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COMO SABÉIS LOS PERSONAJES NO ME PERTENECEN Y LAS HISTORIAS QUE ADAPTARÉ TENDRÁN EL NOMBRE DE LA AUTORA AL FINAL DE CADA HISTORIA


GRACIAS

10 febrero 2013

Salvaje Capitulo 03


CAPITULO 3
Cuatro días pasaron sin que Elena viera a Damon. Se dijo que se alegraba, y se concentró en sus faenas rutinarias. Hacia el fin de semana, se dio cuenta de que le quedaba tiempo libre y, como estaba habituada a mantenerse ocupada, esos ratos de ocio le pesaban. Tanto, que cuando su padre anunció que iban a efectuar una reunión para debatir acerca de la creación de un comité para la recaudación de fondos para la clínica, la joven recibió la noticia con beneplácito.
—Me permití ofrecer tus servicios para tomar notas y llevar las actas —le advirtió su padre—. Damon no estaba seguro de que accederías a participar en el proyecto.
¿Quería decir eso que él no deseaba que interviniera? Un dolor inusitado la asaltó, pero lo reprimió de inmediato, dando pábulo a la ira.
—¿Ah, sí? Pues puedes decirle a Damon que sí quiero participar. Eso evitará que pierda la práctica.
—Podrás decírselo tú misma —aseguró el señor Gilbert con una risilla divertida—. Vendrá a cenar esta noche; así podremos trazar los planes preliminares.
El súbito tumbo de su corazón fue tan parecido a la reacción que la avasallaba con la simple mención del nombre de Damon, cuando tenía diecisiete años, que su rostro perdió por completo el color. ¿Qué estaba sucediendo con ella? Ya no era una adolescente impresionable. Nada sentía por Damon Salvatore, excepto antipatía.
—¿Quién más asistirá a la reunión? —preguntó a su padre, para distraer sus pensamientos.
—Pues. . . John Howard, del banco. Traerá con él a un cliente que acaba de mudarse a esta región. También creo haber persuadido a Lady Anthony de que nos acompañe. En la actualidad sufre de artritis y ya no participa en las actividades locales tanto como solía hacerlo, pero creo que este proyecto le interesará. Siempre ha tenido un gran afecto por Damon.
—Sí, sobre todo desde que él le regaló aquellos chocolates que ganó en la fiesta de verano.
El señor Gilbert dirigió una sonrisa indulgente a su hija.
—Sí, a pesar de que lo estuviste fastidiando para que te los diera.
—Y él dijo que me harían daño.
Eso sucedió el verano en que ella tenía once años y Damon diecinueve, y estaba en la escuela de medicina. Elena lo adoraba entonces, y él toleraba esa, adoración como quien soporta las monerías de una mascota muy querida.
—Lady Anthony tiene con ella, de visita, a una chica de su familia. Dicen que es una joven muy hermosa. Tal vez descubras que tiene mucho en común contigo. Ha vivido en Londres, pero cuando fracasó su matrimonio, vino a quedarse con su madrina. El vicario también asistirá, por supuesto y. . . el alcalde Barnes.
Cuando la muchacha alzó las cejas, su padre sonrió.
—Sí, ya sé. Él y Lady Anthony van a discutir, como siempre, pero estoy seguro de que, en el fondo, ambos disfrutan esos enfrentamientos. Nos reuniremos en casa de Damon… ya debes saber que compró la vicaría —miró con aire de disculpa a su hija—. También me permití ofrecerte como voluntaria para hacerte cargo de los refrescos. Tu madre…
Elena suspiró, resignada, y él no tuvo que terminar la frase. En efecto, si su madre hubiera estado sana, habría sido la primera en ofrecer sus servicios. Igual que el alcalde, la señora Gilbert era una organizadora infatigable y fueron muchas las tardes de verano en que Elena tuvo que ayudarla a preparar una torta gigante para alguna fiesta de la localidad o reunión de beneficencia.
Los habitantes de Setondale eran anticuados respecto a determinadas cosas; una de ellas era la cuestión de las tortas. Ninguna ama de casa de Setondale que se respetara, sería capaz de comprar una ya hecha, en vez de prepararla ella misma.
Bien, al menos no había perdido su habilidad como pastelera, se dijo Elena al probar la confitura. Además de la torta, habría pastelillos, hechos de acuerdo a la receta especial de su madre y, más tarde, prepararía emparedados y refrescos. Tendría que pedir prestado el auto a su padre para ir a la casa de Damon, pues no podría llevar tantas cosas en su bicicleta.
Mientras conducía hacia la vicaría, más tarde ese día, Elena se preguntó por qué Damon habría decidido comprarla. ¿No le hubiera convenido más una casa más pequeña, en el centro de Setondale? La razón por la que la iglesia vendió la vicaría, fue precisamente por su tamaño y el costo de mantenimiento. Según recordaba ella, tenía por lo menos siete cuartos y, además, varios áticos.
La verja de hierro forjado estaba siempre abierta; en realidad, había permanecido abierta durante tanto tiempo que ella dudaba que alguna vez pudiera cerrarse. La maleza y la enredadera habían crecido entre los barrotes, y el pálido sol invernal se filtraba entre las hojas.
El sendero que llevaba a la casa también estaba cubierto de maleza y los árboles, que resultaban encantadores en primavera, ahora tenían un aspecto siniestro sin su follaje. La fachada de la casa era elegante y los jardines, circundados por un alto muro de ladrillo, eran un remanso de intimidad y paz.
Al aproximarse a la construcción, la puerta principal se abrió y Damon apareció en el umbral. Vestido de manera informal, con unos viejos pantalones vaqueros y una camisa de lana a cuadros, con las mangas enrolladas hasta los codos, casi podría ser el muchacho que Elena había adorado de niña. Luego, cuando él se movió y la luz del sol delineó los angulosos rasgos de su rostro, la ilusión del aspecto juvenil desapareció y la chica se enfrentó con la realidad del hombre.
—Traje los bocadillos y refrescos para esta noche —anunció con voz débil.
—No supuse que hubieras venido sólo por el placer de mi compañía —replicó él con ironía, y la muchacha lo miró fijamente—. Oh, vamos, Elena, ¡no estoy ciego! Has hecho más que evidente lo que sientes por mí.
La joven se puso tensa entonces, y la angustia le formó un nudo en la garganta. ¿Qué quería decir? El corazón le latía con violencia y tenía reseca la boca. ¿Habría adivinado que…?
—Es obvio que te resulto antipático —prosiguió el médico con acritud y ella sintió que su cuerpo se relajaba por el alivio. Él pensaba que lo encontraba antipático. Pero… era cierto. Y no sólo eso; también lo detestaba, lo despreciaba como alguna vez él la despreció—. Sin embargo, vivimos en una comunidad pequeña y no podemos evitar encontrarnos con cierta frecuencia —concluyó Damon.
—Una cosa es toparnos en ocasiones y otra que me encuentre contigo casi cada vez que entro en mi casa.
Elena vio cómo se endurecían las facciones del médico.
—Sucede que tus padres son viejos amigos míos y no pienso renunciar a su amistad para complacerte.
Ella notó que se tensaba la mandíbula masculina mientras pronunciaba esas palabras y luego, el rostro del hombre se relajó un poco al agregar:
—Dime, Elena, ¿qué sucede? Solíamos ser muy buenos amigos… acepto que los tiempos… las personas… cambian, pero esto no puedo entenderlo… esta antipatía que me demuestras.
¿No podía entenderla? Una oleada de ira estremeció a la joven. Había destruido su mundo ¡y ahora no podía entender su enfado!
—No, estoy segura de que no entiendas —repuso ella con tono cortante—. Pero ya pasaron los días en los que estaba a tus pies, conforme con cualquier migaja de atención que te dignaras obsequiarme. Digamos sólo que ya crecí, si te parece, y dejémoslo así.
Mientras se apartaba de él y se encaminaba al auto, Elena apenas podía creer que Damon hubiera olvidado lo sucedido. Su amargura se mezcló con la ira. ¿Cómo pudo ser tan torpe, alguna vez, para investirlo con todas las virtudes de un caballero andante? El Damon que ella había amado nunca existió; había sido nada más un producto de su febril imaginación de adolescente. Era ridículo que pudiera sentirse tan… traicionada al percatarse de que él no recordaba lo que le había hecho, pero así era.
Luego, cuando ella caminaba hacia la casa con las cajas de alimentos, él no hizo el intento de hablarle y se limitó a entrar en la cocina seguido de la joven, para mostrarle dónde podía dejar su carga.
—No tienes obligación de hacer esto —dijo Damon cuando la chica terminó de colocar las cajas donde él le indicara—. Puedo pedir a otra persona que sirva como secretaria del comité.
—Sí, no lo dudo, pero como dije a mi padre, eso me servirá para no perder la práctica.
—Entiendo. Bueno en ese caso, prometo que no te molestaré demasiado. Yo había esperado que… —se encogió de hombros y volvió el rostro, pero no sin que antes ella pudiera notar la amargura de su expresión.
¿Damon amargado? ¿Por qué? Confusa, Elena regresó al coche de su padre. ¿Qué iba a decir él? ¿Qué era lo que había esperado? Movió la cabeza y apartó esas preguntas de su mente. Puso en marcha el motor para iniciar el trayecto de regreso a su casa.
A las siete de la noche, luego de verificar que Katherine tuviese todo lo que necesitaba, Elena y su padre se encaminaron a la vicaría. La temperatura había descendido, pero la luna llena brillaba en un cielo despejado, sin amenazas de nieve.
—Tendremos todavía algunas nevadas —pronosticó el señor Gilbert, mientras recorrían el camino rural.
Fueron los primeros en llegar y Elena, de inmediato, fue a la cocina, dejando que su padre y Damon charlaran a solas. La ira que abrigaba contra el médico, la cual la había sostenido durante mucho tiempo, parecía haberse disipado y en su lugar quedaba una extraña incertidumbre que la inquietaba. Se sentía incómoda al estar cerca de él; todo el tiempo se encontraba tensa y temerosa aunque no entendía la razón. Resultaba evidente que él no intentarla revivir el pasado corno ella habia temido, entonces por qué no podía respirar con tranquilidad y relajarse cuando el estaba cerca.
Durante sus años en Londres aprendió a enfrentar muchas situaciones difíciles y escabrosas. Ni siquiera cuando tuvo que rechazar a Taylor se había sentido tan nerviosa como ahora. Era como si Damon poseyera un poder especial sobre ella; incluso, en ese momento separados por dos paredes, era muy consciente de su presencia. Ni siquiera necesitaba mirarlo para visualizar sus expresiones cuando hablaba; podría dibujar, de memoria, cada uno de sus rasgos. Se estremeció de repente y se dijo que era la vieja casa de piedra la que la hacía sentir ese frío tan intenso.
—¿Ya está listo el café? —preguntó su padre con una sonrisa, entrando en la cocina—. Parece que los demás llegaron juntos.
—Sólo tardará un minuto; lo serviré en la biblioteca. Como ella sabía, la vicaría tenía cuatro cuartos en el piso inferior, además de la cocina. Había una sala grande, que el vicario nunca usaba; un comedor, una pequeña y cómoda sala de estar y la biblioteca. Esta había sido siempre la habitación favorita de Elena, con su olor a madera y piel. Daba a los jardines traseros de la casona y estaba repleta, del suelo al techo, de libreros de caoba.
Como llevaba la bandeja con el servicio en las manos, tuvo que abrir la puerta con un pie. Varios pares de ojos observaron su entrada, pero sólo dos de ellos atrajeron la atención de la joven. Los primeros eran los de Damon, y sintió que el rubor le encendía las mejillas al darse cuenta de la forma automática en que lo había buscado entre los demás. Encontró una expresión extraña en los ojos grises; hasta pudo jurar que la observaban con placer.
Enfadada consigo, esquivó la mirada de Damon para encontrarse con otro par que la estudiaba con hostilidad; eran unos ojos azules y fríos colocados en un rostro clásico, pero duro el cual, dedujo Elena, pertenecía a la ahijada de Lady Anthony.
—Ah, permíteme, querida —su padre se levantó para tomar la bandeja, pero Damon se adelantó, aunque estaba más lejos.
—Creo que ya conoces a todos los presentes, ¿verdad? Con excepción de Amanda y el señor Bryant.
La aludida se limito a inclinar la cabeza sin variar su expresión de fría hostilidad hacia la recién llegada. Preguntándose, con extrañeza, qué había hecho para provocar la patente agresividad de la otra mujer, Elena se volvió hacia el hombre sentado a un lado del banquero de la localidad, el señor Howard.
Era un hombre maduro, con la expresión astuta y alerta del negocian de éxito. Se levantó un instante de su asiento y alargó la mano hacia la joven. Luego de asegurarse de que todos tuvieran algo de comer y beber, Elena buscó dónde sentarse y, para su desazón, descubrió que la única silla disponible era la que estaba junto a Damon. Puesto que era la secretaria del médico, quien presidía la reunión, supuso que era lógico que se sentara junto a él, pero por la mirada que le dirigió Amanda, pudo comprobar que ésta no encontraba muy conveniente ese arreglo.
¡Conque ésa era la razón de su hostilidad!, pensó Elena mientras ocupaba su lugar. Amanda no debía conocer muy bien a Damon si pensaba que ella, Elena, podía ser su rival.
Las siguientes dos horas transcurrieron con tanta rapidez que la joven secretaria no tuvo tiempo para divagar. Sus dedos volaban sobre la libreta de notas, mientras registraba con fidelidad los detalles de la reunión. La primera tarea, informó Damon a los presentes, sería encontrar un lugar adecuado para instalar la clínica.
—Creo haber encontrado el sitio ideal; un par de edificios victorianos que están a la venta, en Setondale.
Luego siguió un acalorado debate sobre los méritos de comprar un edificio y adaptarlo, o construir algo ex profeso.
—Algo hecho a la medida sería lo ideal, por supuesto —convino Damon —, pero debido a la naturaleza histórica y arquitectónica de Setondale, temo que tendríamos problemas con los planificadores si queremos empezar desde los cimientos.
— Bien entonces me parece que deberíamos ir a echar un vistazo a esos edificios en venta —intervino Peter Bryant. Sacó su diario y lo consultó—. Podré acompañarlos mañana por la tarde. Después no estaré disponible en dos semanas
Hubo un murmullo de asentimiento entre los otros miembros del comité, el cual concluyó cuando el alcalde dijo, con tono animoso:
— Bueno está decidido será mañana por la tarde. Quienes quieran ir a ver esos sitios, podrán hacerlo en los autobuses del ayuntamiento.
Todos aceptaron, excepto el padre de Elena, quien anunció que su hija iría en su lugar, ya que debía quedarse en casa para cuidar de su esposa.
— De acuerdo. Entonces, pasaré por ti, Elena — ofreció Damon.
De inmediato, Amanda hizo un mohín de disgusto y sus duros ojos se clavaron en la aludida.
—Oh, Damon, yo iba a pedirte que nos llevaras a mi madrina y a mí. . . Temo que soy una inútil al volante.
— Pues.
—Por favor, no te preocupes por mí, Damon —intervino Elena—. Yo puedo ir en el auto de papá. En realidad, lo prefiero así —agregó con una débil y tensa sonrisa —. No me gusta estar lejos de mamá demasiado tiempo.
Ambos sabían que mentía, pero excepto por la compresión ominosa de sus labios, Damon no hizo más comentarios.
¿Qué había esperado?, se preguntó Elena con desafío. ¿Que se tendiera a sus pies, con su antigua gratitud infantil por sus atenciones?
— Bien, resuelto esto, sugiero que pasemos a discutir los medios de recaudar fondos para financiar el proyecto.
Fue el alcalde quien habló y Elena se concentró en apuntar todo lo que se decía acerca de la manera de lograr ese objetivo.
—Como incentivo, mi cliente, el señor Bryant, aquí presente, está dispuesto a donar el doble de la cantidad que se recaude entre toda la comunidad — anunció John Howard, cuando los demás terminaron de exponer sus puntos de vista.
Era una oferta muy generosa y Elena no fue la única en mirar hacia donde estaba el empresario, cuando el gerente del banco hizo su anuncio.
—Es muy generoso de su parte —dijo Damon con agradecimiento.
— Pero el alcance de mi generosidad depende de la comunidad, ¿no le parece, doctor?
Sospechando que la reunión estaba a punto de concluir, Elena Se levantó para recoger tazas y platos, cuando se asombró al oír que Lady Anthony decía:
—Tengo una sugerencia que hacer. . . en realidad, es de mi ahijada — sonrió con afecto a la joven—. Acaba de recordarme que tenemos en la mansión un gran salón, y ha sugerido que celebremos allí el baile de San Valentín.
—¡Es una idea excelente! —exclamó Howard con entusiasmo—. Conozco a varios clientes del banco a quienes les gustaría asistir; en especial, si pudiéramos organizar una cena.
—Necesitarán una orquesta, por supuesto —era Amanda la que hablaba ahora; sus ojos fríos recorrieron la habitación hasta toparse con los de Elena. Entonces agregó —. Y supongo que hay aquí suficientes mujeres que puedan organizar lo de la comida.
En vista del entusiasmo general ni siquiera el alcalde pudo oponerse al proyecto, y Elena sonrió para sí al notar el fracaso de los esfuerzos de aquél por contradecir a su contrincante perpetua, Lady Anthony.
Por fin, el señor Barnes aceptó la idea y dijo que quizá él podría conseguir a los músicos.
—Espero que sean buenos —intervino Amanda con arrogancia—. Quiero que sea una celebración grandiosa, ya que pienso invitar a algunos de mis amigos de Londres.
Elena se asombró cuando Damon se volvió hacia ella y preguntó
—¿Qué opinas de la idea? ¿Crees que será aceptada y apoyada?
La joven vaciló un momento, antes de contestar, consciente de que todos la miraban. No tenía por qué exhibir en público los sentimientos que abrigaba hacia Damon.
—Sí, creo que la apoyarán —repuso—. Hay suficientes personas de recursos en la comunidad, las cuales podrán comprar los billetes — hizo una pausa antes de agregar con voz pausada—: Se me ocurrió una cosa. . . Es sólo una idea, claro, pero ya que se trata de la noche de San Valentín, ¿qué les parece si hacemos un baile de máscaras? No de disfraces, sino de máscaras.
Por el rabillo del ojo, vio la expresión resentida de Amanda y suspiró. Hubiera sido mejor no decir eso, pero la idea se le acababa de ocurrir y le pareció buena.
Para su sorpresa, alguien más pareció considerarla así. Después de aclararse la garganta y mirar a todos los concurrentes, el alcalde Barnes dijo:
—Me parece una magnífica idea. Es muy romántica. .. ideal para la noche de San Valentín. y para asombro de todos, Lady Anthony tomó la palabra, no para contradecir al alcalde, como se hubiera esperado, sino para unirse a su entusiasmo:
—Estoy de acuerdo. En mi juventud asistí a muchos bailes de máscaras y son muy divertidos.
— Bueno, entonces será de máscaras - concluyó Damon y se volvió hacia Elena; sonreía con tanta dulzura y sinceridad que la joven perdió el aliento. Recordaba esa sonrisa de mucho tiempo atrás, así como el efecto que había tenido sobre ella, hacía años.
— Supongo que debemos seleccionar un comité organizador para el baile. Propongo a Elena como agente de relaciones públicas y coordinadora, y a Lady Anthony como presidenta del comité.
Una inclinación mayestática de cabeza confirmó que su señoría aceptaba el nombramiento aunque la joven supo gracias a la experiencia de su madre que sería ella, Elena, la que haría todo el trabajo pesado, en tanto que Lady Anthony se limitaría a emitir órdenes. No era que le molestara al contrario necesitaba algo en que ocupar esas horas durante las cuales no estaba cuidando a su madre, y era poco factible que la organización del baile la obligara a tener mucho contacto con Damon.
El alcalde fue electo para atender al aspecto financiero del evento y Elena se preguntó si sólo ella habría notado el gesto enfurruñado y petulante de Amanda cuando se hubieron hecho todas las nominaciones.
Su única objeción verbal, ante el nombramiento de Elena, había sido un refunfuñón comentario.
— Damon en realidad no habia necesidad de comprometer a la señorita Gilbert. Estoy segura de que la secretaria de mi madrina habría aceptado, gustosa, encargarse de todos los detalles.
— Es muy amable tu ofrecimiento Amanda — respondió el medico con diplomacia—. Pero sería muy injusto privar a tu madrina de su secretaria, especialmente si nosotros no podemos pagar sus servicios.
La reunión concluyó poco después de lo que Elena había supuesto. Fueron su padre y ella los últimos en marcharse, ya que tuvo que recoger platos y vasos, y quiso lavarlos antes de guardarlos.
Como había temido, oyó que el señor Gilbert invitaba a Damon a cenar. Esperó tensa la respuesta del médico y luego se puso rígida cuando lo oyó decir, con tono de disculpa:
— Lo lamento, pero esta noche no podré. Ya acepté cenar con Lady Anthony y Amanda —echó una mirada a su reloj de pulsera mientras decía esto, y la joven sintió una punzada de resentimiento ante el hecho de que hiciera tan patente su deseo de verlos marcharse. Con movimientos bruscos, recogió los platos.
—Te dejaremos entonces para que te prepares para tu cita —dijo la chica con una sonrisa glacial—. No me gustaría que hicieras esperar a Amanda.
Por supuesto, cuando el señor Gilbert y su hija regresaron a casa, Katherine quiso enterarse de todo lo ocurrido.
—Se supone que deberías estar descansando —la reprendió su hija, pero de cualquier manera, preparó tres tazas de café y las subió a la habitación de sus padres, junto con algunos de los pastelillos, que habían quedado de la reunión. Sentada en el borde de la cama dé su madre, le contó todo lo sucedido esa noche.
—La ahijada de Lady Anthony —murmuró Katherine en cierto momento—. Ah, sí, Damon mencionó que estaba viviendo en la mansión. ¿Cómo es ella? Damon dijo que acaba de divorciarse, ¿no es así?
A pesar de la hostilidad que había recibido de la mujer, Elena tuvo que responder con sinceridad:
—Es muy bonita, delicada y tiene el pelo negro. . . pero temo que no simpatiza
—Claro que no —repuso su madre—. Ella anda a la caza de Damon y ya debe haber oído sobre lo bien que se llevaban ustedes dos. Debe resentir el hecho de que hayas regresado a casa —Observó la expresión en el rostro de su hija y alzó las cejas con asombrada ironía—. Vamos, Elena, no eres tan ingenua. Tú y Damon tuvieron una amistad muy estrecha en el pasado. Vivimos en una comunidad pequeña y todo se sabe.
— ¿Quieres decir que la gente ha murmurado sobre nosotros? —preguntó la joven con rencor.
—Si quieres expresarlo así. . . pero nunca fueron chismes mal intencionados. Es natural que la gente se interese en los demás.
Damon y su familia son muy populares por aquí, y a mí siempre me pareció conmovedora la forma en que te permitía que lo siguieras por doquier. No debe haber sido fácil para él, en ocasiones, en especial cuando era un adolescente y tú una niña.
— Pues Amanda no tiene por qué estar celosa o resentida. Damon y yo ya somos adultos.
—Hm… quizás eso sea lo que le molesta —comentó la señora Gilbert de manera intrigante, pero no explicó su comentario, aunque Elena entendió muy bien lo que su madre quería darle a entender. Como adultos, Damon y ella podrían llevar a cabo el tipo de relación que no habían tenido antes. Los ocho años que los separaban no tenían importancia ahora.
Pero algo más que la edad los separaba en esa ocasión, y siempre los mantendría así. Y, a pesar de las fantasías románticas de los vecinos, ella y Damon nunca serían otra cosa que enemigos corteses y distantes.
La joven cambió el tema y habló a su madre sobre el sitio en el que proyectaban instalar la clínica, el cual irían a visitar pronto, y luego le preguntó qué opinaba de la idea del baile de máscaras.
—Me parece excelente —anunció la señora Gilbert—. Muy romántico
—Eso mismo dijo el alcalde.
— Pobre señor Barnes; nunca se casó, ¿sabes? Y sin duda es la clase de hombre que abrigaba algún imposible sueño romántico por alguna chica que jamás se enteró de su amor. Es uno de esos auténticos caballeros del siglo pasado, de los que ya no existen.
—A su manera, Lady Anthony también es un anacronismo en muchos sentidos.
—Sí, . . y son más o menos de la misma edad —la señora Gilbert bostezó y Elena, recordando que su madre estaba todavía convaleciente,, se apresuró a ponerse de pie.
—Te estoy fatigando y se supone que deberías descansar. Yo también estoy cansada, por cierto. Creo que me acostaré temprano, para variar.
Estaba agotada en efecto, pero no tanto para no preguntarse acostada ya en su cama, si Damon estaría disfrutando de la compañía de Amanda. Un extraño dolor apareció de la nada y se anidó en su corazón. Un pequeño y curioso dolor que no tenía explicación lógica y que, por ese motivo, la preocupaba aún más.

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