Capítulo 1
ABRUMADA por el dolor, Elena se hizo
a un lado cuando la primera paletada de tierra cayó sobre el ataúd.
Un profundo estremecimiento la
sacudió al mirar el féretro en la tumba. En la caja se encontraba el cuerpo de
su mejor amiga; durante dieciocho largos meses lucharon contra el enemigo que
destruía el cuerpo de Caroline y menos de una semana antes perdieron la
batalla.
Aún en ese momento le era difícil
creerlo. Ella y Caroline fueron juntas a la universidad; terminaron sus
estudios al mismo tiempo y obtuvieron sus primeros empleos. Luego perdieron el
contacto durante varios años, volviendo a encontrarse cuando Caroline publicó
su primer libro y Elena trabajaba como investigadora del anfitrión del programa
de televisión al cual Caroline fue invitada.
La alegría de ambas al descubrir que
seguían compartiendo los mismos gustos y el mismo sentido del humor, fue
mayúscula. Dado que Caroline ya podía sostenerse como escritora, decidió
radicar en Londres: y fue natural que decidiesen adquirir un apartamento entre
las dos.
Cada una llevaba su propia vida; Caroline
trataba de recuperarse de los efectos de una relación de dos años que terminó
cuando su amante no pudo soportar su éxito como escritora. Y en cuanto a su
propia vida amorosa... Elena suspiró.
En aquellos días, cuando ella inició
labores en la empresa de televisión, llena de ilusiones y excitación, se
enamoró de uno de los productores, sólo para enterarse, por una de sus
anteriores víctimas, de que el hombre hacía una segunda profesión de seducir a
las jóvenes e inocentes recién llegadas a la empresa, alardeando de cada una de
sus conquistas, mientras bebía alcohol con sus compañeros de trabajo,
narrándoles los detalles de sus proezas amatorias.
Elena fue una de las afortunadas que
se enteró antes de que fuese demasiado tarde, pero eso la dejó con una gran
desconfianza hacia todos los hombres del medio. Se deshacía de ellos en el
momento en que mostraban un interés más allá de lo normal
En privado, ella y Caroline
decidieron que sería mejor que se concentrasen en sus actividades profesionales
y trataran a los hombres con la misma despreocupación que ellos manifiestan
hacia las mujeres. Lo que nunca imaginaron fue que tendrían muy poco tiempo en
sus vidas para las actividades sociales. Caroline manifestó los primeros
síntomas de la enfermedad que habría de llevarla a la tumba sólo unas semanas
después de que se mudaron a su apartamento.
Primero no le dijo nada; pero el
deterioro de la salud de Caroline fue evidente y entonces tuvo que soportar las
insistentes preguntas de su amiga referentes a su pérdida de peso.
Elena apartó la vista del
aterrorizante hoyo en la tierra, mientras un viento primaveral helado,
alborotaba sus rizos oro rojizos y los arrojaba contra su pálido rostro.
Llegó a pensar que Caroline sufría un
padecimiento estomacal, pero la realidad superó a su imaginación.
Una noche despertó al escuchar los
sollozos de Caroline y fue a su habitación. En un principio Caroline lo negó
todo, pero al fin dijo a Elena la verdad.
Llevaba tiempo de no sentirse bien,
estaba cansada e inquieta y al principio lo atribuyó al rompimiento de su relación
amorosa, además de su pesada carga de trabajo. Había ido al médico, en busca de
un reconstituyente, sólo para ser enviada al hospital para que le realizaran
pruebas, y los resultados fueron terminantes. Tenía leucemia
Hablaron casi toda la noche, Caroline
fue muy franca respecto a su prognosis. No tenía familia; los tíos que la
educaron murieron en un accidente de aviación, mientras estudiaban en la
universidad. Caroline había decidido recluirse en una institución donde
pudiesen atenderla, pero Elena se negó a aceptarlo.
Eran amigas y seguirían siéndolo.
Ella la cuidaría.
Fue peor de lo que ninguna de ellas
anticipó. En varias ocasiones los médicos quisieron que se quedara en un
hospital, pero sabiendo cuán grande sería su temor y desazón, Elena no lo
permitió. Llevó a Caroline a casa y ella la cuidó. En las últimas y dolorosas
semanas Elena pidió un permiso para ausentarse de su trabajo.
Las lágrimas nublaron su vista, las
primeras que lograba derramar por su amiga. Su dolor y enojo iban más allá de
las simples lágrimas; le parecía incomprensible y una tremenda injusticia que Caroline
hubiese muerto. Todavía era muy joven y tenía mucho que dar a la vida.
Elena se estremeció por el frío
viento. Estaban en abril; la tierra despertaba a la primavera después de un
largo y crudo invierno. Le parecía irónico que Caroline hubiese muerto en ese
momento, justo antes del renacimiento de la naturaleza. Recordó entonces cómo
disfrutaba Caroline el brotar de las plantas a través de la tierra fría. Fue un
invierno con heladas y nevadas muy intensas y tuvo que esperar mucho tiempo
para ver los primeros brotes.
Alguien le tocó el brazo y se dio
vuelta. El vicario la miraba con compasión.
Durante los últimos meses visitó a Caroline
con regularidad. Ninguna de las dos tenía fuertes creencias religiosas, pero Elena
advirtió lo mucho que reconfortaban a Caroline esas visitas.
Ahora había desaparecido para
siempre, sepultada en la tierra del cementerio en el norte de Londres.
—Hace mucho frío para permanecer aquí. ¿Quiere pasar a la
vicaría a tomar una taza de té?
No había más dolientes, Caroline así
lo quiso. No tenía familiares y las otras personas que pudieron estar presentes
habrían sido sus colegas del mundo editorial.
Elena empezó a negarse, pero luego
aceptó. No quería estar sola. No creía poder enfrentarse a la realidad al
regresar a su apartamento vacío.
Todos los aspectos legales habían
sido atendidos ya. Se había puesto en contacto con el abogado de Caroline, como
ella se lo pidió.
Trató de eliminar el nudo en su
garganta. Ya sabía que su amiga la había nombrado su heredera única. Lo
discutieron. Elena sugirió a Caroline que dejase su dinero a una institución de
investigación médica, pero Caroline se negó.
—No, quiero que tú lo recibas —insistió, y puesto que cualquier
discusión, por leve que fuese, dejaba agotada a su amiga, Elena cedió.
Tenía concertada una cita esa tarde
con el abogado, pero en ese momento no quería pensar en ello. No quería pensar
en nada.
Se dio vuelta y siguió al vicario,
deteniéndose un instante, para dar su último adiós a su amiga
El señor Lookbood, el abogado de Caroline,
ahora su abogado, era socio de un prestigiado bufete que le recomendaron a Caroline
cuando vendió su primer manuscrito.
—Bastante anticuado y relacionado con el mundo campestre —lo
describió Caroline alguna vez— Tengo la impresión de que la mayoría de sus
clientes pertenecen a la fraternidad de “los caballeros del campo”...
adinerados campesinos. Demasiado británico y muy, muy honesto... ése es el
señor Lookbood.
—Señorita Gilbert, por favor tome asiento.
Elena supo que todo lo que Caroline
le había dicho era cierto al ver al rechoncho abogado de edad mediana sentado
frente a ella. Tuvo la sensibilidad de no presentarle sus condolencias, lo cual
ella agradeció.
Su oficina estaba decorada como la
oficina de cualquier abogado anticuado debe estarlo, con el tradicional
escritorio de madera y un muro cubierto con atestados libreros con puertas de
vidrio Hasta el teléfono era del tipo antiguo, de un austero color negro. Elena
rechazó su ofrecimiento de una taza de té y aguardó, mientras él desdoblaba el
documento sobre su escritorio, descartando la cinta color de rosa que lo ataba.
—Sé que ya está enterada de su contenido. Usted es la única
heredera de la señorita Smith —mencionó una suma de dinero que provocó una
exclamación de sorpresa de Elena— Además, está el apartamento que ustedes
compartían. Cada una era dueña de la mitad, pero ahora usted es la única
propietaria —dejó el documento y la miró por encima de sus espejuelos— Si
acepta mi recomendación, señorita Gilbert, utilice su herencia para emprender
una vida nueva. Esto no es lo que acostumbro decir a mis clientes; la comodidad
de las cosas y de los lugares familiares, es algo a lo que necesitan aferrarse,
pero en su caso.
Elena se puso de pie, de pronto.
Comprendía lo que el señor Lookbood quería decirle y parte de su ser le decía
que estaba en lo cierto. Ya aborrecía la idea de volver al apartamento vacío;
no sólo porque Caroline ya no estaba allí, sino porque su atmósfera estaba
penetrada en la desesperanzada desdicha de las últimas y agonizantes semanas y
no toleraría siquiera el poner un pie allí.
Se despidieron de mano y ella partió,
saliendo a la brillante luz del sol de la tarde. En un impulso, detuvo un taxi
y le dio la dirección de un prestigioso hotel londinense.
Allí pasaría la noche. Eso le daría
tiempo para decidir. El médico le había prescrito una dosis ligera de
somníferos, por si llegaba a necesitarlos, pero hasta ese momento no había
recurrido a ellos. Tenía tanto que hacer... demasiadas cosas que la mantuvieron
ocupada. El separar la ropa de Caroline... cosas como ésas. Pero ahora quería
dormir y el bendito anonimato de una habitación de hotel era lo ideal para ella
en ese momento.
El área de recepción del hotel estaba
atestada. Se celebraba una convención, le informó el encargado cuando la
registró. Quizá por eso nadie reparó en que no llevaba equipaje y rápidamente
fue llevada a un dormitorio muy elegante, el único disponible, le informaron.
Una vez allí, cerró las cortinas y abrió el minibar con la llave que le dieron.
El personal del hotel estaba muy
ocupado, reflexionó al ver que faltaban algunas cosas. Incluso había un vaso
sobre la mesa para el café. Haciendo caso omiso de ello, Elena se preparó una
generosa ginebra con agua quinada y la llevó al baño.
En otra ocasión habría disfrutado de
la amplia gama de artículos de baño desplegada, pero en ese momento lo único
que quería era darse un largo baño de tina e irse a dormir.
Tomó una de las pastillas y al
tragarla, ayudada de su bebida, se dijo que era malo mezclar alcohol con
drogas; pero en ese instante no quería ser prudente.
Elena permaneció en la tina hasta que
el alcohol y la pastilla empezaron a hacer efecto. Salió del baño y se envolvió
en una bata afelpada que encontró, sin molestarse en secarse.
Las cortinas cerradas y la luz de la
tarde que penetraba a través de ellas, daban a la habitación una extraña
apariencia submarina. Se acostó en la cama y cerró los ojos, dejando que el
sueño se apoderase de ella.
Damon Salvatore hizo una mueca al
mirar su reloj. La conferencia se prolongó más de lo esperado y todavía tuvo
que asistir a una reunión que se alargó hasta la cena. Ya era más de la una de
la mañana y estaba agotado.
Siempre que iba a Londres le sucedía
lo mismo. Era extraño, cuando vivía y trabajaba en la ciudad, todo lo
encontraba estimulante. Ahora, lo único que quería era volver a su granja.
Diez años antes, cuando heredó la
granja de su tío, el administrarla fue lo último en lo que pensó. Lo mismo
pensaba Katrina. Apretó los labios, disgustado, cuando el taxi lo dejó frente a
su hotel. Entregó al chofer una propina generosa y entró.
Katrina quiso que vendiese la granja
y cuando él se negó a hacerlo ella rompió su compromiso. En aquel momento le
dolió mucho, pero ahora comprendía que corrió con mucha suerte. Había habido
más de una mujer en su vida desde Katrina, pero sin llegar a nada serio. Bonnie,
su hermana, bromeaba con frecuencia al respecto. Quería que se casara y sentase
cabeza y, con ese fin, le presentaba una fila interminable de “amigas”.
Cruzó la recepción; un hombre de
elevada estatura con una mata de espeso cabello negro y penetrantes y directos
ojos grises.
No parecía un granjero; su traje gris
carbón a rayas lo adquirió en Saville Row y llevaba consigo ese aire que decía
que era un hombre de éxito.
Se apoyó en el mostrador y pidió su
llave. La chica que se la entregó lo miró con envidia, estudiando sus facciones
bronceadas.
Ese si era un hombre. Él le sonrió y
ella sintió que una sensación de respuesta invadía su cuerpo. Vaya en verdad era
extraordinario.
Era esa hora peculiar de la noche,
demasiado tarde para el retorno de quienes salieron a cenar y muy temprano para
los asistentes a los centros nocturnos, y la enorme recepción estaba casi
desierta.
Damon se dirigió al bar, pero de
pronto cambió de opinión al ver a la mujer sentada en sitio estratégico en la
barra. Ella y el cantinero eran los únicos ocupantes del lugar. Ella le sonrió
y él apartó la vista reprimiendo una sensación mezcla de lástima y disgusto.
¿Tenía el tipo del hombre que paga
por el sexo? Era evidente que la mujer era una prostituta en busca de clientes.
Al darse la vuelta para salir del bar, se sacudió el enojo. Quizá para ella
todos los clientes en potencia eran iguales y era infantil que él se sintiera
ofendido porque ella lo consideró un prospecto.
Por algún motivo, ese breve viaje a
Londres, para asistir a la
Conferencia de Administración Agrícola, lo había perturbado.
Le traía demasiados recuerdos. Londres le recordaba el mundo que compartió con Katrina.
Entonces era joven; joven y enamorado.
Ahora ya pasaba de los treinta años y
tenía el suficiente cinismo sobre él mismo y el sexo femenino, para comprender
que el amor no tiene nada que ver con el placer sexual. Hacía mucho que no
dormía con una mujer; quizá demasiado, se dijo con reproche al recordar su
instintiva respuesta masculina a la feminidad perfumada de la esposa de su
anfitrión en la cena.
El invierno fue largo y difícil y no
tuvo tiempo para actividades extracurriculares, pero esa noche, con un exótico
perfume femenino atormentando sus sentidos, su percepción de la deliciosa
feminidad de la esposa de su amigo, acentuada por la seda que cubría sus senos
y caderas, despertó en él la necesidad del suave calor de una mujer en su cama.
Pero no una mujer a quien tuviese que
pagar, se dijo disgustado al subir en el ascensor. Con ironía, recordó que
tenía muchas amigas y conocidas que estarían más que dispuestas a meterse en la
cama con él, pero ninguna de ellas se encontraba en el hotel.
Siempre fue de la opinión de no
involucrarse sexualmente con las esposas y chicas de sus amigos; y una de sus
relaciones más prolongadas fue con una atractiva divorciada. Pero ella pensaba
en un segundo matrimonio y se despidieron en términos amistosos. La voracidad
de Katrina lo hacía rehuir cualquier compromiso y la granja requería tanto de
su tiempo que tenía pocas oportunidades de buscar esposa.
El ascensor se detuvo y salió de él.
Recorrió el pasillo mal iluminado hasta llegar a su habitación y abrió la puerta.
El ver las cortinas cerradas lo
sorprendió durante un momento.
No recordaba haberlas corrido, pero
pudieron hacerlo las doncellas. Buscó el interruptor y encendió las luces.
¡Había alguien en su cama! Entrecerró
los ojos al estudiar el cuerpo envuelto en una bata de toalla. Lo único que
pudo distinguir fueron unas uñas de pies pintadas de color de rosa y una nube
de pelo color ámbar.
El cuerpo sobre la cama se movió y él
aguardó, con los brazos cruzados, en actitud impasible, apoyado en la puerta
cerrada.
Elena tenía la garganta reseca y le
dolían los ojos. Los abrió y cerró de inmediato, cuando la intensa luz la
molestó.
¿Dónde estaba? Se sentía
desorientada. Giró sobre sí misma y trató de despejarse la mente.
Volvió a abrir los ojos, lentamente,
hasta abrirlos desmesuradamente al percatarse del hombre que la observaba. Al
instante se llenó de pánico. Trató de sentarse, manteniendo la bata cerrada y
buscando el teléfono. Estaba en el otro lado de la cama y él llegaría primero
al aparato.
¿Quién era y cómo entró en su
habitación? ¿Se trataba de un maniático? No lo parecía, le dijo la lógica.
Forzándose a ello, preguntó:
—¿Qui... quién es usted y qué hace en mi habitación?
—Es extraño, pero pienso que la pregunta me corresponde a mí —dijo
él, después de una pausa y con tono seco.
Pasó un tiempo antes de que ella
comprendiese sus palabras y sintió alivio. No se trataba de un intruso, sino de
alguien que se metió en su habitación por equivocación. Le sonrió, inconsciente
del efecto que el calor somnoliento de sus ojos dorados causaba en él.
Quienquiera que fuese, tenía estilo,
pensó Damon. No se trataba de una ordinaria dama de la noche, de ello estaba
seguro. Pero, ¿cómo entró en su habitación? Quizá tenía un acuerdo con alguno
de los miembros del personal... suele ocurrir, o quizá sólo llegó con el hombre
equivocado.
—Esta no puede ser su habitación —le informó Elena—. Me fue
asignada esta tarde. Mire... —se levantó de la cama y de su bolso de mano sacó
los documentos de registro.
Él casi quedó convencido, pero de
pronto recordó algo. Se dirigió al guardarropa y, abriendo las puertas, le
mostró a ella las prendas que había en su interior.
—Si ésta en su habitación, ¿cómo es que no vio mis cosas cuando
guardó las suyas?
Demasiado tarde, Elena recordó el
vaso sucio y el minibar desprovisto. Debió imaginarlo, pero estaba demasiado
cansada para no pensar más que en dormir. En ese momento todavía sentía la
cabeza pesada y no pensaba con claridad.
—A propósito... ¿dónde están sus cosas?
—No tengo equipaje —se ruborizó cuando él la miró, leyendo su
pensamiento en sus ojos burlones.
¡Dios santo, la creía una prostituta!
—Mire, no es lo que usted piensa. Me... me registré en un
impulso —levantó la vista y continuó con voz baja— Hoy... hoy perdí a una
persona muy querida. Después... del funeral no pude volver a nuestro
apartamento y decidí venir al hotel.
Ella le decía la verdad, lo leía en
su rostro y en su voz, pensó él, y se sorprendió por la desilusión que sufrió.
¡Por todos los santos!
¿Acaso deseó que estuviese
disponible? Ni siquiera era de las de su tipo. Le gustaban las morenas, de baja
estatura y llenas de curvas, no criaturas de piernas largas, de cabello color
ámbar y ojos de tigre.
Había perdido a una persona amada, le
dijo. Su amante, a no dudar. Se sorprendió por los celos que de pronto lo
invadieron. Tenía que ser consecuencia de lo que sintió durante la cena. No era
a ella a quien deseaba, sólo a una mujer; cualquier mujer, se dijo.
—Mire, señora —señaló con suavidad— Esta es mi habitación y
quiero dormir.
Elena lo miró impasible y de pronto
recordó que el recepcionista le indicó que tuvo suerte en conseguir la última
habitación disponible.
—Mire, usted tiene un hogar al cual puede ir —añadió Damon— Yo
no... al menos no aquí; así que, ¿por qué no llama un taxi?
¿Pasar la noche sola en el
apartamento? Elena se estremeció. No, no esa noche.
—No, por favor… yo...
Por favor. La mirada del hombre se
endureció al escuchar su súplica y la miró con una expresión que no tuvo
dificultad para interpretar. La deseaba. Ese hombre alto, de cabello oscuro, un
desconocido, la deseaba.
Ese era el momento en que normalmente
giraba sobre sus talones y salía huyendo. Estaba acostumbrada al deseo
masculino, y a sus veinticinco años ya había tenido que huir de un buen número
de amantes en potencia; pues después de descubrir lo crueles que los hombres
pueden ser, los rechazó a todos, manteniéndolos a distancia. Entonces, ¿por qué
sintió que su cuerpo se derretía simplemente porque el hombre la despojaba de
su bata con la mente y la acariciaba con los ojos? ¿Por qué sentía esa salvaje
necesidad de ir a él y entregarse a la vorágine del deseo?
Sentía la incontrolable necesidad de
experimentar el resurgir de la vida que sólo la comunión sexual podría darle, y
la quería, se dijo con fatalismo, quería... no, necesitaba esa comunión, esa
renovación de vida; la necesitaba así no fuese más que para de mostrarse que la
muerte puede ser conquistada, que la vida triunfa al fin.
En los brazos de ese desconocido
podría olvidar el trauma de las últimas semanas; podría celebrar la realidad de
la vida; podría renovarse y volver a sentirse viva por vez primera en muchos
meses.
En cualquier otro momento se habría
asombrado de sus pensamientos, pero en ese instante le parecieron normales.
La forma en que ella lo miraba lo hacía
sentirse como si lo estuviera perforando, pensó Damon. Vio su boca, sus labios
entre abiertos y temblorosos. La bata cubría su cuerpo y, de pronto, deseó
quitársela para tomar su dulce feminidad en sus brazos.
Luchó para controlarse y su voz
tembló al decirle:
—Quédese y no habrá nada que me impida meterla en la cama
conmigo... Lo sabe, ¿verdad?
Elena titubeó un instante, sabiéndose
en el borde del abismo, pero incapaz de detenerse y dar marcha atrás. Como en
sueños, se escuchó decir:
—Sí —y ya no habría modo de retroceder. Avanzó hacia él y lo oyó
gemir. Llena de una salvaje determinación que la abrazaba, desató la bata y la
dejó deslizarse de su cuerpo.
¿Qué hacía? Nunca en su vida actuó
así... Debía estar loca. Pero ya era demasiado tarde. Ya estaba en sus brazos.
Sentía sus manos en el cuerpo y que sus labios se apoderaban exigentes de los
suyos.
Damon apartó la boca para murmurar a
su oído:
—No sé quién eres, ni de dónde diablos saliste. Lo que hago en
este momento va contra todos mis principios, pero Dios sabe que no puedo
contenerme. Sé que voy a lamentarlo mañana, pero lo único que importa ahora es
lo que me haces sentir.
No le decía nada que ella no
estuviese sintiendo también. No podía explicarse qué la impulsaba, lo que
sentía; ¿y por qué habría de hacerlo? No se conocían; los dos tenían una
necesidad... Y, después de esa noche, nunca volverían a verse.
Damon la cargó en brazos y la llevó a
la cama, depositándola con gentileza; sus ojos nunca dejaron de contemplarla,
mientras se desnudaba.
Su cuerpo era musculoso y bien
proporcionado; un vello negro cubría su pecho y estómago firme. Elena lo miraba
con temor y fiero placer. Su experiencia sexual previa se había limitado a
caricias torpes compartidas con compañeros de estudios; el aspecto sensual de
su naturaleza fue lento en florecer y antes de que se abriese en plenitud fue
destruido por la crueldad cínica de Matt Hewitt.
El asombro producido al enterarse de
que él la manipulaba, apagó la juvenil urgencia de compartir su corazón y su
cuerpo con alguien más. No hubo nadie después de Matt, pero eso no pasaba por
su conciencia en ese momento.
En ese instante sentía, muy adentro,
el impulso sin remordimientos de la naturaleza, llevándola a la recreación de
la vida. Al mirarse en los ojos de Damon supo que, de alguna forma, la
necesidad que la impulsaba estaba ligada a la muerte de Caroline y a los largos
meses llenos de infelicidad que terminaron con ella.
Se sentía como un gusano que se
convierte en crisálida; como el fénix que renace de sus cenizas.
Necesitaba esa... esa sensación de
piel contra piel, ese fiero clamor de la sangre. Necesitaba a ese hombre, en
ese lugar y momento, reconoció cuando Damon volvió a su lado, estudiando su
completa desnudez, haciendo que su piel ardiera con excitación febril al
mirarla como una caricia.
“¡Debo estar loca para hacer esto!”,
se dijo.
Los pensamientos de Damon eran
idénticos a los de ella, pero no impidieron la fusión íntima de sus labios; los
de él, cálidos e insistentes; los de ella, incitantes.
La besó con un apetito que ella no
esperaba. Por algún motivo, pensó que para él el sexo debía ser algo regular y
frecuente en su vida, pero el contacto de sus labios y la fuerza de sus manos
sobre su piel le dijeron que estaba equivocada.
Tampoco esperó la súbita espiral de
excitación y anticipación que llenó sus terminaciones nerviosas cuando la besó.
Su necesidad de liberarse del horror y el dolor de la muerte de Caroline con el
acto de la procreación, era algo que ella podría aceptar y comprender... al
menos un poco... pero el deseo que sentía por ese hombre en particular no lo
era.
Se retrajo, tensándose un poco y lo
oyó exclamar:
—No, maldita sea, no vas a cambiar de opinión ahora. Ya me
hiciste desearte demasiado.
Pero, a pesar de sus palabras, la
suave caricia de sus dedos contra sus costillas y sus senos era titubeante,
como si esperase que le dijera que se detuviera. Uno de sus pulgares rozó un
pezón, haciéndola estremecerse de deseo. Ella vio el brillo de sus ojos cuando
interpretó su reacción.
— ¿Te gustó? —ella volvió a estremecerse ligeramente cuando él
repitió la caricia e inclinó la cabeza para frotar la excitada aureola con la
lengua.
Llamas... lanzas de sensaciones la
atravesaron, haciéndola gritar y aferrarse a él con desesperación, trazando
surcos con las uñas en sus hombros. La boca de Damon absorbió el botón
henchido, bañándolo en un calor húmedo, ahogándola en un enorme placer.
Ella gritó, doblando el cuerpo como
un arco. Pequeñas gotas de sudor penaban su piel, haciéndola brillar a la suave
luz de la lámpara de mesa.
—Hermosa... eres la mujer más hermosa que haya conocido, ¿lo
sabías? —balbuceaba las palabras con dificultad, como si estuviese bajo la
influencia del alcohol o de las drogas, con la respiración agitada sobre su
sensible piel mientras sus labios seguían acariciándole los senos,
atormentándola con besos breves, con leves mordiscos, frustrando su creciente
deseo de que su carne fuese introducida muy adentro en la ardiente caverna de
la boca de él.
Las caricias de él despertaban en Elena
un estado salvaje que ella nunca imaginó que existiera. Quería arañar y morder,
aferrarse y exigir; quería.
Deslizó las manos por su espalda,
resbalosa por el sudor; sus dedos lo obligaron a bajar la cabeza hacia sus
senos, dejando escapar un agudo grito de placer que rompió el pesado silencio
cuando interpretó su silenciosa súplica.
Cuando el placer que él le daba se
volvió insoportable, ella lo mordió frenética y sintió que su cuerpo se
estremecía en abierta respuesta.
Las manos de Damon rodearon su cintura
y sus caderas y la moldeó contra su excitada forma masculina.
El calor de Damon era peligrosamente
excitante, encendiendo la sangre de ella, haciéndola anhelar la culminación de
su creciente necesidad. La mano de él la acarició con intimidad, incitándola a
abandonarse a él, sus palabras suaves de alabanza cantaban en sus oídos.
Guiada por él, ella también lo
acarició, pero ambos estaban demasiado impacientes para detenerse en
preliminares, por placenteros que fueran. Después de todo, no eran amantes, satisfechos
con adorar uno el cuerpo del otro, sino dos personas impulsadas por emociones
diferentes, pero necesidades similares que buscaban una satisfacción elemental.
Al primer impulso dentro de su
cuerpo, Elena sintió una gran exaltación. Se movió por instinto bajo él,
escuchando su exclamación salvaje y glorificándose en la fiereza de su
posesión.
Ella no experimentó ningún dolor,
contra todo lo que siempre imaginó; su virginidad pudo no haber existido, tal
fue el gozo con el que lo recibió.
Juntos buscaron llegar al pináculo de
la experiencia humana; juntos compartieron la abrumadora realidad del ápice del
deseo humano; la exclamación profunda de satisfacción de Damon se mezcló con el
sensual sollozo de deleite de Elena.
Todo había terminado. Elena descansaba,
tratando de recuperar el aliento, mientras el mundo volvía a la normalidad. Con
la satisfacción física vino el agotamiento, tan completo, que en segundos se
quedó dormida.
Damon la contempló, conmovido.
¡Acababa de experimentar el placer más intenso de su vida con una mujer, y ésta
se quedó dormida!
Fue entonces que comprendió la
realidad. La mujer lo usó como sustituto de su amante desaparecido. Fue como si
hubiese caído en una piscina de agua helada. Cuando salió a la superficie se
sintió desorientado. El hombre es el depredador, el cazador, el usuario y
abusador del sexo femenino. Entonces, ¿por qué se sentía usado? ¿Por qué tenía
esa terrible sensación de que su vida nunca volvería a ser la misma?
Tuvieron una relación sexual, eso era
todo. Ni siquiera sabía su nombre... Sólo fue un cuerpo. Un hermoso y sensual
cuerpo pero un cuerpo nada más. Debía estar loco para encontrarse en ese estado
de estupor emocional. Debía ocuparse de cuestiones más mundanas. Extendió una
mano, incapaz de contener el impulso de acomodar un rizo suelto detrás de su
oreja. En el sueño, parecía una niña.
Elena murmuró algo y se agitó. La
sábana se deslizó, dejando al descubierto un cremoso seno de punta rosa,
todavía henchido y rosado por sus caricias.
Reprimiendo un fuerte estremecimiento,
Damon volvió a cubrirla y se levantó de la cama. Nunca usaba pijama, pero había
una bata adicional en el baño. Se la puso y contempló la única silla de la
habitación, con firme determinación.
Ya había sido bastante tonto para una
noche... pasaría lo que quedaba de ella en la silla, o sólo Dios sabía qué
podría ocurrir. Fue una locura lo que hizo. Debió echarla del cuarto cuando
tuvo la oportunidad. Contra su voluntad, recordó la expresión desolada que
advirtió en ella. Debía ser terrible perder al ser amado. ¿Quién podría
culparla por querer aferrarse a la vida de la forma más básica posible?
Ninguno de los dos era culpable de lo
ocurrido; en circunstancias diferentes, todo habría sido distinto. Se
encontraron sin conocerse, dijo apesadumbrado, y así debían partir... para el
bien de los dos. Ya bastantes problemas tenía en la granja, sin involucrarse
con una mujer que lloraba a otro hombre.
Partiría antes de que ella
despertara. Sabía que su decisión era correcta, pero algo en su interior se negaba
a dejarla. Parte de él quería quedarse con ella y… ¿Y qué?
Y nada, se dijo con firmeza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario