CAPÍTULO 08
En Halloween, Damon insistió en que Stefan fuera el encargado de
llevar a Emma a las actividades que tendrían lugar en Friday Harbor, entre las que
se incluía una sesión cinematográfica en la biblioteca, la búsqueda de
caramelos en las tiendas y una fiesta infantil en el parque.
—Asegúrate de pasarte por la juguetería para ver a Elena —añadió.
—¿Estás seguro? —le preguntó Stefan, no muy convencido.
—Sí. Todo el mundo quiere que os conozcáis, Elena incluida. Así
que ve. Invítala a salir si te gusta.
—No sé —dijo Stefan—. Con la cara que has puesto...
—¿Qué cara?
—La que pones justo antes de darle una paliza a alguien.
—No voy a darle una paliza a nadie —replicó con calma—. No es mía.
Estoy con Bonnie.
—¿Y por qué tengo la sensación de que invitar a salir a Elena
sería como quitarte la novia?
—Ni de coña. Estoy con Bonnie.
Stefan se echó a reír por lo bajo y se rascó la cabeza.
—Tu nuevo mantra. Vale, le echaré un ojo.
Más tarde Stefan volvió a casa con Emma, que se lo había pasado en
grande durante los festejos de Halloween y que había llenado una calabaza de
plástico con caramelos. Con mucha ceremonia, extendieron los caramelos en la
mesa, los admiraron y Emma escogió un par para comérselos en ese preciso
momento.
—Vale, hora de bañarse —dijo Damon, que se agachó para que Emma se
le subiera a la espalda—. Creo que eres el hada más sucia y pegajosa que he
visto en la vida.
—Tú no crees en las hadas —replicó Emma con una risilla mientras
la llevaba a cuestas a la planta superior.
—Claro que sí. Tengo una aquí mismo.
Después de llenar la bañera y dejarle un camisón limpio y una
toalla sobre la tapa del inodoro, Damon volvió a bajar. Stefan había terminado
de guardar los caramelos en una bolsa enorme y estaba recogiendo la cocina.
—¿Y bien? —preguntó Damon con voz gruñona—. ¿Os pasasteis por la
tienda?
—Nos hemos pasado por una veintena de tiendas. El pueblo era un
hervidero de gente.
—Me refiero a la juguetería —puntualizó Damon entre dientes.
—Ah, que me preguntabas por Elena. —Stefan sacó una cerveza del
frigorífico—. Sí, y es un bombón. Y Emma está loca por ella. Se sentó en el
mostrador y ayudó a Elena a dar caramelos a los niños. Creo que se habría
quedado toda la noche si la dejo. —Se detuvo con la cerveza a medio camino—.
Pero no voy a invitarla a salir.
Damon lo miró con expresión alerta.
—¿Por qué no?
—Me hizo el Heisman.
—¿El qué?
—Ya sabes... —Stefan imitó la pose, con un brazo extendido y listo
para bloquear a un rival, del trofeo Heisman que todos los años se otorgaba al
mejor jugador de fútbol americano—. Fue muy simpática, pero no estaba
interesada.
—Pues debería estarlo —replicó Damon, molesto—. Estás soltero, no
tienes mala planta... ¿Qué problema tiene?
Stefan se encogió de hombros.
—Es viuda. A lo mejor sigue echando de menos a su marido.
—Ya es hora de que lo olvide —protestó—. Han pasado dos años.
Tiene que empezar a vivir de nuevo. Tiene que arriesgarse con otra persona.
—¿Como tú? —preguntó Stefan con sagacidad. Damon lo fulminó con la
mirada.
—Estoy con Bonnie.
—Sí, ya me lo has dicho —repuso su hermano con una carcajada—.
Sigue repitiéndolo, que a lo mejor hasta te lo crees al final.
Damon subió de nuevo, contrariado. Se había dicho que no era
asunto suyo si Elena volvía a salir con alguien, si acaso lo hacía. Entonces,
¿por qué le molestaba tanto la situación?
Emma ya estaba en su dormitorio, con su camisón rosa puesto y
tumbada en la cama, a la espera de que la arropase. La lamparita estaba
encendida y su cálida luz se filtraba a través de la pantalla rosa. Emma miraba
fijamente las alas de su disfraz, que estaban colgadas del respaldo de una
silla. Su cara, de piel sedosa y blanca, estaba enrojecida. A Damon se le
encogió el corazón al darse cuenta de que la niña tenía los ojos llenos de
lágrimas.
Se sentó en la cama y la estrechó entre sus brazos.
—¿Qué pasa? —susurró—. ¿Por qué lloras? Emma le respondió con voz
entrecortada:
—Me gustaría que mamá pudiera verme con mi disfraz.
Damon besó esa melena rubia y la delicada curva de una oreja. Se
limitó a abrazarla con fuerza un buen rato.
—Yo también la echo de menos —dijo al final—. Creo que te está
observando, aunque tú no puedas verla ni oírla.
—¿Como un ángel?
—Sí.
—¿Crees en los ángeles?
—Sí —contestó sin vacilar, a pesar de que siempre había dicho y
pensado todo lo contrario. Porque no tenía motivos para cerrarse a la
posibilidad, sobre todo si la idea consolaba a Emma.
La niña se apartó un poco para mirarlo a la cara.
—No sabía que creías en los ángeles.
—Pues lo hago —le aseguró—. La fe es una elección personal. Puedo
creer en los ángeles si quiero.
—Yo también creo en los ángeles. Damon le acarició el pelo.
—Nadie podrá reemplazar jamás a tu madre. Pero yo te quiero tanto
como ella y siempre te cuidaré. Y Stefan también.
—Y el tío Klaus.
—Y el tío Klaus. Pero estaba pensando una cosa... ¿Y si me caso
con alguien para que me ayude a cuidarte, alguien que te quiera como una madre?
¿Te gustaría?
—Mmmm.
—¿Qué te parece Bonnie? Te cae bien, ¿verdad? Emma meditó la
respuesta.
—¿Te has enamorado de ella?
—Le tengo cariño. Mucho.
—Se supone que no debes casarte con alguien si no estás enamorado.
—Bueno, el amor es otra elección personal. Emma meneó la cabeza.
—Pues yo creo que es algo que te pasa. Damon sonrió al ver esa
carita ansiosa.
—A lo mejor es las dos cosas —replicó antes de arroparla.
El fin de semana siguiente Damon fue a Seattle para ver a Bonnie.
La fiesta de compromiso de su prima se celebraría el viernes por la noche en el
Club Náutico de Seattle, en Portage Bay. Era otro paso en su progresiva
relación: asistir a un evento familiar y conocer a los padres de Bonnie.
Esperaba llevarse bien con ellos. Por la descripción de Bonnie, parecían
personas decentes y muy normales.
—Los vas a querer, ya lo verás —le dijo ella—. Y ellos te van a
querer muchísimo.
El uso del verbo «querer» hizo que Damon se tensara. De momento,
ni Bonnie ni él habían llegado a decirse «Te quiero», pero estaba seguro de que
ella se moría por hacerlo. Y eso hacía que se sintiera muy
culpable, porque no
estaba esperando ansioso
el momento. Por
supuesto, respondería en consonancia. Y lo diría en serio, pero
seguramente no con el sentido con el que ella soñaba.
Unos pocos meses antes habría dicho que era incapaz de sentir
amor. Sin embargo, Emma le había demostrado todo lo contrario. Porque el
sentimiento de querer proteger a Emma, de querer dárselo todo, y ese atávico
impulso de hacerla feliz... Era amor, no le cabía la menor duda. Nada de lo que
hubiera sentido hasta ese momento podía comparársele.
El viernes por la tarde, embarcó en un vuelo hacia Seattle,
preocupadísimo porque Emma había vuelto del colegio con un poco de fiebre.
Treinta y siete con siete, para ser exactos.
—Debería cancelarlo —le dijo a Stefan.
—Estás de coña, ¿verdad? Bonnie te mataría. Lo tengo todo bajo
control. Emma estará bien.
—No dejes que se acueste tarde —le ordenó con severidad—. No dejes
que coma porquerías. Y como se salte la siguiente dosis de ibuprofeno, te voy
a...
—Que sí, que ya lo sé. No va a pasar nada.
—Si Emma sigue mal mañana, el pediatra pasa consulta los sábados
hasta el mediodía...
—Lo sé. Sé todo lo que tú sabes. Si no te vas ahora mismo,
perderás el vuelo.
Se marchó a regañadientes después de darle una dosis de ibuprofeno
a Emma. La dejó tumbada en el sofá,
viendo una película.
Parecía muy pequeña
y frágil, con
la cara muy
blanca. Le preocupaba dejarla,
aunque Stefan le había asegurado que no pasaría nada.
—No voy a separarme del móvil —le dijo a Emma—. Si quieres hablar
conmigo o me necesitas, llámame cuando quieras. ¿Vale, cariño?
—Vale. —Y Emma le regaló esa sonrisa mellada que siempre le
derretía el corazón. Se inclinó sobre ella, le dio un beso en la frente y luego
se frotaron la nariz.
Le sentaba mal salir de la casa y dirigirse al aeropuerto. Su
instinto le gritaba que se quedase.
Pero sabía lo importante que era ese fin de semana para Bonnie y
no quería hacerle daño ni avergonzarla al no acudir a un evento familiar.
Una vez en Seattle, Bonnie fue a recogerlo al aeropuerto en su BMW
Z4. Llevaba un vestido negro muy elegante, tacones negros y el pelo rubio
suelto. Una mujer guapa y elegante. Cualquier hombre tendría suerte de estar
con ella, pensó. Le gustaba Bonnie. La admiraba. Disfrutaba de su compañía.
Pero la falta de discordia y de intensidad entre ellos, que hasta ese momento
le parecía estupenda, había comenzado a preocuparlo.
—Vamos a cenar con Bill y Allison antes de la fiesta —dijo ella.
Allison era la mejor amiga de Bonnie desde la universidad y en ese
momento era la madre de tres niños.
—Estupendo. —Damon esperaba poder olvidarse de Emma lo suficiente
como para disfrutar de la cena. Se sacó el móvil del bolsillo para comprobar si
tenía mensajes de Stefan.
Nada.
Al percatarse de que tenía el ceño fruncido, Bonnie le preguntó:
—¿Cómo está Emma? ¿Sigue pachucha? Damon asintió con la cabeza.
—Hasta ahora nunca se había puesto enferma. Al menos, no desde que
está conmigo. Tenía fiebre cuando salí de casa.
—Se le pasará —fue la respuesta tranquilizadora de Bonnie. Tenía
una sonrisa en los labios ligeramente maquillados—. Me resulta enternecedor que
estés tan preocupado por ella.
Se dirigieron a un restaurante minimalista del centro de Seattle,
cuya estancia principal estaba dominada por una pirámide de botellas de vino de
seis metros de alto. Pidieron un excelente pinot noir y Damon apuró su copa a
toda prisa con la esperanza de que lo ayudara a relajarse.
Había comenzado a llover y el agua golpeaba los ventanales. La
lluvia caía con tranquilidad, pero de forma continua, y las nubes se movían por
el cielo como si fueran sábanas recién sacadas de la secadora. Los edificios
aguardaban pacientes a que terminase el azote de los elementos, dejando que
la tormenta formara
cascadas sobre el
pavimento, las cunetas
cubiertas de vegetación y las
zonas ajardinadas. Seattle era una ciudad que sabía qué hacer con el agua.
Mientras observaba los dibujos que creaban los chorros de agua que
se deslizaban por las fachadas de piedra y cristal de los edificios, Damon no
dejaba de pensar en la noche lluviosa de hacía menos de un año que lo había
cambiado todo. Comprendió que antes de que Emma llegara a su vida, había medido
sus emociones como si fueran una sustancia finita. En ese momento no tenía posibilidad alguna
de contenerlas. ¿Lo de ser
padre mejoraba con
el tiempo? ¿Llegaba
un momento en el que uno dejaba de preocuparse?
—Es una faceta nueva —dijo Bonnie con una sonrisa curiosa cuando
lo vio comprobar su móvil por enésima vez durante la cena—. Cariño, si Stefan
no te ha llamado, quiere decir que todo está bien.
—A lo mejor quiere decir que algo va mal y que no ha tenido tiempo
para llamarme —replicó. Allison y Bill, la otra pareja, se miraron con la
sonrisa y la expresión de superioridad de los
padres experimentados.
—Es más duro con el primero —afirmó Allison—. Te llevas un susto
de muerte cada vez que les da fiebre... pero con el segundo o el tercero ya
dejas de preocuparte tanto.
—Los niños son muy resistentes —añadió Bill.
Aunque sabía que esas palabras estaban pensadas para
tranquilizarlo, no le sirvieron de nada.
—Será un buen padre algún día —le dijo Bonnie a Allison con una
sonrisa.
Ese halago, que seguramente había pronunciado para complacerlo,
sólo consiguió despertar su irritación.
¿Algún día? Ya
era padre. Ser padre
implicaba algo más que
la mera contribución biológica... De hecho, eso era
lo de menos.
—Tengo que llamar a Stefan, ahora vuelvo —le dijo a Bonnie—. Sólo
quiero saber si le ha bajado la fiebre.
—Vale, si así dejas de preocuparte... —replicó Bonnie—. A ver si
podemos disfrutar del resto de la noche. —Le lanzó una mirada elocuente—. ¿Te
parece?
—Por supuesto. —Se inclinó sobre ella y le dio un beso en la
mejilla—. Perdonadme. —Se levantó de la mesa, salió al vestíbulo del
restaurante y sacó el móvil. Sabía que Bonnie y la otra pareja creían que se
estaba pasando, pero le importaba una mierda. Tenía que averiguar si Emma se
encontraba bien.
Su hermano cogió el teléfono.
—¿Damon?
—Sí. ¿Cómo está?
Su pregunta fue recibida con un silencio enervante.
—Pues no muy bien, la verdad. Se quedó helado al escucharlo.
—¿Cómo que «no muy bien»?
—Empezó a vomitar poco después de que te fueras. Ha estado
vomitando desde entonces. Te juro que es increíble que un cuerpo tan pequeño
pueda soltar tanto vómito.
—¿Qué has hecho? ¿Has llamado al médico?
—Claro que lo he llamado.
—¿Y qué te ha dicho?
—Que probablemente sea la gripe y que le diera de beber líquidos
en pequeños sorbos para rehidratarla. Me ha dicho que es posible que el
ibuprofeno le haya sentado mal, de modo que ahora nos hemos pasado al
paracetamol.
—¿Sigue con fiebre?
—Tenía casi treinta y nueve la última vez que le puse el
termómetro. El problema es que no aguanta el medicamento lo suficiente como
para que le haga efecto.
Damon apretó con fuerza el móvil. Nunca había deseado algo con
tanta intensidad como deseaba en ese momento estar de regreso en la isla para
poder cuidar de Emma.
—¿Tienes todo lo que necesitas?
—La verdad es que tengo que pasarme por una tienda para comprar
algunas cosas que necesito como gelatina y caldo de pollo, así que voy a llamar
a alguien para que la cuide mientras estoy fuera.
—Ahora mismo me vuelvo a casa.
—No, de eso nada. Tengo una lista larguísima de gente a la que
puedo llamar. Y... Dios, otra vez está vomitando. Te dejo.
La llamada se cortó. Damon intentó pensar pese al pánico que lo
atenazaba. Llamó a la compañía aérea para reservar un asiento en el próximo
vuelo de vuelta a Friday Harbor, pidió un taxi por teléfono y regresó a la
mesa.
—¡Gracias a Dios! —exclamó Bonnie con una sonrisa tensa—. Ya me
estaba preguntando por qué tardabas tanto.
—Lo siento. Pero Emma está muy enferma. Tengo que regresar a casa.
—¿Esta noche? —preguntó Bonnie con el ceño fruncido—. ¿Ahora?
Damon asintió con la cabeza y describió la situación. Allison y
Bill parecían entender el problema, pero Bonnie parecía cada vez más
preocupada. Esa muestra de preocupación por Emma hizo que experimentara una
nueva conexión con ella. Se preguntó si consideraría la posibilidad de viajar
con él. No se lo pediría, pero si ella se ofrecía...
Bonnie se puso en pie y le tocó el brazo ligeramente.
—Vamos a hablar un momento en privado. —Le regaló una sonrisa
forzada a Allison—. Ahora mismo volvemos.
—Claro. —Y las dos intercambiaron una de esas insondables miradas
femeninas que anunciaba que algo se estaba barruntando.
Bonnie lo acompañó hasta la entrada del restaurante y lo llevó a
un rincón, donde nadie los molestaría.
—Bonnie... —le dijo.
—Mira —lo interrumpió ella con suavidad—, no quiero ponerte en la
tesitura de tener que elegir entre Emma y yo... pero ella estará bien sin ti.
Yo, no. Quiero que me acompañes a la fiesta de esta noche y conozcas a mi
familia. No vas a hacer nada por Emma que Stefan no esté haciendo ya.
Cuando por fin terminó de hablar, la sensación de calidez y de
conexión que había sentido Damon había
desaparecido por completo.
Por mucho que hubiera
afirmado lo contrario, quería
que escogiera entre Emma y ella.
—Lo sé —repuso—. Pero quiero ser yo quien la cuide. Además, es
imposible que me lo pase bien sabiendo que mi niña está enferma. Me pasaría
todo el tiempo en un rincón con el móvil en la mano.
—Pero Emma no es tuya. No es tu hija.
Damon la miró como si no la hubiera visto en la vida. ¿Qué estaba
insinuando? ¿Que la preocupación que sentía por Emma no era legítima porque no
se trataba de su hija biológica? ¿Que no tenía derecho a preocuparse por ella
hasta ese punto?
En ocasiones, las cosas más importantes se revelaban en los
momentos más inesperados. Y con esas palabras, la relación entre Bonnie y él
acababa de sufrir un cambio radical. ¿Estaba siendo irracional? ¿Estaba
exagerando? Le importaba una mierda. Su prioridad era Emma.
Cuando Bonnie vio la expresión de Damon, alzó la vista con
impaciencia.
—No quería decirlo de esa manera.
Damon reorganizó metódicamente las palabras para extraer una
verdad mucho más certera. Bonnie había querido decir lo que había dicho, sonara
como sonase.
—No pasa nada. —Hizo una pausa mientras sentía que los lazos de su
relación iban cayendo durante la conversación, cortados por el hachazo que había
significado cada una de esas palabras—. Pero es mía, Bonnie. Es mi
responsabilidad.
—También la de Stefan.
Meneó la cabeza al escucharla.
—Stefan me está echando una mano. Pero yo soy su tutor legal.
—¿Me estás diciendo que necesita a dos adultos revoloteando a su
alrededor? Damon respondió con mucha delicadeza:
—Tengo que estar allí.
Bonnie asintió con la cabeza.
—Vale. Salta a la vista que es una tontería discutir sobre el
asunto ahora mismo. ¿Quieres que te lleve al aeropuerto?
—He llamado a un taxi.
—Me ofrecería para acompañarte, pero quiero estar con mi prima
esta noche.
—Lo entiendo perfectamente. —Le colocó una mano en la base de la
espalda en un gesto pensado para calmarla. Tenía la espalda muy tiesa y fría,
como si estuviera hecha de hielo—. Yo me hago cargo de la cena. Le dejaré mi
número de tarjeta de crédito a la maître.
—Gracias. Estoy segura de que Bill y Allison apreciarán el gesto.
—Bonnie parecía abatida—. Llámame más tarde para decirme qué tal está Emma.
Aunque estoy segura de que estará perfectamente.
—De acuerdo.
Se inclinó para besarla y Bonnie volvió la cara, de modo que acabó
besándole la mejilla.
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