue natural que decidiesen adquirir un apartamento entre las dos.

Cada una llevaba su propia vida; Caroline trataba de recuperarse de los efectos de una relación de dos años que terminó cuando su amante no pudo soportar su éxito como escritora. Y en cuanto a su propia vida amorosa... Elena suspiró.

En aquellos días, cuando ella inició labores en la empresa de televisión, llena de ilusiones y excitación, se enamoró de uno de los productores, sólo para enterarse, por una de sus anteriores víctimas, de que el hombre hacía una segunda profesión de seducir a las jóvenes e inocentes recién llegadas a la empresa, alardeando de cada una de sus conquistas, mientras bebía alcohol con sus compañeros de trabajo, narrándoles los detalles de sus proezas amatorias.

Elena fue una de las afortunadas que se enteró antes de que fuese demasiado tarde, pero eso la dejó con una gran desconfianza hacia todos los hombres del medio. Se deshacía de ellos en el momento en que mostraban un interés más allá de lo normal

En privado, ella y Caroline decidieron que sería mejor que se concentrasen en sus actividades profesionales y trataran a los hombres con la misma despreocupación que ellos manifiestan hacia las mujeres. Lo que nunca imaginaron fue que tendrían muy poco tiempo en sus vidas para las actividades sociales. Caroline manifestó los primeros síntomas de la enfermedad que habría de llevarla a la tumba sólo unas semanas después de que se mudaron a su apartamento.

Primero no le dijo nada; pero el deterioro de la salud de Caroline fue evidente y entonces tuvo que soportar las insistentes preguntas de su amiga referentes a su pérdida de peso.
Elena apartó la vista del aterrorizante hoyo en la tierra, mientras un viento primaveral helado, alborotaba sus rizos oro rojizos y los arrojaba contra su pálido rostro.
Llegó a pensar que Caroline sufría un padecimiento estomacal, pero la realidad superó a su imaginación.

Una noche despertó al escuchar los sollozos de Caroline y fue a su habitación. En un principio Caroline lo negó todo, pero al fin dijo a Elena la verdad.

Llevaba tiempo de no sentirse bien, estaba cansada e inquieta y al principio lo atribuyó al rompimiento de su relación amorosa, además de su pesada carga de trabajo. Había ido al médico, en busca de un reconstituyente, sólo para ser enviada al hospital para que le realizaran pruebas, y los resultados fueron terminantes. Tenía leucemia

Hablaron casi toda la noche, Caroline fue muy franca respecto a su prognosis. No tenía familia; los tíos que la educaron murieron en un accidente de aviación, mientras estudiaban en la universidad. Caroline había decidido recluirse en una institución donde pudiesen atenderla, pero Elena se negó a aceptarlo.

Eran amigas y seguirían siéndolo. Ella la cuidaría.
Fue peor de lo que ninguna de ellas anticipó. En varias ocasiones los médicos quisieron que se quedara en un hospital, pero sabiendo cuán grande sería su temor y desazón, Elena no lo permitió. Llevó a Caroline a casa y ella la cuidó. En las últimas y dolorosas semanas Elena pidió un permiso para ausentarse de su trabajo.

Las lágrimas nublaron su vista, las primeras que lograba derramar por su amiga. Su dolor y enojo iban más allá de las simples lágrimas; le parecía incomprensible y una tremenda injusticia que Caroline hubiese muerto. Todavía era muy joven y tenía mucho que dar a la vida.

Elena se estremeció por el frío viento. Estaban en abril; la tierra despertaba a la primavera después de un largo y crudo invierno. Le parecía irónico que Caroline hubiese muerto en ese momento, justo antes del renacimiento de la naturaleza. Recordó entonces cómo disfrutaba Caroline el brotar de las plantas a través de la tierra fría. Fue un invierno con heladas y nevadas muy intensas y tuvo que esperar mucho tiempo para ver los primeros brotes.

Alguien le tocó el brazo y se dio vuelta. El vicario la miraba con compasión.
Durante los últimos meses visitó a Caroline con regularidad. Ninguna de las dos tenía fuertes creencias religiosas, pero Elena advirtió lo mucho que reconfortaban a Caroline esas visitas.
Ahora había desaparecido para siempre, sepultada en la tierra del cementerio en el norte de Londres.

—Hace mucho frío para permanecer aquí. ¿Quiere pasar a la vicaría a tomar una taza de té?

No había más dolientes, Caroline así lo quiso. No tenía familiares y las otras personas que pudieron estar presentes habrían sido sus colegas del mundo editorial.

Elena empezó a negarse, pero luego aceptó. No quería estar sola. No creía poder enfrentarse a la realidad al regresar a su apartamento vacío.

Todos los aspectos legales habían sido atendidos ya. Se había puesto en contacto con el abogado de Caroline, como ella se lo pidió.

Trató de eliminar el nudo en su garganta. Ya sabía que su amiga la había nombrado su heredera única. Lo discutieron. Elena sugirió a Caroline que dejase su dinero a una institución de investigación médica, pero Caroline se negó.

—No, quiero que tú lo recibas —insistió, y puesto que cualquier discusión, por leve que fuese, dejaba agotada a su amiga, Elena cedió.

Tenía concertada una cita esa tarde con el abogado, pero en ese momento no quería pensar en ello. No quería pensar en nada.

Se dio vuelta y siguió al vicario, deteniéndose un instante, para dar su último adiós a su amiga

El señor Lookbood, el abogado de Caroline, ahora su abogado, era socio de un prestigiado bufete que le recomendaron a Caroline cuando vendió su primer manuscrito.

—Bastante anticuado y relacionado con el mundo campestre —lo describió Caroline alguna vez— Tengo la impresión de que la mayoría de sus clientes pertenecen a la fraternidad de “los caballeros del campo”... adinerados campesinos. Demasiado británico y muy, muy honesto... ése es el señor Lookbood.

—Señorita Gilbert, por favor tome asiento.

Elena supo que todo lo que Caroline le había dicho era cierto al ver al rechoncho abogado de edad mediana sentado frente a ella. Tuvo la sensibilidad de no presentarle sus condolencias, lo cual ella agradeció.

Su oficina estaba decorada como la oficina de cualquier abogado anticuado debe estarlo, con el tradicional escritorio de madera y un muro cubierto con atestados libreros con puertas de vidrio Hasta el teléfono era del tipo antiguo, de un austero color negro. Elena rechazó su ofrecimiento de una taza de té y aguardó, mientras él desdoblaba el documento sobre su escritorio, descartando la cinta color de rosa que lo ataba.

—Sé que ya está enterada de su contenido. Usted es la única heredera de la señorita Smith —mencionó una suma de dinero que provocó una exclamación de sorpresa de Elena— Además, está el apartamento que ustedes compartían. Cada una era dueña de la mitad, pero ahora usted es la única propietaria —dejó el documento y la miró por encima de sus espejuelos— Si acepta mi recomendación, señorita Gilbert, utilice su herencia para emprender una vida nueva. Esto no es lo que acostumbro decir a mis clientes; la comodidad de las cosas y de los lugares familiares, es algo a lo que necesitan aferrarse, pero en su caso.

Elena se puso de pie, de pronto. Comprendía lo que el señor Lookbood quería decirle y parte de su ser le decía que estaba en lo cierto. Ya aborrecía la idea de volver al apartamento vacío; no sólo porque Caroline ya no estaba allí, sino porque su atmósfera estaba penetrada en la desesperanzada desdicha de las últimas y agonizantes semanas y no toleraría siquiera el poner un pie allí.

Se despidieron de mano y ella partió, saliendo a la brillante luz del sol de la tarde. En un impulso, detuvo un taxi y le dio la dirección de un prestigioso hotel londinense.
Allí pasaría la noche. Eso le daría tiempo para decidir. El médico le había prescrito una dosis ligera de somníferos, por si llegaba a necesitarlos, pero hasta ese momento no había recurrido a ellos. Tenía tanto que hacer... demasiadas cosas que la mantuvieron ocupada. El separar la ropa de Caroline... cosas como ésas. Pero ahora quería dormir y el bendito anonimato de una habitación de hotel era lo ideal para ella en ese momento.

El área de recepción del hotel estaba atestada. Se celebraba una convención, le informó el encargado cuando la registró. Quizá por eso nadie reparó en que no llevaba equipaje y rápidamente fue llevada a un dormitorio muy elegante, el único disponible, le informaron. Una vez allí, cerró las cortinas y abrió el minibar con la llave que le dieron.

El personal del hotel estaba muy ocupado, reflexionó al ver que faltaban algunas cosas. Incluso había un vaso sobre la mesa para el café. Haciendo caso omiso de ello, Elena se preparó una generosa ginebra con agua quinada y la llevó al baño.

En otra ocasión habría disfrutado de la amplia gama de artículos de baño desplegada, pero en ese momento lo único que quería era darse un largo baño de tina e irse a dormir.

Tomó una de las pastillas y al tragarla, ayudada de su bebida, se dijo que era malo mezclar alcohol con drogas; pero en ese instante no quería ser prudente.

Elena permaneció en la tina hasta que el alcohol y la pastilla empezaron a hacer efecto. Salió del baño y se envolvió en una bata afelpada que encontró, sin molestarse en secarse.

Las cortinas cerradas y la luz de la tarde que penetraba a través de ellas, daban a la habitación una extraña apariencia submarina. Se acostó en la cama y cerró los ojos, dejando que el sueño se apoderase de ella.

Damon Salvatore hizo una mueca al mirar su reloj. La conferencia se prolongó más de lo esperado y todavía tuvo que asistir a una reunión que se alargó hasta la cena. Ya era más de la una de la mañana y estaba agotado.

Siempre que iba a Londres le sucedía lo mismo. Era extraño, cuando vivía y trabajaba en la ciudad, todo lo encontraba estimulante. Ahora, lo único que quería era volver a su granja.

Diez años antes, cuando heredó la granja de su tío, el administrarla fue lo último en lo que pensó. Lo mismo pensaba Katrina. Apretó los labios, disgustado, cuando el taxi lo dejó frente a su hotel. Entregó al chofer una propina generosa y entró.

Katrina quiso que vendiese la granja y cuando él se negó a hacerlo ella rompió su compromiso. En aquel momento le dolió mucho, pero ahora comprendía que corrió con mucha suerte. Había habido más de una mujer en su vida desde Katrina, pero sin llegar a nada serio. Bonnie, su hermana, bromeaba con frecuencia al respecto. Quería que se casara y sentase cabeza y, con ese fin, le presentaba una fila interminable de “amigas”.

Cruzó la recepción; un hombre de elevada estatura con una mata de espeso cabello negro y penetrantes y directos ojos grises.

No parecía un granjero; su traje gris carbón a rayas lo adquirió en Saville Row y llevaba consigo ese aire que decía que era un hombre de éxito.

Se apoyó en el mostrador y pidió su llave. La chica que se la entregó lo miró con envidia, estudiando sus facciones bronceadas.

Ese si era un hombre. Él le sonrió y ella sintió que una sensación de respuesta invadía su cuerpo. Vaya en verdad era extraordinario.

Era esa hora peculiar de la noche, demasiado tarde para el retorno de quienes salieron a cenar y muy temprano para los asistentes a los centros nocturnos, y la enorme recepción estaba casi desierta.

Damon se dirigió al bar, pero de pronto cambió de opinión al ver a la mujer sentada en sitio estratégico en la barra. Ella y el cantinero eran los únicos ocupantes del lugar. Ella le sonrió y él apartó la vista reprimiendo una sensación mezcla de lástima y disgusto.

¿Tenía el tipo del hombre que paga por el sexo? Era evidente que la mujer era una prostituta en busca de clientes. Al darse la vuelta para salir del bar, se sacudió el enojo. Quizá para ella todos los clientes en potencia eran iguales y era infantil que él se sintiera ofendido porque ella lo consideró un prospecto.

Por algún motivo, ese breve viaje a Londres, para asistir a la Conferencia de Administración Agrícola, lo había perturbado. Le traía demasiados recuerdos. Londres le recordaba el mundo que compartió con Katrina. Entonces era joven; joven y enamorado.

Ahora ya pasaba de los treinta años y tenía el suficiente cinismo sobre él mismo y el sexo femenino, para comprender que el amor no tiene nada que ver con el placer sexual. Hacía mucho que no dormía con una mujer; quizá demasiado, se dijo con reproche al recordar su instintiva respuesta masculina a la feminidad perfumada de la esposa de su anfitrión en la cena.

El invierno fue largo y difícil y no tuvo tiempo para actividades extracurriculares, pero esa noche, con un exótico perfume femenino atormentando sus sentidos, su percepción de la deliciosa feminidad de la esposa de su amigo, acentuada por la seda que cubría sus senos y caderas, despertó en él la necesidad del suave calor de una mujer en su cama.

Pero no una mujer a quien tuviese que pagar, se dijo disgustado al subir en el ascensor. Con ironía, recordó que tenía muchas amigas y conocidas que estarían más que dispuestas a meterse en la cama con él, pero ninguna de ellas se encontraba en el hotel.

Siempre fue de la opinión de no involucrarse sexualmente con las esposas y chicas de sus amigos; y una de sus relaciones más prolongadas fue con una atractiva divorciada. Pero ella pensaba en un segundo matrimonio y se despidieron en términos amistosos. La voracidad de Katrina lo hacía rehuir cualquier compromiso y la granja requería tanto de su tiempo que tenía pocas oportunidades de buscar esposa.

El ascensor se detuvo y salió de él. Recorrió el pasillo mal iluminado hasta llegar a su habitación y abrió la puerta.

El ver las cortinas cerradas lo sorprendió durante un momento.
No recordaba haberlas corrido, pero pudieron hacerlo las doncellas. Buscó el interruptor y encendió las luces.

¡Había alguien en su cama! Entrecerró los ojos al estudiar el cuerpo envuelto en una bata de toalla. Lo único que pudo distinguir fueron unas uñas de pies pintadas de color de rosa y una nube de pelo color ámbar.

El cuerpo sobre la cama se movió y él aguardó, con los brazos cruzados, en actitud impasible, apoyado en la puerta cerrada.

Elena tenía la garganta reseca y le dolían los ojos. Los abrió y cerró de inmediato, cuando la intensa luz la molestó.

¿Dónde estaba? Se sentía desorientada. Giró sobre sí misma y trató de despejarse la mente.
Volvió a abrir los ojos, lentamente, hasta abrirlos desmesuradamente al percatarse del hombre que la observaba. Al instante se llenó de pánico. Trató de sentarse, manteniendo la bata cerrada y buscando el teléfono. Estaba en el otro lado de la cama y él llegaría primero al aparato.

¿Quién era y cómo entró en su habitación? ¿Se trataba de un maniático? No lo parecía, le dijo la lógica. Forzándose a ello, preguntó:

—¿Qui... quién es usted y qué hace en mi habitación?

—Es extraño, pero pienso que la pregunta me corresponde a mí —dijo él, después de una pausa y con tono seco.

Pasó un tiempo antes de que ella comprendiese sus palabras y sintió alivio. No se trataba de un intruso, sino de alguien que se metió en su habitación por equivocación. Le sonrió, inconsciente del efecto que el calor somnoliento de sus ojos dorados causaba en él.

Quienquiera que fuese, tenía estilo, pensó Damon. No se trataba de una ordinaria dama de la noche, de ello estaba seguro. Pero, ¿cómo entró en su habitación? Quizá tenía un acuerdo con alguno de los miembros del personal... suele ocurrir, o quizá sólo llegó con el hombre equivocado.

—Esta no puede ser su habitación —le informó Elena—. Me fue asignada esta tarde. Mire... —se levantó de la cama y de su bolso de mano sacó los documentos de registro.

Él casi quedó convencido, pero de pronto recordó algo. Se dirigió al guardarropa y, abriendo las puertas, le mostró a ella las prendas que había en su interior.

—Si ésta en su habitación, ¿cómo es que no vio mis cosas cuando guardó las suyas?  

Demasiado tarde, Elena recordó el vaso sucio y el minibar desprovisto. Debió imaginarlo, pero estaba demasiado cansada para no pensar más que en dormir. En ese momento todavía sentía la cabeza pesada y no pensaba con claridad.

—A propósito... ¿dónde están sus cosas?

—No tengo equipaje —se ruborizó cuando él la miró, leyendo su pensamiento en sus ojos burlones.
¡Dios santo, la creía una prostituta!

—Mire, no es lo que usted piensa. Me... me registré en un impulso —levantó la vista y continuó con voz baja— Hoy... hoy perdí a una persona muy querida. Después... del funeral no pude volver a nuestro apartamento y decidí venir al hotel.

Ella le decía la verdad, lo leía en su rostro y en su voz, pensó él, y se sorprendió por la desilusión que sufrió. ¡Por todos los santos!

¿Acaso deseó que estuviese disponible? Ni siquiera era de las de su tipo. Le gustaban las morenas, de baja estatura y llenas de curvas, no criaturas de piernas largas, de cabello color ámbar y ojos de tigre.

Había perdido a una persona amada, le dijo. Su amante, a no dudar. Se sorprendió por los celos que de pronto lo invadieron. Tenía que ser consecuencia de lo que sintió durante la cena. No era a ella a quien deseaba, sólo a una mujer; cualquier mujer, se dijo.

—Mire, señora —señaló con suavidad— Esta es mi habitación y quiero dormir.

Elena lo miró impasible y de pronto recordó que el recepcionista le indicó que tuvo suerte en conseguir la última habitación disponible.

—Mire, usted tiene un hogar al cual puede ir —añadió Damon— Yo no... al menos no aquí; así que, ¿por qué no llama un taxi?

¿Pasar la noche sola en el apartamento? Elena se estremeció. No, no esa noche.

—No, por favor… yo...

Por favor. La mirada del hombre se endureció al escuchar su súplica y la miró con una expresión que no tuvo dificultad para interpretar. La deseaba. Ese hombre alto, de cabello oscuro, un desconocido, la deseaba.

Ese era el momento en que normalmente giraba sobre sus talones y salía huyendo. Estaba acostumbrada al deseo masculino, y a sus veinticinco años ya había tenido que huir de un buen número de amantes en potencia; pues después de descubrir lo crueles que los hombres pueden ser, los rechazó a todos, manteniéndolos a distancia. Entonces, ¿por qué sintió que su cuerpo se derretía simplemente porque el hombre la despojaba de su bata con la mente y la acariciaba con los ojos? ¿Por qué sentía esa salvaje necesidad de ir a él y entregarse a la vorágine del deseo?

Sentía la incontrolable necesidad de experimentar el resurgir de la vida que sólo la comunión sexual podría darle, y la quería, se dijo con fatalismo, quería... no, necesitaba esa comunión, esa renovación de vida; la necesitaba así no fuese más que para de mostrarse que la muerte puede ser conquistada, que la vida triunfa al fin.

En los brazos de ese desconocido podría olvidar el trauma de las últimas semanas; podría celebrar la realidad de la vida; podría renovarse y volver a sentirse viva por vez primera en muchos meses.

En cualquier otro momento se habría asombrado de sus pensamientos, pero en ese instante le parecieron normales.

La forma en que ella lo miraba lo hacía sentirse como si lo estuviera perforando, pensó Damon. Vio su boca, sus labios entre abiertos y temblorosos. La bata cubría su cuerpo y, de pronto, deseó quitársela para tomar su dulce feminidad en sus brazos.

Luchó para controlarse y su voz tembló al decirle:

—Quédese y no habrá nada que me impida meterla en la cama conmigo... Lo sabe, ¿verdad?

Elena titubeó un instante, sabiéndose en el borde del abismo, pero incapaz de detenerse y dar marcha atrás. Como en sueños, se escuchó decir:

—Sí —y ya no habría modo de retroceder. Avanzó hacia él y lo oyó gemir. Llena de una salvaje determinación que la abrazaba, desató la bata y la dejó deslizarse de su cuerpo.
¿Qué hacía? Nunca en su vida actuó así... Debía estar loca. Pero ya era demasiado tarde. Ya estaba en sus brazos. Sentía sus manos en el cuerpo y que sus labios se apoderaban exigentes de los suyos.
Damon apartó la boca para murmurar a su oído:

—No sé quién eres, ni de dónde diablos saliste. Lo que hago en este momento va contra todos mis principios, pero Dios sabe que no puedo contenerme. Sé que voy a lamentarlo mañana, pero lo único que importa ahora es lo que me haces sentir.

No le decía nada que ella no estuviese sintiendo también. No podía explicarse qué la impulsaba, lo que sentía; ¿y por qué habría de hacerlo? No se conocían; los dos tenían una necesidad... Y, después de esa noche, nunca volverían a verse.

Damon la cargó en brazos y la llevó a la cama, depositándola con gentileza; sus ojos nunca dejaron de contemplarla, mientras se desnudaba.

Su cuerpo era musculoso y bien proporcionado; un vello negro cubría su pecho y estómago firme. Elena lo miraba con temor y fiero placer. Su experiencia sexual previa se había limitado a caricias torpes compartidas con compañeros de estudios; el aspecto sensual de su naturaleza fue lento en florecer y antes de que se abriese en plenitud fue destruido por la crueldad cínica de Matt Hewitt.

El asombro producido al enterarse de que él la manipulaba, apagó la juvenil urgencia de compartir su corazón y su cuerpo con alguien más. No hubo nadie después de Matt, pero eso no pasaba por su conciencia en ese momento.

En ese instante sentía, muy adentro, el impulso sin remordimientos de la naturaleza, llevándola a la recreación de la vida. Al mirarse en los ojos de Damon supo que, de alguna forma, la necesidad que la impulsaba estaba ligada a la muerte de Caroline y a los largos meses llenos de infelicidad que terminaron con ella.
Se sentía como un gusano que se convierte en crisálida; como el fénix que renace de sus cenizas.
Necesitaba esa... esa sensación de piel contra piel, ese fiero clamor de la sangre. Necesitaba a ese hombre, en ese lugar y momento, reconoció cuando Damon volvió a su lado, estudiando su completa desnudez, haciendo que su piel ardiera con excitación febril al mirarla como una caricia.

“¡Debo estar loca para hacer esto!”, se dijo.

Los pensamientos de Damon eran idénticos a los de ella, pero no impidieron la fusión íntima de sus labios; los de él, cálidos e insistentes; los de ella, incitantes.

La besó con un apetito que ella no esperaba. Por algún motivo, pensó que para él el sexo debía ser algo regular y frecuente en su vida, pero el contacto de sus labios y la fuerza de sus manos sobre su piel le dijeron que estaba equivocada.

Tampoco esperó la súbita espiral de excitación y anticipación que llenó sus terminaciones nerviosas cuando la besó. Su necesidad de liberarse del horror y el dolor de la muerte de Caroline con el acto de la procreación, era algo que ella podría aceptar y comprender... al menos un poco... pero el deseo que sentía por ese hombre en particular no lo era.
Se retrajo, tensándose un poco y lo oyó exclamar:

—No, maldita sea, no vas a cambiar de opinión ahora. Ya me hiciste desearte demasiado.

Pero, a pesar de sus palabras, la suave caricia de sus dedos contra sus costillas y sus senos era titubeante, como si esperase que le dijera que se detuviera. Uno de sus pulgares rozó un pezón, haciéndola estremecerse de deseo. Ella vio el brillo de sus ojos cuando interpretó su reacción.

— ¿Te gustó? —ella volvió a estremecerse ligeramente cuando él repitió la caricia e inclinó la cabeza para frotar la excitada aureola con la lengua.

Llamas... lanzas de sensaciones la atravesaron, haciéndola gritar y aferrarse a él con desesperación, trazando surcos con las uñas en sus hombros. La boca de Damon absorbió el botón henchido, bañándolo en un calor húmedo, ahogándola en un enorme placer.

Ella gritó, doblando el cuerpo como un arco. Pequeñas gotas de sudor penaban su piel, haciéndola brillar a la suave luz de la lámpara de mesa.

—Hermosa... eres la mujer más hermosa que haya conocido, ¿lo sabías? —balbuceaba las palabras con dificultad, como si estuviese bajo la influencia del alcohol o de las drogas, con la respiración agitada sobre su sensible piel mientras sus labios seguían acariciándole los senos, atormentándola con besos breves, con leves mordiscos, frustrando su creciente deseo de que su carne fuese introducida muy adentro en la ardiente caverna de la boca de él.

Las caricias de él despertaban en Elena un estado salvaje que ella nunca imaginó que existiera. Quería arañar y morder, aferrarse y exigir; quería.

Deslizó las manos por su espalda, resbalosa por el sudor; sus dedos lo obligaron a bajar la cabeza hacia sus senos, dejando escapar un agudo grito de placer que rompió el pesado silencio cuando interpretó su silenciosa súplica.

Cuando el placer que él le daba se volvió insoportable, ella lo mordió frenética y sintió que su cuerpo se estremecía en abierta respuesta.

Las manos de Damon rodearon su cintura y sus caderas y la moldeó contra su excitada forma masculina.

El calor de Damon era peligrosamente excitante, encendiendo la sangre de ella, haciéndola anhelar la culminación de su creciente necesidad. La mano de él la acarició con intimidad, incitándola a abandonarse a él, sus palabras suaves de alabanza cantaban en sus oídos.

Guiada por él, ella también lo acarició, pero ambos estaban demasiado impacientes para detenerse en preliminares, por placenteros que fueran. Después de todo, no eran amantes, satisfechos con adorar uno el cuerpo del otro, sino dos personas impulsadas por emociones diferentes, pero necesidades similares que buscaban una satisfacción elemental.

Al primer impulso dentro de su cuerpo, Elena sintió una gran exaltación. Se movió por instinto bajo él, escuchando su exclamación salvaje y glorificándose en la fiereza de su posesión.

Ella no experimentó ningún dolor, contra todo lo que siempre imaginó; su virginidad pudo no haber existido, tal fue el gozo con el que lo recibió.

Juntos buscaron llegar al pináculo de la experiencia humana; juntos compartieron la abrumadora realidad del ápice del deseo humano; la exclamación profunda de satisfacción de Damon se mezcló con el sensual sollozo de deleite de Elena.

Todo había terminado. Elena descansaba, tratando de recuperar el aliento, mientras el mundo volvía a la normalidad. Con la satisfacción física vino el agotamiento, tan completo, que en segundos se quedó dormida.

Damon la contempló, conmovido. ¡Acababa de experimentar el placer más intenso de su vida con una mujer, y ésta se quedó dormida!

Fue entonces que comprendió la realidad. La mujer lo usó como sustituto de su amante desaparecido. Fue como si hubiese caído en una piscina de agua helada. Cuando salió a la superficie se sintió desorientado. El hombre es el depredador, el cazador, el usuario y abusador del sexo femenino. Entonces, ¿por qué se sentía usado? ¿Por qué tenía esa terrible sensación de que su vida nunca volvería a ser la misma?

Tuvieron una relación sexual, eso era todo. Ni siquiera sabía su nombre... Sólo fue un cuerpo. Un hermoso y sensual cuerpo pero un cuerpo nada más. Debía estar loco para encontrarse en ese estado de estupor emocional. Debía ocuparse de cuestiones más mundanas. Extendió una mano, incapaz de contener el impulso de acomodar un rizo suelto detrás de su oreja. En el sueño, parecía una niña.

Elena murmuró algo y se agitó. La sábana se deslizó, dejando al descubierto un cremoso seno de punta rosa, todavía henchido y rosado por sus caricias.

Reprimiendo un fuerte estremecimiento, Damon volvió a cubrirla y se levantó de la cama. Nunca usaba pijama, pero había una bata adicional en el baño. Se la puso y contempló la única silla de la habitación, con firme determinación.

Ya había sido bastante tonto para una noche... pasaría lo que quedaba de ella en la silla, o sólo Dios sabía qué podría ocurrir. Fue una locura lo que hizo. Debió echarla del cuarto cuando tuvo la oportunidad. Contra su voluntad, recordó la expresión desolada que advirtió en ella. Debía ser terrible perder al ser amado. ¿Quién podría culparla por querer aferrarse a la vida de la forma más básica posible?

Ninguno de los dos era culpable de lo ocurrido; en circunstancias diferentes, todo habría sido distinto. Se encontraron sin conocerse, dijo apesadumbrado, y así debían partir... para el bien de los dos. Ya bastantes problemas tenía en la granja, sin involucrarse con una mujer que lloraba a otro hombre.

Partiría antes de que ella despertara. Sabía que su decisión era correcta, pero algo en su interior se negaba a dejarla. Parte de él quería quedarse con ella y… ¿Y qué?
Y nada, se dijo con firmeza.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Post Relacionados

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...