Capítulo 9
EL
JEEP giró y se marchó y Elena miró fijamente a Damon y sintió un horrible deseo
por él. A pesar de haberlo visto el día anterior, lo había echado de menos. Se
le aceleró el pulso y deseó poder correr a abrazarlo y besarlo al mismo tiempo,
pero el descaro de su gesto la dejó sin aliento.
Agarró
con fuerza el bolso que llevaba colgado del brazo y lo fulminó con la mirada, y
Damon se sintió débil por un instante. Nunca había visto a Elena tan guapa. Iba
vestida con unos vaqueros desgastados, camisa y botas, sin maquillar y con el
pelo recogido en una coleta medio deshecha. Tuvo la sensación de que hacía un
siglo que no la veía.
Ella
levantó la barbilla y le dijo en tono helado:
–Supongo
que no hay ninguna yegua pariendo.
Él
negó con la cabeza, con la mandíbula apretada, y se cruzó de brazos.
–¿Así
que ahora secuestras a la gente? Muy original para un gestor de fondos. Pero
creo que deberías ahorrar tu ingenuidad para alguien que quiera que lo
secuestres.
A Damon
se le hizo un nudo en el estómago al oírla hablar en aquel tono. No obstante,
no podía dejarla marchar. La necesitaba demasiado.
Elena
se dio la vuelta y echó a andar hacia el pueblo.
–Voy
a buscar un caballo para volver a Merkazad. Sólo tardaré un día o dos.
Pero
él la agarró por detrás e hizo que entrase en la tienda antes de que le diese
tiempo a protestar. El interior estaba iluminado con cientos de pequeñas
lámparas y los muebles eran muy lujosos. En el medio de la tienda había un
diván bajo, cubierto de echarpes de satén y seda. Parecía un escenario de
seducción sacado de una película.
Damon
la dejó en el suelo y ella se giró y notó que se le deshacía del todo la
coleta.
–¡Quieres
dejar de hacer eso!
–El
helicóptero volverá dentro de tres días. Lo mismo que el jeep. Y tú no vas a
conseguir ningún caballo, porque nadie te lo va a prestar –le informó él en
tono calmado.
¡Tres
días!
–¿Y
por qué demonios quieres que estemos tres días aquí aislados?
Damon
apretó la mandíbula.
–Porque
hemos perdido tres días por tu culpa.
Ella
se sintió avergonzada, pero le contestó:
–Tengo
que dirigir los establos, Damon. Y vivo en ellos. Aunque creo que ya no
podríamos estar más lejos, ¿no?
Él
palideció al instante y ella se arrepintió de sus palabras. Lo vio retroceder y
levantó una mano.
–Damon,
lo siento. No debía haber dicho eso.
Damon
volvió a retroceder y Elena se sintió atraída hacia él. Lo vio pasarse una mano
por el pelo y reír con amargura.
–Tienes
razón. Es patético. No aguanté ni un minuto en ese sitio.
Elena
le tomó la mano y le dijo en tono dulce, ya sin rencor:
–Es
normal, después de lo que te obligaron a hacer allí.
Él la
miró a los ojos.
–No
sé si prefiero que te resistas y me bufes, o que te compadezcas de mí.
Elena
negó con la cabeza.
–No
me compadezco de ti, Damon. No es compasión es… comprensión.
Él
bajó la cabeza y la besó en los labios, y Elena no pudo evitar responder,
aunque luego encontró fuerzas para apartarse de él y decirle con la respiración
entrecortada:
–No
puedo hacerlo, Damon. Te lo dije en París. No puedo ser tu juguete sólo porque
esté aquí y sea fácil. Y no voy a quedarme tres días aquí contigo.
–Créeme,
si no supiese que me deseas, te dejaría en paz.
–¿Y
qué esperas? ¿Haber agotado ese deseo en tres días?
Él
sonrió.
–Espero
que dentro de tres días estemos agotados, sí. Y tal vez que podamos recuperar
la cordura, porque una cosa es segura: no me he sentido cuerdo en lo que a ti
respecta desde hace mucho tiempo.
De
repente, Elena supo que para ella era muy importante saber algo.
–Esa noche…
en París, hace seis años… ¿Saliste con aquella mujer, tal y como me dijiste que
ibas a hacer?
Él
negó muy despacio antes de contestar.
–No…
No volví a verla, salvo en el trabajo. Y créeme, no le gustó nada que le diese
plantón. Lo cierto es que esa noche salí solo y me emborraché. Ha sido la única
borrachera de toda mi vida.
Elena
se alejó de él y se dio la vuelta para que no pudiese verle la cara, hizo
acopio de fuerzas y luego volvió a mirarlo.
–No
voy a darte estos tres días, Damon. Tengo cordura suficiente para los dos,
créeme. Estás aburrido y frustrado porque, por una vez en la vida, no has
conseguido lo que quieres y, sencillamente, no lo soportas.
Él se
acercó y la agarró por la cintura. Echaba chispas por los ojos.
–Te
estás poniendo muy pesada con eso de verme como a un playboy irresponsable y
petulante, Elena.
Y
esto va mucho más allá de unas emociones tan superfluas.
Ella
se puso tensa, sabía que no podría resistirse mucho más.
–Bueno,
¿qué quieres que piense, cuando utilizas tu poder para conseguir lo que
quieres?
A Damon
aquello le caló muy hondo, pero hizo un esfuerzo porque no se le notase. Era
cierto que nunca le había costado tanto llevar a una mujer a su cama. Nunca se
había sentido tan obsesionado por una mujer. Bueno, sí, pero por aquella misma
mujer.
Siempre
había ocupado un lugar en su mente. Se dio cuenta en esos momentos. Con
dieciséis años, cuando se había marchado de Merkazad, le había tocado la
mejilla a pesar de que, en realidad, lo que había deseado era besarla.
–Te
deseo, Elena. Eso es lo único que importa aquí. Estamos solos. A kilómetros de
la civilización. Ha caído la noche.
Ella
parpadeó como una tonta y vio a través de las lujosas cortinas de la puerta
que, efectivamente, era de noche. Las estrellas brillaban en el cielo junto con
media luna y las criaturas de la noche llenaban el aire con sus gorjeos y
ruidos. Y ella ni siquiera se había dado cuenta.
–Debes
de estar cansada y hambrienta. ¿Por qué no te lavas y cenamos?
Le
dijo aquello como si no la hubiese secuestrado, como si no estuviesen en un
lugar remoto y mágico de Merkazad, como si todo fuese normal. Elena lo vio ir
hacia un extremo de la tienda y tomar una enorme caja dorada. Damon la dejó
sobre la cama y la miró.
–Te
he traído algo de ropa.
Ella
se derritió por dentro, pero al mismo tiempo se aferró a su determinación de no
ceder.
–No
me pondré ropa que no sea mía, Damon. Esto es ridículo. No soy tu amante.
Luego
apretó los labios antes de continuar:
–Pero
tengo hambre y estoy cansada. Y veo que voy a tener que pasar la noche aquí. Me
lavaré y cenaré, y luego me acostaré. Sola. Con mi ropa. No sé dónde vas a
dormir tú esta noche, pero lo menos que puedes hacer es dejarme tu tienda.
–Llamaré
a una de las chicas para que venga a ayudarte –le respondió él en tono suave–,
y para que sirva la cena.
Elena
fue hacia la zona del baño, donde brillaban cientos de velas. El corazón se le
encogió un instante. En otras circunstancias le habría encantado semejante
escenario, pero no en aquel momento, ni con aquel hombre. Aunque… ¿con cuál
entonces?
Entonces
oyó un ruido y vio entrar a una joven beduina, vestida de negro de los pies a
la cabeza. Ésta empezó a llenar una ornamentada bañera y le dio a Elena un
albornoz para que se cambiase. Ésta conocía el ritual, a pesar de ser la
primera vez que lo hacía, ya que solía estar reservado a los miembros de la
familia real, a la jequesa y a las amantes del jeque.
Sólo
de pensarlo se quedó helada. ¿Era ella la amante de Damon? Porque así era como
se trataba a las amantes. Sintió asco, pero, al mismo tiempo, le gustó.
Se
puso el albornoz y vio cómo la chica se llevaba su ropa, y no pudo evitar
meterse en el agua caliente y perfumada con aceites de rosa. Por un segundo, se
olvidó del laberinto de emociones que tenía dentro y de lo enfadada que estaba
con Damon. Aquello era una bendición…
Damon
entró en la tienda para ver que la cena se estaba preparando tal y como él
había indicado. Oyó un ruido en la zona del baño y se imaginó a Elena allí
desnuda.
Y no
pudo evitarlo, se acercó. La oyó gemir suavemente de placer, oyó el chapoteo
del agua y todo su cuerpo se puso tenso. A través de una rendija del biombo que
la tapaba vio el cuerpo desnudo de Elena y se quedó paralizado.
Elena
se quedó inmóvil un instante, con el jabón entre las manos. Alguien la estaba
observando. Podía sentirlo. Y sabía que era Damon. Podía sentir su presencia a
más de un kilómetro de distancia.
De
repente, supo que tenía el poder, así que se enjabonó los brazos muy despacio,
y después los hombros.
Con
los ojos medio cerrados, se lavó los pechos y se excitó sólo de pensar en que Damon
la estaba viendo. Se acarició los pezones ya erguidos y gimió de placer. Se
suponía que estaba haciendo aquello para provocarlo a él y, no obstante…
Atrapó
un pezón con los dedos y se lo apretó hasta sentir todavía más calor en el
vientre. Y llevó la otra mano debajo del agua, entre sus piernas.
No
salió de aquel estado de ensoñación hasta que oyó una especie de gemido al otro
lado del biombo. Entonces, se sentó bruscamente y se preguntó qué le había
pasado para hacer aquello.
Un
momento después llegaba la chica y ella le arrebataba la toalla de las manos.
Le preguntó que dónde estaba su ropa, pero ésta le contestó que el jeque le
había dicho que se la llevase y le diese otras.
–Sólo
quiero mi ropa –insistió ella.
La
chica la miró agobiada y Elena se sintió mal.
–Gracias
por el baño y los aceites… pero el resto puedo hacerlo sola. ¿Puedes traerme la
ropa que te han dado para que me cambie?
La
chica volvió poco después con la enorme caja y sacó de ella una especie de
caftán en tonos plata y azul zafiro. Elena se quedó paralizada al verlo.
–Es
muy bonito, ¿verdad? –comentó la chica.
–Sí,
muy bonito –repitió ella.
E iba
acompañado de un conjunto de ropa interior de delicado encaje, también en color
azul. Elena odió tener que vestirse a gusto de Damon, pero lo hizo. La chica le
cepilló el pelo y se marchó.
Ella
respiró hondo y salió de detrás del biombo para ver a Damon en la puerta de la
tienda. Se le hizo un nudo en el estómago y apretó la mandíbula y los puños.
No
podía ver la expresión de Damon. Estaba demasiado lejos y entre las sombras,
pero sólo podía pensar en cómo había sentido que la estaba observando y cómo se
había acariciado a sí misma.
Y
entonces, de repente, Damon entró en la tienda. Las cortinas se cerraron tras
de él y fue como si se hubiesen quedado encerrados, a solas, en la tienda, en
un oasis apartado en la zona más oriental de Merkazad.
Damon
se acercó a una mesa llena de suculenta comida. Sólo el olor era delicioso y Elena
se acercó, hambrienta, negándose a mirar a Damon a los ojos.
–Nunca
te había visto tan bella como esta noche –le dijo él con voz ronca.
Y a
ella le gustó oírlo y tuvo que hacer un esfuerzo para no responderle que él
también estaba imponente.
–Espero
que merezca la pena –replicó–, después de las molestias que te has tomado para
traerme aquí.
–Merecerá
la pena, Elena –le prometió él–. Y el placer no será sólo mío. Me aseguraré de
ello.
–Puedes
ahorrarte los detalles, Damon, porque no vas a dormir en mi cama esta noche.
Él se
echó a reír y le hizo un gesto para que se sentase. Estaba seguro de que, antes
o después, Elena cedería al deseo. Tomó una bandeja llena de deliciosos bocados
y se la ofreció.
Ella
aceptó la bandeja y se dio cuenta de que en ella estaba todo lo que le gustaba.
Se le encogió el corazón. Entonces vio que Damon servía champán para los dos.
Arqueó una ceja e intentó no recordar que la única vez que se había
emborrachado había sido por ella. Al menos, seguía teniendo sentimientos…
Damon
le sonrió y levantó la copa:
–Por
nosotros, Elena.
Ella
le devolvió la sonrisa y chocó su copa contra la de él.
–Por
mí. Y por lo bien que voy a dormir en esta preciosa tienda, yo sola.
Damon
se echó a reír y bebió de su copa. Y Elena se quedó momentáneamente
petrificada, observando el movimiento de su garganta morena. Sintió deseo y
apartó la vista para empezar a comer, y estuvo a punto de atragantarse con una
deliciosa gamba cuando Damon le dijo:
–Me
ha divertido mucho nuestra correspondencia de los últimos días, aunque no me
respondieses y eso me dejase algo… insatisfecho.
Elena
se limpió la boca con la servilleta. Tenía que reconocer que a ella también le
había gustado.
Damon
le agarró la mano por encima de la mesa y ella tuvo que mirarlo a los ojos.
–¿Estabas
pensando en mí… hace un rato en la bañera? Debías de saber que te estaba
espiando…
Ella
se quedó embelesada y no fue capaz de contestar ni de moverse. Tardó unos
segundos en responder con voz temblorosa:
–No
sé de qué me estás hablando.
Damon
sonrió.
–Ya
te he dicho antes que admiro mucho tu sinceridad. No se te da bien mentir.
Elena
apartó la mano y continuó comiendo, a pesar de que, de repente, se había
quedado sin apetito. Sólo podía imaginarse la lengua de Damon en la comisura de
sus labios.
Dejó
la servilleta y vació la copa de champán de un sorbo. Se preguntó cómo habría
conseguido Damon organizar todo aquello, pero contuvo la curiosidad y forzó un
bostezo, se levantó y se dispuso a reiterarle su intención de dormir sola.
Él se
puso de pie al otro lado de la mesa y le tendió una mano, que Elena ignoró. Él
intentó controlar la ira y la frustración.
–Sabes
que no voy a marcharme a ninguna parte –le dijo.
Elena
lo miró de manera desafiante, pero él vio algo más, vio vulnerabilidad. Y pensó
que no quería lidiar con aquello. Sólo deseaba a Elena. Y ella lo deseaba
también.
Damon
se acercó a la cama y empezó a desvestirse.
–¿Qué
estás haciendo? –le preguntó ella presa del pánico.
Él se
giró, seguro de sí mismo.
–Prepararme
para irme a la cama.
–¿Y
adónde voy a ir yo?
–Esta
cama es perfecta.
–Sí,
pero no contigo dentro.
Damon
la ignoró y siguió desnudándose. Y Elena no pudo evitar observar su
impresionante cuerpo a la luz de los cientos de velas encendidas. Se le secó la
garganta.
No
sabía por qué deseaba tanto salir corriendo de allí. Entonces él se giró
despacio y fue como si el ambiente se calentase.
–Elena…
A
ella le costó apartar la vista de su erección y presenció cómo Damon la tomaba
con su mano y empezaba a acariciarse solo.
–Elena…
me estás torturando. Te necesito.
Ella
levantó por fin la mirada, notó que su cuerpo se movía hacia él, pero negó con
la cabeza.
–No,
no puedo. No voy a hacerlo, Damon.
Y se
giró para no seguir viéndolo. Estaba temblando y sabía que, si Damon la
convencía, jamás podría olvidarse de él.
Damon
apoyó las manos en sus hombros y la hizo girar. Elena notó que se le llenaban
los ojos de lágrimas.
–Por
favor, Elena, no llores… –le rogó él.
Y
ella se sintió como el día que había enterrado a sus padres. Cuando Damon le
había dicho que no llorase, que fuese fuerte. Se le aceleró el corazón. Lo
amaba. Amaba a aquel hombre más que a nada en el mundo. Y ya era demasiado
tarde para salvarse.
Las
lágrimas empezaron a correr por su rostro al reconocerlo y sintió que algo
cambiaba en su interior. ¿Cómo podía apartarse de él? Estaban en un oasis en el
desierto, en aquel momento…
–No
te voy a obligar a nada, si vas a disgustarte tanto. No quiero verte así. Sólo
pensé que me deseabas tanto como yo a ti… que querías resistirte para darme una
lección… porque sabes cuánto te necesito.
Su
ternura hizo que Elena se viniese completamente abajo y el hecho de que Damon
no se comportarse de manera dominante, la debilitó todavía más. Confiaba en él.
Lo creía y sabía que, si le pedía que la dejase en paz, la dejaría. Pero, de
repente, era lo último que quería.
Negó
con la cabeza y le acarició el rostro. Damon se puso tenso.
–No,
no era eso lo que quería, Damon, pero ya da igual. Ahora mismo ya no me importa
nada, y no puedo seguir resistiéndome.
Se
apretó contra él y notó la erección en su cuerpo.
–Hazme
el amor, Damon. Te necesito demasiado.
Él
esperó, como si no pudiese creerlo, y luego la abrazó con fuerza. Elena supo
que, en algún momento, tendría que lidiar con las consecuencias de aquella
decisión, pero ya lo haría.
En
ese instante necesitaba a Damon más que nunca.
Damon
la tomó en brazos y la llevó a la cama, donde la tumbó como si fuese la cosa
más delicada y valiosa del mundo…
Un
par de horas más tarde, Damon estaba despierto en la cama, con el sedoso pelo
de Elena acariciándole el torso y sus pechos apoyados en el costado. Nunca se
había sentido tan saciado. Suspiró profundamente.
Elena
había capitulado, pero eso no hacía que se sintiese triunfante. Jamás había
deseado tanto a una mujer. Y cuanto más la tenía, más la deseaba. Eso le dio
pánico porque sabía que no podría dejarla y continuar con su vida. Verla llorar
un rato antes le había sentado como una patada en el estómago. Sabía que no
tenía que haberla obligado a ir allí, pero era débil, y la necesitaba, y la
fuerza de esa necesidad todavía lo sorprendía.
Se
negó a pensar que había empezado a necesitarla más desde que le había abierto
su alma en París, pero eso era lo que se temía. Elena era la única persona que
sabía lo que le había ocurrido, pero no lo utilizaría contra él.
Era
como un rayo de sol del que estaba disfrutando, aunque sabía que lo suyo no
podría durar porque ella querría tener una vida normal. Con alguien que no
escondiese en su interior imágenes de degradación y dolor. Se le encogió el
corazón al pensar que tendría hijos con otro.
Entonces
notó cómo se alteraba su respiración y la cambió con cuidado de postura para
ponerle las piernas alrededor de la cintura y poder acariciarle entre los
muslos con la punta de la erección.
–Damon…
–dijo ella en voz baja y profunda.
Él la
besó y un segundo después la estaba penetrando. Se movió dentro de ella hasta
que vio que abría los ojos y lo miraba. Después de varios minutos de tortura, Elena
se mordió el labio y echó la cabeza hacia atrás, entregándose a la intensa
explosión de su cuerpo.
Damon
se dijo que era sexo. Y que eso sí que podía controlarlo. Sólo tenía que
conseguir que no fuese más allá.
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