CAPÍTULO 12
La puerta trasera se abrió
de golpe y por ella entró una enorme figura envuelta en una nube de humo. Era Damon,
que llevaba gafas de seguridad y unos largos guantes acolchados que le llegaban
hasta los codos. Se acercó al fregadero, rebuscó en el armario y sacó un
extintor.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Klaus.
—El pavo ha explotado en
cuanto lo hemos metido en la freidora.
—¿Lo habéis descongelado
antes?
—Ha estado dos días
descongelándose en el frigorífico —contestó Damon, recalcando la parte del
tiempo. Al ver a Elena, se quedó de piedra—. ¿Qué haces aquí?
—Eso no importa. ¿Stefan
está bien?
—De momento. Pero no lo
estará en cuanto le ponga las manos encima.
Se produjo otro nuevo
fogonazo en el exterior, acompañado por unos cuantos improperios.
—Será mucho mejor que
apagues el pavo —sugirió Klaus. Damon lo fulminó con la mirada.
—¿Te refieres al pajarraco o
a Stefan? —Y desapareció rápidamente mientras cerraba la puerta al salir.
Elena fue la primera en
hablar.
—Cualquier método culinario
que implique vestirse con protección de los pies a la cabeza...
—Lo sé.
Klaus se frotó los ojos.
Parecía llevar bastante tiempo sin dormir bien.
Cuando dirigió la mirada al
reloj que había en la pared, Elena se dio cuenta de que si se marchaba en ese
preciso momento, tendría el tiempo justo para llegar al ferry.
Pensó en el Día de Acción de
Gracias en casa de sus padres, en las hordas de niños, en la cocina abarrotada,
en sus hermanos y sus respectivos cónyuges pelando, cortando y mezclando
ingredientes. Y después
pensó en la
larga y amena
cena... y en
la conocida sensación
de encontrarse sola rodeada por una multitud. Nadie la necesitaba en
casa de sus padres. En Viñedos Sotavento, en cambio, saltaba a la vista que
podría ser de cierta utilidad. Miró a Emma, que estaba apoyada en ella, y le
dio unas palmaditas en la espalda para tranquilizarla.
—Klaus —preguntó—, ¿podrá
funcionar el horno hoy?
—Dame media hora —respondió
él.
Elena se acercó al
frigorífico, lo abrió y vio que había leche, huevos, mantequilla y verduras
frescas. La alacena también estaba muy bien provista. Salvo por el pavo,
parecían tener todo lo necesario para preparar una cena de Acción de Gracias.
El problema era que no sabían qué hacer con todo eso.
—Emma, cariño, ve a por tu
chaqueta —le dijo a la niña—. Te vienes conmigo.
—¿Adónde vamos?
—A hacer un par de recados.
Cuando la niña se fue en
busca de su chaqueta, Elena le dijo a Klaus:
—La traeré enseguida.
—A lo mejor ya no estoy aquí
—replicó él—. En cuanto arregle esto, me vuelvo a mi casa.
—¿Vas a pasar el Día de
Acción de Gracias con tu mujer?
—No, mi mujer está en San
Diego con su familia. Nos estamos divorciando. Tengo planeado pasar el día
bebiendo hasta que me sienta tan feliz como cuando era soltero.
—Lo siento —dijo Elena, y lo
decía de corazón. Klaus se encogió de hombros.
—El matrimonio es una mierda
—dijo con voz fría—. Cuando nos casamos, sabía que teníamos un cincuenta por
ciento de probabilidades de que funcionara.
Elena lo miró con expresión
pensativa.
—No creo que uno deba
casarse a menos que esté seguro al cien por cien.
—Eso no es realista.
—No —admitió ella con una
media sonrisa—. Pero es un buen comienzo. —Se volvió hacia Emma, que había regresado
con su chaqueta.
—Antes de irte, ¿podrías
hacer algo con ese perro? —le preguntó Klaus antes de lanzarle una mirada
asesina a Renfield, que estaba sentado tan tranquilo.
—¿Te molesta?
—Cuando me mira con esos
ojos de desquiciado, me entran ganas de vacunarme o algo.
—Así es como Renfield mira a
la gente, tío Klaus —le explicó Emma—. Eso quiere decir que le gustas.
Elena cogió a Emma de la
mano, salió de la casa y pulsó una tecla de marcación rápida en su móvil de
camino al coche. Contestaron de inmediato.
—Feliz Día de Acción de
Gracias —escuchó que decía su padre.
Elena sonrió al oír los
ruidos tan conocidos de fondo, una mezcla de ladridos, llantos de bebé, golpes
de platos y cazuelas, y la melodía de Perry Como y su «En casa de vacaciones».
—Hola, papá. Feliz Acción de
Gracias a ti también.
—¿Vienes de camino?
—Pues no. Y me estaba
preguntando... ¿crees que este año podríais pasar sin mi timbal de macarrones
con queso?
—Depende. ¿Por qué tendría
que conformarme y pasar sin él?
—Estaba pensando en pasar
Acción de Gracias con unos amigos, aquí en la isla.
—¿Uno de esos amigos es
quizá don Trayecto en Ferry? Elena sonrió a su pesar.
—¿Por qué siempre me voy de
la lengua contigo?
Su padre se echó a reír.
—Que te lo pases bien
y llámame después para contármelo.
Y en cuanto a mi timbal de
macarrones con queso, mételo en el congelador y tráemelo la próxima vez que
vengas.
—No puedo,
tengo que servirlo
hoy. Mi amigo,
que se llama Damon, ha
incinerado las guarniciones y ha
volado el pavo.
—¿Así ha conseguido que te
quedes? Qué listo.
—No creo que lo hiciera a propósito
—replicó con una carcajada—. Te quiero, papá. Dale a mamá un beso de mi parte.
Y gracias por ser tan comprensivo.
—Pareces feliz, cariño...
—dijo su padre—. Eso hace que me sienta más agradecido que nada de este mundo.
«Soy feliz», se dio cuenta Elena
cuando cortó la llamada. Se sentía... eufórica. Sentó a Emma al asiento trasero
del coche y se inclinó para abrocharle el cinturón de seguridad.
Mientras
ajustaba bien las cintas, recordó el fuego y el humo que había visto a través
de la ventana de la cocina y fue incapaz de contener una carcajada.
—¿Te estás riendo porque mis
tíos han volado el pavo? —preguntó Emma.
Elena asintió con la cabeza
mientras intentaba, sin éxito, contener otra carcajada. Emma comenzó a reírse.
Sus ojos se encontraron y la niña dijo con inocencia:
—No sabía que los pavos
volaban.
El comentario hizo que ambas
se echaran a reír, y se abrazaron, entre carcajadas, hasta que Elena tuvo que secarse las
lágrimas.
Cuando Elena y Emma volvieron
a la casa, Damon y Stefan ya habían limpiado el desastre del patio trasero y
estaban en la
cocina, pelando patatas. Al ver a
Elena, Damon se acercó a
ella de inmediato para quitarle
el pesado paquete que llevaba en las manos: un enorme recipiente de aluminio
con pavo suficiente como para darle de comer a una familia de doce personas. Emma
la seguía con un enorme tarro de salsa. El olor del pavo asado con salvia, ajo
y albahaca se filtraba a través de la tapa.
—¿De dónde ha salido todo
esto? —preguntó Damon, que dejó el recipiente en la encimera. Elena lo miró con
una sonrisa.
—Viene bien tener contactos.
El yerno de Elizabeth tiene un restaurante en Roche Harbor Road y sirven menú
de Acción de Gracias todo el día. Así que llamé y pedí pavo para llevar.
Damon apoyó
una mano en la
encimera y la
observó con detenimiento. Recién
duchado y afeitado, tenía un
atractivo muy viril que provocó el despertar de sus sentidos.
Escuchar esa voz ronca le
provocó un hormigueo en el estómago.
—¿Por qué no has cogido el
ferry?
—He cambiado de opinión.
Damon inclinó la cabeza y la
besó con ternura, pero de forma tan arrolladora que se ruborizó y se le
aflojaron las rodillas. Mientras parpadeaba, Elena se dio cuenta de que Damon
la había besado delante de su familia. Lo miró con el ceño fruncido y después
clavó la vista más allá de su hombro para ver si los estaban mirando, pero Stefan
estaba absorto pelando patatas y Klaus se había puesto a preparar una ensalada
en un enorme cuenco de madera. Emma estaba en el suelo con Renfield, dejando
que el perro lamiera la tapa del tarro de salsa.
—Emma, asegúrate de tirar
esa tapa cuando Renfield termine con ella —le dijo—. No vuelvas a ponérsela al
tarro.
—Vale. Pero mi amigo
Christian dice que la boca de un perro está mucho más limpia que la de un
humano.
—Pregúntale a tu tío Damon
—dijo Stefan— si prefiere besar a Elena o a Renfield.
—Stefan —lo reprendió el
aludido, pero su hermano se limitó a mirarlo con una sonrisa.
Con una risilla, Emma apartó
la tapa de Renfield y la tiró con mucha ceremonia al cubo de la basura.
Bajo la batuta de Elena, el
grupo consiguió preparar una cena de Acción de Gracias bastante aceptable,
incluido el timbal de macarrones con queso, un gratinado de patatas, guisantes
salteados, ensalada, pavo y una salsa sencilla a base de picatostes, nueces y
salvia.
Stefan abrió una botella de
vino tinto y llenó copas para los adultos. Y con mucha pompa llenó una copa con
zumo de mosto para Emma.
—Yo haré el primer brindis
—dijo—. Por Elena, gracias por haber salvado el Día de Acción devGracias. —Todos se sumaron
al brindis.
Elena miró de reojo a Emma.
La niña imitaba a su tío agitando el mosto en su copa y oliéndolo antes de
catarlo. Vio que Damon también se había percatado del gesto y que estaba
conteniendo una sonrisa. La escena incluso había logrado que el taciturno Klaus
sonriera.
—No podemos brindar sólo por
mí —protestó Elena—. Tenemos que brindar por todos. Damon alzó su copa.
—Por el triunfo de la
esperanza sobre la experiencia —dijo, y todos volvieron a brindar.
Elena lo miró con una
sonrisa. Un brindis perfecto, pensó, para lo que se había convertido en un día
perfecto.
Después de la cena y de un
postre que consistió en tarta y café para los adultos, y tarta y leche para Emma,
recogieron los platos y la cocina, y guardaron las sobras en el frigorífico. Stefan
encendió el televisor, encontró un partido de fútbol y se tumbó en una hamaca.
Hasta arriba de comida, Emma se acurrucó en una esquina del sofá y se quedó
dormida enseguida. Elena la arropó con una manta y se sentó junto a Damon en el
otro extremo del sofá. Renfield se fue a su cama, que estaba en un rincón, y se
dejó caer con un gruñido encantado.
Aunque no le gustaba
demasiado el fútbol, sí le gustaba el ritual de ver un partido el Día de Acción de Gracias. Le recordaba todas las
festividades que había pasado con su padre
y sus hermanos, mientras todos vociferaban, chillaban, gemían y
protestaban las decisiones arbitrales.
Klaus apareció en la puerta.
—Me voy ya —dijo.
—Quédate a ver el partido
—replicó Stefan. —Nos hará falta ayuda para acabar con las sobras —añadió Damon.
Klaus meneó la cabeza.
—Gracias, pero ya he
cumplido con mi cuota familiar. Encantado de conocerte, Elena.
—Lo mismo digo.
Stefan puso los ojos en
blanco después de que Klaus se fuera.
—Va repartiendo alegría y
felicidad por donde pasa.
—Dado que su matrimonio está
haciendo aguas —comentó ella—, es normal que esté pasando por una etapa
sombría.
El comentario pareció
hacerles mucha gracia.
—Cariño, Klaus está pasando
una etapa sombría desde que tenía dos años —le aseguró Damon.
Al final, se descubrió
acurrucada contra Damon. Su cuerpo era duro y cálido, y su hombro era el apoyo
perfecto para descansar la cabeza. Vio el partido sin prestarle demasiada
atención, ya que la pantalla se convirtió en una amalgama de colores borrosos
mientras disfrutaba de la sensación de estar tan cerca de Damon.
—El timbal estaba incluso
mejor de lo que había imaginado —le oyó decir.
—Lleva un ingrediente
secreto.
—¿Cuál?
—No te lo diré a menos que
tú me digas el tuyo.
—Tú primero —insistió él con
voz risueña.
—Le añado un poquito de
aceite de trufa a la salsa. Ahora dime qué le echas al café.
—Una pizca de azúcar de
arce.
Damon le
había cogido una
mano y le
acariciaba los nudillos
con el pulgar.
La inocente sensualidad de sus
caricias le provocó un escalofrío, aunque logró disimularlo. Sentía una mezcla
de placer y desesperación, ya que en su fuero interno reconocía que para ser
una mujer que había decidido no involucrarse, había tomado un montón de
decisiones bastante cuestionables de un tiempo a esa parte.
¿Qué fue
lo que dijo
Elizabeth? Que el
problema llegaba cuando
la sensación de
estar tonteando desaparecía. Era imposible negar que había traspasado
las barreras del tonteo, que lo suyo con Damon trascendía lo superficial.
Podría enamorarse de él si se lo permitía. Podría quererlo loca, apasionada y
destructivamente.
Damon era la trampa que se
prometió evitar a toda costa.
—Tengo que irme —susurró.
—No, quédate. —Damon la miró
a la cara y lo que vio en sus ojos hizo que le acariciara la mejilla con el
gesto más dulce que podía imaginar—. ¿Qué pasa? —murmuró.
Elena meneó la cabeza e
intento sonreír mientras se apartaba de él. Todos sus músculos se tensaron en
protesta al abandonar el consuelo de su cercanía. Se acercó a Emma, que seguía
durmiendo plácidamente, y se inclinó para darle un beso.
—¿Te vas? —preguntó Stefan,
que se levantó de la hamaca.
—No hace falta que te
levantes —le dijo, pero Stefan se le acercó y le dio un abrazo fraternal.
—Que sepas que si pierdes
interés por mi hermano —le dijo Stefan con jovialidad—, soy una alternativa
interesante.
Elena soltó una carcajada y
meneó la cabeza.
Damon acompañó a Elena al
exterior, embargado por el deseo, el compañerismo y la comprensión, todo ello teñido de cierta frustración. Entendía
el conflicto interior de Elena, seguramente mejor de lo que ella creía.
Y era consciente de que debía obligarla, con mucha delicadeza, a
hacer algo para
lo que ella no se
consideraba preparada. Si se
tratase de una cuestión de
paciencia, le habría concedido todo el tiempo del mundo. Pero la paciencia no
bastaría para lograr que Elena superara sus miedos.
La detuvo en el porche
delantero, ya que quería hablar con ella unos minutos antes de quedar expuestos
a la fría brisa nocturna.
—¿Mañana vas a estar en la
juguetería? —le preguntó.
Elena asintió con la cabeza sin mirarlo a los ojos.
—Hasta después de Navidad
hay mucho ajetreo.
—¿Qué te parece si cenamos
una noche esta semana?
La pregunta la instó a
mirarlo. Elena tenía una expresión tierna en los ojos y en los labios, un
rictus triste.
—Damon, yo... —Se detuvo y
tragó saliva.
Parecía tan desolada que la
abrazó de forma instintiva, pero ella se tensó y colocó sus brazos entre ellos.
Damon siguió abrazándola de todas formas. Las volutas de vaho de sus alientos
se mezclaban en el aire.
—¿Cómo es que Stefan puede
abrazarte y yo no? —susurró.
—Es un abrazo diferente
—consiguió decir Elena. Damon inclinó la cabeza hasta que sus frentes se
tocaron.
—Porque me deseas —murmuró. Elena
no lo negó.
Pasó un buen rato antes de
que Elena moviera los brazos y le rodeara la cintura.
—No soy
lo que necesitas
—dijo, aunque su
voz quedaba amortiguada
por el jersey—. Necesitas a alguien que pueda
comprometerse contigo y con Emma. Alguien que pueda formar parte de vuestra
familia.
—Pues hoy lo has hecho muy
bien.
—Te he estado dando señales
contradictorias. Lo sé. Y lo siento. —Suspiró antes de continuar con un deje
burlón—: Al parecer eres demasiado tentador para mí.
—Pues cede a la tentación
—le dijo en voz baja.
Damon la
sintió estremecerse por la risa.
Pero cuando Elena
lo miró, conteniendo
otra carcajada, se percató de que tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Por Dios, ni se te ocurra
—susurró. Una solitaria lágrima resbaló por su mejilla y él la atrapó con el
pulgar—. Si no paras ahora mismo, tendré que hacerte el amor en este porche
helado lleno de astillas.
Elena le enterró la cara en
el pecho, inspiró hondo un par de veces y volvió a mirarlo a la cara.
—Seguramente te parezca
cobarde —dijo—, pero sé cuáles son mis limitaciones. No sabes lo que pasé
mientras veía a mi marido consumirse lentamente durante más de un año. Estuvo a
punto de destruirme. No puedo volver a hacerlo. Nunca más. Ésa fue mi única
oportunidad.
—Tuviste una oportunidad
que se acabó poco después de que comenzara —señaló Damon, invadido por un anhelo
impaciente y acicateado por el placer de tenerla entre sus brazos—. Tu
matrimonio no tuvo ocasión de despegar. No tuvisteis una hipoteca, un perro,
unos niños ni discusiones sobre quién tenía que encargarse de la colada. —Al
ver la trémula curva de su labio inferior, fue incapaz de reprimir el impulso de
besarla, aunque lo hizo con demasiada impulsividad y rapidez como
para disfrutarlo—. Pero es mejor
no hablar de eso ahora mismo. Vamos, te
acompaño hasta el coche.
Los dos guardaron silencio
de camino al coche. Elena se volvió para mirarlo a la cara y Damon se la tomó
entre las manos y la besó de nuevo, aunque en esa ocasión dejó que el beso se
alargara hasta que Elena gimió y empezó a devolvérselo.
Damon levantó la cabeza, le
acarició esos rizos rebeldes y le dijo con voz ronca por la emoción:
—Estar sola no te garantiza
la seguridad, Elena. Sólo te garantiza soledad.
Tras ese comentario, Elena
se subió al coche y él le cerró la puerta despacio. Y poco después la vio
alejarse por el camino.
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