CAPITULO
8
—Damon,
¿qué haces? Acabamos de pasar frente a la casa de mis padres — protestó Elena y
se incorporó en su asiento, tensa y alerta.
— No te
esperan todavía. Así que pensé que te gustaría tomar una copa en mi casa.
Lo
último que hubiera esperado era que la llevara allí, en lugar de dejarla cuanto
antes en el hogar de sus padres. En realidad, supuso que luego de abandonarla
en su casa, él regresaría a la mansión de Lady Anthony. . . a los brazos de
Amanda.
— No
seas ridículo — logró decir por fin, con tono irritado—. No quiero beber más.
La verdad es que nada quiero de ti.
—¿No?
—el rostro de él estaba en penumbra mientras se inclinaba para apagar el
motor—. No fue esa la impresión que tuve esta noche, cuando te besé. Sin
embargo, no te traje aquí para seducirte, si es lo que temes.
— No
temía nada semejante replicó ella de inmediato — Después de todo, para eso
tienes a tu Amanda, ¿no?
Hubo un
momento de tenso silencio y luego Damon abrió la puerta de su lado; descendió
del auto y lo rodeó para abrir la puerta de la joven.
—Vamos a
la casa antes que nos congelemos.
Ella
hubiera querido rehusarse, pero la firme determinación en el rostro del médico
se lo impidió.
El
viento helado le hería la piel y Elena temblaba cuando se detuvo en el amplio
vestíbulo.
—Vamos
al estudio —la invitó Damon—. Hay más calor allí.
La joven
permaneció inmóvil, envuelta en la cana, mientras él se acuclillaba para poner
más leños en la chimenea y atizar el fuego. Una lluvia de chispas saltó de la
chimenea y el olor de leña quemada inundó el lugar.
Damon no
se había molestado en encender luz alguna y las danzantes llamas que lamían los
leños desplegaron su resplandor rojizo sobre los muebles y los libreros
— Esta
casa es un poco grande para un hombre solo — la joven se sonrojo al percatarse
de que habia expresado con voz alta sus pensamientos. Damon puso otro leño en
el fuego y se limpió las manos antes de incorporarse
—Eso me
proporciona un cierto grado de intimidad y es conveniente para el ejercicio de
mi profesión. Además tenia prisa por instalarme y no encontré más opción que
esto o un cuarto en Setondale.
De
manera que no había comprado la vicaría con miras al matrimonio, se dijo ella.
— Amanda
piensa que tiene buen potencial —agregó Damon con displicencia, hablando por
encima de su hombro, mientras se encaminaba hacia uno de los estantes para
sacar una botella y dos copas
Elena lo
observó servir el líquido rojo, dominada por los celos. Unos celos que la
quemaron con más furia que las llamas que consumían los leños en la chimenea.
Apenas podía ver a través de la cortina de dolor que le nublaba la vista y no
pudo controlar su lengua cuando, con voz extraña y vibrante de amargura, le
espetó:
— ¿Ah,
sí? Pero me sorprendería que quisiera establecerse aquí, Damon. Me doy cuenta
de que está ansiosa por atraparte, pero imagino que Harley Street es más
parecido que Setondale a lo que tiene en mente.
Como
atrapada en una pesadilla vio como Damon se ponía tenso y luego depositaba la
botella en el gabinete de bebidas. Destellos de luz procedentes de la chimenea
se desprendieron del cristal y la joven se asombró de que su mente pudiera
percibir tales nimiedades cuando también se daba cuenta de la enormidad de lo
que acababa de decir.
No había
gentileza alguna en la forma como él sonrió al volverse a mirarla, y ella
percibió en ese gesto una cualidad casi diabólica.
— Vaya,
vaya — dijo Damon con suavidad —. Qué comentario tan revelador. No estarás
celosa de Amanda, espero.
Consternada
por lo que le había provocado su lengua incontrolable, Elena replicó con furia:
—¿Celosa?
¿Por qué debía estarlo? ¿Porque se acuesta contigo? Fui yo la que rechazó esa
oportunidad. . . ¿recuerdas?
Damon
atravesó el cuarto en unas cuantas zancadas y la tomó por los brazos con
violenta furia.
—¡Con
mil demonios! Nunca sabes cuándo callar, ¿verdad? —masculló con voz ronca.
Ella
pugnó por desasirse, con una mezcla de temor y furia, pero sus intentos
parecieron acrecentar el fuego que podía ver ardiendo en las profundidades de
los ojos masculinos.
—¡Basta,
Elena! —Damon la sacudió como si fuera una muñeca de trapo y, en un paroxismo
de amargura, ella alzó una mano para arañarle el rostro. El apartó con presteza
la cara y luego, Elena lo oyó mascullar una imprecación y vio cómo la ira
descomponía sus facciones.
Era
demasiado tarde para protestar o implorar clemencia y el tiempo pareció
detenerse cuando él inclinó, lentamente, la cabeza hacia ella. La joven sólo
pudo escuchar el crujir de los leños y el sonido agitado de su propia respiración.
Un gemido se ahogó en su garganta cuando sintió la salvaje presión de los
labios masculinos sobre los de ella.
No había
nada de sensual o excitante en el beso; Damon la castigaba, la humillaba, pero
a pesar de todo, ella pudo experimentar la oleada de pasión que ascendió por su
cuerpo desde sus entrañas.
Pudo
sentir los dientes de Damon contra sus labios y, se estremeció a la vez que él
se valió de ellos para entreabrirle la boca. Cuando la lengua masculina
irrumpió, invasora y posesiva, dentro de su boca, Elena sintió que un fuego
líquido le corría por las venas irregulares del corazón de Damon. Sin darse
cuenta, sus brazos habían rodeado el cuello masculino. La lengua del médico le
tocó los labios, y delineó sus contornos con la húmeda punta. Elena percibió el
estremecimiento que sacudió al doctor y apenas pudo reconocer la voz que
murmuró, con acento casi dolorido, contra sus labios:
—Oh,
Dios, Elena... ¿Qué haces conmigo?
Su boca
volvió a tomar la de ella, con suavidad esta vez, como si quisiera calmar con
caricias el dolor anterior. Ella podría haberlo apartado con facilidad, pero no
lo hizo, y se abandonó en cambio a la enervante oleada de placer que la
arrastró fuera de la realidad, para sumirla en un ensueño sensual, extasiante.
—Elena.
. . —susurró Damon contra sus labios.
Ella
tembló en respuesta al tono de profundo deseo con que él pronunció su nombre.
Podía percibir el calor de las manos masculinas donde éstas se habían posado y,
bajo el corpiño, sus senos ansiaban, palpitantes, recibir caricias.
La boca
de Damon ya no era punitiva al moverse sobre la de ella; toda la ira y el
desprecio fueron opacados por el deseo que parecía envolverlos. Sin que él lo
dijera, ella, presentia el deseo de Damon en la forma en que sus manos le
acariciaban la espalda y la estrechaban. Ella se apretó contra él, entregándose
por completo a las manos del destino, demasiado anhelante para oponerse más.
—Elena,
no sabes lo que haces conmigo. Te he deseado durante tanto tiempo.
Las
palabras susurradas provocaron que un estremecimiento recorriera la piel
femenina y su cabeza cayó sobre el hombro de Damon cuando la boca del médico se
deslizó, ardiente, por la suave columna de su cuello. El hombre lanzó un gemido
ahogado y murmuró con voz densa:
— Déjame
hacerte el amor, Elena, Déjame demostrar cuánto te deseo —sus manos buscaron
los botones, en la espalda del vestido y su cuerpo se puso tenso cuando ella se
apartó un poco.
Elena no
pudo dejar de sonrojarse levemente cuando lo vio contemplarla. Había una
extraña tensión en el rostro de Damon y contra su pecho, la joven podía
percibir el latir acelerado sus ojos
eran brasas encendidas de pasión.
—Déjame
desvestirte —suplicó él con suavidad.
Elena se
había detenido ante un hilo de luz proyectado por el fuego y, de repente, la
expresión del médico se ensombreció. El temor, ante el recuerdo de su primer
rechazo, inmovilizó a Elena.
— ¿Qué
sucede, Damon? —preguntó con voz trémula.
—Es este
maldito vestido.
Ella lo
miró con azoro y consternación.
—¿Qué
tiene de malo?
—El te
lo compró —replicó el hombre con dolorida furia—. Eso es lo que tiene de malo —
se acercó a ella, con el rostro descompuesto por la ira mientras ponía una mano
en el escote y luego rasgaba el corpiño con un violento tirón.
Demasiado
aturdida y horrorizada para desmentirlo, Elena sólo pudo ver, con ojos
dilatados, la destrucción que él había causado.
—¡Damon!
—¡Quítatelo,
por Dios! —bramó él—. No quiero verte vestida con eso. . . No soporto saber
que. . . —lanzó un ronco gemido, arrancándole el vestido con violencia hasta
que éste cayó en un desgarrado montón a los pies de la joven.
Por lo
que pareció una eternidad, Elena permaneció inmóvil, como paralizada. La luz de
la chimenea delineaba con delicadeza el contorno de sus níveos pechos, pero
ella apenas se percató de la expresión en los ojos de Damon mientras los
contemplaba en su rotunda perfección, coronados con la palpitante provocación
de los pezones erectos.
—Elena,
eres tan bella. . . Más de lo que había imaginado —se acercó a la joven y la
alzó en brazos, apartándola de los despojos del vestido—. Y pensar que te
rechacé — cerró los ojos y ella lo vio tragar saliva —. ¿Todavía me odias por
eso? — sus dedos parecieron temblar ligeramente mientras recorrían la suave
columna del cuello femenino para luego posarse bajo su barbilla y hacerla
levantar la mirada hacia él.
¿Odiarlo?
Ella clavó la mirada en los ojos refulgentes de él y se pasó la lengua por los
labios. Los ojos masculinos siguieron con avidez ese movimiento, y el calor
invadió las entrañas de la joven cuando él la estrechó más y le permitió
percibir la firme evidencia de su deseo. Damon deslizó las manos por las
caderas de la joven, y frotó su cuerpo contra ella. Luego inclinó la cabeza y
la besó con una pasión abrumadora.
El
cuerpo femenino se rindió a la caricia, mientras sus pechos. quedaban
aprisionados contra el duro torso masculino.
Damon la
apartó por un momento, para despojarse de su chaqueta. En el fino algodón de la
camisa, Elena pudo ver dibujada la firmeza de los músculos y, como por propio
acuerdo, sus dedos comenzaron a desabotonar la prenda. Perdida en su
arrobamiento, de repente se dio cuenta de la tensión de su compañero.
Un leve
rubor le tiñó las mejillas al notar la forma en que él la miraba.
—Dios
mío, no sabes cuánto esperaba esto —gruñó él, ronco. Sus manos la tocaron,
deslizándose con lentitud sobre sus flancos hasta englobarle los pechos.
Avasalladoras oleadas de placer la sacudieron y sus senos se tornaron más
turgentes y anhelantes bajo las palmas masculinas. Se estremeció de exquisito
placer cuando los pulgares se movieron, incitantes, sobre los erectos pezones.
—¿Te
gusta?
La voz
de Damon le resultaba desconocida, ronca, densa por la pasión, incitante y
acariciadora.
—Cielo
santo, casi me volví loco de deseo de hacer esto hace años. . . ¿Lo sabías?
Un
estremecimiento y un gemido ahogado fueron la respuesta de ella, y no opuso
resistencia cuando él la cargó y llevó hasta el sofá, donde la depositó con
toda suavidad. Luego la tomó entre sus brazos.
La luz
del fuego recortaba los planos del rostro masculino, y Elena alargó los dedos,
casi con timidez, para acariciarle las facciones. Damon tomó esa mano entre las
suyas y le besó la palma abierta.
— Elena,
te necesito mucho. . . Tócame. . . Desnúdame.
¿Quien
de los dos temblaba cuando él se llevó la mano de la joven hacia el pecho, y la
ayudó a desabrocharle la camisa? Bajo la punta de sus dedos, Elena pudo sentir
la piel de Damon, tibia y firme. Lo sintió temblar un poco cuando deslizó la
mano bajo la tela de la camisa y le acarició con suavidad el velludo torso. Un
gemido ronco escapó de la garganta masculina y la joven hizo lo que había
deseado durante mucho tiempo: puso la boca contra la firme columna del cuello
del médico y la recorrió con la punta de la lengua.
La
reacción de Damon sobrepasó las más locas fantasías de la joven; nunca se había
atrevido a pensar que respondería con tan desatada pasión a sus caricias.
Terminó
de desabotonarle la camisa, apartó la tela y, deslizándola por los musculosos
brazos, se la quitó por completo.
Sintió
que los dedos del médico se enredaban entre su cabello cuando, con deliberada
lentitud, ella le acarició cada palmo de piel. La punta de sus dedos recorrió
todo lo largo de la línea de vello que descendía hasta la firmeza del vientre y
luego, su mano se posó allí, posesiva.
Elena
quería tocarlo todo, sin la restricción de la ropa, pero la timidez la abrumó.
No tenía experiencia en desvestir a un hombre y. como temía romper el delicado
hechizo que los envolvía con su torpe inexperiencia, dejó, simplemente, que su
mano permaneciera allí, inmóvil, mientras su boca recorría la piel que cubría
los duros músculos del torso y su lengua humedeció, de manera tentativa, un
oscuro y plano pezón viril.
Lo
sintió moverse y frotarse contra ella mientras él deslizaba las manos por sus
caderas y muslos, antes de volver a ascender para meterlas bajo el satén de sus
bragas, acariciar la rotunda suavidad de su trasero y apretarla contra él.
La
tensión que invadió el bajo vientre de la joven fue sobrecogedora y familiar.
Lo había deseado antes de esa manera, pero nunca con tan inmediata intensidad.
La lógica y la razón estaban suspendidas, sólo imperaba el instinto.
— Tengo
que sentirte contra mí. . . toda — susurró Damon, al tiempo que la soltaba e
incorporaba.
Ella no pudo
mirarlo, pero oyó el sonido metálico de la cremallera de sus pantalones y el
susurro de la tela al caer al suelo.
Damon
regresó a ella envuelto en sombras, tenso y viril, la viva encarnación de todas
sus fantasías femeninas. La penumbra ocultaba todavía gran parte del cuerpo
masculino mientras él se acuclillaba en el suelo, a los pies de la joven, y le
tomaba con una mano el talón mientras la otra se ocupaba de los ligueros que le
sujetaban las medias.
Elena
pudo percibir la tensión del médico ante la innegable respuesta de su cuerpo al
contacto de las manos masculinas. La despojó lentamente de las medias y sus
dedos le dedicaron enloquecedoras caricias en la parte interior de los muslos,
mientras la despojaba de sus prendas.
Por fin,
ambos estuvieron desnudos y él permaneció acuclillado ante ella, contemplándola
con ojos profundos y oscurecidos por la pasión. Ella tembló con una mezcla de
pudor y deseo. Damon alargó una mano y le acarició la curva del cuello, y luego
la deslizó por el hombro.
—
Perfecto —musitó—. Sencillamente perfecto.
Y luego,
todavía acuclillado, la abrazó y besó como ella siempre había deseado; su boca
fue tierna y posesiva, ávida y paciente.
—Te
deseo tanto. ¡No sabes cuánto! —las manos viriles habían encontrado sus senos y
los acariciaban con suavidad y lentitud; luego la boca del médico se posó sobre
la piel de los pechos y se movió con infinita lentitud hasta que la joven
estuvo a punto de gritar de deseo, y cuando ella sintió la tibieza de los
labios masculinos sobre la turgencia palpitante de un pezón, hundió las uñas en
la espalda de Damon y sordos gemidos brotaron de su garganta mientras se mordía
el labio inferior para no gritar, sacudida por un súbito paroxismo de deseo.
Cuando
la lengua del hombre tocó la punta del otro pezón, circundando con suaves
movimientos la rosada piel, ella no pudo controlarse más y lanzó un grito de
placer.
—Casi
podría decirse que nadie te ha tocado así —observó él, con voz apenas audible—.
¿Te gusta esto, Elena? —su tono era profundo, ronco, como si estuviera drogado
o ebrio, mientras le acariciaba el pezón, esta vez con más rudeza—. ¿Y esto, te
gusta esto? —las palabras casi se perdieron cuando él presionó la boca abierta
sobre la piel palpitante de la joven y comenzó a succionar un pecho con salvaje
fiereza. Espasmos de placer la hicieron arquear el cuerpo y brotaron de su
garganta una serie de suaves gemidos de deleite, mientras se apretaba, ávida y
anhelante, contra la candente boca masculina, abandonándose sin reservas a la
sensualidad de su propia naturaleza.
Una y
otra vez, Damon acarició las erectas puntas rosadas hasta que ella se movió de
manera convulsiva, abrumada por el placer.
—Debería
llevarte al lecho —dijo él, ronco, cuando la levanté del sofá para ponerla a su
lado sobre la alfombra, frente al fuego —. Pero no puedo esperar más.
Era ella
la que se encontraba entre sombras ahora, mientras que el fuego revelaba la
tensa impaciencia del cuerpo masculino. La joven se estremeció, sus ojos y
manos fueron atraídos de forma irresistible hacia la perfección del cuerpo de
su amado; ansiaba tocarlo, pero se sentía casi temerosa de hacerlo.
— Dios.
. . Elena!. . . Sí. . . Sí! —gimió él contra los labios de la chica al notar
que el deseo brillaba en los ojos de ésta y le tomó la mano para posarla contra
su cuerpo.
Bajo los
dedos, Elena pudo percibir el violento palpitar del deseo masculino y,
sorprendida, lo miró a los ojos mientras su mano lo acariciaba con creciente
osadía.
—No
puedo más, Elena. . . Te necesito —Damon hablaba como si alguien le apretara la
garganta.
El
cuerpo de la joven acogió el peso del cuerpo masculino cuando él se movió para
colocarse entre sus muslos. La sangre se agolpó en las sienes de la joven. ¡Lo
deseaba mucho! Movió las caderas, retorciéndose impaciente contra él y lo escuchó
aspirar profundo. La mano del médico recorrió su cuerpo una vez más, aún en la
cumbre del deseo, como si quisiera asegurarse de que estaba lista para la
culminación de sus pasiones.
Nadie la
había tocado de manera tan íntima, pero no sintió pudor alguno ni vaciló.
Estaba anhelante e impaciente debido a delicada caricia de los dedos sobre el
centro de su feminidad.
—Damon.
. . —gimió a la vez que él se disponía a poseerla.
—Sí. . .
sí —gruñó él hombre, en un murmullo torturado.
Elena
sintió la portentosa fusión de sus cuerpos; el de ella era inexperto, pero
estaba ansiosa de recibir al hombre amado; el de Damon era diestro, pero
controlado, dominado por ese afán del buen amante que busca dar placer a la vez
que lo recibe.
Elena se
percató de todas estas cosas a pesar de la bruma de deseo que la envolvía y
nublaba su mente, y también reconoció la instintiva tensión de unos músculos no
acostumbrados a tan íntima presión.
De
inmediato, notó la leve vacilación de Damon, pero la realidad había quedado
oscurecida mucho tiempo antes y sus caderas oscilaron y se movieron,
apremiantes; sus piernas lo rodearon, reteniéndolo contra ella, de modo que él
se vio obligado a proseguir su avance hasta provocarle el agudo, aunque breve
dolor de la iniciación, conduciéndola después a un lugar más allá de todos los
límites conocidos por ella, donde ambos pudieron compartir el explosivo éxtasis
que corrió como lava a través de sus cuerpos, haciéndolos convulsionar en
delirantes espasmos, hasta quedar exhaustos y debilitados. -
Desde
muy lejos Elena oyó que Damon susurraba su nombre. Pudo sentir las lágrimas de
dicha que corrían por sus mejillas cuan do abrió los ojos para mirarlo.
— Por
Dios, Elena, es demasiado tarde para llorar —dijo él con cierta aspereza, pero
la joven estaba sumida en un placentero limbo y no percibió el enfado que
endurecía la voz de su amante. Se fue hundiendo en un delicioso sopor,
profundo, tibio y oscuro.
Despertó
cuando él se incorporó para ponerle unas almohadas detrás de la cabeza, y
cubrirla con su camisa.
Elena
pudo aspirar su aroma y quiso abrazarlo, pero él se apartó y permaneció de pie
frente a ella para ponerse los pantalones, con ceño severo.
—Elena,
por todos los santos. . . ¿Por qué no me dijiste que eras virgen? —ella notó la
censura en su voz y la resintió—. ¡Por Dios, cómo pudiste ser tan torpe! ¡Si
deseabas tanto a un hombre!.
Fue como
si hubiera clavado un puñal en el corazón de la joven, quien lo miró con
desconsuelo.
—Fuiste
tú quien me sedujo —le recordó ella con voz entrecortada. Se sentía en
desventaja acostada allí, cubierta sólo por una camisa—. Por favor, dame la
ropa.
Damon se
la entregó; casi le lanzó el vestido. El frente estaba desgarrado hasta la
cintura. ¿Cómo iba a explicar eso a los de la agencia teatral?
—
Lamento lo de tu vestido.
Parecía
más indiferente que arrepentido y Elena sintió que la ira la invadía.
—Yo lo
lamento más. Estabas equivocado, ¿sabes? No fue un regalo de Taylor. ¡Lo
alquilé!
—
Entonces, por supuesto, pagaré los daños.
Elena no
podía creer que minutos antes hubiesen compartido la más maravillosa
experiencia que podía experimentar dos se res humanos. Era como salir de un
sueño encantador para entrar en una pesadilla.
—No debí
hacerte el amor —dijo Damon con voz seca—. No tenía derecho. Si hubiera sabido que
eras virgen.
Consternada,
humillada y ofendida por sus palabras, Elena replicó, en un impulso de rabia:
— Eso es
cuestión de dos, Damon. Yo no debí permitir que me hicieras el amor; puedes
atribuirlo a mi frustración por haber perdido a Taylor.
—¿Qué? ¿Perderlo?
—Sí; él
y Bonnie se irán a vivir a los Estados Unidos.
—¿Quieres
decir que le ofreciste tu virginidad como cebo y ahora que la ha rechazado,
decidiste que podías usarme para satisfacer tu deseo físico, como podrías
haberte valido de cualquier otro?
—Nos
usamos uno al otro, ¿o no? —retrucó ella con una rígida sonrisa—. Supongo que
yo no fui más que un sustituto de Amanda.
—Amanda
busca el matrimonio. . . un segundo esposo. No puedo darle eso.
Damon
parecía distraído, como si no le diera mucha importancia al asunto, pero Elena
no se dejó engañar. Con el corazón constreñido, apartó la mirada de él.
—Creo
que debo irme.
Damon
pareció reacio a moverse.
—Tú. . .
Yo. . . —frunció el ceño y la miró—. Si te lastimé de alguna forma.
Elena
sabía a qué se refería y sintió que le ardía el rostro. Después de todo, él era
médico, pero de cualquier manera, se sintió ofendida por su tono frío y
profesional después de haberla llevado a las cimas del éxtasis amoroso.
—Me
encuentro bien —declaró con voz helada—. Ahora, quiero irme a casa.
— Te
llevaré.
Había
pasado con él poco más de una hora. La luz del porche estaba encendida, pero
del cuarto de sus padres no provenía ruido alguno cuando ella, entró con
sigilo, en la casa. Era mejor así; habría sido difícil encontrar una buena
explicación para el vestido desgarrado. Cuando se lo hubo quitado, lo guardó
con cuidado en la caja.
Ahora le
dolía un poco el cuerpo, pero era una sensación voluptuosa, placentera, que le
recordaba el placer que había experimentado y que tenía la tentación de revivir
alguna vez.
Pero
sabía que nunca se repetiría; Damon la había usado, nada mas. Aunque no podía
culparlo; después de todo, ella no hizo el intento de detenerlo. En realidad,
podría decirse que lo había incitado de forma activa.
genial¡ espero el próximo¡ >^.^<
ResponderEliminar