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BIENVENIDOS A TOD@S A ESTE BLOG, ESPERO QUE DISFRUTÉIS LEYENDO LAS ADAPTACIONES DE CRÓNICAS VAMPÍRICAS.

COMO SABÉIS LOS PERSONAJES NO ME PERTENECEN Y LAS HISTORIAS QUE ADAPTARÉ TENDRÁN EL NOMBRE DE LA AUTORA AL FINAL DE CADA HISTORIA


GRACIAS

10 febrero 2014

Al azar Capitulo 15



Elena confiaba en que Caroline la acompañase al partido de la noche siguiente. Necesitaba algo que la ayudara a no pensar demasiado, dejar de darle vueltas a lo que había pasado la noche anterior. Pero en realidad, de todos modos, lo sabía, iba a analizar todos sus actos al milímetro.

Había hecho el amor con Damon Salvatore tres veces. Tres salvajes, demoledoras y ardientes veces. Y

en cada una de ellas, con cada roce, con cada palabra que salía de su boca, se había sentido más y

más enamorada de él, hasta llegar a pensar que su corazón no lograría recuperarse.

A eso de las dos de la mañana él se durmió entre un revoltijo de sábanas bañadas por la luz de la

luna que entraba por el ventanal. Segundos antes había estado hablando de su infancia en Edmonton

y, al poco, cayó dormido como si alguien hubiese apagado un interruptor en su mente. Elena nunca

había visto dormirse tan rápido a nadie, y estuvo contemplándolo durante un rato para asegurarse de

que estaba bien. Le apartó un mechón de pelo de la frente y le acarició la mejilla y el fuerte mentón.

Después recogió su ropa y se fue sin despertarlo.

Nunca había caído rendida por un hombre con semejante rapidez ni semejante intensidad, y se

marchó sin despertarlo porque, a decir verdad, no habría sabido qué decirle. ¿«Gracias»?

¿«Volveremos a hacerlo otro día»? ¿«Nos vemos mañana en el partido»? Se fue porque era lo

establecido en los encuentros de una sola noche: irse antes del amanecer.

Se fue sin su tanga. No había sido capaz de encontrarlo en la oscuridad del dormitorio, y no

quiso despertarlo encendiendo la luz. Su mayor temor al marcharse fue que lo encontrase la mujer

de la limpieza o, lo que era peor, Bonnie. No, eso no era cierto. Su mayor temor no era que alguien

encontrase sus bragas. Era ver a Damon la noche siguiente y sentir el horrible latir desbocado de su

corazón. Había tenido novios y también había estado con hombres de una sola noche. Le habían

hecho daño, y ella también había hecho daño a otras personas. Pero nada podía compararse con el





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daño que podía hacerle Damon. Lo sabía. Sabía que se estaba aproximando, y también que no tenía

modo de evitarlo.

Todo era horrible y maravilloso, y en medio de tanta confusión estaba el sentimiento de culpa.

Él había confirmado la noche anterior lo que ella ya sabía. No podía decirse que Damon encontraría

halagadora la historia de Bomboncito de Miel. Le importaría, y mucho, y no había nada que ella

pudiese hacer al respecto. No podía hacer nada por ocultarlo, y saber que a él le resultaría muy

difícil descubrir que estaba detrás de aquella historia no evitaba que se sintiera culpable.

Le amaba, y ni siquiera se había molestado en mentirle diciéndole que no se había vestido para

él. Se había pintado los labios de rojo y se había puesto una blusa de seda roja bajo la chaqueta

negra, y los pantalones de lana. Se había sentido estúpida, saliendo a comprar aquella blusa sólo

porque él le había dicho que le gustaba cuando vestía de rojo. Como si con eso fuera a conseguir

que él la amase.

Media hora antes del partido, se encaminó a los vestuarios.

Mientras recitaba el discurso ritual de buena suerte, pudo sentir sobre sí la ardiente mirada de

Damon, y ella rehusó posar los ojos en él, sobre todo después de lo ocurrido la noche anterior, de las

cosas que hicieron juntos en su dormitorio. Cuando acabó, cerró la boca y se dirigió a la puerta.

–Olvidas algo –le dijo Damon.

No. No lo había olvidado. Mirándose las puntas de las botas, se volvió y cruzó el vestuario.

Cuando estuvo delante de él, alzó la vista de sus patines, ascendió por sus protecciones, dejó atrás el

pez dibujado en la camiseta y llegó a la boca que había besado tan apasionadamente como todo su

cuerpo.

–Creía que esta noche no ibas a jugar.

–Y no voy a jugar, pero si el portero se lesiona, deberé reemplazarlo.

–Sí, claro. –Elena suspiró. Gracias a alguna fuerza benéfica del destino, sus mejillas no se

pusieron coloradas y, finalmente, le miró a sus sorprendentes ojos azules–. Eres un pedazo de tonto.

–Gracias –dijo él con una sonrisa burlona–, pero no era eso a lo que me refería cuando he dicho

que olvidabas algo.

Había soltado su discurso sobre los calzoncillos, le había dado la mano al capitán, había llamado

pedazo de tonto a Damon. No había olvidado nada.

–¿De qué estás hablando?

Damon se inclinó hacia ella y dijo entre dientes:

–Anoche te dejaste las bragas en mi cama.

Elena sintió que se quedaba sin aliento y se le detenía el corazón. Miró alrededor para comprobar

si alguien los había oído, pero todos parecían ocupados en sus cosas.

–Esta mañana las encontré bajo mi almohada, y no sabía si las habrías dejado allí por algún

motivo concreto. Algo así como un regalo de buenos días.

Elena enrojeció, y se le cerró la garganta. Todo lo que logró balbucir fue:

–No.

–¿Por qué no me despertaste cuando te fuiste?

–Estabas dormido –repuso ella tras aclararse la garganta.

–Sólo estaba descansando un poco. Joder, anoche parecías un cohete. –La miró de cerca y





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enarcó las cejas–. ¿Te sientes incómoda? –le preguntó, perplejo.

-¡Sí!

–¿Por qué? Nadie puede oírnos.

–Oh, Dios mío –susurró ella mientras se alejaba de él echando chispas.

Cuando llegó a la cabina de prensa, Darby ya estaba allí. Y se había llevado consigo a Caroline.

–Eh, ¿qué tal estáis? –les dijo mientras se sentaba–. Si hubiese sabido que querías venir a ver

otro partido, Caroline, te habría invitado.

–Está bien. No soy una auténtica aficionada, pero Darby me llamó y no tenía otra cosa que

hacer. –Se encogió de hombros–. Te llamé anoche. ¿Dónde estabas?

–En ningún sitio. Desconecté el teléfono.

–No me gusta que hagas eso. –Caroline la estudió durante unos segundos, después se inclinó

hacia ella–. Estás mintiendo.

–No.

–Sí, estás mintiendo. Te conozco desde que eras una mocosa. Sé cuando mientes. –Entornó los

ojos–. ¿Dónde estuviste?

Elena le echó un vistazo a Darby. Estaba hablando por teléfono.

–Salí.

–¿Con un hombre? –Al ver que Elena no respondía, Caroline la cogió del brazo–. ¡Uno de los

jugadores de hockey!

–¡Chist!

–¿Quién? –preguntó Caroline con un susurro y miró alrededor para comprobar si alguien podía

oírlas.

–Después hablamos –dijo Elena, tajante.

Abrió su ordenador portátil cuando en la pista comenzó el espectáculo de luz y sonido. Durante

el partido, tomó notas e intentó mantener la vista alejada del portero que estaba sentado en el

banquillo, con los brazos cruzados, observando el desarrollo del juego. Damon se volvió varias veces

hacia las cabinas de prensa. Tres graderías más arriba, sus miradas se cruzaron y ella sintió que el

corazón se le subía hasta la garganta.

Apartó la mirada. Nunca se había sentido tan insegura. Siendo una mujer que se

responsabilizaba de las cosas y obraba en consecuencia, sufría con aquella incertidumbre. Tenía un

nudo en el estómago y le dolía la cabeza.

–¿Elena? –Caroline la cogió por el hombro y la zarandeó intentando llamar su atención.

–¿Qué pasa?

–Te he llamado tres veces.

–Lo siento, estaba pensando en mi crónica –mintió.

–Darby quiere que vayamos a tomar una copa los tres juntos después del partido.

Elena se inclinó hacia delante y miró al ayudante del director deportivo. Dudó que Darby la

quisiese de carabina.

–No puedo –respondió, lo cual era cierto, y suponía que Darby lo sabía de sobras–. Tengo que





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hablar con los jugadores y escribir la crónica antes de la hora de cierre. –También tenía que poner

en orden la entrevista que le había hecho a Damon–. Id sin mí.

Darby se esforzó por parecer decepcionado.

–¿Estás segura? –preguntó.

–Completamente. –Casi sintió lástima por Darby. Quería a Caroline, pero su amiga le iba a

romper el corazón al pobre Darby. Una vez más pensó que tal vez debería advertirle a éste, pero ya

tenía suficientes preocupaciones con su propio corazón.

Los Vampires perdieron contra los Bruins por tres a dos. Después del partido, Elena respiró

hondo y entró de nuevo en el vestuario. Las protecciones de Damon colgaban de su taquilla, pero él se

había ido. Elena resopló al sentir una extraña mezcla de alivio y rabia. El horrible tira y afloja propio

del enamoramiento. Damon sabía que ella bajaría al vestuario después del partido, y se había marchado

sin despedirse. El muy capullo.

Elena entrevistó al entrenador Nystrom y al segundo portero, que había parado veinte tiros a

puerta. Habló con Martillo y con Fish. Después de eso, con el maletín y la chaqueta colgando de un

brazo, enfiló el túnel de salida.

Damon estaba junto a la puerta, observando cómo se acercaba. Llevaba su traje Hugo Boss azul

marino con corbata granate de seda. Estaba muy guapo, y a Elena se le hizo la boca agua.

–Tengo algo para ti –dijo él apartándose de la pared.

–¿De qué se trata?

Damon miró tras ella y vio pasar a un periodista de otro periódico.

–Jim –dijo Damon asintiendo.

–Salvatore.

El reportero le guiñó un ojo a Elena cuando pasó por su lado, y ella supo lo que debía de estar

imaginando respecto a su relación con aquel portero que tenía fama de ligón.

Damon miró más allá de Elena de nuevo y a continuación sacó del bolsillo de su chaqueta las bragas

rojas.

–Esto. Aunque debería de quedármelas como amuleto de buena suerte –dijo entregándoselas

colgando de un dedo–. Tal vez debería haberles hecho un molde de bronce y colocarlo en una placa

sobre mi cama.

Elena las agarró y las metió en el maletín. Se volvió para mirar el pasillo vacío.

–No te han dado suerte. Esta noche no has jugado.

–Estaba pensando en un tipo diferente de suerte. –Damon la atrajo hacia sí y pasó los dedos por su

pelo–. Ven conmigo.

Oh, Señor. Elena permaneció perfectamente calmada a pesar de que lo que deseaba era apoyar la

cabeza contra su pecho.

–¿Adonde?

–A algún sitio.

Haciendo acopio de fuerzas, Elena se apartó de él. Sentía que se le derretía el corazón.

–Sabes que no pueden verme contigo –dijo.

–¿Por qué no?





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–Ya sabes por qué.

–Porque quieres que todos piensen que eres una profesional.

Lo había pillado

–Eso es.

–Te han visto con Darby.

–Eso es diferente.

–¿En qué sentido?

No estaba enamorada de Darby. Mirar a Darby no la hacía sentir como si tirasen de ella en

diferentes direcciones. Y, por otra parte, si negaba tener una relación con Darby Hogue, todos la

creerían, al contrario de lo que ocurriría si tuviese que negar una relación con Damon.

–No tiene la mala reputación que tienes tú.

Y una vez que apareciese el número de marzo de la revista Him, su reputación empeoraría.

Damon la miró como si no pudiese creer lo que acababa de decir.

–O sea, si fuera maricón, ¿podrían verte conmigo?

–Por Dios santo. Darby no es maricón.

–Te equivocas, cariño.

Cariño. Elena se preguntó a cuántas mujeres en diferentes estados del país habría llamado cariño.

Se preguntó cuántas de esas mujeres habrían perdido la cabeza por él pensando que eran diferentes

de las demás. Y se preguntó también cuántas habrían sido lo bastante tontas para enamorarse de

Damon.

«Déjale.» Cuando alzó la vista y la posó en el arco de sus labios y en el azul de sus ojos y sus

largas pestañas, «déjale» sonó como si ella tuviese el control. Como si tuviese opciones. Pero no las

tenía y no las había tenido, o no habría «dejado» que pasase. Con el corazón latiéndole con fuerza,

deseosa de echarle los brazos alrededor del cuello y no dejarle escapar jamás, se forzó a decir:

–Lo de anoche fue un error. No podemos permitir que vuelva a ocurrir.

–De acuerdo.

«¡De acuerdo!» A ella se le estaba rompiendo el corazón y él se limitaba a decir «de acuerdo».

No sabía si pegarle un puñetazo a la altura del tatuaje o salir corriendo antes de echarse a llorar.

Mientras se decidía, él abrió la puerta que había a su espalda, le cogió la mano y la metió en el

cuarto de la limpieza. Cerró la puerta y encendió la luz.

–¿Qué estás haciendo, Damon?

–Cumplir con esa mala reputación de la que hablabas.

Ella alzó el maletín entre los dos.

–Para.

Él sonrió, y no supo si se debía al olor de los productos de limpieza o al olor de Damon, pero sintió

que se le iba un poco la cabeza.

–De acuerdo.

Estiró la mano y echó el cerrojo de la puerta. Ella miró el pomo de la puerta y luego lo miró a él.

–¡Damon! –No podía hacer uso de ella cada vez que le viniese en gana. ¿O sí? ¡No!–. Creo que





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anoche te llevaste una impresión errónea de mí. Habitualmente yo no... Lo que quiero decir es que

nunca me he acostado con alguien a quien hubiese entrevistado.

Él colocó un dedo sobre los labios de Elena,

–Tu vida sexual no es asunto mío. No me interesa saber con quién lo has hecho ni las posturas

que has practicado.

Su desinterés le dolió más de lo deseado.

–Pero yo quiero...

–Chist –la interrumpió Damon–. Alguien podría oírte, y no quieres que te vean conmigo, ¿lo

recuerdas? –Colocó sus manos en la puerta, a ambos lados de la cabeza de Elena, y se inclinó sobre

ella, forzándola a retroceder. Su maletín era lo único que separaba sus cuerpos–. No he dejado de

pensar en ti desde que me levanté esta mañana.

Elena temía preguntarle en qué había estado pensando concretamente.

–Tengo que irme –dijo, consciente de que si se volvía y abría el cerrojo él dejaría que se fuese.

Y no podía hacerlo–. Debo escribir mi crónica.

–Unos pocos minutos no te retrasarán demasiado.

El olor de su colonia se mezclaba con el de los productos de limpieza, y no logró esgrimir una

razón por la cual no pudiese quedarse unos pocos minutos. Él le rodeó la cintura con un brazo y

acercó su cara a la suya. Su voz era áspera cuando dijo:

–Hagas lo que hagas, mantén el maletín frente a tus pechos.

Entonces la besó. Sus labios eran tibios, su boca caliente y, como todo en él, sexy y provocativo.

Su beso tuvo un matiz agresivo en un principio, pero después se dedicó a buscar su lengua con

dulzura. En un segundo, la conciencia recorrió la piel de Elena hasta instalarse en la boca del

estómago. «Sólo unos pocos minutos más.» Él le acarició la mejilla hasta llegar a la garganta.

Apartó el cuello de la blusa y, con cuidado, le lamió la piel.

–Qué suave eres –susurró mientras se dirigía hacia su oreja–. Por dentro y por fuera.

Al otro lado de la puerta se oyeron risas de hombres y el marcado acento de Stromster. Damon la

miró. Su voz y su respiración se hicieron más graves cuando dijo:

–¿Sigues apretando el maletín, cariño?

Ella asintió con la cabeza y apretó con más fuerza.

-Bien. No lo sueltes, y no me hagas caso si te digo que lo hagas –le advirtió–. Si no acabarás

tumbada en el suelo conmigo encima.

Elena sabía que podía recriminársele su comportamiento. Besar a Damon Salvatore en el cuarto de

la limpieza del Key Arena había sido una completa estupidez, pero una burbuja de felicidad había

hecho brincar su corazón y le había provocado ganas de reír. Damon la deseaba. Podía apreciarlo en el

modo en que la miraba, en el timbre de deseo que evidenciaba su voz. Tal vez no la amaba, pero

quería estar con ella.

Damon retrocedió unos pasos.

–Ésta no ha sido una de mis mejores ideas –dijo.

Llegó más ruido del túnel.

–Creo que deberíamos quedarnos aquí un rato –añadió. Cogió un cubo grande de plástico y le

dio la vuelta para que ella pudiese sentarse–. Lo siento.





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Sabía que Elena también debía excusarse. Tenía una hora para entregar la crónica. Estaba

encerrada en un cuartucho con Damon, y si los descubrían, las repercusiones serían malas para los dos.

Aunque no se sentía arrepentida.

Se sentó encima del cubo y miró a Damon. Él le devolvió la mirada con los ojos entornados. Elena

observó su corbata granate, el cinturón negro, la cremallera de sus pantalones. Tenía una enorme

erección. Recordó con toda claridad cómo era cuando estaba desnudo. Su cuerpo fuerte, su duro

pene, y su irresistible tatuaje. De repente, ya no tuvo tan claro que una repetición de lo que había

pasado la noche anterior fuera un mal plan. No en ese momento, sin embargo, decidió mientras

dejaba el maletín a un lado.

–¿Cómo está tu hermana? –preguntó Elena, cambiando de tema–. El peinado de ayer le gustaba,

pero siempre es diferente al día siguiente.

–¿Cómo? –Damon clavó su mirada en los ojos verdes de Elena; no pudo entender el abrupto cambio

de sus pensamientos. Hacía tan sólo un segundo, la había visto contemplar su erección, y de pronto

quería hablar de su hermana.

–La vi a la hora de la comida y estaba bien.

–El otro día hablamos un poco de su madre.

Damon retrocedió un par de pasos y apoyó un hombro contra la puerta.

–¿Qué te dijo?

–No demasiado, pero tampoco tenía por qué hacerlo. Sé cómo se siente. Mi madre murió cuando

yo tenía seis años.

No sabía que Elena fuese tan joven cuando había perdido a su madre, pero no le sorprendió. Todo

lo que sabía de ella era que trabajaba para el Seattle Times, que vivía en Bellevue, que tenía la

lengua muy rápida y los nervios de acero. Le gustaba su risa y también hablar con ella. Su piel era

tan suave como parecía a simple vista. Todo su cuerpo. También sabía bien. En todos los rincones.

Sabía que hacía el amor como los dioses, y todo lo que era capaz de pensar desde que se había

levantado de la cama esa misma mañana era cómo volver a meterla en ella. En realidad, sabía de

Elena más cosas de las que había sabido de muchas otras mujeres.

–Siento lo de tu madre.

–Gracias –dijo ella con una sonrisa triste.

Damon hizo resbalar su espalda por la puerta hasta sentarse en el suelo a los pies de Elena.

Sus rodillas casi se tocaban.

–Bonnie está pasando una mala época, y no sé qué hacer al respecto –dijo, centrando a propósito

sus pensamientos en su hermana y sus problemas–. No quiere acudir a terapia.

–¿Se lo has propuesto?

–Claro, pero dejó de ir tras las dos primeras sesiones. Cambia de humor con extrema facilidad.

Necesita una madre, pero, obviamente, yo no se la puedo proporcionar. Pensé que la mejor solución

sería un internado, pero creyó que quería librarme de ella.

–¿Y tenía razón?

Damon se desabrochó la chaqueta y apoyó las muñecas en las rodillas. Nunca hablaba de su vida

personal con nadie, a menos que fuese de la familia, y se preguntó qué tenía Elena que lo llevaba a

hablar con ella. Tal vez se debía, por alguna razón que no atinaba a comprender, a que confiaba en

ella.





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–No creo que haya pretendido librarme de mi hermana. Aunque tal vez sí. En cualquier caso,

soy un cabrón.

–Yo no te juzgo, Damon.

Él la miró a los ojos y la creyó.

–Quiero que sea feliz, pero no lo es.

–No, no lo es, y no lo será durante un tiempo. Estoy segura de que tiene miedo. –Elena inclinó la

cabeza y sus rizos cayeron sobre su cara–. ¿Dónde está el padre de Bonnie?

–Nuestro padre murió hará unos diez años. Por aquel entonces yo vivía en Edmonton con mi

madre. La madre de ella y mi padre vivían en Los Angeles.

–O sea que también sabes lo que es perder a uno de tus padres.

–En realidad, no. –Su mano resbaló de la rodilla y, con la punta de los dedos, recorrió sus

pantalones–. Veía a mi padre una vez al año.

–Sí, pero debes de seguir preguntándote cómo sería tu vida si él aún viviese.

–No. Mis entrenadores de hockey hicieron más de padres para mí que mi propio padre. La

madre de Bonnie era su cuarta esposa.

–¿Tiene hermanos?

–Yo. –Damon alzó la vista–. Soy todo lo que tiene, y me temo que no es suficiente.

La luz del techo caía sobre los rizos de Elena, en cuyos labios se instaló de nuevo una sonrisa

triste. Damon odiaba verse de ese modo, por lo que barajó la posibilidad de agarrar a Elena por las

solapas y besarla. Pero besarla habría llevado a otras cosas, y esas otras cosas no iban a tener lugar

en el cuarto de la limpieza, con sus compañeros de equipo al otro lado de la puerta.

–Yo, al menos, sigo teniendo a mi padre –dijo Elena–. Me vistió como a un chico hasta que

cumplí trece años, y no tenía sentido del humor. Pero me quiere y siempre estuvo a mi lado.

¿La vestía como a un chico? Eso explicaba la ropa y el calzado que usaba.

Elena se humedeció los labios con la lengua.

–Bueno, nada podrá reemplazar nunca a su madre. Eso te lo aseguro. Sigo echando de menos a

la mía, y me pregunto cómo habría sido mi vida si ella no hubiese muerto. Pero con el tiempo dejas

de pensar en ello cada minuto del día. Y te equivocas al creer que no eres suficiente para ella. Si

quieres serlo, lo serás.

Lo miró fijamente. Como si fuese tan sencillo. Como si ella tuviese más fe en él que él mismo.

Como si no fuese el cabrón egoísta que sabía que era. Deslizó la mano por debajo del pantalón y

tocó el calcetín. Después la alargó para tocarle a Elena la pantorrilla y palpar su suave piel. La noche

anterior, le había besado detrás de las rodillas mientras ascendía hacia sus muslos. Sus piernas

estaban húmedas tras haber pasado por el jacuzzi, y el mero recuerdo hizo que se excitase.

–Paso mucho tiempo fuera de casa –dijo acariciándole la piel con el pulgar–. Si le preguntas a

Bonnie, probablemente te dirá que no soy muy buen hermano.

Elena se colocó el pelo tras la oreja y le observó durante unos segundos antes de decir:

–Cuando os vi juntos, me hiciste añorar el tener un hermano.

Damon la miró a los ojos y sintió de nuevo deseos de besarla. Fue como un duro golpe contra el

esternón que lo dejó aturdido. Del túnel llegaron voces, pero dentro del cuarto de la limpieza el

silencio se impuso entre los dos. Finalmente él esbozó una risa forzada para que desapareciese el





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nudo que se había formado en su pecho.

–No me digas que te gustaría tener un hermano como yo...

–No, como tú no. –En los labios de Elena brilló una sonrisa, y su mundo al completo brilló–. Si

tuviese un hermano como tú, me arrestarían por pensamientos indecentes.

Damon se sintió atraído por su sonrisa, y apretó la pierna de Elena como si se tratase de un ancla en

medio de una tormenta. Ella no pareció notarlo y él se obligó a soltarla. Se apoyó de nuevo contra la

puerta.

–Será mejor que te vayas. Tienes que escribir la crónica.

Elena frunció el entrecejo y parpadeó.

–¿Te encuentras bien?

–Sí. Lo que sucede es que he recordado que tengo que hablar con Bonnie antes de que se vaya a

dormir.

–¿Crees que el túnel estará despejado? –preguntó agarrando el maletín y la chaqueta y

poniéndose en pie.

–No lo sé. –Quitó el cerrojo y abrió la puerta un poco. Pasó Martillo hablando con el encargado

de mantenimiento del equipo. Damon asomó la cabeza y comprobó que los dos hombres se hubieran

marchado y el túnel estaba adecuadamente desierto. Elena y él salieron del cuarto, y ella se puso la

chaqueta. Por lo general, él la habría ayudado a hacerlo.

–Tengo que hablar con Nystrom –mintió, y empezó a caminar de vuelta hacia los vestuarios.

Con cada paso respiraba mejor.

–Creía que tenías que hablar con Bonnie.

¿Era eso lo que había dicho?

–Más tarde. Primero tengo que hablar con el entrenador.

–Oh. –Ella alzó la mano y se volvió para marcharse. Damon observó su nuca, se metió las manos

en los bolsillos de los pantalones y permaneció quieto viéndola alejarse.

«¿Qué demonios ha sucedido?», se preguntó en cuanto ella desapareció tras la puerta. Se

preguntó si se le había metido algo en la cabeza o había inhalado demasiado amoníaco en el cuarto

de la limpieza. Estaba pensando en besarle la parte de atrás de las rodillas y, al segundo siguiente,

no podía respirar. Elena creía que era un buen hermano. ¿Y qué? Él no lo creía, pero incluso aunque

fuese el mejor hermano del mundo, ¿por qué tendría que importarle tanto la opinión de Elena? Por

alguna inexplicable razón, sin embargo, le importaba, pero no quería pensar en el significado de

algo así. Tenía muchas otras cosas que hacer en su vida antes que perder la cabeza por una

periodista bajita con un culo respingón y unos duros y rosados pezones.

La noche anterior, Elena había hecho saltar por los aires todas las suposiciones que había hecho

sobre ella. Estaba claro que no era una mojigata, y cuanto más tiempo pasaba con ella, más tiempo

deseaba pasar a su lado. Incluso al penetrarla y sentir cada brizna de placer, la deseaba ya para una

próxima vez. Al despertar esa misma mañana se había sentido seriamente contrariado por no

encontrarla a su lado.

Pero Elena era una complicación que no necesitaba. Cuando ella le había dicho que hacer el amor

había sido una equivocación y que no podía volver a suceder, debería haberla escuchado en lugar de

arrastrarla al cuarto de la limpieza para demostrarle que no estaba en lo cierto.

–Damon. –Jack Lynch le dio una palmada en la espalda–. Unos cuantos vamos a ir a comer algo





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y a tomar unas cervezas. Ven con nosotros.

Damon miró al defensa por encima del hombro.

–¿Adonde vais?

–A Hooters.

Tal vez fuese lo que necesitaba. Ir a un lugar donde las mujeres llevaban pantaloncitos cortos y

ceñidos tops. Mujeres de pecho abundante que se inclinaban cuando servían la comida. Mujeres que

flirteaban con los hombres y que les deslizaban sus números de teléfono. Mujeres que no esperaban

nada de él. Y cuando se acabase, él no lo lamentaría ni lo recordaría una y otra vez, como le sucedía

con Elena.

Le echó un vistazo a su reloj. Apenas disponía de tiempo.

–Resérvame una silla.

–Lo haré –dijo Jack, y siguió su camino.

Sí, iría a Hooters. Se comportaría como un hombre. Haría cosas de hombres. No quería una

novia que le mirase mal si iba a un local de ese tipo.

«Cuando os vi juntos, me hiciste añorar el tener un hermano.»

Decididamente, Elena era una mujer peligrosa. Damon no sólo pensaba demasiado en ella, sino que,

si no iba con cuidado, acabaría convirtiéndose en su Pepito Grillo particular. No quería algo así, y

no le importaba lo que dijese de él. Estaba bien como estaba.

Damon sacó las manos de los bolsillos y con ellas las llaves del coche. Tenía que dar marcha atrás a

su plan original y no prestar atención a Elena. Aunque, hasta entonces, esa táctica no había

funcionado.



En esta ocasión, lo intentaría con más fuerza.

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