Capítulo
2
—¿NO
QUIERES la nulidad?—Elena lo miró fijamente como si no pudiera creer lo que
acababa de escuchar—. ¿Qué… qué significa eso?
Se podía
percibir el nerviosismo en su voz y se odió por ello; pero se odió aún más
porque no podía evitar cierta emoción al pensar que, por algún motivo
incomprensible, Damon quería seguir casado con ella.
Él también
la observó detenidamente. Como fiduciario suyo sentía la obligación moral de
hacerse merecedor de la confianza que su padre había depositado en él, y eso
era exactamente lo que pretendía hacer. Y si, al mismo tiempo que la ayudaba,
podía conseguir algo para sí mismo, mucho mejor. En cuanto a decirle la
verdadera razón… no… ni hablar. El destino le había puesto ciertas cartas en la
mano y tenía la intención de jugarlas lo mejor posible.
—Creo que
no hace falta que te recuerde lo que tu padre era para mí —empezó a decir de
pronto.
—Sé que te
casaste conmigo por su testamento —con aquellas palabras deseaba demostrarle
que ya no era la niña confiada de hacía cuatro años, pero la sorprendió ver la
reacción que provocaron en él.
—¿Qué
demonios se supone que significa eso? —le preguntó con los ojos llenos de
furia.
Elena tomó
aire dispuesta a no dejarse intimidar. Esa vez había demasiado en juego, tenía
que luchar por los que dependían de su ayuda.
—Damon, yo
era muy joven cuando me casé contigo —habló con toda la tranquilidad de la que
era capaz—. Como ambos sabemos, el testamento de mi padre estipulaba que
tendría el control de mis acciones tan pronto como me casara. Naturalmente yo
te habría transferido a ti dicho control; por tanto tú te habrías hecho con el
control casi absoluto de la empresa… y con las ganancias que generara. Por
supuesto, si tú hubieras decidido vender el negocio y utilizar los beneficios
en tu propio provecho…
—¿Qué? —por
un instante Damon la miró como si realmente lo hubiera sorprendido—. Si estás
insinuando que me casé contigo para obtener algún tipo de beneficio económico,
déjame que te diga que te estás excediendo. De hecho, te diré que ahora mismo
soy más rico de lo que jamás fue tu padre; admito que es, en gran parte,
gracias a todo lo que él me enseñó.
Le hablaba
como se le hablaba a un niño al que había que regañar, y eso estaba poniéndola
muy furiosa.
—¿Entonces
por qué te casaste conmigo si puede saberse?
—Ya sabes
por qué —se dio la vuelta para que ella no pudiera verle la cara, pero su voz
era aún más cortante.
Elena se
dio cuenta de que su pregunta lo había hecho sentir incómodo. Quizás se sentía
culpable… Bueno, no sería de extrañar.
—Sí, sí
que lo sé —respondió ella con mordacidad—. Mi padre…
—Tu padre
era el hombre al que más he admirado en toda mi vida —la interrumpió
impetuosamente, dándole a entender que no debía poner en duda lo que estaba a
punto de decir—. Tanto que, al principio de conocerlo, deseé muchas veces que
fuera mi padre. Elena, nunca he topado con un hombre al que haya respetado y
querido tanto como quería a John Gilbert. Me sentía muy orgulloso de tener su
amistad y su confianza. Él era todo lo que yo aspiraba a ser… Y era todo lo que
mi padre nunca fue.
Hizo una
pausa durante la cual Elena trató de deshacer el nudo de emoción que se le
había formado en la garganta.
El padre
de Damon había abandonado a su mujer cuando él era solo un bebé; era un
mujeriego borracho que había aparecido muerto después de una reyerta cuando Damon
tenía trece años.
—Nunca he
dejado de sentir esa admiración ni ese amor que sentía por tu padre. Siempre
quise tener con él algún tipo de lazo familiar —volvió a detenerse, haciendo
que Elena se sintiera aún más impaciente.
Era
consciente de que, fueran cuales fueran las condiciones que impusiera para
recibir su herencia, tendría que cumplirlas porque ahora sabía que no podía
traicionar a los niños del refugio, ni a las monjas que tan bien se habían
portado con ella.
—Tu padre
nunca podría ser mi padre, Elena; pero sí podía ser el abuelo de mi hijo… de
nuestro hijo.
Elena lo
miró boquiabierta. No era posible que hubiera dicho lo que le había parecido
oír.
—¡No! —protestó
enérgicamente—. No puede ser que estés hablando en serio.
Pero por
la expresión de su rostro supo que sí lo decía en serio. Su corazón reaccionó
botándole dentro del pecho con fuerza inaudita.
—¡No! ¡No
puedo y no quiero! Damon, esto es chantaje —lo acusó enfadada—. Si tanto
quieres un hijo…
—No quiero
«un» hijo, Elena —volvió a interrumpirla con fuerza—. ¿Es que no has oído lo
que te he dicho? Lo que quiero es el nieto de tu padre, y eso solo tú puedes
dármelo.
—Te has
vuelto loco —dijo Elena, que se había quedado casi sin habla—. Debes de creer
que estamos en la Edad Media. Es… es… ¡No voy a hacer algo así! —añadió
ofendida.
—Entonces
no te daré tu dinero.
—Tendrás
que hacerlo o… te llevaré a los tribunales.
—No creo
que un juez te diera la razón. Sobre todo si tiene en cuenta que tu padre hizo
ese testamento porque no te creía lo bastante hábil en los negocios como para
velar por tus propios intereses.
—¡No te
atreverás! —Elena le lanzó una mirada iracunda, pero él le respondió con una
sonrisa burlona.
—Ponme a
prueba. —¿Cómo podía haber amado alguna vez a aquel hombre? En ese momento lo
único que sentía por él era odio por estar intentando manipularla de aquel
modo.
—No puedes
hacerme eso —protestó impotente—. Si pudieras ver a esos niños, Damon. No
tienen nada, menos que eso. ¡Necesitan ayuda urgentemente!
—Y la
tendrán, Elena —respondió con dulzura—. Pero no de tu herencia. Como fiduciario
tuyo no puedo permitirte que hagas eso, pero… —hizo una pausa sin apartar la
mirada de ella para evitar que ella dejara de mirarlo a él—. Pero… como marido
te prometo donar un millón de libras al refugio, y un millón más cuando des a
luz a nuestro hijo. —Aquello era cruel. ¡Dos millones de libras! Sí debía de
ser muy rico si podía permitirse deshacerse de tal cantidad de dinero solo para…
Sabía que quería mucho a su padre pero, ¿por qué iba a querer tener un hijo que
llevase su misma sangre? Era una idea descabellada contando con que Damon pretendía
obligarla a hacer el amor con él sabiendo que él no la quería. Sí,
definitivamente lo odiaba.
—Yo…
necesito tiempo para pensarlo —le dijo en tono desafiante.
—Para
pensar… ¿o para huir otra vez? Pensé que esa obra benéfica era importante para
ti, pero parece que…
—¡Calla! —no
estaba dispuesta a seguir soportando su crueldad.
Aunque lo
cierto era que no podía evitar pensar en lo que ese dinero supondría para los
niños de la calle de Río, sabía que no era justo poner sus necesidades por
encima de las de ellos.
—Entonces,
¿hay trato? ¿Dos millones para tus niños brasileños y para mí una esposa y, con
un poco de suerte el nieto de tu padre?
De alguna
manera Elena se las arregló para ocultar lo tentada que estaba de aceptar
aquella proposición. Pero después de unos segundos, tomó aire y habló:
—De
acuerdo.
Elena
perdió la mirada en el paisaje que había al otro lado de la ventanilla del BMW
de Damon, que se deslizaba a toda velocidad atravesando la campiña inglesa. No
le había preguntado a dónde se dirigían, de hecho no le había dirigido la
palabra desde que se habían despertado en su apartamento. En su casa pero,
afortunadamente, no en su cama; al menos hasta el momento se había librado de
eso.
No sabía a
dónde iban ni tenía la menor intención de preguntar. La única información que
le había dado después de que ella aceptara el trato con tristeza había sido que
iba a llevarla a la que iba a ser su casa.
—¿Por qué
no dejas de comportarte como una reina del melodrama? —le dijo de pronto con la
misma dureza con la que le había hablado desde su llegada—. No te pega y además
no tienes motivos.
—¿Que no
tengo motivos… después de lo que me has hecho? —Elena explotó con furia.
—¿De lo
que te he hecho? —preguntó sorprendido—. Lo único que he hecho ha sido
ofrecerte un trato.
—¡Un
trato! —su indignación iba en aumento—. Me estás haciendo chantaje para que
tenga un hijo tuyo —giró la cabeza para que no pudiera ver que era incapaz de
controlar sus emociones y estaba a punto de echarse a llorar—. ¿Y qué pasará
cuando tengas a tu hijo?
—¿Tú qué
crees que pasará? —respondió él en tono desafiante—. Nunca permitiré que un
hijo mío sufra el abandono de su padre o de su madre.
—¿Entonces
esperas que siga casada contigo?
—Lo que
espero es que sigamos casados tanto tiempo como nuestro hijo nos necesite. ¿Qué
creías? —parecía estar en una reunión de negocios.
Elena no
quería que se diera cuenta de lo aliviada que se sentía al comprobar que no
tenía intención de separarla de su hijo una vez que hubiera nacido. Porque no
importaba lo que sintiera por Damon ni cuánto llegara a odiarlo; de lo que
estaba segura era de que jamás podría abandonar a su pequeño.
Frunció el
ceño al darse cuenta de pronto por dónde iban; el corazón se le aceleraba a
medida que Damon se introducía en el pueblo en el que Elena había crecido. A
pesar de no haber vuelto allí desde hacía cuatro años recordaba con total
claridad todas y cada una de las calles por las que pasaban. Eran las calles
que había recorrido tantas y tantas veces de vuelta del colegio, cuando Damon iba
a buscarla; como el día que fue a decirle que su padre había muerto, o el día
de su boda.
—Has
comprado nuestra antigua casa —no era una pregunta sino una afirmación, y lo
dijo con voz neutra, intentando ahogar la intensidad de sus emociones.
—Ya había
empezado a negociarlo antes de nuestra boda —Damon contestó con la misma
aparente falta de sentimiento—. Se suponía que iba a ser un regalo sorpresa. Sabía
cuánto te afectó cuando Katrina decidió venderla. Cuando fue obvio que no ibas
a estar para recibir tus regalos de boda ya era demasiado tarde para echarme
atrás en la compra —al añadir aquello se encogió de hombros como quitándole
importancia—. Me imagino que también podría haber vuelto a ponerla en venta,
pero…
Al llegar
a la entrada de la casa y oír el sonido de las ruedas aplastando la arena del
camino, Elena tuvo la sensación de que, si cerraba los ojos, al volver a
abrirlos vería a su padre que salía a recibirlos.
Pero su
padre estaba muerto y algo dentro de ella había muerto con él.
—Está
igual que siempre —dijo ella en tono distante una vez hubieron bajado del
coche. No podía hablarle de otro modo, para ella no era más que un desconocido.
Sin embargo esa misma noche…
Mientras
luchaba contra el miedo Damon abrió la puerta principal.
—Bueno, en
realidad ha habido algunos cambios. El despacho de tu padre lo he dejado como
estaba, pero… —le dio la espalda, pero su voz parecía entrecortada por la tristeza—.
La verdad es que no vengo por aquí a menudo… Pero sí he cambiado ciertas cosas
en las otras habitaciones.
Elena lo
miró intrigada.
—Pensé que
ninguno de los dos querría utilizar la habitación que había sido de tus padres,
así que hice un nuevo dormitorio principal. Y el invernadero que siempre quiso
tu madre, y que tu padre no tuvo fuerzas para hacer después de que ella muriera…
se me ocurrió que… —hizo una pausa mientras le cedía el paso para entrar en la
casa; estaba claro que había preferido no decirle lo que le estaba pasando por
la cabeza.
Elena se
dio cuenta de que estaba temblando como una hoja a punto de caer. Aquellas eran
las mismas escaleras por las que había corrido para dirigirse a su boda con el
corazón destrozado por las palabras de su madrastra; y también las que había
subido a toda prisa, deseosa de alejarse de Damon y de su matrimonio.
En cuanto
consiguió hacer desaparecer aquellos dolorosos recuerdos se dio cuenta de que
la casa estaba bastante abandonada; seguía teniendo la mayoría de los muebles
que había elegido su madre hacía tanto tiempo, y todos ellos estaban cubiertos
por una considerable capa de polvo. Por mucho que le molestara, lo cierto era
que empezaba a sentir el impulso de volver a darle vida a todo aquello,
llenándolo del amor que siempre había habido en aquel hogar. Confundida por lo
que estaba sintiendo, se volvió hacia Damon con los ojos llenos de rabia:
—¿Se puede
saber para qué me has traído aquí exactamente? Aparte de la razón más obvia,
por supuesto —añadió con mordacidad—. Me sorprende que no quieras concebir a tu
hijo en la cama de mi padre.
Al ver la
cara con la que la estaba mirando Damon se quedó callada; la expresión de su
rostro era más elocuente que cualquier amenaza.
—Te he
traído porque esta va a ser tu casa de aquí en adelante —respondió después de
un tenso silencio.
—Pero tú
no vives aquí —dedujo por el estado en el que se encontraba el lugar.
—Hasta
ahora no, porque no tenía ningún motivo. Pero… no creo que un apartamento sea
el lugar adecuado para que crezca un niño.
—Pero…
seguirás teniendo que pasar bastante tiempo en Londres, ¿no? —Elena estaba
tanteando con la esperanza de que contestara que sí, que no iría por allí muy a
menudo, lo que significaría que no tendrían que dormir juntos con mucha frecuencia.
—¿Qué es
exactamente lo que te da tanto miedo del sexo? —le preguntó él con suavidad,
pero la pilló totalmente por sorpresa.
—¡Nada! —negó
tan pronto como pudo, consciente de haberse sonrojado visiblemente—. No tiene
nada que ver con el sexo, sino contigo… y con la manera en la que…
—No te
creo —aseguró Damon lleno de seguridad—. El hecho de que una mujer de tu edad
siga siendo virgen sugiere que…
—¿Qué? —Elena
lo interrumpió desafiante—. ¿Que soy exigente con la persona a quien le voy a
dar mi… —estuvo a punto de decir mi amor, pero enseguida se corrigió—… a quien
me voy a entregar?
—No,
sugiere que hay algo que te da miedo —continuó él con calma—. ¿Es así, Elena?
¿Tienes miedo de algo?
—No —negó
enérgicamente aunque sabía que estaba mintiendo. Claro que tenía miedo, y
mucho. Para ella el sexo era algo que estaba necesariamente ligado al amor, y
tenía un miedo terrible de… de que…
¿De qué?
¿Le daba miedo que, al verse obligada a acostarse con Damon para darle un hijo,
también se viera obligada de algún modo a amarlo de nuevo?
La noche
anterior, mientras estaba tumbada en el cuarto de invitados de su apartamento,
había estado pensando en la poca importancia de lo que iba a sacrificar
comparado con el bien que iba a poder hacerles a los pobres niños de la calle.
Pero, por muy lógica que intentara ser, no podía dejar de sentir unas terribles
punzadas en el corazón cada vez que pensaba en lo que iba a hacer.
Se alejó
de Damon y comenzó a avanzar por el pasillo dándose cuenta de que su instinto
la llevaba directamente al despacho de su padre.
—He pedido
a los que vienen a limpiar que llenaran el frigorífico —le informó él de pronto—.
Pero, por si lo habían hecho con la misma eficiencia con la que limpian, he
reservado mesa en Emporio. Espero que te siga gustando la comida italiana.
—¿Vas a
llevarme a cenar? —Elena no pudo reprimir el cinismo de sus palabras—. ¿Por qué
no mejor me llevas directamente a la cama? ¿Por qué perder el tiempo… y el
dinero?
—¡Déjalo
ya!
Elena
observó boquiabierta cómo Damon se acercaba a ella y la agarraba por los
hombros mientras le decía enfurecido:
—¡Eres mi
mujer, no una ramera! Y, si he elegido cortejarte…
—¡Cortejarme!
—repitió ella a punto de echarse a reír de lo nerviosa que estaba—. ¿Por qué
ibas a hacer algo así? —lo desafió mirándolo a los ojos—. ¡Lo único que quieres
es un hijo, el nieto de mi padre! Eso puedes conseguirlo sin tomarte la
molestia de invitarme a cenar. Al fin y al cabo, parece que no te importa lo
más mínimo lo que yo sienta.
La soltó
con tal rapidez que Elena sintió una especie de abandono; por un momento su
cuerpo recordó la época en la que agradecía el contacto de sus manos… más que
agradecerlo, se moría por él, lo anhelaba desesperadamente. De pronto volvió a
la realidad al notar el desdén con que la estaba mirando.
—Lo que
quiero es que ese niño, «nuestro» hijo, nazca, sino como fruto del amor, al
menos sí del placer.
Aquella
afirmación dejó a Elena totalmente desorientada… y la hizo sentir algo
demasiado peligroso. No obstante, se apresuró a contestarle con la misma furia
con la que había hablado él:
—¿Y cómo
demonios piensas conseguirlo? Porque no hay la menor posibilidad de que yo
sienta ningún deseo hacia ti.
Casi podía
oír los latidos de su corazón en mitad del silencio ensordecedor. Estaba
mirándola de tal modo que parecía estar tocándola realmente.
—No puedes
hacer nada para que me sienta atraída por ti —insistió de nuevo—. ¿Entiendes, Damon?
—le dio miedo su propia agresividad, pero se negó a admitir ese miedo, o la
locura que se estaba apoderando de ella.
—¿Me estás
desafiando, Elena? —le preguntó él con más suavidad—. Porque si lo que quieres
es que te demuestre que estás muy equivocada, yo lo estoy deseando… de hecho
estaría más que encantado de hacerlo —añadió con énfasis.
De repente
era como si sus cinco sentidos hubieran vuelto a la vida después de un
prolongado letargo; podía oler el polvo que permanecía suspendido en el aire,
sentía la calidez de los rayos de sol colándose por las ventanas… un sol que no
alcanzaba a tener la intensidad de los ojos de Damon.
—¡No! —respondió
con un débil susurro porque no tenía fuerzas para más. «¡No!», era agua pasada…
Ya no quería a Damon y no iba a permitirse volver a enamorarse de él jamás—. No
podrías hacerlo.
—¿Ah,
no? —dijo con una sonrisilla malévola—. Acuérdate de tus palabras, porque te
las recordaré cuando estemos en la cama, cuando te tenga desnuda entre mis
brazos y me pidas que te haga mía.
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