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BIENVENIDOS A TOD@S A ESTE BLOG, ESPERO QUE DISFRUTÉIS LEYENDO LAS ADAPTACIONES DE CRÓNICAS VAMPÍRICAS.

COMO SABÉIS LOS PERSONAJES NO ME PERTENECEN Y LAS HISTORIAS QUE ADAPTARÉ TENDRÁN EL NOMBRE DE LA AUTORA AL FINAL DE CADA HISTORIA


GRACIAS

19 mayo 2013

Oasis Capitulo 04


Capítulo 4

 

     Elena tardó un par de segundos en entenderlo y luego, intentó zafarse de Damon, que la estaba agarrando por los brazos.
    
–No –consiguió responderle.

     La idea de ir con aquel hombre a cualquier parte, sobre todo a París, la horrorizaba. Él no la soltó y Elena dejó de pelear. No merecía la pena.

     –Me necesitan aquí –le dijo.


     Aliviada, vio cómo Damon la soltaba y aprovechó para retroceder.
     Él levantó otra hoja de papel y se la enseñó: –Creo que vas a encontrar una copia también en tu despacho.
     Elena la tomó y la leyó, vio que la nota estaba escrita por Stefan.

     Elena debe acompañarte. Habrá gente muy importante, de los establos más grandes de Dubai, y ya he quedado en que se va a reunir con ellos. Por desgracia, la reunión de París coincide con la venta anual de potros de carreras de Irlanda, si no fuese así, acudiría yo mismo…

     Elena levantó la vista y dejó el papel encima de la mesa para que Damon no se diese cuenta de que le temblaba la mano. ¿Cómo podía hacerle Stefan algo así? Sabía la respuesta: porque se había esforzado en hacerles creer que no les importaba que Damon fuese a estar en Merkazad.
     
Miró a Damon sorprendida, y entonces se le ocurrió otra cosa.

     –Pero si vas tú, será un desastre. ¿Tienes planeado ir a las reuniones? –le preguntó, y antes de que él contestase, añadió–: ¿Sabes el daño que le causarías a Merkazad si insultases a otro jefe de estado o algo así?

     Y entonces vio en el rostro de Damon algo impensable. Era como si le hubiese herido el orgullo. Lo vio apretar la mandíbula y sonreír de forma muy dura.

     –Por eso precisamente debes venir conmigo. No quieres que nadie estropee la reputación de Merkazad, ¿verdad?

     Se estaba burlando de ella. Elena lo sabía. Y sabía que se lo merecía. A pesar de no creer que se le debiese de dar tanta responsabilidad a Damon. Al fin y al cabo, aquel hombre había dejado que todo el peso del país recayese sobre los hombros de su hermano. Incluso de adolescentes, cuando habían pasado allí las vacaciones, Damon se había escaqueado siempre de las lecciones de derecho que Stefan había tenido que soportar para preparase. Y aun así, por motivos que ella desconocía, Stefan nunca se lo había reprochado.

     La tensión entre los dos hermanos siempre había sido palpable, y Elena era consciente de que aquélla era la primera vez que Damon aparecía más tranquilo. Y ella no quería ser quien lo estropease.
     Así que tomó una decisión y se dijo a sí misma que lo hacía por Stefan y nada más.

     –De acuerdo –le contestó con indiferencia, como si aquello no le costase nada–. Iré a París.

     Él la miró a los ojos tan intensamente que Elena empezó a sentir calor. Quería pedirle que dejase de mirarla así, pero si lo hacía, descubriría el efecto que seguía teniendo en ella.

     Damon sonrió y el mundo de Elena se tambaleó.

     –Bien. Puedes quedarte conmigo.

     Elena se tambaleó al darse la vuelta para marcharse. Volvió a mirarlo.

     –Pero… seguro que quieres quedarte en tu apartamento. Yo me alojaré en un hotel.

     Damon sacudió la cabeza.

     –Vendí el apartamento hace años. He estado viviendo en una suite en el Ritz. Tengo una habitación libre. Puedes quedarte allí.

     Ella sintió pánico.

     –Puedo buscarme mi propio alojamiento –le replicó.

     Damon hizo un ademán para quitarle importancia a su sugerencia.

     –No seas tonta. Las reuniones tendrán lugar en la sala de conferencias del Ritz, así que alojarse allí es lo más práctico.

     Elena bajó del avión y respiró el aire frío del mes de noviembre en París. Se sentía asfixiada, después de haber viajado en un pequeño jet privado con Damon durante varias horas, aunque éste la había sorprendido sumergiéndose en un montón de documentos. Ella había esperado que la torturase durante todo el vuelo, pero lo mismo le habría dado ser invisible.

     Para su pesar, no se sentía aliviada ni… bien.
     Damon la empujó con suavidad por la espalda.

     –¿Vas a quedarte ahí todo el día?

     Ella bajó las escaleras deprisa y se acercó al coche que los estaba esperando. Oyó a Damon saludar al chófer por su nombre y dio por hecho que era su conductor personal. Unos minutos más tarde estaban metidos en el tráfico, en dirección al centro de París.

     Elena se emocionó a pesar de intentar no hacerlo. No había vuelto a París desde aquella fatídica ocasión. Había estado en los establos que Stefan tenía a las afueras, pero no en el centro. Y allí estaba en esos momentos, con Damon.

     Damon no pudo evitar sentir la presencia de Elena, que miraba por la ventanilla. Él estudió su exquisito perfil. Las largas pestañas. Se había recogido el pelo en un moño y con aquel abrigo largo y oscuro podría haber sido una de las mujeres más bellas de la ciudad. Se le hizo un nudo en el pecho. Era mucho más bella que ninguna.

     En el avión, había tenido que concentrarse en el trabajo para no ceder al impulso de hacerla suya allí mismo. Y luego, para su sorpresa, al empezar a leer acerca de los temas que se iban a tratar en la reunión, se había sentido cada vez más interesado por ellos. Por primera vez en su vida se sintió como el amo y señor de Merkazad. Y aquella sensación de vulnerabilidad hizo que la piel le picase.

     Elena se giró y le preguntó con voz ronca: –¿Por qué vendiste el apartamento?
     «Porque no podía soportar vivir en él día tras día», pensó Damon inmediatamente.

     Elena vio cómo algo enigmático se encendía en sus ojos y se le contrajo el pecho, pero luego se le pasó. Él apartó la vista y se encogió de hombros.

     –Me cansé de él. No estaba seguro de lo que quería en su lugar, así que me trasladé al Ritz y he estado allí desde entonces.

     –¿No es un poco… impersonal vivir en un hotel?

     Damon volvió a mirarla y sonrió con malicia.

     –A mí me conviene. Se ajusta a mis necesidades.

     Elena se ruborizó al oír aquello y volvió a apartar la vista. Se dijo que ninguna mujer a la que llevase a la habitación de un hotel soñaría con que su relación fuese algo más que algo transitorio.
     De repente enfadada, volvió a mirarlo y se dio cuenta de que Damon la estaba observando.

     –Me das lástima, ¿sabes? Has cortado todos los lazos con tu propio país, vives en una habitación de hotel, ni siquiera tienes relación con tu hermano…

     Elena dejó de hablar cuando Damon salvó el espacio que los separaba de repente y le agarró la cara con ambas manos. Ella notó que le costaba respirar, se le había acelerado el corazón.

     –No necesito la compasión de nadie, Elena, y mucho menos la tuya. He tomado mis decisiones y, si volviese a hacerlo, no cambiaría nada.

     Y ella sintió tanto dolor que dio un grito ahogado, pero todo se vio eclipsado cuando Damon la besó. Elena era un cúmulo de emociones: ira mezclada con deseo y una inexplicable ternura. Lo agarró por la solapa del abrigo y lo acercó más a ella, besándolo con la misma pasión con la que la estaba besando él. El fuego creció cada vez más en su interior.

     Damon hizo un sonido gutural que resonó dentro de ella y la abrazó por la espalda para apretarla contra su cuerpo. Elena enterró las manos en su sedoso pelo. En ese momento, lo habría dejado todo por aquello. Por aquella locura que la distraía del dolor. De un dolor siempre presente. Causado por aquel hombre.

     La idea hizo que se apartase en el mismo momento en que lo hizo Damon. Ella estaba casi tumbada en la parte trasera de su coche, con él encima. Notó su erección en el muslo y sintió calor entre las piernas. Se sintió despeinada, deshecha y, sobre todo, desprotegida.

     Damon levantó la cabeza. Tenía las mejillas sonrojadas y eso tranquilizó a Elena, que no podía hablar.

     Fue Damon el primero en hacerlo:

     –Ya te he dicho que no quiero tu compasión, pero sí te quiero a ti. Y tú también me deseas a mí, Elena. No ha cambiado nada. Nos deseamos tanto como la primera vez.
     Ella abrió la boca para negarlo, pero Damon la cortó.

     –No se te ocurra decirlo. No sabes mentir, Elena. Una de las cosas que siempre he admirado en ti es tu sinceridad.

     Ella cerró la boca y, haciendo un esfuerzo, salió de debajo de él, cerró las piernas y se tapó con el abrigo. Sabía que se había despeinado e intentó arreglarse el moño con manos temblorosas. Tenía los labios hinchados, le ardían las mejillas. Era inútil seguir negándolo.

     –Tal vez te desee, Damon, pero eso no significa que vaya a entrar ahí. No sé si te acuerdas de que ya te deshiciste de mí una vez.
     Él se sentó en la otra punta del coche, con las piernas estiradas.

     –Jamás pretendí hacerte daño, Elena. Nunca debí haberte seducido.
     Sorprendida, Elena se giró para mirarlo y le dijo en voz baja:

     –Te he dicho que no me hiciste daño, Damon –le mintió–. ¿Por qué me dices eso?
     Él la miró un instante y Elena vio algo indescifrable en sus ojos.

     –No estaba preparado para dejarte marchar. Todavía te deseaba. Siempre lo he hecho. Pero tenía que dejarte ir… –le explicó, haciendo una mueca– cuando me dijiste que estabas enamorada de mí.

     Damon volvió a ponerse la máscara, pero, por un instante, Elena creyó ver en su rostro una expresión atormentada. Él se giró para mirarla mejor y añadió:

     –Pero ahora que ha pasado el tiempo, y teniendo en cuenta que me has asegurado que no te hice daño, ¿estás segura de que quieres seguir insistiendo en negar la atracción que existe entre nosotros? Al fin y al cabo, ¿qué tenemos que perder? Ambos somos adultos, tenemos experiencia…

     Elena se había quedado de piedra. Intentó darle sentido a sus palabras al mismo tiempo que se aseguraba de que Damon no se daba cuenta de lo confundida que estaba. ¿Le había dicho que la había dejado marchar sólo porque estaba enamorada de él? ¿Pero que no había querido separarse de ella? Deseó poder estar en un lugar tranquilo donde asimilar sola la información… No obstante, eso no cambiaba mucho las cosas. Damon se había deshecho de ella porque no quería su amor…

     Damon esperó su respuesta, tan impasible e implacable. Ella sintió pánico e intentó mirarlo con frialdad.

     –No me interesa seguir con esta conversación, por muy adultos que seamos. Estoy segura de que alguna de todas esas mujeres que han pasado por tu suite estará encantada de satisfacer tus necesidades. Yo no lo estoy.

     Elena evitó su mirada mientras llegaban al hotel. Se sentía muy vulnerable. Aunque pensase que había dicho la última palabra, tenía la sensación de que Damon no iba a hacerle caso y sólo iba a esperar al momento adecuado para atacar.
     El coche se detuvo delante de la entrada del hotel y Elena vio cómo el portero corría a abrirles la puerta.

     –Hay mucho que decir acerca del deseo que hay entre nosotros, Elena. No voy a llamar a ninguna otra mujer porque no es eso lo que necesito –le dijo él–. Te necesito a ti… y tú sientes lo mismo. Te estaré esperando cuando estés dispuesta a admitirlo, porque tu cuerpo ya ha hablado por sí mismo.

     Y entonces se abrió la puerta y ella se preparó para salir. Apartó la mano de la de Damon y dijo en tono cáustico:

     –Sigue soñando, Damon.


     Un rato después, Damon estaba observando la ornamentada puerta con la que acababan de darle en las narices. En ese momento oyó cómo echaban la llave y sonrió con tristeza antes de darse la media vuelta y echar a andar hacia la parte principal de su enorme suite. Ésta estaba formada por dos dormitorios, un salón comedor y un despacho muy moderno, con toda clase de aparatos de última tecnología.

     Todo su cuerpo se sentía sexualmente frustrado. Jamás se había sentido tan mal. Estaba acostumbrado a tener sus necesidades cubiertas y, por primera vez, tenía que enfrentarse a la posibilidad de haber ido a dar con la horma de su zapato.
     Con aquello en mente e intentando acallar a su conciencia, porque una vez más estaba ignorando la vulnerabilidad de Elena, notó cómo se iba calmando y entró en el despacho dispuesto a ponerse a trabajar.


     A la mañana siguiente Elena estaba cansada y ojerosa después de haber pasado una mala noche. Había pasado horas dando vueltas en la lujosa cama y al final había recurrido a otra ducha de agua fría. Cerrar su puerta con llave la noche anterior no le había servido de nada, ya que Damon había conseguido penetrar igualmente en su mente.

     Entró en el opulento salón sintiéndose agotada. Se había vestido con una falda gris y una chaqueta a juego, camisa blanca abrochada hasta arriba y zapatos de tacón negros. Y se había recogido el pelo en una coleta.
     Pero no se había preparado para ver a Damon delante de la ventana principal, vestido de pies a cabeza con el traje tradicional de su país, en tonos crema y oro, e incluso con turbante. Estaba devastador e intimidante.

     Él se giró y arqueó una ceja al ver su expresión de sorpresa.

     –¿Qué? Soy capaz de hacer el papel si quiero hacerlo, Elena.

     Ella hizo un esfuerzo por guardar la compostura. No podía creer que ver así vestido a Damon por primera vez en muchos años la estuviese afectando tanto, pero así era. La estaba trasportando directamente a una época en la que habían sido los dos mucho más jóvenes y tanto Stefan como Damon habían envejecido antes de tiempo en el funeral de sus padres. Una profunda melancolía la asaltó y ella intentó contener la emoción, aterrada con la idea de que Damon la viera.
     Así que levantó la barbilla y le dijo:

     –Es increíble, lo majestuoso que puede hacerte un traje.

     –¿Teniendo en cuenta que yo no soy nada majestuoso? –inquirió él, llevándose una mano al pecho y sonriendo burlonamente–. Me hieres con tu condena, Elena. Veo que jamás voy a poder redimirme ante tus ojos, ¿verdad?

     –Yo no estoy aquí para salvarte, Damon.

     Las palabras de Elena le calaron muy hondo y llegaron a una parte vulnerable de él. Así que tuvo que hacer un esfuerzo para mantener la expresión fría mientras se acercaba a ella.

     –Y yo no busco que nadie me salve ni me absuelva. Busco algo mucho más… mundano e inmediato. Elena retrocedió un paso y replicó:

     –Voy a desayunar abajo. Nos veremos en la primera de las reuniones.
     Se giró y echó a andar apresuradamente, pero oyó que él le decía:

     –Corre todo lo que quieras. Así la capitulación final será mucho más dulce.
     Ella dio un portazo al salir, causando un ruido hueco y vacío.


     Después de toda una mañana de intensas reuniones, en las que Elena se había quedado en un segundo plano, estaba impactada al ver a Damon tan autoritario e informado. Al parecer, no sólo la había sorprendido a ella.
     Stefan no lo habría hecho mejor y, de hecho, Damon había hecho algunas sugerencias muy audaces, a las que el cauto Stefan jamás se habría atrevido.
     Era la hora de comer y Elena intentó escapar para buscar alguna cafetería cercana al hotel donde descansar un poco, y dio un grito ahogado al notar que una mano mucho más grande que la suya la agarraba. Sintió un cosquilleo por todo el brazo y supo que se trataba de Damon.

     –Me voy a comer. Sola –murmuró ella.

     Damon tiró de su mano y la corrigió:

     –Nos vamos a comer.

     –Tú tienes que comer con los otros delegados –replicó Elena desesperada.
     Damon siguió tirando de ella.

     –A estas alturas ya deberías saber que, en general, no acepto órdenes.
     Y ella supo que no iba a soltarla, así que lo siguió, avergonzada al ver que pasaban por delante de personas a las que conocía. Una de ellas era el asesor del sultán de Al-Omar, al que había dejado plantado en aquella fiesta un año antes.

     Se dio cuenta de que iban hacia los jardines traseros del hotel. Un empleado le hizo una reverencia a Damon y le abrió la puerta, y salieron a la calle. Hacía un día soleado de noviembre y la temperatura todavía era buena.

     Damon la condujo por un camino que atravesaba unas extensiones de césped inmaculadamente cortado hasta que vio un bonito cenador, con una mesa para dos y cubiertos de plata. Su estómago rugió y ella se ruborizó.

     Dentro del cenador, un camarero se inclinó para saludarlos y los ayudó a sentarse. Divertida, Elena dejó que le pusiese la servilleta de un blanco impoluto y escuchó mientras les explicaba las especialidades de la casa.

     Elena escogió todavía en estado de shock y oyó que Damon decía:

     –Yo tomaré lo mismo.

     Antes de marcharse, el camarero le sirvió champán a ella y agua con gas a Damon. Cerca cantaba un pájaro. El débil ruido del tráfico entraba a través del denso follaje de los matorrales que creaban enormes muros. El cenador estaba cubierto por fragantes flores, estaba aislado y era idílico.
     Elena recobró por fin la cordura, dejó su servilleta en la mesa y se levantó.

     –No sé qué estás tramando, Damon, pero como te dije ayer, deberías tirar de tu agenda de contactos para esto. Conmigo estás perdiendo el tiempo.
     Damon puso cara de aburrimiento, pero sintió pánico al ver que se levantaba. Había sabido que tendría que hacer aquello bien si no quería que Elena se marchase.

     –Es sólo una comida. Pensé que sería agradable estar fuera… No tenía ni idea de que montarían este espectáculo.

     Elena dudó. Era cierto que había fuera una zona para cenar, tal vez Damon hubiese esperado que los sentasen allí. Tal vez ella fuese demasiado ingenua. Era la primera vez que lo veía hacer algo tan extravagante delante de ella…
     Lo miró con recelo.

     –¿De verdad pensabas que íbamos a comer en otra parte?

     Él asintió y puso gesto inocente. A regañadientes, Elena volvió a sentarse y tomó su servilleta. Era sólo una comida. Aunque en el lugar más bonito en el que había comido nunca. Tal vez hubiese exagerado con su reacción. Y si exageraba, Damon la tendría en la palma de la mano.

     Fingió indiferencia.

     –De acuerdo. De todos modos, no tenemos mucho tiempo para comer –comentó, mirándose el reloj–. Tenemos que volver en cuarenta y cinco minutos.

     El camarero volvió en ese momento con los entrantes. Ella esperó antes de empezar a comer, de repente le había entrado la timidez.

     –Bueno, ¿no vas a comer? –le preguntó entonces Damon–. Debes de estar muerta de hambre…

     Y ella cedió. Casi no había desayunado esa mañana y los nervios le habían cortado el apetito en los últimos días.

     Así que, a pesar de estar con Damon, limpió el plato de espárragos que le habían puesto.

     Damon estaba con la espalda apoyada en la silla, observándola, y ella notó calor en las mejillas e intentó disimular limpiándose los labios con la servilleta. El champán se le estaba subiendo y estaba empezando a sentirse demasiado susceptible a aquel… idilio. Y a la devastadora presencia de Damon.

     –¿Así que ahora llevas los establos para Stefan? No está mal, para haber sido la chica que solía limpiar los caballos.
     Elena sonrió.

     –Sigo limpiándolos, Damon. En los establos no nos andamos con ceremonias.
     Él inclinó la cabeza y añadió pensativo:

     –Seguro que eres una buena jefa, dura, pero justa. Y está claro que Stefan valora tu opinión, ya que te permite negociar en su nombre.

     Elena se sintió bien. Desde que había terminado sus estudios de veterinaria en París, siempre había soñado con dirigir los mundialmente famosos establos de Merkazad, y era toda una proeza estar haciéndolo a una edad tan joven.
     Se encogió de hombros y evitó la intensa mirada de Damon.

     –Ya sabes que siempre me han encantado los animales. He soñado con llevar los establos desde que era pequeña.

     –Lo sé –admitió él–. Por eso fue lo mejor, que volvieses a casa y siguieses tu camino.

     Ella lo miró, pero no vio ninguna emoción en su rostro. Y entonces el camarero llegó con los platos principales e interrumpió la conversación. Ella le había hablado muchas veces de sus sueños cuando habían sido más jóvenes, y él siempre la había escuchado en silencio. En esos momentos, Elena recordó que Damon nunca había compartido con ella nada personal, ni siquiera en París. Y todavía le dolía pensar que él sólo la había visto como un estorbo.

     Pero, en esos momentos, le estaba diciendo que le había preocupado que sacrificase sus sueños por tener una aventura con él en París. Y, visto así, tal vez el hecho de que la hubiese rechazado no hubiese sido un acto de tanta crueldad.
     Mientras pensaba en aquello, Elena comió en silencio, pero al final la curiosidad la venció y le preguntó a Damon por su trabajo. Él se limpió los labios con la servilleta antes de contarle que se había licenciado en el arriesgado mundo de la gestión alternativa de fondos.

     Hizo una mueca.

     –Ahora formo parte de ese grupo tan vilipendiado de banqueros, el azote de la reciente crisis bancaria y, no obstante… por vilipendiados que estemos, los negocios jamás nos habían ido tan bien –dijo sonriendo, pero sin calidez.

     –¿Tienes tu propia empresa?

     Él asintió y dio un sorbo a su agua.

     –Sí, se llama Al-Saqr Holdings.

     –¿Y no te importa que piensen mal de ti?

     Él se encogió de hombros, tenía los ojos brillantes.

     –Me he acostumbrado. ¿Qué puedo hacer, si la gente sigue queriendo que invierta su dinero y me arriesgue en su nombre?

     –Suena tan frío e impersonal.

     –¿Como vivir en un hotel y no tener relaciones serias? A estas alturas, Elena, ya deberías saber que mi alma está perdida. Ya te dije hace mucho tiempo que mi interior es oscuro y retorcido.

     Elena se dio cuenta en ese instante de que se lo estaba diciendo porque lo pensaba, pero ¿por qué pensaba así? Se le encogió el corazón. Todavía podía ver al chico que se había acercado a reconfortarla delante de la tumba de sus padres, que le había dado una fuerza de la que todavía seguía tirando en ocasiones. Qué ironía, siendo él el motivo por el que necesitaba tener fuerza.

     Pero durante las tres semanas que habían estado juntos en París había sido amable e infinitamente generoso. Había sido tal y como ella había recordado: indulgente y cariñoso, y también tolerante.
     No obstante, jamás olvidaría su crueldad. Aun así, Elena no entendía por qué pensaba que su alma estaba perdida. Sintió curiosidad.

     De repente, dejó la servilleta y se levantó.

     –Necesito ir a por unos papeles a mi habitación para la reunión que tengo esta tarde.

     Y él se levantó y la siguió hacia el hotel.
     A Elena le sorprendió que no insistiese en que tomasen postre y café. Anduvo con inseguridad y él la agarró del brazo para guiarla por los jardines.

     Al acercarse a las puertas, donde había personal del hotel esperándolos, Elena se maldijo por haber sido tan ingenua. Se detuvo y se giró a mirarlo:

     –Sabías muy bien dónde íbamos a comer, ¿verdad?
     Él hizo que se derritiese por dentro con su mirada.

     –Sólo he manipulado un poco la verdad para conseguir que te quedases.

     –No quiero que me seduzcas, Damon. No voy a permitirlo.

     –Ya es demasiado tarde, Elena. Estamos aquí ahora… por un motivo. No creo en el destino, pero creo en esto.

     La acercó a él y le dio un beso antes de que le diese tiempo a protestar. Elena apoyó una mano en su pecho, para apartarlo, pero su fuerza hizo que le temblasen las piernas. Gimió con una mezcla de desesperación y deseo, y se puso de puntillas para acercarse todavía más.

     Se apartó, con el corazón acelerado, indignada por volver a encontrarse en aquella situación.

     Él la sujetó contra su cuerpo para que pudiese notar su erección.

     –Dime otra vez que no te voy a seducir…

     Ella deseó decírselo, pero no pudo.

     –El problema es que esto es todavía más fuerte que nosotros, y que nuestro deseo no tuvo la oportunidad de agotarse –añadió Damon.

     Elena consiguió alejarse por fin.
       
     –Yo, al contrario que tú, sé alejarme de las cosas que no me convienen. Puedo resistirlo, y lo haré. Búscate a otra, Damon, por favor.

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