Capítulo
6
Elena
abrió los ojos y se estiró a sus anchas.
Quizás Damon
ya no estuviera en la cama junto a ella, pero seguía percibiendo su olor en las
sábanas y en su propio cuerpo, del mismo modo que seguía notando dentro de ella
el lugar secreto donde él había estado.
Sin perder
la sonrisa que le iluminaba el rostro miró hacia la ventana y vio el cielo azul
que se extendía al otro lado del cristal. Hacía un día maravilloso. No podía
ser de otro modo. Los descubrimientos de la noche anterior seguían alegrándole
el corazón con la misma intensidad. Todo lo que sentía había sido suavizado por
el filtro del amor, el amor, que había hallado entre los brazos de Damon mientras
él la estrechaba contra su cuerpo, acariciándola por dentro y por fuera.
Tenía
tantos planes para el futuro, un futuro que pensaba vivir junto a él. Después
de mucho tiempo, lo único que sentía en ese momento era alegría y esperanza. No
quería analizar la naturaleza de esos sentimientos, ni pensar en el pasado;
solo quería disfrutar sin que nada pudiera estropear los recuerdos maravillosos
que Damon y ella iban a crear a partir de entonces.
Incluso
era posible que no fueran recuerdos todo lo que habían creado la noche
anterior.
Una
profunda emoción le estremeció el cuerpo. Un hijo…
Él le había
dicho que quería tener un nieto de su padre, y ahora el cuerpo de Elena le
decía que ella quería tener un hijo de Damon.
En algún
lugar lejos de la placidez de aquella cama y de aquel dormitorio, había
elementos de la dura realidad, pero no estaba dispuesta a hacerles el menor
caso. Nada importaba después de lo que había ocurrido allí mismo solo unas
horas antes. Qué podía importar más que lo que había descubierto junto a Damon.
El amor
que llevaba tanto tiempo negando había vuelto a ella más fuerte que nunca.
Amaba a Damon
con todo su corazón. No podría haber compartido aquello si no lo quisiera como
lo quería. Y él tampoco habría podido acariciarla, excitarla y satisfacerla de
la manera que lo había hecho si no sintiera algo por ella. ¿La amaba él del mismo
modo?
Amor. Era
una palabra tan corta para abarcar todo lo que abarcaba. ¿Sabía ella realmente
lo que significaba amar? Había pasado de estar enamorada de Damon a odiarlo
profundamente, hasta la noche anterior. Respiró hondo tratando de pensar con
lógica, pero no había manera. Cada vez que lo intentaba aparecía ante ella la
imagen de Damon, sus caricias eran lo único que podía sentir y su respiración
lo único que podía oír.
Tenía
veintidós años y, aunque virgen, sabía perfectamente que el sexo, por muy bueno
que fuera, no era lo mismo que el amor. Pero su corazón se negaba a admitir que
lo que había ocurrido entre ellos fuera solo sexo, era algo que iba mucho más
allá. No solo se habían tocado el cuerpo el uno al otro sino que habían llegado
a tocarse el alma.
Elena
sonrió atolondrada. Damon y ella tenían mucho de qué hablar, del pasado en
común y de todo lo que les había pasado estando separados. Los dos eran lo
bastante maduros para enfrentarse a todo lo ocurrido, para poder empezar a
vivir el presente y el futuro sin miedo.
Era hora
de levantarse, de encontrarse con el día… y con Damon.
Desde lo
alto de la escalera Elena vio la puerta del que una vez había sido el despacho
de su padre y ahora lo era de su marido. ¡Su marido! Solo pensar aquellas
palabras le proporcionaba una increíble sensación de bienestar. Damon era su
marido y sería el padre de su hijo.
De pronto
se dio cuenta de que no podía aguantar más tiempo sin verlo, sin estar con él y
sentir aquellos labios sobre los suyos.
Bajó los
escalones casi corriendo.
La puerta
del despacho estaba cerrada, así que se dispuso a empuñarla con cierto
nerviosismo. Le palpitaban las sienes y casi podía notar las motas de polvo
flotando en el aire. La importancia de aquel momento y de lo que podía
significar hizo que el corazón empezara a latirle con fuerza dentro del pecho.
Al otro lado de esa puerta no estaba solo Damon, sino su futuro, el futuro de
su relación y quizás el de su hijo.
Se
sobresaltó al ver que la puerta se abría antes de que ella la hubiera tocado.
Al otro lado apareció, Damon, que la miraba con el ceño fruncido.
—Elena.
Incluso la
forma de decir su nombre transmitía frialdad. Observándolo con más detenimiento
se dio cuenta de que llevaba un traje extremadamente formal y no paraba de
mirar el reloj. No había que ser un experto en lenguaje corporal para darse
cuenta de que estaba impaciente por algo.
—Pareces
muy ocupado. Tenía la esperanza de que pudiéramos hablar —empezó a decirle
ella.
—¿Hablar?
¿De qué?
Tenía que
admitir que eso no era precisamente lo que había esperado escuchar, pero Elena
ya no era una adolescente que lo miraba con adoración. Ahora Damon y ella eran
iguales.
—De lo que
ocurrió anoche, de nosotros —respondió ella con toda tranquilidad.
—¿De
anoche?
Por
imposible que pareciera su voz le resultaba aún más dura, parecía tan distante
que tuvo la sensación de que le estaba advirtiendo que estaba entrando en
terreno peligroso. Pero, como había descubierto durante los años que había
pasado fuera, ella poseía una fuerza y una valentía que iba a ayudarla en
aquella situación.
—Sí, Damon,
de anoche —susurró acercándose a él—. Te acuerdas de lo que ocurrió anoche,
¿verdad? —El tono burlón de sus palabras fue dejando paso a la ternura—:
Anoche, cuando hicimos el amor… ¿Te acuerdas? —siguió bromeando ella.
—Yo solo
recuerdo sexo, no amor.
La
brutalidad de aquellas palabras cortó de cuajo todas las esperanzas y los
sueños de Elena.
—Damon —le
dijo al ver que él ya estaba dando media vuelta para marcharse. Necesitaba que
le asegurara que no pensaba lo que había dicho—. No fue solo sexo. Fue… —se dio
cuenta con desesperación que no encontraba fuerzas para pronunciar la palabra
«amor», después del dolor que acababan de infligirle sus palabras—. Fue algo
más.
—Era sexo,
Elena —insistió Damon sin piedad con un desaliento en la voz que indicaba que
estaba deseando que la conversación acabara cuanto antes—. Ni más ni menos que
sexo, eso es todo.
Sin
embargo ella estaba empezada en no rendirse y eso hizo que toda la energía de
su carácter estallara como un huracán dentro de ella. Estaba segura de lo que
sentía, por mucho que Damon no lo estuviera, e iba a luchar para demostrárselo.
—Tengo
veintidós años, Damon; soy independiente desde hace cuatro años. Puede que me
recuerdes como una adolescente ingenua, pero la mujer que estrechabas anoche en
tus brazos, la mujer con la que hiciste el amor…
—Era
virgen e ingenua —dijo él interrumpiendo su apasionado discurso. Esperó a ver
cómo reaccionaba con la misma indiferencia con la que un médico examinaba a su
paciente—. Pero es cierto que te recuerdo como una niña, Elena. Una jovencita
inmadura e increíblemente romántica que había idealizado la relación entre un
hombre y una mujer, y que solo podría admitir esa relación si no estaba
motivada por el amor. Dices que has madurado, pero alguien maduro no se habría
aferrado a su virginidad durante tanto tiempo.
La
crueldad de aquel análisis le cortó la respiración. Era como si se hubiera
empeñado en despojar de todo sentimiento lo que habían compartido la noche
anterior y convertirlo en un acto frío y carente de todo significado.
—Para ti
el simple hecho de acostarte conmigo… y además disfrutarlo, te obliga a
convencerte a ti misma de que el deseo y la excitación que sentías eran
producto del «amor». Elena, para amar a alguien tienes que conocerlo bien,
aceptar cómo es y valorarlo por eso. Tú y yo no…
Elena no
estaba preparada para escuchar nada más. Le puso la mano en el hombro para que
dejara de hablar y, al hacerlo sintió que sus músculos se ponían en tensión.
—Mira, tengo
una reunión muy importante y ya llego tarde.
Sin
pensarlo dos veces, Elena se inclinó hacia él con la esperanza de derrumbar la
enorme barrera que había levantado contra ella.
—Damon,
por favor… estoy segura que lo de ayer tuvo que significar algo para ti.
—Significó
mucho —a sus ojos se agolparon lágrimas de agradecimiento porque por fin
hubiera entrado en razón; pero esa satisfacción duró poco—. Quiero decir que,
con un poco de suerte, puede que dentro de nueve meses tengamos un hijo. Tendré
un hijo, o una hija, que lleve la sangre de tu padre; que era al fin y al cabo
de lo que se trataba.
No podría
haber explicado con mayor claridad lo poco que ella significaba para él,
admitió Elena para sí misma mientras veía cómo Damon se acercaba a la puerta. En
un acto reflejo miró las escaleras por las que había bajado hacía menos de
media hora, llena de esperanzas y de seguridad en sí misma.
—Y… ¿si no
hubo suerte? —le preguntó justo cuando estaba a punto de salir.
Hubo una
pequeña pausa antes de que Damon contestara con total calma.
—En ese
caso tendríamos que intentarlo de nuevo.
Al mismo
tiempo que él abría la puerta y salía de la casa, Elena sintió una puñalada que
le desgarraba el corazón. ¿Cómo iba a soportar aquello?
Elena no
lloró. ¡No podía llorar! El dolor era como una herida en lo más profundo de su
cuerpo, una herida que destrozaba por dentro, pero que no dejaba ninguna marca
en el exterior.
Tan pronto
como se encontró en la carretera principal Damon se dio cuenta de que no estaba
en condiciones de conducir. Ahora que había dejado que todas sus emociones se
desataran era un peligro para los demás y para su propia persona.
Maldiciéndose
a sí mismo por lo que había hecho, se salió de la carretera y paró el coche en
el arcén.
Había
mentido sobre la urgencia de esa reunión. Era cierto que tenía que encontrarse
con alguien, pero ese alguien era Stefan Bennett y todavía quedaba bastante
tiempo para que llegara la hora de su cita con él. El motivo de tal reunión era
firmar el nuevo acuerdo que lo había hecho redactar.
—¿Quieres
nombrar a Elena y cualquier hijo que tenga como únicos herederos de todas tus
propiedades? —le había preguntado sorprendido nada más enterarse de sus planes—.
Estamos hablando de una cuantiosa herencia. ¿Estás seguro de que quieres que Elena
tenga control absoluto sobre ella? Lo normal en cantidades así es nombrar
varios fiduciarios o establecer un fondo de fideicomiso.
—No hay
nadie en quien confíe más que en Elena —le había respondido Damon con firmeza.
Ella nunca podría imaginar lo que la noche anterior había provocado en él, el
insoportable sentimiento de culpabilidad y los remordimientos que le había
ocasionado… ¡y el placer! Un placer tan inmenso que le resultaba imposible
medirlo. ¿Cómo podría medir algo que había anhelado durante tanto tiempo?
Después de toda la noche sin pegar ojo, con las primeras luces de la mañana se
había incorporado en la cama para observar a aquella bella durmiente. Aun
durmiendo su rostro resplandecía con una leve sonrisa dibujada en los labios.
Las lágrimas de satisfacción habían desaparecido, pero se podía apreciar el
rastro de las mismas en sus mejillas. Debajo de las sábanas descansaba su
cuerpo desnudo, y Damon había tenido que resistir la tentación de levantarlas y
acariciar aquella piel tersa y suave, solo por el placer de comprobar que
estaba allí, a su lado.
Sabía que
la había hecho disfrutar tanto como lo había hecho él; lo habría sabido aunque
no hubiera derramado aquellas lágrimas ni se lo hubiera dicho entre gemidos,
porque el modo en el que su cuerpo había respondido ante él hablaba por sí
solo.
En
realidad siempre había tenido la total seguridad de que habría mucho placer
entre ellos; lo había sabido nada más ver a la increíble mujer en la que se
había convertido la jovencita a la que tanto había recordado en esos cuatro
años. Elena lo había deseado siendo solo una adolescente, y lo había hecho con
la inocencia y el ansia de alguien que se encontraba en pleno despertar sexual
y él había sido consciente de ello, del mismo modo que lo había sido del hecho
de que él también se sentía enormemente atraído por ella. Pero entonces Damon ya
era un adulto mientras que ella era poco más que una niña.
Cerró los
ojos y respiró hondo.
Lo que le
había dicho sobre querer tener un hijo por cuyas venas corriera la sangre del
padre de Elena era cierto, pero era solo una pequeña parte de la verdad.
John Gilbert
había sido un padre bueno y cariñoso, y también un hombre muy astuto que no
había tardado en darse cuenta de la naturaleza de los sentimientos de su hija
hacia Damon.
—Cree que
está enamorada de ti —le había dicho John en una sincera conversación de hombre
a hombre que habían tenido poco tiempo antes de que Elena cumpliera los
dieciséis años.
—Lo sé —había
coincidido Damon—. Yo la quiero, John, pero sé que es demasiado joven como para…
—Damon —lo
había interrumpido su buen amigo inmediatamente—, no dudo de tus sentimientos
pero, como padre de Elena, quiero pedirte que me des tu palabra de que vas a
darle el tiempo necesario para que crezca y viva lo suficiente antes de decirle
que la quieres. Si de verdad la amas entenderás por qué te pido esto.
Por
supuesto que lo había comprendido, aunque lo destrozaba la idea de tener que
apartarse y ver cómo la chica que amaba se convertía en mujer junto a otro.
—Si Elena
y tú alguna vez os convertís en pareja —había continuado diciendo John Gilbert
emocionado—, y puedo prometerte que no habría nada en el mundo que me hiciera
más feliz, tendría que ser como iguales; dos adultos que deciden libremente
estar juntos. Y, por ahora, mi hija no tiene esa madurez, por mucho que crea
estar locamente enamorada. Sé lo duro que va a ser para ti hacer lo que te
pido, pero por el bien de Elena y del amor que quizás compartáis algún día, ¿me
prometes no decirle nada de lo que sientes hasta que cumpla veintiún años?
¡Para eso
quedaban cinco años! Pero Damon había comprendido perfectamente el motivo de
tal petición, por eso había aceptado, sabiendo que él habría hecho lo mismo de
estar en la situación de John.
Después de
su muerte había decidido que tenía que proteger a su única hija porque se lo
debía al que había sido su mentor además de su amigo. Al final las
circunstancias no le habían dejado otra opción que la de casarse con Elena.
Tras una
verdadera agonía de indecisión, había optado por pedirle consejo a Henry
Fairburn, el abogado de John Gilbert. Éste le dijo que no podía romper la
promesa que le había hecho al padre de Elena y que de algún modo, tendría que
encontrar las fuerzas para hacer creer que su matrimonio con ella era solo por
cuestiones económicas y así ella siguiera teniendo la libertad de elegir con
quién quería estar.
Pero
entonces, al salir de la iglesia, cuando ella le había preguntado si estaba
enamorado de alguien, Damon se había dado cuenta de que Elena había descubierto
la verdad, sus ojos le habían dicho que sabía perfectamente cuál era la
respuesta a su pregunta. La forma en la que había reaccionado le había dejado
muy claro lo que sentía al respecto. No había una manera más obvia de expresar
su rechazo hacia él que salir huyendo.
Katrina se
había encargado de hostigarle por su decisión diciéndole que debía haberla
dejado que jugara al amor con alguien de su edad porque seguramente acostarse
con un hombre de verdad la había aterrado.
—Un hombre
de verdad necesita una mujer de verdad —le había dicho poniéndole la mano en el
hombro, de manera sugerente. Pero Damon se había apartado de ella sin poder
ocultar ni su desprecio por aquella mujer ni el dolor de haber perdido a Elena.
El
sentimiento de culpabilidad había sido lo único que le había impedido ir en su
busca y hacerla volver. ¿Cómo podría obligarla a aceptar un amor que no deseaba
y que la quería?
Cuando Stefan
Bennett le había hablado de la carta que había recibido, y aunque no tenía
demasiadas esperanzas de que aquello pudiera salir bien, Damon había empezado a
hacer planes para…
¿Para qué?
¿Es que ni siquiera podía admitir ante sí mismo lo que había hecho? Quizás ya
iba siendo hora de que lo hiciese. Había manipulado a Elena de una manera
maquiavélica para conseguir que volviera a su lado. El caso era que el
resultado había excedido con mucho a las expectativas más optimistas que
hubiera tenido en sus largas noches de soledad.
Cuando la
había oído hablar de amor hacía solo unos minutos había sentido el impulso de
estrecharla entre sus brazos y demostrarle que lo de la noche anterior no había
sido más que una pequeña muestra de hasta dónde podían llegar los dos juntos.
Pero lo que quería de ella era algo más que aquella declaración de amor
inducida por el reciente placer físico. Lo que deseaba era su amor, un amor
como el suyo propio, un amor que iba mucho más allá del mero acto sexual. Por
supuesto era gratificante saber que ella también lo encontraba sexualmente
atractivo, pero a la vez resultaba algo amargo porque no era su cuerpo lo que
él quería sino su alma. ¿Cómo iba a ganársela después de lo que había hecho?
Ni
siquiera en la soledad podía encontrar una explicación a su forma de reaccionar
cuando el primer día ella había creído que Damon quería el divorcio.
Claro que
quería tener un hijo, y que ese hijo lo emparentara con John Gilbert, pero
había sido enormemente mezquino al utilizar eso como excusa para consumar su
matrimonio…
No sabía
qué había ocurrido, de repente todo se le había escapado de las manos y le había
resultado mucho más difícil de lo previsto controlar sus sentimientos. El tener
que enfrentarse a una mujer hecha y derecha en lugar de a una jovencita lo
había hecho ver lo vulnerable que era. Por eso había tratado de mantener la
mayor distancia posible; pasando mucho tiempo fuera de casa, durmiendo en su
despacho… Pero la noche anterior había tirado por la borda todos aquellos
intentos, acompañados de su autocontrol: había hecho justo lo que había
prometido tantas veces que jamás haría.
Y ahora Elena
le decía que lo amaba pero no porque lo hiciera, desgraciadamente, sino porque
él había sido su primer amante y para una mujer tan idealista y romántica como
ella, eso significaba que tenía que convencerse a sí misma de que lo quería
para justificar lo que le había entregado. Sin embargo, no había estado
enamorada de él cuando había huido el día de su boda.
Damon había
visto el dolor en sus ojos hacía solo unos minutos y habría deseado abrazarla y
confesarle lo que sentía por ella… No sabía qué era más doloroso si el amor o
los remordimientos.
Abrió los
ojos sin saber cuánto tiempo llevaba sentado allí, en el arcén de la carretera,
pero tampoco le importaba. Si volvía a cerrarlos su mente se trasladaba
inmediatamente al despacho de John Gilbert, que ahora era el suyo. Era el día
en el que Elena cumplía los diecisiete años, aquella mañana al verlo llegar
había bajado las escaleras corriendo y, llena de timidez, le había pedido un
beso como regalo de cumpleaños; en ese momento Damon se había dado cuenta de
que iba a tener que pedir ayuda a John para que lo eximiera del cumplimiento de
su promesa.
—Sé lo
duro que es —le había dicho el señor Gilbert después de que Damon le explicara
la situación—. Pero solo tiene diecisiete años.
—Es que no
lo parece —había protestado él desesperado—. A veces me mira con los ojos de
una mujer experimentada, sin embargo otras veces me mira con la inocencia de
una niña.
—Y es esa
inocencia la que te pido que protejas y respetes —le había dicho el padre de Elena
con ternura—. Si la quieres, desearás que te dé su amor como mujer, no como una
chiquilla ingenua.
Damon no
había podido rebatir aquellas palabras porque sabía que eran ciertas.
—Nada
podría cambiar lo que siento por ella —había asegurado con firmeza—. Por su
bien haré lo que me pides.
—Te
prometo que para mí es casi tan difícil como para ti —su tono de voz reflejaba
la sinceridad con la que hablaba—. Cuando te digo que te quiero como a un hijo
no exagero lo más mínimo; por eso nada me ocasionaría más placer que el verte
casado con mi hija… y que me dierais un nieto. Pero Elena es demasiado joven
para verse cargada con el amor de un hombre, necesita tiempo y espacio para
crecer como es debido.
Después de
tanto tiempo, ahora Damon se odiaba por lo que había hecho la noche anterior.
Era como si sus propios sentimientos lo hubieran corrompido por dentro; el amor
y el deseo incesante de estar con Elena se habían contaminado al dejarse llevar
de aquel modo. Sabía que aquel dolor nunca se apartaría de él, del mismo modo
que sabía que nunca dejaría de amarla.
Llevaba
más de una hora metido en el coche, tenía que llamar a Stefan Bennett para
decirle que iba a llegar un poco tarde a su cita.
Mientras
arrancaba las ortigas que crecían entre los rosales, Elena no podía dejar de
recordar a su madre plantándolos. Tampoco podía dejar de pensar en la forma en
la que la había rechazado Damon y el desdén que había mostrado al hacerlo.
Sin
embargo, en lugar de hacerla replantearse lo que sentía por él, su reacción
había tenido el efecto contrario; había hecho que surgiera en ella una
determinación y una fuerza que ni siquiera sabía que tenía.
¿Cómo se
atrevía a decirle que no sabía lo que era el amor? ¿Cómo podía insinuar que no
era más que una boba que, por el mero hecho de acostarse con alguien, creía
estar enamorada?
En cuanto
a los comentarios que había hecho en relación a su virginidad… Bueno, daba la
casualidad de que si ella nunca había… si todavía era… era sencillamente porque
no había encontrado ningún hombre al que deseara lo suficiente, y no tenía nada
que ver con la ingenuidad o la timidez.
—¡Ay!v—se
quejó en voz alta al notar el picor que le estaban provocando las ortigas a
pesar de los guantes que llevaba.
Como Damon,
aquellas plantas la habían pillado desprevenida y el resultado era el mismo:
dolor. Al menos con las ortigas podía defenderse, pensó mientras arrancaba unas
cuantas, llena de rabia.
—¡A ver
qué te parece esto! —dijo en tono triunfal.
—Disculpe.
Una voz
masculina hizo que se diera la vuelta, sonrojada porque alguien la hubiera oído
hablar con las plantas.
—Es que he
tocado una ortiga —explicó sin demasiada convicción al hombre que se encontraba
de pie a solo unos metros de ella.
—Mi mujer
las odia —respondió él con amabilidad—. Pero eso es porque sus hermanos la
tiraron encima de unas cuando era pequeña.
—¡Qué
brutos!
—Mucho me
temo que se lo había buscado —empezó a contarle con dulzura—. Por lo visto ella
había metido todos sus soldados de juguete en un montón de cemento fresco.
Bueno —cortó la anécdota al darse cuenta de que no era eso a lo que había ido—,
estaba buscando a Damon. He llamado al timbre pero nadie ha contestado,
entonces la he visto aquí. Usted debe de ser su mujer.
—Sí —respondió
Elena confundida al no saber quién era aquel hombre que estaba al tanto de que Damon
estaba casado.
—Soy Tyler
Lookbood —se presentó como si hubiera podido leer sus pensamientos—. Trabajo
para Damon. Dejó un mensaje en mi oficina diciendo que… que se había casado y
pidiéndome que le trajera unos papeles que necesitaba.
—¿Y solo
por eso ha deducido que yo era su esposa? —le preguntó Elena bromeando.
—Por eso y
porque tiene una foto suya encima de la mesa de su despacho. La he reconocido
al instante. Fue su padre el que creó la empresa, ¿no es así? Damon me ha
hablado de él.
Elena se
había quedado perpleja. ¿Damon tenía una foto suya en su despacho? Recordó que
su padre tenía una de cuando ella tenía diecisiete años; debía haberla heredado
de él. Pero antes de que pudiera responder, el señor Lookbood empezó a decir
algo que la sorprendió aún más:
—Sé que
fue él el que creó la empresa, pero fue Damon el que la convirtió en el éxito
que es hoy en día —se notaba la admiración con la que hablaba de él—. Cuando me
contrató apenas podía creer la suerte que tenía. Yo no tenía la formación ni la
experiencia adecuadas —admitió con algo de rubor en el rostro mientras Elena lo
escuchaba en silencio—. La verdad es que no merecía la confianza que depositó
en mí. La noche que nos conocimos yo estaba en un bar, empapando en alcohol mi
desesperación. Natasha, mi mujer, era entonces mi novia y acababa de decirme
que sus padres la habían amenazado con desheredarla si insistía en casarse
conmigo. Los dos estábamos muy enamorados, aunque yo siempre supe que no era
digno de ella, que pertenece a una familia rica y llena de ambiciones para ella
—siguió relatando con cierta amargura—. Por supuesto esas ambiciones no
incluían que se casara con un don nadie. Tasha decía una y otra vez que no
importaba pero claro que importaba. Yo nunca podría darle la vida a la que
estaba acostumbrada, ni el futuro que merecía. Si ni siquiera era capaz de
encontrar un empleo… hasta que conocí a Damon. Él me dio trabajo y me dejó
tiempo libre para que pudiera hacer un máster; nos dejó, a Tasha y a mí, vivir
en un apartamento en el edificio de las oficinas sin pagar alquiler alguno.
Incluso fue a hablar con los padres de Tasha y, no sé qué les diría pero… —en
ese momento se quedó callado y miró a Elena avergonzado—. No sé por qué le
estoy contando todo esto. Al fin y al cabo usted sabrá mejor que nadie qué tipo
de persona es Damon.
Hizo una
pausa durante la cual ella no pudo decir ni palabra porque no conseguía salir
del asombro.
—Una vez
le pregunté por qué me había ayudado y me dijo que yo le recordaba cómo había
sido él en otro tiempo, y todo lo que el señor Gilbert había hecho por él. Dijo
que quería imitar aquella buena obra en memoria de su padre, señora Salvatore,
y para demostrar lo agradecido que le estaba. Siempre decía que John Gilbert le
había enseñado el significado de la generosidad y el respeto por uno mismo.
Elena notó
cómo se le llenaban los ojos de lágrimas que amenazaban con desbordarse.
—Yo le
daré a Damon esos papeles, si le parece bien —le prometió, cuando estuvo segura
de haber controlado el inminente llanto—. Pero antes le ofrezco que se tome un
té conmigo.
—Muchísimas
gracias, pero me temo que le he prometido a Tasha que estaría pronto en casa.
Hoy es nuestro aniversario y ¡vamos a salir a cenar con sus padres!
Cuando el
inesperado visitante se hubo marchado Elena se quedó pensando en lo que le
había contado. Le resultaba muy difícil odiar a Damon después de haber visto
ese lado compasivo que ella desconocía por completo.
Deseó con
todas sus fuerzas que su padre pudiera estar allí para ayudarla y reconfortarla
en aquellos momentos. Sabía cuánto había apreciado a Damon, y la alta estima en
que lo tenía en el terreno profesional.
De repente
le vino a la cabeza la duda de si se habría quedado embarazada y de qué pasaría
si no era así. Con un escalofrío tuvo que admitir que la idea de repetir lo
sucedido la noche anterior no le provocaba ninguna repulsión. Ni mucho menos.
Pero Damon no la amaba y, según él, era imposible que ella lo amara a él.
Entonces…
¿en quién había estado pensando mientras acariciaba su cuerpo y lo poseía con
innegable placer?
Volvió a
notar cómo las lágrimas se agolpaban en sus ojos y volvió a luchar contra
ellas.
De niña
había llorado la pérdida del amor de su padre cuando él se había casado con Katrina.
Ya de mujer, se negaba a volver a llorar la pérdida del amor de Damon, que se
lo iba a entregar a la misma mujer. ¡Ni hablar!
La
sobresaltó el insistente sonido del timbre de la puerta. Estaba claro que aquel
era el día de las visitas.
Abrió la
puerta para encontrar al otro lado los rasgos de un visitante nada deseado.
—¡Katrina!
—exclamó sin poder ocultar la sorpresa.
Su
madrastra iba vestida de blanco de la cabeza a los pies, lo que sobresaltaba el
bronceado caribeño de su piel. Sin saludar siquiera, pero sin dejar de mirarla,
entró al vestíbulo.
—¿Dónde está
Damon? Necesito hablar con él. ¿Está en su despacho? —preguntó encaminándose
hacia dicha habitación.
—No, no
está allí —respondió Elena intentando mantener la calma aunque lo cierto era
que el mero hecho de ver a su madrastra en aquella casa la llenaba de rabia y
tristeza.
—¿Dónde
está entonces? —le preguntó con impaciencia.
—Ha ido a
una cita de negocios —habría preferido no tener que contestar, de hecho le
habría gustado saber que contaba con el apoyo de Damon y haber echado a Katrina
de su casa.
—¿Quieres
decir que pasará la noche en Londres porque no soporta la idea de tener que
dormir contigo? —intentó provocarla con su agresividad característica—. Es una
pena que siempre me hayas tenido esa estúpida manía; de no haber sido así,
podrías haber aprendido un par de cosas de mí. Como por ejemplo que no hay nada
que odien más los hombres que una mujer que no sabe aceptar con dignidad que no
la quieran. Y a ti Damon no te quiere, Elena; nunca te ha querido ni te ha
deseado. Lo que sí quería era la empresa y, claro, ¿quién podría culparlo por
ello? Desde luego yo no. Ya me advirtió Caroline que habías vuelto a él
arrastrándote y lo cierto es que no me sorprendió. No te va a hacer ningún
bien, lo sabes, ¿no?
Bueno, ya
era más que suficiente. Elena había dejado de ser la jovencita tímida que creía
que tenía que ser educada con los mayores por muy ofensivos que estos fueran
con ella. Ya era hora de que probara su propia medicina y desde luego Elena
estaba encantada de servírsela personalmente. Al fin y al cabo, ¿qué tenía que
perder? Damon ya le había asegurado que no la amaba. ¡Lo suyo era solo sexo!
Si
castigando a Katrina también lo castigaba a él, pues mucho mejor. Se lo
merecía, los dos lo merecían. No recordaba haberse sentido tan furiosa y tan
dispuesta a atacar en toda su vida.
—En
realidad fue Damon y no yo el que insistió en darle una segunda oportunidad a
nuestro matrimonio —empezó a decirle con fingida dulzura. Tenía que admitir que
era un verdadero placer observar la expresión del rostro de Katrina a medida
que le iba diciendo aquello—. Y no son solo mis acciones de la empresa lo que
él quiere —continuó sin piedad, pero consciente de lo peligroso que podía
llegar a ser el sentimiento de euforia que aquella venganza le estaba
provocando.
—¡Pues no
creo que sea tu cuerpo! —contraatacó Katrina sin amilanarse—. Si así fuera,
ahora mismo estaría aquí contigo.
—Quizás
deba ser él el que te cuente qué es lo que espera de nuestro matrimonio —sugirió
Elena sin perder la serenidad mientras observaba a su madrastra mirándola como
si la estuviera viendo por primera vez.
—Damon y
yo jamás hablamos de ti o de vuestro matrimonio, tenemos cosas mucho más
importantes de las que hablar.
Sintió
cómo la abandonaba el autocontrol y la euforia se desvanecía dejando en su lugar
un rastro de dolor.
—Ya —asintió
amargamente—. Como por ejemplo la manera en la que ambos engañasteis a mi
padre.
—Estás
haciendo acusaciones que no puedes demostrar.
—No tengo
por qué demostrar nada —espetó Elena—. Damon y tú ya os habéis encargado de hacerme
ver lo ciertas que son. Vuestra relación…
—¿Te ha
dicho Damon que tenemos una relación? —la interrumpió Katrina que, por algún
motivo parecía sorprendida, como si no pudiera creer lo que oía. Pero de pronto
esbozó una sonrisa, quizás se alegrara de que alguien le reconociera haber sido
la responsable de la ruptura de aquel matrimonio.
—No era
necesario que me lo dijera, ya lo hiciste tú… el día de mi boda —le recordó Elena
llena de tristeza.
La sonrisa
de Katrina se hizo aún más amplia.
—Es
cierto. Pobrecita Elena; eras tan ingenua, y tan tonta… Bueno, si Damon está en
la oficina, será mejor que vaya allí a verlo. Estoy segura de que se alegrará
de verme en un sitio más íntimo —susurró provocadoramente—. Hace casi un mes
que no me ve, y eso, para un hombre del apetito sexual de Damon, es muchísimo
tiempo. No lo espere despierta, señora Salvatore.
Había
salido triunfal por la puerta antes de que Elena pudiera encontrar algo que
responder.
Así que
era cierto. Damon seguía viéndose con Katrina. Todavía la amaba.
No
iba a llorar, se dijo a sí misma con determinación. ¡No iba a llorar!
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