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BIENVENIDOS A TOD@S A ESTE BLOG, ESPERO QUE DISFRUTÉIS LEYENDO LAS ADAPTACIONES DE CRÓNICAS VAMPÍRICAS.

COMO SABÉIS LOS PERSONAJES NO ME PERTENECEN Y LAS HISTORIAS QUE ADAPTARÉ TENDRÁN EL NOMBRE DE LA AUTORA AL FINAL DE CADA HISTORIA


GRACIAS

01 enero 2013

La Magia Existe Capitulo 12


CAPÍTULO 12

 La puerta trasera se abrió de golpe y por ella entró una enorme figura envuelta en una nube de humo. Era Damon, que llevaba gafas de seguridad y unos largos guantes acolchados que le llegaban hasta los codos. Se acercó al fregadero, rebuscó en el armario y sacó un extintor.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Klaus.


—El pavo ha explotado en cuanto lo hemos metido en la freidora.

—¿Lo habéis descongelado antes?

—Ha estado dos días descongelándose en el frigorífico —contestó Damon, recalcando la parte del tiempo. Al ver a Elena, se quedó de piedra—. ¿Qué haces aquí?

—Eso no importa. ¿Stefan está bien?

—De momento. Pero no lo estará en cuanto le ponga las manos encima.

Se produjo otro nuevo fogonazo en el exterior, acompañado por unos cuantos improperios.

—Será mucho mejor que apagues el pavo —sugirió Klaus. Damon lo fulminó con la mirada.

—¿Te refieres al pajarraco o a Stefan? —Y desapareció rápidamente mientras cerraba la puerta al salir.

Elena fue la primera en hablar.

—Cualquier método culinario que implique vestirse con protección de los pies a la cabeza...

—Lo sé.

Klaus se frotó los ojos. Parecía llevar bastante tiempo sin dormir bien.
Cuando dirigió la mirada al reloj que había en la pared, Elena se dio cuenta de que si se marchaba en ese preciso momento, tendría el tiempo justo para llegar al ferry.

Pensó en el Día de Acción de Gracias en casa de sus padres, en las hordas de niños, en la cocina abarrotada, en sus hermanos y sus respectivos cónyuges pelando, cortando y mezclando ingredientes.  Y  después  pensó  en  la  larga  y  amena  cena...  y  en  la  conocida  sensación  de encontrarse sola rodeada por una multitud. Nadie la necesitaba en casa de sus padres. En Viñedos Sotavento, en cambio, saltaba a la vista que podría ser de cierta utilidad. Miró a Emma, que estaba apoyada en ella, y le dio unas palmaditas en la espalda para tranquilizarla.

—Klaus —preguntó—, ¿podrá funcionar el horno hoy?

—Dame media hora —respondió él.

Elena se acercó al frigorífico, lo abrió y vio que había leche, huevos, mantequilla y verduras frescas. La alacena también estaba muy bien provista. Salvo por el pavo, parecían tener todo lo necesario para preparar una cena de Acción de Gracias. El problema era que no sabían qué hacer con todo eso.

—Emma, cariño, ve a por tu chaqueta —le dijo a la niña—. Te vienes conmigo.

—¿Adónde vamos?

—A hacer un par de recados.

Cuando la niña se fue en busca de su chaqueta, Elena le dijo a Klaus:

—La traeré enseguida.


—A lo mejor ya no estoy aquí —replicó él—. En cuanto arregle esto, me vuelvo a mi casa.

—¿Vas a pasar el Día de Acción de Gracias con tu mujer?

—No, mi mujer está en San Diego con su familia. Nos estamos divorciando. Tengo planeado pasar el día bebiendo hasta que me sienta tan feliz como cuando era soltero.

—Lo siento —dijo Elena, y lo decía de corazón. Klaus se encogió de hombros.

—El matrimonio es una mierda —dijo con voz fría—. Cuando nos casamos, sabía que teníamos un cincuenta por ciento de probabilidades de que funcionara.

Elena lo miró con expresión pensativa.

—No creo que uno deba casarse a menos que esté seguro al cien por cien.

—Eso no es realista.

—No —admitió ella con una media sonrisa—. Pero es un buen comienzo. —Se volvió hacia Emma, que había regresado con su chaqueta.

—Antes de irte, ¿podrías hacer algo con ese perro? —le preguntó Klaus antes de lanzarle una mirada asesina a Renfield, que estaba sentado tan tranquilo.

—¿Te molesta?

—Cuando me mira con esos ojos de desquiciado, me entran ganas de vacunarme o algo.

—Así es como Renfield mira a la gente, tío Klaus —le explicó Emma—. Eso quiere decir que le gustas.

Elena cogió a Emma de la mano, salió de la casa y pulsó una tecla de marcación rápida en su móvil de camino al coche. Contestaron de inmediato.

—Feliz Día de Acción de Gracias —escuchó que decía su padre.

Elena sonrió al oír los ruidos tan conocidos de fondo, una mezcla de ladridos, llantos de bebé, golpes de platos y cazuelas, y la melodía de Perry Como y su «En casa de vacaciones».

—Hola, papá. Feliz Acción de Gracias a ti también.

—¿Vienes de camino?

—Pues no. Y me estaba preguntando... ¿crees que este año podríais pasar sin mi timbal de macarrones con queso?

—Depende. ¿Por qué tendría que conformarme y pasar sin él?

—Estaba pensando en pasar Acción de Gracias con unos amigos, aquí en la isla.

—¿Uno de esos amigos es quizá don Trayecto en Ferry? Elena sonrió a su pesar.

—¿Por qué siempre me voy de la lengua contigo?

Su padre se echó a reír.

—Que te lo  pases bien  y llámame después para contármelo.  Y en  cuanto a mi timbal de macarrones con queso, mételo en el congelador y tráemelo la próxima vez que vengas.

—No  puedo,  tengo  que  servirlo  hoy.  Mi  amigo,  que  se  llama  Damon,  ha  incinerado  las guarniciones y ha volado el pavo.

—¿Así ha conseguido que te quedes? Qué listo.


—No creo que lo hiciera a propósito —replicó con una carcajada—. Te quiero, papá. Dale a mamá un beso de mi parte. Y gracias por ser tan comprensivo.

—Pareces feliz, cariño... —dijo su padre—. Eso hace que me sienta más agradecido que nada de este mundo.

«Soy feliz», se dio cuenta Elena cuando cortó la llamada. Se sentía... eufórica. Sentó a Emma al asiento trasero del coche y se inclinó para abrocharle el cinturón de seguridad. 

Mientras ajustaba bien las cintas, recordó el fuego y el humo que había visto a través de la ventana de la cocina y fue incapaz de contener una carcajada.

—¿Te estás riendo porque mis tíos han volado el pavo? —preguntó Emma.

Elena asintió con la cabeza mientras intentaba, sin éxito, contener otra carcajada. Emma comenzó a reírse. Sus ojos se encontraron y la niña dijo con inocencia:

—No sabía que los pavos volaban.

El comentario hizo que ambas se echaran a reír, y se abrazaron, entre carcajadas, hasta que Elena tuvo que secarse las lágrimas.


Cuando Elena y Emma volvieron a la casa, Damon y Stefan ya habían limpiado el desastre del patio trasero  y  estaban  en  la  cocina, pelando  patatas.  Al ver a  Elena, Damon  se  acercó a  ella  de inmediato para quitarle el pesado paquete que llevaba en las manos: un enorme recipiente de aluminio con pavo suficiente como para darle de comer a una familia de doce personas. Emma la seguía con un enorme tarro de salsa. El olor del pavo asado con salvia, ajo y albahaca se filtraba a través de la tapa.

—¿De dónde ha salido todo esto? —preguntó Damon, que dejó el recipiente en la encimera. Elena lo miró con una sonrisa.

—Viene bien tener contactos. El yerno de Elizabeth tiene un restaurante en Roche Harbor Road y sirven menú de Acción de Gracias todo el día. Así que llamé y pedí pavo para llevar.

Damon  apoyó  una  mano en  la  encimera  y  la  observó con  detenimiento.  Recién  duchado  y afeitado, tenía un atractivo muy viril que provocó el despertar de sus sentidos.

Escuchar esa voz ronca le provocó un hormigueo en el estómago.

—¿Por qué no has cogido el ferry?

—He cambiado de opinión.

Damon inclinó la cabeza y la besó con ternura, pero de forma tan arrolladora que se ruborizó y se le aflojaron las rodillas. Mientras parpadeaba, Elena se dio cuenta de que Damon la había besado delante de su familia. Lo miró con el ceño fruncido y después clavó la vista más allá de su hombro para ver si los estaban mirando, pero Stefan estaba absorto pelando patatas y Klaus se había puesto a preparar una ensalada en un enorme cuenco de madera. Emma estaba en el suelo con Renfield, dejando que el perro lamiera la tapa del tarro de salsa.

—Emma, asegúrate de tirar esa tapa cuando Renfield termine con ella —le dijo—. No vuelvas a ponérsela al tarro.

—Vale. Pero mi amigo Christian dice que la boca de un perro está mucho más limpia que la de un humano.


—Pregúntale a tu tío Damon —dijo Stefan— si prefiere besar a Elena o a Renfield.

—Stefan —lo reprendió el aludido, pero su hermano se limitó a mirarlo con una sonrisa.

Con una risilla, Emma apartó la tapa de Renfield y la tiró con mucha ceremonia al cubo de la basura.

Bajo la batuta de Elena, el grupo consiguió preparar una cena de Acción de Gracias bastante aceptable, incluido el timbal de macarrones con queso, un gratinado de patatas, guisantes salteados, ensalada, pavo y una salsa sencilla a base de picatostes, nueces y salvia.

Stefan abrió una botella de vino tinto y llenó copas para los adultos. Y con mucha pompa llenó una copa con zumo de mosto para Emma.

—Yo haré el primer brindis —dijo—. Por Elena, gracias por haber salvado el Día de Acción devGracias. —Todos se sumaron al brindis.

Elena miró de reojo a Emma. La niña imitaba a su tío agitando el mosto en su copa y oliéndolo antes de catarlo. Vio que Damon también se había percatado del gesto y que estaba conteniendo una sonrisa. La escena incluso había logrado que el taciturno Klaus sonriera.

—No podemos brindar sólo por mí —protestó Elena—. Tenemos que brindar por todos. Damon alzó su copa.

—Por el triunfo de la esperanza sobre la experiencia —dijo, y todos volvieron a brindar.

Elena lo miró con una sonrisa. Un brindis perfecto, pensó, para lo que se había convertido en un día perfecto.

Después de la cena y de un postre que consistió en tarta y café para los adultos, y tarta y leche para Emma, recogieron los platos y la cocina, y guardaron las sobras en el frigorífico. Stefan encendió el televisor, encontró un partido de fútbol y se tumbó en una hamaca. Hasta arriba de comida, Emma se acurrucó en una esquina del sofá y se quedó dormida enseguida. Elena la arropó con una manta y se sentó junto a Damon en el otro extremo del sofá. Renfield se fue a su cama, que estaba en un rincón, y se dejó caer con un gruñido encantado.

Aunque no le gustaba demasiado el fútbol, sí le gustaba el ritual de ver un partido el Día de Acción  de Gracias. Le recordaba todas las festividades que había pasado con su padre  y sus hermanos, mientras todos vociferaban, chillaban, gemían y protestaban las decisiones arbitrales.
Klaus apareció en la puerta.

—Me voy ya —dijo.

—Quédate a ver el partido —replicó Stefan. —Nos hará falta ayuda para acabar con las sobras —añadió Damon.

Klaus meneó la cabeza.

—Gracias, pero ya he cumplido con mi cuota familiar. Encantado de conocerte, Elena.

—Lo mismo digo.

Stefan puso los ojos en blanco después de que Klaus se fuera.

—Va repartiendo alegría y felicidad por donde pasa.

—Dado que su matrimonio está haciendo aguas —comentó ella—, es normal que esté pasando por una etapa sombría.

El comentario pareció hacerles mucha gracia.

—Cariño, Klaus está pasando una etapa sombría desde que tenía dos años —le aseguró Damon.


Al final, se descubrió acurrucada contra Damon. Su cuerpo era duro y cálido, y su hombro era el apoyo perfecto para descansar la cabeza. Vio el partido sin prestarle demasiada atención, ya que la pantalla se convirtió en una amalgama de colores borrosos mientras disfrutaba de la sensación de estar tan cerca de Damon.

—El timbal estaba incluso mejor de lo que había imaginado —le oyó decir.

—Lleva un ingrediente secreto.

—¿Cuál?

—No te lo diré a menos que tú me digas el tuyo.

—Tú primero —insistió él con voz risueña.

—Le añado un poquito de aceite de trufa a la salsa. Ahora dime qué le echas al café.

—Una pizca de azúcar de arce.

Damon  le  había  cogido  una  mano  y  le  acariciaba  los  nudillos  con  el  pulgar.  La  inocente sensualidad de sus caricias le provocó un escalofrío, aunque logró disimularlo. Sentía una mezcla de placer y desesperación, ya que en su fuero interno reconocía que para ser una mujer que había decidido no involucrarse, había tomado un montón de decisiones bastante cuestionables de un tiempo a esa parte.
¿Qué  fue  lo  que  dijo  Elizabeth?  Que  el  problema  llegaba  cuando  la  sensación  de  estar tonteando desaparecía. Era imposible negar que había traspasado las barreras del tonteo, que lo suyo con Damon trascendía lo superficial. Podría enamorarse de él si se lo permitía. Podría quererlo loca, apasionada y destructivamente.

Damon era la trampa que se prometió evitar a toda costa.

—Tengo que irme —susurró.

—No, quédate. —Damon la miró a la cara y lo que vio en sus ojos hizo que le acariciara la mejilla con el gesto más dulce que podía imaginar—. ¿Qué pasa? —murmuró.

Elena meneó la cabeza e intento sonreír mientras se apartaba de él. Todos sus músculos se tensaron en protesta al abandonar el consuelo de su cercanía. Se acercó a Emma, que seguía durmiendo plácidamente, y se inclinó para darle un beso.

—¿Te vas? —preguntó Stefan, que se levantó de la hamaca.

—No hace falta que te levantes —le dijo, pero Stefan se le acercó y le dio un abrazo fraternal.

—Que sepas que si pierdes interés por mi hermano —le dijo Stefan con jovialidad—, soy una alternativa interesante.

Elena soltó una carcajada y meneó la cabeza.


Damon acompañó a Elena al exterior, embargado por el deseo, el compañerismo y la comprensión, todo  ello teñido de cierta frustración.  Entendía  el conflicto interior de Elena, seguramente mejor de lo que ella creía. Y era consciente de que debía obligarla, con mucha delicadeza,  a  hacer  algo  para  lo que  ella  no se  consideraba  preparada.  Si se  tratase de  una cuestión de paciencia, le habría concedido todo el tiempo del mundo. Pero la paciencia no bastaría para lograr que Elena superara sus miedos.


La detuvo en el porche delantero, ya que quería hablar con ella unos minutos antes de quedar expuestos a la fría brisa nocturna.

—¿Mañana vas a estar en la juguetería? —le preguntó. 

Elena asintió con la cabeza sin mirarlo a los ojos.

—Hasta después de Navidad hay mucho ajetreo.

—¿Qué te parece si cenamos una noche esta semana?

La pregunta la instó a mirarlo. Elena tenía una expresión tierna en los ojos y en los labios, un rictus triste.

—Damon, yo... —Se detuvo y tragó saliva.

Parecía tan desolada que la abrazó de forma instintiva, pero ella se tensó y colocó sus brazos entre ellos. Damon siguió abrazándola de todas formas. Las volutas de vaho de sus alientos se mezclaban en el aire.

—¿Cómo es que Stefan puede abrazarte y yo no? —susurró.

—Es un abrazo diferente —consiguió decir Elena. Damon inclinó la cabeza hasta que sus frentes se tocaron.

—Porque me deseas —murmuró. Elena no lo negó.

Pasó un buen rato antes de que Elena moviera los brazos y le rodeara la cintura.

—No  soy  lo  que  necesitas  —dijo,  aunque  su  voz  quedaba  amortiguada  por  el  jersey—. Necesitas a alguien que pueda comprometerse contigo y con Emma. Alguien que pueda formar parte de vuestra familia.

—Pues hoy lo has hecho muy bien.

—Te he estado dando señales contradictorias. Lo sé. Y lo siento. —Suspiró antes de continuar con un deje burlón—: Al parecer eres demasiado tentador para mí.

—Pues cede a la tentación —le dijo en voz baja.

Damon  la  sintió  estremecerse  por  la  risa.  Pero  cuando  Elena  lo  miró,  conteniendo  otra carcajada, se percató de que tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Por Dios, ni se te ocurra —susurró. Una solitaria lágrima resbaló por su mejilla y él la atrapó con el pulgar—. Si no paras ahora mismo, tendré que hacerte el amor en este porche helado lleno de astillas.

Elena le enterró la cara en el pecho, inspiró hondo un par de veces y volvió a mirarlo a la cara.

—Seguramente te parezca cobarde —dijo—, pero sé cuáles son mis limitaciones. No sabes lo que pasé mientras veía a mi marido consumirse lentamente durante más de un año. Estuvo a punto de destruirme. No puedo volver a hacerlo. Nunca más. Ésa fue mi única oportunidad.

—Tuviste una oportunidad que  se acabó poco  después de que comenzara  —señaló Damon, invadido por un anhelo impaciente y acicateado por el placer de tenerla entre sus brazos—. Tu matrimonio no tuvo ocasión de despegar. No tuvisteis una hipoteca, un perro, unos niños ni discusiones sobre quién tenía que encargarse de la colada. —Al ver la trémula curva de su labio inferior, fue incapaz de reprimir el impulso de besarla, aunque lo hizo con demasiada impulsividad y rapidez  como  para  disfrutarlo—. Pero es mejor no hablar de  eso ahora mismo. Vamos, te acompaño hasta el coche.


Los dos guardaron silencio de camino al coche. Elena se volvió para mirarlo a la cara y Damon se la tomó entre las manos y la besó de nuevo, aunque en esa ocasión dejó que el beso se alargara hasta que Elena gimió y empezó a devolvérselo.
Damon levantó la cabeza, le acarició esos rizos rebeldes y le dijo con voz ronca por la emoción:

—Estar sola no te garantiza la seguridad, Elena. Sólo te garantiza soledad.

Tras ese comentario, Elena se subió al coche y él le cerró la puerta despacio. Y poco después la vio alejarse por el camino.

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