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BIENVENIDOS A TOD@S A ESTE BLOG, ESPERO QUE DISFRUTÉIS LEYENDO LAS ADAPTACIONES DE CRÓNICAS VAMPÍRICAS.

COMO SABÉIS LOS PERSONAJES NO ME PERTENECEN Y LAS HISTORIAS QUE ADAPTARÉ TENDRÁN EL NOMBRE DE LA AUTORA AL FINAL DE CADA HISTORIA


GRACIAS

21 diciembre 2012

La seductora Capitulo 03



Capitulo 03
El desprecio de Castora por la moda se extendía también a la ropa de dormir. Vestía una camiseta marrón de hombre y unos pantalones descoloridos de color negro que se plegaban alrededor de sus es trechos tobillos. No había nada remotamente sexy en esa ropa, salvo el misterio que ocultaban debajo. Él se apartó un poco para dejarla entrar. Olía a jabón simple en vez de a perfume. Damon se dirigió al minibar. —¿Quieres beber algo? Ella soltó un grito.


—Oh, Dios mío. ¿No serás uno de los que usa esa cosa?

No sabía de qué hablaba, pero por si acaso se miró la entrepierna.

Ella, sin embargo, dirigió la mirada al minibar. Dejó caer el bloc de dibujo y adelantándolo con rapidez, agarró la lista de precios.

—Mira esto. Dos dólares y medio por un ridículo botellín de agua. Tres dólares por una Snicker. ¡Una Snicker!

—Estas pagando algo más que la chocolatina —señaló él—. Pagas por comértela justo cuando quieres.

Pero ella ya había visto la bolsita de cacahuetes encima de la cama y no se pudo contener.

—Siete dólares. ¡Siete dólares! ¿Cómo has podido?

—¿Quieres una bolsa de papel para recobrar el aliento?

—Deberías vigilar la cartera.

Por lo general no lo mencionaría —dijo él—, pero soy rico. —Y, salvo que hubiera un colapso total de la economía americana, siempre lo sería. De niño, el dinero había provenido de sustanciosas pagas. De adulto, procedía de algo mucho mejor. De su propio trabajo.

—No me importa lo rico que seas. Siete dólares por una bolsita de cacahuetes es demasiado.

Obviamente los problemas económicos de Castora eran más serios de lo que parecía, pero eso no quería decir que él tuviera que reprimirse en comprarse lo que le diera la gana.

—Vino o cerveza, elige. O elegiré yo por ti. De una manera u otra, voy a abrir una botella.

Ella todavía tenía la nariz enterrada en la lista de precios.

—Si me das los seis dólares, fingiré que bebo la cerveza.

La cogió por los hombros y la apartó a un lado para poder acercarse al minibar.

—No mires si es demasiado doloroso para ti.

Elena recogió rápidamente el bloc y se dirigió a una silla en el otro extremo de la habitación.

—Hay mucha gente en el mundo muriéndose de hambre.

—No seas aguafiestas.

A regañadientes ella aceptó la cerveza. Por suerte para Damon, en la habitación sólo había una silla, lo que le daba la excusa perfecta para tumbarse en la cama.

—Dibújame como quieras.

Esperaba que ella sugiriese que se desnudara otra vez, pero no lo hizo.

—Ponte cómodo. —Dejó la cerveza sobre la moqueta, apoyó el tobillo en la rodilla contraria como hacen los hombres, y sacudió el bloc sobre los desarrapados pantalones negros. A pesar de lo agresivo de su postura, parecía nerviosa. Por ahora, las cosas iban bien.

Damon se apoyó en un codo y terminó de desabotonarse la camisa. Había posado para bastantes fotos de ese estilo en la campaña de Zona de Anotación y sabía lo que le gustaba a las señoras; lo que seguía sin comprender era cómo podían preferir una foto de él en cueros a una donde lanzaba el balón con una espiral perfecta. Debía de ser una de esas cosas incomprensibles de mujeres.

Un mechón de pelo negro se soltó de la coleta siempre despeinada de Castora y le cayó sobre la mejilla mientras miraba fijamente su bloc. Damon se abrió la camisa lo suficiente como para dejar a la vista los músculos que llevaba desarrollando más de una década de duro trabajo, pero no tanto como para revelar las recientes cicatrices de su hombro.

—No soy —dijo él— realmente gay.

—Oh, cariño, no tienes que disimular conmigo.

—Lo cierto es que... —deslizó el pulgar por la cinturilla de los vaqueros y los bajó un poco más—, algunas veces, cuando salgo por ahí, el peso de la fama es demasiado para mí, así que recurro a medidas extremas para ocultar mi identidad. Aunque, para ser justos, no llego nunca a perder la dignidad. No podría, por ejemplo, disfrazarme de animal. ¿Tienes bastante luz?

El lápiz se deslizaba sobre el bloc.

—Apuesto lo que sea a que si encontraras al hombre adecuado, no renegarías de tu sexualidad. El amor verdadero es muy poderoso.

Ella todavía quería jugar. Divertido, cambió de táctica.

—¿Y era eso lo que tú sentías por el viejo Jamie?

—Amor verdadero, no. Nací sin el cromosoma del amor. Pero sí una amistad verdadera. ¿Te puedes poner del otro lado? ¿Y quedar de cara a la pared? De ninguna manera.

—Tengo la cadera tocada. —Dobló la rodilla—. ¿Y todas esas cosas que le decías a Jamie sobre la confianza y el abandono eran tonterías?

—Mira, Dr. Phil, estoy tratando de concentrarme.

—No, no eran tonterías, entonces. —Ella seguía sin mirarlo—. Yo me he enamorado media docena de veces. Todas antes de cumplir los dieciséis, pero bueno...

—Seguro que ha habido alguien desde entonces.

—Bueno, de hecho no.

Era algo que volvía loca a Annabelle. Decía que incluso su marido, Heath, un tío duro donde los haya, se había enamorado una vez antes de conocerla.

Castora extendió la mano.

—¿Por qué echar raíces cuando el mundo está a tus pies, no?

—Me está dando un calambre —dijo él—. ¿Te importa que me estire?

No esperó respuesta, pasó las piernas por encima del borde de la cama. Se tomó su tiempo para ponerse de pie, luego se estiró un poco, contrayendo el abdomen, lo que hizo caer los vaqueros lo suficiente para revelar la parte superior de sus boxers grises de Zona de Anotación.

Castora se obligó a mantener la vista en el bloc.

Tal vez había cometido un error táctico mencionando a Jamie, pero no podía comprender que alguien con la fuerza de carácter de Castora se pudiera sentir atraída por semejante imbécil. Colocó las manos en las caderas, apartando a propósito la camisa para poder exhibir sus pectorales. Comenzaba a sentirse como un stripper, pero al final ella levantó la vista. Los vaqueros se bajaron un par de centímetros más y el bloc se le cayó al suelo. Ella se agachó para recogerlo y se golpeó la barbilla ruidosamente con el brazo de la silla. Estaba claro que ella necesitaba algo más de tiempo para hacerse a la idea de dejarlo explorar sus partes de castora.

—Voy a darme una ducha rápida —dijo él—. Para quitarme el polvo del camino.

Elena depositó el bloc en el regazo con una mano y se abanicó con la otra.

La puerta del baño se cerró. Elena gimió y bajó el pie a la alfombra. Debería haber fingido que tenía migraña. O lepra... o cualquier otra cosa para poder escapar a su habitación. ¿Por qué no la había ayudado una amable pareja de jubilados? ¿O uno de esos tíos dulces y sensibles con los que se sentía tan cómoda?

Oyó correr el agua de la ducha. Se la imaginó resbalando sobre ese cuerpo de anuncio. Él estaba acostumbrado a utilizarlo como un arma, y, como no había nadie cerca, era ella quien estaba en su punto de mira. Pero con hombres tan lujuriosos como él había que mantener la distancia.

Tomó un largo trago de cerveza. Se recordó que Elena Gilbertno huía. Jamás. Por fuera parecía frágil, como si cualquier ligera brisa pudiera tumbarla, pero por dentro era fuerte y eso era lo que verdaderamente importaba. Así era como había sobrevivido a una infancia itinerante.

«¿Qué importaba la felicidad de una niña, por muy querida que fuera, cuando había tantos miles de niñas en el mundo amenazadas por bombas, soldados o minas terrestres?»

Había sido un día horrible, y los viejos recuerdos hicieron acto de presencia.

—Elena, Tom y yo queremos hablar contigo.

Elena todavía recordaba el descolorido sofá a cuadros del minúsculo apartamento que Olivia y Tom tenían en San Francisco y la manera en que Olivia había palmeado el cojín de su lado. Elena era menuda para ser una niña de ocho años, pero no lo suficiente como para sentarse en el regazo de Olivia, así que se había acomodado a su lado. Tom estaba sentado enfrente y acarició la rodilla de Elena. Elena los quería más que a nadie en el mundo, incluida esa madre que no había visto desde hacía casi un año. Elena había vivido con Olivia y Tom desde los siete años, e iba a vivir siempre con ellos. Se lo habían prometido.

Olivia llevaba su pelo castaño claro recogido en una trenza que le caía sobre la espalda. Olía a curry en polvo y a pachuli, y siempre le daba arcilla para que jugara a las cocinitas. Tom era un afroamericano grandote que escribía artículos para periódicos subversivos. Llevaba a Elena al parque del Golden Gate y la montaba a caballito sobre sus hombros cuando salían a la calle. Si tenía pesadillas, iba a su cama y se quedaba dormida con la mejilla apoyada en el hombro cálido de Tom y los dedos enredados en el largo pelo de Olivia.

—¿Recuerdas, cielito —dijo Olivia—, que te contamos que en mi útero estaba creciendo un bebé?

Elena lo recordaba. Se lo habían mostrado en unas fotografías de un libro.

—El bebé va a nacer pronto —continuó Olivia—. Eso quiere decir que las cosas van a ser diferentes.

Elena no quería que fueran diferentes. Quería que se quedaran exactamente igual.

—¿El bebé va a dormir en mi habitación? —Elena tenía por fin una habitación propia y no quería compartirla.

Tom y Olivia intercambiaron una mirada antes de que Olivia respondiera:

—No, cielito. Es algo mejor. ¿Recuerdas a Norris? Nos visitó el mes pasado, es la señora que fundó Artistas para la Paz. ¿Te acuerdas que nos habló de su casa en Alburquerque y de su hijo, Kyle? Te enseñamos donde está Nuevo México en el mapa. ¿Te acuerdas de cuanto te gustó Norris?

Elena asintió ignorando su destino.

Pues adivina —dijo Olivia—. Tu madre, Tom y yo lo hemos arreglado todo para que vayas a vivir con Norris.

Elena no lo entendió. Observó sus grandes sonrisas falsas. Tom se frotó el pecho por encima de la camisa de franela y pestañeó como si estuviese a punto de llorar.

—Olivia y yo te vamos a echar mucho de menos, pero tendrás un enorme patio donde jugar.

Eso no era lo que ella quería. Sintió náuseas y le dieron arcadas.

—¡No! No quiero un patio. ¡Quiero quedarme aquí! Me lo prometisteis. ¡Dijisteis que podría vivir aquí siempre!

Olivia la llevó a toda prisa al cuarto de baño y le sujetó la cabeza mientras vomitaba. Tom se dejó caer en el borde de la vieja bañera.

—Queríamos que te quedaras, pero eso fue antes de saber lo del bebé. Las cosas son ahora más complicadas por el dinero y eso. En casa de Norris tendrás otro niño con quien jugar. Será divertido.

—¡También aquí tendré un niño con quien jugar! —había sollozado Elena—. Tendré al bebé. No dejéis que me vaya. ¡Por favor! Seré buena. Seré tan buena que no os molestaré nunca.

Todos habían acabado llorando, pero al final, Olivia y Tom la habían llevado a Alburquerque en su vieja furgoneta oxidada de color azul y se habían marchado sin despedirse.

Norris era gorda y le enseñó cómo tejer. Kyle de nueve años le enseñó a jugar a las cartas y a la Guerra de las Galaxias y así un mes siguió a otro. Gradualmente, Elena dejó de pensar en Tom y Olivia y comenzó a querer a Norris y Kyle. Kyle era su hermano secreto y Norris su madre secreta, e iba a quedarse con ellos para siempre.

Entonces, Virginia Gilbert, su madre de verdad, regresó de América Central y se la llevó. Fueron a Texas, donde vivieron con un grupo de monjas activistas y pasaban juntas todo el día. Su madre y ella leían libros, hacían proyectos artísticos, practicaban español, y mantenían largas conversaciones sobre cualquier cosa. Pasaba días enteros sin pensar en Norris y Kyle. Elena comenzó a adorar a su madre y se mostró inconsolable cuando Virginia se fue.

Norris se había casado otra vez y Elena no podía regresar a Alburquerque. Las monjas se quedaron con ella hasta que terminó el año escolar, y Elena transfirió su amor a la hermana Carolyn. La hermana Carolyn llevó a Elena a Oregón, donde Virginia había dispuesto que Elena se quedara con una agricultora orgánica llamada Blossom. Elena se había aferrado tan desesperadamente a la hermana Carolyn que Blossom tuvo que separarla a la fuerza.

El ciclo comenzó una vez más, pero esta vez Elena se cuidó de tomar afecto a Blossom y cuando se tuvo que marchar, descubrió que no resultaba tan doloroso como las otras veces. Desde entonces, era más cuidadosa. En cada cambio que siguió, mantuvo la distancia emocional, hasta que, al final, apenas le dolía partir.

Elena miró la cama del hotel. Damon estaba excitado y esperaba que ella le solucionara el problema, pero él no sabía cuán arraigada era su aversión a las relaciones esporádicas. En la universidad había observado a sus amigas, que al igual que en Sexo en Nueva York, se acostaban con todo aquel que pillaran. Pero en lugar de sentirse bien, habían acabado deprimidas. Elena había sufrido demasiadas relaciones cortas en su infancia y no quería añadir ninguna más a la lista. Si no contaba a Jamie —algo que no hacía—, sólo había tenido dos amantes, los dos artistas, dos hombres que habían dejado que fuera ella la que llevara la voz cantante. Era mejor de esa manera.

El pomo de la puerta del cuarto de baño se movió. Tenía que actuar con cautela a la hora de tratar a Damon, si no quería que la dejara tirada por la mañana. Por desgracia, el tacto no era lo suyo.

El salió del cuarto de baño con la toalla enrollada alrededor de las caderas. Parecía un dios romano que se hubiera tomado un respiro en mitad de una orgía mientras esperaba que le enviaran a la siguiente virgen. Pero cuando la luz le dio de lleno, ella cerró los dedos sobre el bloc. No era una divinidad romana perfectamente esculpida en mármol. Tenía el cuerpo de un guerrero... fuerte, poderoso, y preparado para la batalla.
Damon se dio cuenta de que ella miraba las tres delgadas cicatrices de su hombro.

—Un marido celoso.

Ella no lo creyó ni por un segundo.

—Los peligros del pecado.

—Hablando de pecado... —Su perezosa sonrisa exudó seducción—. He estado pensando... se hace tarde y somos dos desconocidos solitarios con una cama confortable y no veo mejor manera de entretenernos que hacer uso de ella.

Había dejado de lado la sutileza para lanzarse directo a la línea de meta. Su hermosa cara y su estatus de deportista le daban mucha seguridad con las mujeres. Ella lo comprendía. Pero ella no era como las otras mujeres. Él se acercó más. Olía a jabón y a sexo. Consideró volver a jugar a lo de los gays, pero, ¿para qué molestarse? Podía pretextar dolor de cabeza y huir de la habitación, o podía hacer lo que siempre hacía: enfrentarse al reto. Se levantó de la silla.

—Vamos a dejar las cosas claras, Boo. No te importa que te llame Boo, ¿verdad?

—De hecho...

—Eres guapísimo, sexy y tienes un cuerpo de infarto. Tienes más encanto del que debería tener ningún hombre. Tienes mucho gusto con la música y además eres muy rico. Y simpático. No creas que no me he fijado. Pero lo cierto es que no me pones.

Damon frunció el ceño.

—¿Que no te pongo?

Ella intentó parecer abochornada.

—No es culpa tuya. Soy yo.

Él parpadeó, bastante asombrado. No lo podía culpar. Era indudable que él había usado eso de «no es culpa tuya, soy yo» miles de veces, y debía de ser desconcertante que alguien empleara esa misma táctica con él.

—¿Estás bromeando, no?

—La verdad lisa y llana es que me siento más cómoda con perdedores como Jamie, y no tengo intención de volver a cometer ese error. Si me acostase contigo... y créeme llevo horas y horas pensándolo detenidamente...

—Nos conocemos hace sólo ocho horas.

—No tengo tetas y no soy guapa. Si nos enrolláramos, sabría que sólo me estás utilizando porque soy lo único que tienes a mano y eso me haría sentir muy mal. No quiero tener que volver a pasar por otra depresión, y, francamente, estoy harta de perder el tiempo en instituciones mentales.
La sonrisa de Damon fue calculadora.

—¿Alguna cosa más?

Ella cogió su bloc junto con la cerveza.

—Eso es todo, eres un hombre que vive para que lo adoren y yo no sirvo para adorar a nadie.

—¿Quién te ha dicho que no eres guapa?

—Oh, no importa. Tengo tanto carácter que si añadimos belleza al cóctel sería demasiado. Sinceramente, hasta esta noche, no había pensado en ello. Bueno, salvo por Jason Stanhope, pero eso fue en séptimo.

—Ya veo. —Seguía pareciendo divertido.

Con aire despreocupado, Elena se dirigió a la puerta y La abrió.

—Mira el lado bueno, piensa que te has escapado por los pelos.

—Lo que pienso es que estoy cachondo.

—Por eso las habitaciones de los hoteles disponen de tele por cable. Seguro que encuentras algún canal porno. —Cerró la puerta con rapidez y suspiró con fuerza. El truco para ir por delante de Damon Salvatore era mantenerse fuera de su alcance, pero conseguir hacerlo hasta Kansas City no iba a ser fácil, como tampoco sería fácil saber lo que haría cuando estuviera allí.

Castora debió de trasnochar porque tenía el dibujo listo a la mañana siguiente. Esperó hasta que hicieron una parada en el autoservicio de una gasolinera de Kansas para dárselo. Damon se quedo mirándolo fijamente. No era de extrañar que estuviera en la ruina.
Castora contuvo un bostezo.

—Si hubiera tenido más tiempo te lo hubiera hecho en pastel.

Considerando el estropicio que había hecho con el lápiz, casi mejor no. Había dibujado su cara, pero sus rasgos estaban distorsionados: los ojos demasiado separados, el nacimiento del pelo retrasado unos cinco centímetros y le había endosado algunos kilos de más, lo que le hacía un hombre mofletudo. Peor aún, ella había reducido el tamaño de su nariz hasta que parecía aplastada contra la cara. Rara vez se quedaba sin palabras, pero el dibujo lo había dejado sin habla.
Ella le dio un mordisco a un donut de chocolate. -Alucinas, ¿verdad? Cómo habría cambiado tu vida si ésa fuera tu cara de verdad.
Fue cuando se dio cuenta de que quizás Castora lo había hecho mal a propósito. Aunque parecía más pensativa que satisfecha.
Casi nunca puedo experimentar —añadió ella—. Has sido el modelo perfecto.

Me alegro de haberte sido útil —dijo él secamente. Por supuesto, hice otro. —Sacó un segundo dibujo de la carpeta que había llevado al autoservicio y lo tiró despectivamente encima de la mesa, donde aterrizó al lado de un bollo a medio comer. En ese boceto aparecía en la cama, con una rodilla doblada, la camisa abierta y el pecho descubierto, exactamente como había posado para ella.

—Monísimo, como era de esperar—dijo ella—, pero algo aburrido, ¿no crees?

No sólo era aburrido, sino vulgar, y su expresión además de calculadora era arrogante. Parecía como si hubiera visto a través de él y a Damon no le gustó. Todavía le costaba creer que ella le hubiera plantado la noche anterior. ¿Habría perdido su habilidad con las mujeres ? ¿ O quizá se trataba de un arte que no había practicado antes? Como las mujeres se dejaban caer directamente en sus brazos, nunca se había molestado en dar el primer paso. Tendría que ponerle remedio.

Estudió el primer dibujo otra vez, y mientras observaba su cara deformada, comenzó a pensar cómo habría sido su vida si hubiera nacido con la cara que Castora había dibujado. Nada de anuncios de Zona de Anotación, eso seguro. Incluso cuando era niño había conseguido un montón de cosas gracias a su aspecto. Era algo que sabía en teoría, pero ese dibujo era la prueba patente.

Castora hizo una mueca.

—¿No te gusta? Debería haber sabido que no lo entenderías, pero pensé... bueno, eso no importa ahora. —Se lo quitó de las manos.

Él lo recuperó antes de que ella pudiera destruirlo.

—Me ha tomado por sorpresa, eso es todo. No creo que lo cuelgue encima de la chimenea, pero tampoco me parece tan mal. Me hace pensar. De hecho, me gusta. Me gusta bastante.

Ella lo observó, tratando de adivinar si estaba siendo sincero o no. Cuanto más estaba con ella, más curiosidad sentía.

—No me has contado mucho de ti misma —dijo él—. ¿Dónde te criaste?

Ella se detuvo a punto de darle un mordisco al donut.

—Aquí y allá.

—Venga, Castora. No volveremos a vernos nunca. Cuéntame tus secretos.

—Me llamo Elena. Y si quieres conocer mis secretos, tendrás que contarme antes los tuyos.

—Te haré un resumen. Demasiado dinero. Demasiada fama. Demasiado guapo. La vida es dura.

Había tenido intención de hacerla sonreír. Pero ella se limitó a mirarlo tan fijamente que se sintió incómodo.

—Es tu turno —dijo él con rapidez.

Ella se tomó tiempo mientras se comía el donut. Damon sospechaba que estaba decidiendo qué contarle.

—Mi madre es Virginia Gilbert—dijo—. Es probable que no hayas oído hablar nunca de ella, pero es muy famosa en temas relacionados con la paz.

—¿Relacionada con el pis[1]?

—Relacionados con la paz. Es activista.

—Mejor no te cuento lo que he llegado a imaginar.

—Ha recorrido todo el mundo, la han arrestado más veces de las que puedo contar, incluidas las dos veces que estuvo ingresada en una prisión de máxima seguridad por violar la entrada en zonas de misiles nucleares.

—Caramba.

—Y eso no es más que la punta del iceberg. Casi se muere en los años ochenta al declararse en huelga de hambre en protesta por la política estadounidense en Nicaragua. Más tarde, ignoró las sanciones de las Naciones Unidas para llevar medicamentos a Irak. —Castora se frotó el azúcar de los dedos con expresión distante—. Cuando los soldados americanos entraron en Bagdad en 2003, ella estaba allí con su grupo internacional de paz. En una mano sostenía un cartel de protesta. Con la otra, distribuía cantimploras para los soldados. Desde que puedo recordar, ha mantenido sus ingresos lo suficientemente bajos para no pagar el impuesto sobre la renta.

—Eso es como tirar piedras contra su propio tejado, ¿no?

—No puede soportar que su dinero se invierta en bombas. Puede que no esté de acuerdo con ella en un montón de cosas, pero creo que el gobierno debería permitir que cada uno eligiera en qué quiere invertir el dinero de sus impuestos. ¿No te gustaría que todos esos millones que le pagas al tío Sam se dedicaran a escuelas y hospitales en vez de a cabezas nucleares?

Pues sí. Campos de entrenamiento para jóvenes, un buen programa deportivo para los niños y operaciones LASIK de cirugía ocular para los árbitros de la NFL. Damon dejó su café en la mesa.

—Parece que es un todo un carácter.

—Dirás más bien que es una chiflada.

Era demasiado educado para mostrarse de acuerdo.

—Sin embargo, no lo es. Mi madre es como es, para bien o para mal. Ha sido nominada dos veces al premio Nobel de la Paz.

—Bueno, ahora sí que estoy impresionado. —Se reclinó en la silla—. ¿Y tu padre?

Ella mojó la punta de una servilleta de papel en un vaso de agua y se limpió el azúcar del donut de los dedos.

—Se murió un mes antes de que yo naciera. Se le derrumbó un pozo que estaba cavando en El Salvador. No estaban casados.

Algo más que Castora y él tenían en común.

Hasta ahora, ella le había contado un montón de cosas, pero no le había revelado nada personal. Él estiró las piernas.

—¿Quién se encargó de ti mientras tu madre estaba salvando al mundo ?

—Un puñado de personas bienintencionadas.

—No debe de haber sido agradable.

—No fue tan terrible. Eran hippies, profesores de universidad, trabajadores sociales. Nadie abusó de mí ni me maltrató. Cuando tenía trece años, estuve viviendo con una traficante de drogas en Houston, pero en defensa de mi madre debo decir que no tenía ni idea de que Luisa se dedicaba a eso, y salvo por aquel tiroteo en coche, me gustó vivir con ella.
Esperaba que Elena estuviera bromeando.

—Viví en Minnesota durante seis meses con un ministro luterano, pero, como mi madre es muy católica, la mayor parte del tiempo lo pasé con un grupo de monjas activistas.

Ella había tenido una infancia todavía más inestable que la suya. Ver para creer.

—Por suerte, los amigos de mi madre son muy buena gente. Aprendí un montón de cosas que la mayoría de los niños no suelen aprender.

—¿Como cuáles?

—Bueno..., sé latín y algo de griego. Sé hacer una pared, plantar un huerto orgánico, soy una excelente manitas y una cocinera fuera de serie. Apuesto lo que sea a que no puedes superar eso.

Él hablaba condenadamente bien en español y también era un buen manitas, pero no quería echarle a perder la diversión.

—Hice cuatro pases de touchdown con los Ohio State en la final de la copa universitaria, Rose Bowl.

—Supongo que harías revolotear el corazón de las princesitas de la universidad.

A Castora le gustaba burlarse de él, pero lo hacía tan abiertamente que no resultaba maliciosa. Algo extraño. Se terminó el café de golpe.

—Con tanto movimiento, seguir las clases en el colegio debió de ser todo un reto.

—Cuando eres siempre la recién llegada, acabas desarrollando ciertas habilidades.

—No lo dudo. —Empezaba a darse cuenta dónde se había originado esa actitud antagónica—. ¿Fuiste a la universidad?

—A una pequeña universidad de arte. Tenía una beca, pero lo dejé al segundo año. Bueno, es el lugar donde más tiempo he estado.

—¿Por qué te marchaste?

—Me gusta viajar. Nací para vagar, nene.

Lo dudaba. Castora no era así por naturaleza. De haber sido criada de manera diferente, estaría casada y dando clase en la guardería a sus propios hijos.
Dejó un billete de veinte dólares sobre la mesa y cuando no esperó la vuelta, ella reaccionó de manera previsible.

—¡Por dos tazas de café, un donut y un bollo que no has terminado!

—Pues cómelo tú.

Ella cogió el bollo con rapidez. Mientras cruzaban el aparcamiento, él estudió los dibujos que le había hecho y se dio cuenta de que había salido ganando con el trato. Por un par de comidas y el alojamiento de una noche, había recibido material para la reflexión, ¿cuántas veces ocurría eso en su vida?

A medida que transcurría el día, Damon observó que Castora se sentía más inquieta. Cuando se detuvo para echar gasolina, ella salió disparada al baño, dejando en el coche el bolso negro de lona. Mientras llenaban el depósito, Damon no se lo pensó dos veces: se puso a registrarlo. Ignoró el móvil y un par de blocs, y fue directo a por la cartera. Contenía un carnet de conducir de Arizona —era cierto que tenía treinta años—, carnets de bibliotecas de Seattle y San Francisco, una tarjeta ATM, dieciocho dólares en efectivo y la foto de una mujer de mediana edad con apariencia delicada delante de un edificio en ruinas. Aunque era rubia, tenía los mismos rasgos delicados y menudos que Castora. Debía de ser Virginia Gilbert. Registró más a fondo el bolso y sacó un talonario de cheques y dos cartillas de cuentas bancarias de un banco de Dallas. Cuatrocientos dólares en la primera y mucho más en la segunda. Castora tenía buenos ahorros, ¿por qué actuaba como si estuviera en la ruina?

Ella regresó al coche. Él metió todo de nuevo en el bolso, lo cerró y se lo entregó.

—Estaba buscando caramelos.

—¿En mi cartera?

—¿Cómo ibas a tener caramelos en la cartera?

—¡Estabas registrándome el bolso! —Por la expresión de su cara dedujo que fisgonear no era algo que la molestara mientras no fuera ella el objetivo. Un dato a tener en cuenta para no perder de vista su propia cartera.

—Prada hace bolsos —le dijo mientras se alejaban de la gasolinera en dirección a la interestatal—-. Gucci hace bolsos. Eso que tú llevas parece una de esas cosas que regalan cuando uno se compra un calendario de tías.

Ella saltó indignada.

—No puedo creer que estuvieras registrándome el bolso.

—Y yo no puedo creer que dejaras que te pagara la habitación de hotel ayer por la noche. No es que estés precisamente en la ruina.

El silencio fue su única respuesta. Ella se volvió a mirar por la ventanilla. Su pequeña estatura, los hombros estrechos, los delicados codos que surgían de las mangas de la enorme camiseta negra... todos esos signos de fragilidad deberían haber despertado los instintos protectores de Damon. No lo hicieron.

—Alguien me vació las cuentas hace tres días —dijo ella sin aspavientos—. Por eso estoy ahora en la ruina.

—Deja que adivine. Jamie, la serpiente.

Ella se tiró distraídamente de la oreja.

—Así es. Jamie, la serpiente.

Estaba mintiendo. Elena no había dicho ni una palabra sobre las cuentas bancarias cuando había atacado a Jamie el día anterior. Pero por la triste expresión de su cara estaba claro que alguien le había robado. Castora necesitaba algo más que transporte. Necesitaba dinero.

Damon se sentía orgulloso de ser el tío más generoso del mundo. Trataba a las mujeres con las que salía como sí fueran reinas y les hacía buenos regalos cuando su relación terminaba. Nunca había sido infiel y era un amante desinteresado. Pero el antagonismo de Elena reprimía su tendencia natural a abrir la cartera. Le dirigió una mirada a su cabello revuelto y a esa pobre excusa de ropa. No era precisamente una mujer imponente, y bajo circunstancias normales, jamás se habría fijado en ella. Pero la noche anterior, ella había levantado una señal de stop bien grande y el juego había comenzado.

—¿Y qué vas a hacer? —le preguntó.

—Bueno... —Elena se mordisqueó el labio inferior—. La verdad es que no conozco a nadie en Kansas City, pero tengo una compañera de universidad que vive en Nashville. Y ya que vas a pasar por allí...

—¿Quieres que te lleve a Nashville? —Lo hacía parecer como si le hubiera pedido que la llevara a la luna.

—Si no te importa...

No le importaba lo más mínimo.

—No sé. Nashville está muy lejos, y tendría que pagarte las comidas y otra habitación de hotel. A menos que...

—¡No pienso acostarme contigo!

Él le dirigió una sonrisa perezosa.

—¿Es que sólo piensas en el sexo? No pretendo lastimar tus sentimientos, pero, francamente, te hace parecer bastante desesperada.

Era un truco demasiado manido, y ella se negó a morder el anzuelo. Así que se puso unas gafas de sol baratas de aviador que le hacían parecer Bo Peep a punto de pilotar un F-18.

—Tú sólo conduce y sigue tan guapo como siempre —dijo ella—. No hay necesidad de que te exprimas el cerebro dándome conversación.

Tenía más temple que ninguna mujer que hubiera conocido.

—La cosa es, Elena, que no soy sólo una cara bonita, también soy un hombre de negocios, con lo cual espero ver los frutos de mi inversión. —Debería sentirse tan jodidamente ofendido como sonaba, pero en realidad estaba disfrutando demasiado.

Tienes un retrato original de Elena Gilbert—dijo ella—. También tienes un vigilante para tu coche y una guardaespaldas que alejará a tus admiradores. Honestamente, debería cobrarte. Creo que lo haré. Doscientos dólares hasta llegar a Nashville.
Antes de que él pudiera soltarle lo que pensaba de esa idea, SafeNet los interrumpió. Hola Boo, soy Steph,

Elena se inclinó hacia el micrófono.

—Boo, demonios. ¿Qué has hecho con mis bragas?

Se hizo un largo silencio. Damon la miró furioso.

—Ahora no puedo hablar, Steph. Estoy oyendo un audiobook, y estaban a punto de matar a alguien a puñaladas.

Castora se bajó un poco las gafas mientras él desconectaba la conexión y lo miró burlona por encima de la montura.

—Lo siento. Estaba aburrida.

Él arqueó una ceja. La tenía a su merced, pero se negaba a ceder. Intrigante.

Damon subió el volumen de la radio y tarareó una canción de Gin Blossoms mientras llevaba el ritmo con la mano sobre el volante. Elena, sin embargo, permanecía perdida en su mundo. Ni siquiera protestó cuando él cambió de emisora después de que Jack Patriot hiciera su aparición cantando «¿Por qué no sonreír?»

Elena apenas oía la radio de fondo. Estaba tan fuera de su elemento con Damon Salvatore que perfectamente podrían estar en universos diferentes. El truco consistía en que él no se diera cuenta de que ella lo sabía. Se preguntó cómo se habría tomado la mentira sobre Jamie y las cuentas bancarias. Él no había demostrado reacción alguna, así que era difícil saberlo, pero ella no podía soportar que supiera que su madre era la responsable.

Virginia era la única pariente de Elena, así que era normal que hubiera puesto sus cuentas a nombre de las dos. Su madre sería la última persona capaz de robarle. Virginia era feliz comprando sus ropas en el Ejército de Salvación y durmiendo en los sofás de los amigos cuando estaba en Estados Unidos. Sólo una crisis humanitaria de proporciones épicas podría haber hecho que cogiera el dinero de Elena.
Elena había descubierto el robo el viernes, hacía tres días, cuando había intentado usar la tarjeta en un cajero automático. Virginia le había dejado un mensaje en el buzón de voz.

«Cariño, sólo tengo unos minutos. Te cogí el dinero de las cuentas. Te escribiré tan pronto como te lo pueda explicar todo.» Su madre rara vez perdía el control, pero la voz dulce y suave de Virginia se había quebrado. «Perdóname, cariño. Estoy en Colombia. Un grupo de chicas con las que he estado trabajando fue secuestrada ayer por una de esas bandas armadas. Serán violadas y forzadas a convertirse en asesinas como ellos. Yo... no puedo dejar que eso ocurra. Puedo comprar su libertad con tu dinero. Ya sé que esto es un abuso de confianza imperdonable por mi parte, cariño, pero tú eres fuerte y ellas no. Por favor, perdóname y... y recuerda cuánto te quiero.»

Elena miraba sin ver el paisaje llano de Kansas. No se había sentido tan indefensa desde que era niña. El dinero que le había proporcionado la única seguridad que nunca antes había conocido se había convertido en el pago de un rescate. ¿Cómo podría empezar de nuevo con tan sólo dieciocho dólares en la cartera? Ni siquiera le llegaba para pagarse unos nuevos folletos publicitarios. Se sentiría mejor si pudiera desahogarse con Virginia y gritarle, pero su madre no tenía teléfono. Si necesitaba uno, sencillamente lo pedía prestado.
«Tú eres fuerte y ellas no.» Elena había crecido oyendo cosas como ésas. «Tú no tienes que vivir con miedo. Tú puedes hacer lo que quieras. Tú no tienes por qué preocuparte de que los soldados fuercen la entrada de tu casa y te lleven a prisión.»

Elena tampoco tenía que preocuparse de que los soldados le hicieran cosas mucho peores que ésa.
Nunca pensaba en lo que su madre había tenido que soportar en una prisión centroamericana. Su dulce y amable madre había sido víctima de lo indecible, pero se había negado a vivir con odio. Todas las noches rezaba por las almas de los hombres que la habían violado.

Elena miró a Damon desde el asiento del pasajero, un hombre para el que ser irresistible era una forma de vida. Lo necesitaba en ese momento, y puede que no haber caído directamente a sus pies fuera un elemento a su favor, aunque uno muy frágil. Todo lo que tenía que hacer era mantenerlo interesado, y al mismo tiempo no perder la ropa hasta llegar a Nashville.

En el área de descanso de una carretera al oeste de San Luis, Damon observaba cómo Elena llamaba por el móvil mientras se apoyaba en una mesa. Le había dicho que iba a llamar a su antigua compañera de universidad de Nashville para quedar con ella al día siguiente, pero acababa de patear una parrilla y luego había cerrado de golpe el teléfono antes de meterlo en el bolso. Se sintió animado. El juego no había acabado después de todo.
Algunas horas atrás había cometido el error de contestar la llamada de Ronde Frazier, un viejo compañero de equipo que vivía en San Luis. Ronde había insistido en que se reunieran esa noche con otros jugadores que vivían en esa zona. Como Ronde le había cubierto las espaldas durante cinco temporadas, no podía negarse a ir, aunque eso echara a perder sus planes con Elena. Pero parecía que las cosas no se estaban resolviendo de la manera que ella quería. Él se percató de su expresión malhumorada y de cómo volvía con renuencia hacia él.

—¿Algún problema? —dijo él.

—No. Ninguno. —Agarró la manilla de la puerta y luego dejó caer la mano-—. Bueno, puede, pero no tiene importancia. Nada que no pueda resolver.

—¿Crees que has resuelto bien las cosas hasta ahora?

—Podrías apoyarme de vez en cuando. —Abrió con fuerza la puerta del coche y lo miró por encima del techo—. Tiene el teléfono desconectado. Al parecer, se mudó, pero no me lo dijo.

La vida le acababa de brindar una nueva oportunidad. Era asombroso lo que lo satisfacía tener a una mujer como Elena Gilberta su merced.

—Lamento oír eso —dijo él con aparente sinceridad—. ¿Qué vas a hacer ahora?

—Ya pensaré algo.

Cuando se incorporó a la interestatal, decidió que era una pena que la señora O'Hara no le respondiera al teléfono o podría haberle dicho que iba de camino a la granja y que llevaba consigo a su primer invitado.

—He estado considerando todos tus problemas, Elena. —Adelantó a toda velocidad a un descapotable rojo—. Esto es lo que he pensado...

[1]        En inglés "pis", pee, y "paz", peace, suenan muy parecido. ( N. de las T.)

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