Capítulo 4
Elena
tardó un par de segundos en entenderlo y luego, intentó zafarse de Damon, que
la estaba agarrando por los brazos.
–No
–consiguió responderle.
La
idea de ir con aquel hombre a cualquier parte, sobre todo a París, la
horrorizaba. Él no la soltó y Elena dejó de pelear. No merecía la pena.
–Me
necesitan aquí –le dijo.
Aliviada,
vio cómo Damon la soltaba y aprovechó para retroceder.
Él
levantó otra hoja de papel y se la enseñó: –Creo que vas a encontrar una copia
también en tu despacho.
Elena
la tomó y la leyó, vio que la nota estaba escrita por Stefan.
Elena debe acompañarte. Habrá gente muy
importante, de los establos más grandes de Dubai, y ya he quedado en que se va
a reunir con ellos. Por desgracia, la reunión de París coincide con la venta
anual de potros de carreras de Irlanda, si no fuese así, acudiría yo mismo…
Elena
levantó la vista y dejó el papel encima de la mesa para que Damon no se diese
cuenta de que le temblaba la mano. ¿Cómo podía hacerle Stefan algo así? Sabía
la respuesta: porque se había esforzado en hacerles creer que no les importaba
que Damon fuese a estar en Merkazad.
Miró
a Damon sorprendida, y entonces se le ocurrió otra cosa.
–Pero
si vas tú, será un desastre. ¿Tienes planeado ir a las reuniones? –le preguntó,
y antes de que él contestase, añadió–: ¿Sabes el daño que le causarías a
Merkazad si insultases a otro jefe de estado o algo así?
Y
entonces vio en el rostro de Damon algo impensable. Era como si le hubiese
herido el orgullo. Lo vio apretar la mandíbula y sonreír de forma muy dura.
–Por
eso precisamente debes venir conmigo. No quieres que nadie estropee la
reputación de Merkazad, ¿verdad?
Se
estaba burlando de ella. Elena lo sabía. Y sabía que se lo merecía. A pesar de
no creer que se le debiese de dar tanta responsabilidad a Damon. Al fin y al
cabo, aquel hombre había dejado que todo el peso del país recayese sobre los
hombros de su hermano. Incluso de adolescentes, cuando habían pasado allí las
vacaciones, Damon se había escaqueado siempre de las lecciones de derecho que Stefan
había tenido que soportar para preparase. Y aun así, por motivos que ella
desconocía, Stefan nunca se lo había reprochado.
La
tensión entre los dos hermanos siempre había sido palpable, y Elena era
consciente de que aquélla era la primera vez que Damon aparecía más tranquilo.
Y ella no quería ser quien lo estropease.
Así
que tomó una decisión y se dijo a sí misma que lo hacía por Stefan y nada más.
–De
acuerdo –le contestó con indiferencia, como si aquello no le costase nada–. Iré
a París.
Él la
miró a los ojos tan intensamente que Elena empezó a sentir calor. Quería
pedirle que dejase de mirarla así, pero si lo hacía, descubriría el efecto que
seguía teniendo en ella.
Damon
sonrió y el mundo de Elena se tambaleó.
–Bien.
Puedes quedarte conmigo.
Elena
se tambaleó al darse la vuelta para marcharse. Volvió a mirarlo.
–Pero…
seguro que quieres quedarte en tu apartamento. Yo me alojaré en un hotel.
Damon
sacudió la cabeza.
–Vendí
el apartamento hace años. He estado viviendo en una suite en el Ritz. Tengo una
habitación libre. Puedes quedarte allí.
Ella
sintió pánico.
–Puedo
buscarme mi propio alojamiento –le replicó.
Damon
hizo un ademán para quitarle importancia a su sugerencia.
–No
seas tonta. Las reuniones tendrán lugar en la sala de conferencias del Ritz,
así que alojarse allí es lo más práctico.
Elena
bajó del avión y respiró el aire frío del mes de noviembre en París. Se sentía
asfixiada, después de haber viajado en un pequeño jet privado con Damon durante
varias horas, aunque éste la había sorprendido sumergiéndose en un montón de
documentos. Ella había esperado que la torturase durante todo el vuelo, pero lo
mismo le habría dado ser invisible.
Para
su pesar, no se sentía aliviada ni… bien.
Damon
la empujó con suavidad por la espalda.
–¿Vas
a quedarte ahí todo el día?
Ella
bajó las escaleras deprisa y se acercó al coche que los estaba esperando. Oyó a
Damon saludar al chófer por su nombre y dio por hecho que era su conductor
personal. Unos minutos más tarde estaban metidos en el tráfico, en dirección al
centro de París.
Elena
se emocionó a pesar de intentar no hacerlo. No había vuelto a París desde
aquella fatídica ocasión. Había estado en los establos que Stefan tenía a las
afueras, pero no en el centro. Y allí estaba en esos momentos, con Damon.
Damon
no pudo evitar sentir la presencia de Elena, que miraba por la ventanilla. Él
estudió su exquisito perfil. Las largas pestañas. Se había recogido el pelo en
un moño y con aquel abrigo largo y oscuro podría haber sido una de las mujeres
más bellas de la ciudad. Se le hizo un nudo en el pecho. Era mucho más bella
que ninguna.
En el
avión, había tenido que concentrarse en el trabajo para no ceder al impulso de
hacerla suya allí mismo. Y luego, para su sorpresa, al empezar a leer acerca de
los temas que se iban a tratar en la reunión, se había sentido cada vez más
interesado por ellos. Por primera vez en su vida se sintió como el amo y señor
de Merkazad. Y aquella sensación de vulnerabilidad hizo que la piel le picase.
Elena
se giró y le preguntó con voz ronca: –¿Por qué vendiste el apartamento?
«Porque
no podía soportar vivir en él día tras día», pensó Damon inmediatamente.
Elena
vio cómo algo enigmático se encendía en sus ojos y se le contrajo el pecho,
pero luego se le pasó. Él apartó la vista y se encogió de hombros.
–Me
cansé de él. No estaba seguro de lo que quería en su lugar, así que me trasladé
al Ritz y he estado allí desde entonces.
–¿No
es un poco… impersonal vivir en un hotel?
Damon
volvió a mirarla y sonrió con malicia.
–A mí
me conviene. Se ajusta a mis necesidades.
Elena
se ruborizó al oír aquello y volvió a apartar la vista. Se dijo que ninguna
mujer a la que llevase a la habitación de un hotel soñaría con que su relación
fuese algo más que algo transitorio.
De
repente enfadada, volvió a mirarlo y se dio cuenta de que Damon la estaba
observando.
–Me
das lástima, ¿sabes? Has cortado todos los lazos con tu propio país, vives en
una habitación de hotel, ni siquiera tienes relación con tu hermano…
Elena
dejó de hablar cuando Damon salvó el espacio que los separaba de repente y le
agarró la cara con ambas manos. Ella notó que le costaba respirar, se le había
acelerado el corazón.
–No
necesito la compasión de nadie, Elena, y mucho menos la tuya. He tomado mis
decisiones y, si volviese a hacerlo, no cambiaría nada.
Y
ella sintió tanto dolor que dio un grito ahogado, pero todo se vio eclipsado
cuando Damon la besó. Elena era un cúmulo de emociones: ira mezclada con deseo
y una inexplicable ternura. Lo agarró por la solapa del abrigo y lo acercó más
a ella, besándolo con la misma pasión con la que la estaba besando él. El fuego
creció cada vez más en su interior.
Damon
hizo un sonido gutural que resonó dentro de ella y la abrazó por la espalda
para apretarla contra su cuerpo. Elena enterró las manos en su sedoso pelo. En
ese momento, lo habría dejado todo por aquello. Por aquella locura que la
distraía del dolor. De un dolor siempre presente. Causado por aquel hombre.
La
idea hizo que se apartase en el mismo momento en que lo hizo Damon. Ella estaba
casi tumbada en la parte trasera de su coche, con él encima. Notó su erección
en el muslo y sintió calor entre las piernas. Se sintió despeinada, deshecha y,
sobre todo, desprotegida.
Damon
levantó la cabeza. Tenía las mejillas sonrojadas y eso tranquilizó a Elena, que
no podía hablar.
Fue Damon
el primero en hacerlo:
–Ya
te he dicho que no quiero tu compasión, pero sí te quiero a ti. Y tú también me
deseas a mí, Elena. No ha cambiado nada. Nos deseamos tanto como la primera
vez.
Ella
abrió la boca para negarlo, pero Damon la cortó.
–No
se te ocurra decirlo. No sabes mentir, Elena. Una de las cosas que siempre he
admirado en ti es tu sinceridad.
Ella
cerró la boca y, haciendo un esfuerzo, salió de debajo de él, cerró las piernas
y se tapó con el abrigo. Sabía que se había despeinado e intentó arreglarse el
moño con manos temblorosas. Tenía los labios hinchados, le ardían las mejillas.
Era inútil seguir negándolo.
–Tal
vez te desee, Damon, pero eso no significa que vaya a entrar ahí. No sé si te
acuerdas de que ya te deshiciste de mí una vez.
Él se
sentó en la otra punta del coche, con las piernas estiradas.
–Jamás
pretendí hacerte daño, Elena. Nunca debí haberte seducido.
Sorprendida,
Elena se giró para mirarlo y le dijo en voz baja:
–Te
he dicho que no me hiciste daño, Damon –le mintió–. ¿Por qué me dices eso?
Él la
miró un instante y Elena vio algo indescifrable en sus ojos.
–No
estaba preparado para dejarte marchar. Todavía te deseaba. Siempre lo he hecho.
Pero tenía que dejarte ir… –le explicó, haciendo una mueca– cuando me dijiste
que estabas enamorada de mí.
Damon
volvió a ponerse la máscara, pero, por un instante, Elena creyó ver en su
rostro una expresión atormentada. Él se giró para mirarla mejor y añadió:
–Pero
ahora que ha pasado el tiempo, y teniendo en cuenta que me has asegurado que no
te hice daño, ¿estás segura de que quieres seguir insistiendo en negar la atracción
que existe entre nosotros? Al fin y al cabo, ¿qué tenemos que perder? Ambos
somos adultos, tenemos experiencia…
Elena
se había quedado de piedra. Intentó darle sentido a sus palabras al mismo
tiempo que se aseguraba de que Damon no se daba cuenta de lo confundida que
estaba. ¿Le había dicho que la había dejado marchar sólo porque estaba
enamorada de él? ¿Pero que no había querido separarse de ella? Deseó poder
estar en un lugar tranquilo donde asimilar sola la información… No obstante,
eso no cambiaba mucho las cosas. Damon se había deshecho de ella porque no
quería su amor…
Damon
esperó su respuesta, tan impasible e implacable. Ella sintió pánico e intentó
mirarlo con frialdad.
–No
me interesa seguir con esta conversación, por muy adultos que seamos. Estoy
segura de que alguna de todas esas mujeres que han pasado por tu suite estará
encantada de satisfacer tus necesidades. Yo no lo estoy.
Elena
evitó su mirada mientras llegaban al hotel. Se sentía muy vulnerable. Aunque
pensase que había dicho la última palabra, tenía la sensación de que Damon no
iba a hacerle caso y sólo iba a esperar al momento adecuado para atacar.
El
coche se detuvo delante de la entrada del hotel y Elena vio cómo el portero
corría a abrirles la puerta.
–Hay
mucho que decir acerca del deseo que hay entre nosotros, Elena. No voy a llamar
a ninguna otra mujer porque no es eso lo que necesito –le dijo él–. Te necesito
a ti… y tú sientes lo mismo. Te estaré esperando cuando estés dispuesta a
admitirlo, porque tu cuerpo ya ha hablado por sí mismo.
Y
entonces se abrió la puerta y ella se preparó para salir. Apartó la mano de la
de Damon y dijo en tono cáustico:
–Sigue
soñando, Damon.
Un
rato después, Damon estaba observando la ornamentada puerta con la que acababan
de darle en las narices. En ese momento oyó cómo echaban la llave y sonrió con
tristeza antes de darse la media vuelta y echar a andar hacia la parte
principal de su enorme suite. Ésta estaba formada por dos dormitorios, un salón
comedor y un despacho muy moderno, con toda clase de aparatos de última
tecnología.
Todo
su cuerpo se sentía sexualmente frustrado. Jamás se había sentido tan mal.
Estaba acostumbrado a tener sus necesidades cubiertas y, por primera vez, tenía
que enfrentarse a la posibilidad de haber ido a dar con la horma de su zapato.
Con
aquello en mente e intentando acallar a su conciencia, porque una vez más
estaba ignorando la vulnerabilidad de Elena, notó cómo se iba calmando y entró
en el despacho dispuesto a ponerse a trabajar.
A la
mañana siguiente Elena estaba cansada y ojerosa después de haber pasado una
mala noche. Había pasado horas dando vueltas en la lujosa cama y al final había
recurrido a otra ducha de agua fría. Cerrar su puerta con llave la noche
anterior no le había servido de nada, ya que Damon había conseguido penetrar
igualmente en su mente.
Entró
en el opulento salón sintiéndose agotada. Se había vestido con una falda gris y
una chaqueta a juego, camisa blanca abrochada hasta arriba y zapatos de tacón
negros. Y se había recogido el pelo en una coleta.
Pero
no se había preparado para ver a Damon delante de la ventana principal, vestido
de pies a cabeza con el traje tradicional de su país, en tonos crema y oro, e
incluso con turbante. Estaba devastador e intimidante.
Él se
giró y arqueó una ceja al ver su expresión de sorpresa.
–¿Qué?
Soy capaz de hacer el papel si quiero hacerlo, Elena.
Ella
hizo un esfuerzo por guardar la compostura. No podía creer que ver así vestido
a Damon por primera vez en muchos años la estuviese afectando tanto, pero así
era. La estaba trasportando directamente a una época en la que habían sido los
dos mucho más jóvenes y tanto Stefan como Damon habían envejecido antes de
tiempo en el funeral de sus padres. Una profunda melancolía la asaltó y ella
intentó contener la emoción, aterrada con la idea de que Damon la viera.
Así
que levantó la barbilla y le dijo:
–Es
increíble, lo majestuoso que puede hacerte un traje.
–¿Teniendo
en cuenta que yo no soy nada majestuoso? –inquirió él, llevándose una mano al
pecho y sonriendo burlonamente–. Me hieres con tu condena, Elena. Veo que jamás
voy a poder redimirme ante tus ojos, ¿verdad?
–Yo
no estoy aquí para salvarte, Damon.
Las
palabras de Elena le calaron muy hondo y llegaron a una parte vulnerable de él.
Así que tuvo que hacer un esfuerzo para mantener la expresión fría mientras se
acercaba a ella.
–Y yo
no busco que nadie me salve ni me absuelva. Busco algo mucho más… mundano e
inmediato. Elena retrocedió un paso y replicó:
–Voy
a desayunar abajo. Nos veremos en la primera de las reuniones.
Se
giró y echó a andar apresuradamente, pero oyó que él le decía:
–Corre
todo lo que quieras. Así la capitulación final será mucho más dulce.
Ella
dio un portazo al salir, causando un ruido hueco y vacío.
Después
de toda una mañana de intensas reuniones, en las que Elena se había quedado en
un segundo plano, estaba impactada al ver a Damon tan autoritario e informado.
Al parecer, no sólo la había sorprendido a ella.
Stefan
no lo habría hecho mejor y, de hecho, Damon había hecho algunas sugerencias muy
audaces, a las que el cauto Stefan jamás se habría atrevido.
Era
la hora de comer y Elena intentó escapar para buscar alguna cafetería cercana
al hotel donde descansar un poco, y dio un grito ahogado al notar que una mano
mucho más grande que la suya la agarraba. Sintió un cosquilleo por todo el
brazo y supo que se trataba de Damon.
–Me
voy a comer. Sola –murmuró ella.
Damon
tiró de su mano y la corrigió:
–Nos
vamos a comer.
–Tú
tienes que comer con los otros delegados –replicó Elena desesperada.
Damon
siguió tirando de ella.
–A
estas alturas ya deberías saber que, en general, no acepto órdenes.
Y
ella supo que no iba a soltarla, así que lo siguió, avergonzada al ver que
pasaban por delante de personas a las que conocía. Una de ellas era el asesor
del sultán de Al-Omar, al que había dejado plantado en aquella fiesta un año
antes.
Se
dio cuenta de que iban hacia los jardines traseros del hotel. Un empleado le
hizo una reverencia a Damon y le abrió la puerta, y salieron a la calle. Hacía
un día soleado de noviembre y la temperatura todavía era buena.
Damon
la condujo por un camino que atravesaba unas extensiones de césped
inmaculadamente cortado hasta que vio un bonito cenador, con una mesa para dos
y cubiertos de plata. Su estómago rugió y ella se ruborizó.
Dentro
del cenador, un camarero se inclinó para saludarlos y los ayudó a sentarse.
Divertida, Elena dejó que le pusiese la servilleta de un blanco impoluto y
escuchó mientras les explicaba las especialidades de la casa.
Elena
escogió todavía en estado de shock y oyó que Damon decía:
–Yo
tomaré lo mismo.
Antes
de marcharse, el camarero le sirvió champán a ella y agua con gas a Damon. Cerca
cantaba un pájaro. El débil ruido del tráfico entraba a través del denso
follaje de los matorrales que creaban enormes muros. El cenador estaba cubierto
por fragantes flores, estaba aislado y era idílico.
Elena
recobró por fin la cordura, dejó su servilleta en la mesa y se levantó.
–No
sé qué estás tramando, Damon, pero como te dije ayer, deberías tirar de tu
agenda de contactos para esto. Conmigo estás perdiendo el tiempo.
Damon
puso cara de aburrimiento, pero sintió pánico al ver que se levantaba. Había
sabido que tendría que hacer aquello bien si no quería que Elena se marchase.
–Es
sólo una comida. Pensé que sería agradable estar fuera… No tenía ni idea de que
montarían este espectáculo.
Elena
dudó. Era cierto que había fuera una zona para cenar, tal vez Damon hubiese
esperado que los sentasen allí. Tal vez ella fuese demasiado ingenua. Era la
primera vez que lo veía hacer algo tan extravagante delante de ella…
Lo
miró con recelo.
–¿De
verdad pensabas que íbamos a comer en otra parte?
Él
asintió y puso gesto inocente. A regañadientes, Elena volvió a sentarse y tomó
su servilleta. Era sólo una comida. Aunque en el lugar más bonito en el que
había comido nunca. Tal vez hubiese exagerado con su reacción. Y si exageraba, Damon
la tendría en la palma de la mano.
Fingió
indiferencia.
–De
acuerdo. De todos modos, no tenemos mucho tiempo para comer –comentó, mirándose
el reloj–. Tenemos que volver en cuarenta y cinco minutos.
El
camarero volvió en ese momento con los entrantes. Ella esperó antes de empezar
a comer, de repente le había entrado la timidez.
–Bueno,
¿no vas a comer? –le preguntó entonces Damon–. Debes de estar muerta de hambre…
Y
ella cedió. Casi no había desayunado esa mañana y los nervios le habían cortado
el apetito en los últimos días.
Así
que, a pesar de estar con Damon, limpió el plato de espárragos que le habían
puesto.
Damon
estaba con la espalda apoyada en la silla, observándola, y ella notó calor en
las mejillas e intentó disimular limpiándose los labios con la servilleta. El
champán se le estaba subiendo y estaba empezando a sentirse demasiado
susceptible a aquel… idilio. Y a la devastadora presencia de Damon.
–¿Así
que ahora llevas los establos para Stefan? No está mal, para haber sido la
chica que solía limpiar los caballos.
Elena
sonrió.
–Sigo
limpiándolos, Damon. En los establos no nos andamos con ceremonias.
Él
inclinó la cabeza y añadió pensativo:
–Seguro
que eres una buena jefa, dura, pero justa. Y está claro que Stefan valora tu
opinión, ya que te permite negociar en su nombre.
Elena
se sintió bien. Desde que había terminado sus estudios de veterinaria en París,
siempre había soñado con dirigir los mundialmente famosos establos de Merkazad,
y era toda una proeza estar haciéndolo a una edad tan joven.
Se
encogió de hombros y evitó la intensa mirada de Damon.
–Ya
sabes que siempre me han encantado los animales. He soñado con llevar los
establos desde que era pequeña.
–Lo
sé –admitió él–. Por eso fue lo mejor, que volvieses a casa y siguieses tu
camino.
Ella
lo miró, pero no vio ninguna emoción en su rostro. Y entonces el camarero llegó
con los platos principales e interrumpió la conversación. Ella le había hablado
muchas veces de sus sueños cuando habían sido más jóvenes, y él siempre la
había escuchado en silencio. En esos momentos, Elena recordó que Damon nunca
había compartido con ella nada personal, ni siquiera en París. Y todavía le
dolía pensar que él sólo la había visto como un estorbo.
Pero,
en esos momentos, le estaba diciendo que le había preocupado que sacrificase
sus sueños por tener una aventura con él en París. Y, visto así, tal vez el
hecho de que la hubiese rechazado no hubiese sido un acto de tanta crueldad.
Mientras
pensaba en aquello, Elena comió en silencio, pero al final la curiosidad la
venció y le preguntó a Damon por su trabajo. Él se limpió los labios con la
servilleta antes de contarle que se había licenciado en el arriesgado mundo de
la gestión alternativa de fondos.
Hizo
una mueca.
–Ahora
formo parte de ese grupo tan vilipendiado de banqueros, el azote de la reciente
crisis bancaria y, no obstante… por vilipendiados que estemos, los negocios
jamás nos habían ido tan bien –dijo sonriendo, pero sin calidez.
–¿Tienes
tu propia empresa?
Él
asintió y dio un sorbo a su agua.
–Sí,
se llama Al-Saqr Holdings.
–¿Y
no te importa que piensen mal de ti?
Él se
encogió de hombros, tenía los ojos brillantes.
–Me
he acostumbrado. ¿Qué puedo hacer, si la gente sigue queriendo que invierta su
dinero y me arriesgue en su nombre?
–Suena
tan frío e impersonal.
–¿Como
vivir en un hotel y no tener relaciones serias? A estas alturas, Elena, ya
deberías saber que mi alma está perdida. Ya te dije hace mucho tiempo que mi
interior es oscuro y retorcido.
Elena
se dio cuenta en ese instante de que se lo estaba diciendo porque lo pensaba,
pero ¿por qué pensaba así? Se le encogió el corazón. Todavía podía ver al chico
que se había acercado a reconfortarla delante de la tumba de sus padres, que le
había dado una fuerza de la que todavía seguía tirando en ocasiones. Qué
ironía, siendo él el motivo por el que necesitaba tener fuerza.
Pero
durante las tres semanas que habían estado juntos en París había sido amable e
infinitamente generoso. Había sido tal y como ella había recordado: indulgente
y cariñoso, y también tolerante.
No
obstante, jamás olvidaría su crueldad. Aun así, Elena no entendía por qué
pensaba que su alma estaba perdida. Sintió curiosidad.
De
repente, dejó la servilleta y se levantó.
–Necesito
ir a por unos papeles a mi habitación para la reunión que tengo esta tarde.
Y él
se levantó y la siguió hacia el hotel.
A Elena
le sorprendió que no insistiese en que tomasen postre y café. Anduvo con
inseguridad y él la agarró del brazo para guiarla por los jardines.
Al
acercarse a las puertas, donde había personal del hotel esperándolos, Elena se
maldijo por haber sido tan ingenua. Se detuvo y se giró a mirarlo:
–Sabías
muy bien dónde íbamos a comer, ¿verdad?
Él
hizo que se derritiese por dentro con su mirada.
–Sólo
he manipulado un poco la verdad para conseguir que te quedases.
–No
quiero que me seduzcas, Damon. No voy a permitirlo.
–Ya
es demasiado tarde, Elena. Estamos aquí ahora… por un motivo. No creo en el
destino, pero creo en esto.
La
acercó a él y le dio un beso antes de que le diese tiempo a protestar. Elena
apoyó una mano en su pecho, para apartarlo, pero su fuerza hizo que le
temblasen las piernas. Gimió con una mezcla de desesperación y deseo, y se puso
de puntillas para acercarse todavía más.
Se
apartó, con el corazón acelerado, indignada por volver a encontrarse en aquella
situación.
Él la
sujetó contra su cuerpo para que pudiese notar su erección.
–Dime
otra vez que no te voy a seducir…
Ella
deseó decírselo, pero no pudo.
–El
problema es que esto es todavía más fuerte que nosotros, y que nuestro deseo no
tuvo la oportunidad de agotarse –añadió Damon.
Elena
consiguió alejarse por fin.
–Yo, al contrario que tú, sé alejarme de las cosas que no me convienen. Puedo resistirlo, y lo haré. Búscate a otra, Damon, por favor.
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