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COMO SABÉIS LOS PERSONAJES NO ME PERTENECEN Y LAS HISTORIAS QUE ADAPTARÉ TENDRÁN EL NOMBRE DE LA AUTORA AL FINAL DE CADA HISTORIA


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23 noviembre 2012

El Marqués Capitulo 09


CAPITULO 09

¡Ah, maldita sea! —farfulló entre dientes.

—¡Has dicho una palabrota! —gritó el chiquillo cuando se detuvo en seco al llegar hasta él y estiró el cuello para mirarlo.

—No son sus señorías quienes han venido, señor —dijo Dodsley con tono agónico—. 

Intentaba informarle de que se trata de lady Thurloe y los... esto... niños. —Dodsley se apresuró a ir detrás del pequeño, que había echado nuevamente a correr por la galería gritando como un salvaje—. ¡Señorito, se lo ruego, tenga cuidado con las estatuas, por favor!

Elena continuaba desconcertada cuando por la puerta entró airada una dama ataviada con un vestido de paseo azul y un elaborado sombrero.

—¡Vaya! ¡Ahí está mi infame hermano!

—Mamá, ¿qué significa «infame»? —preguntó la pulcra niñita que iba de la mano de la dama, tan dócil como salvaje era el muchacho.

—Infame, Flora —replicó la mujer, entrando con su hija en la galería—, es el calificativo que se le da a la clase de hombre que regresa a Londres y no se molesta en visitar a su propia hermana, ¡que no lo ha visto en tres años!

—No, Bea —repuso Damon incómodo—. Estoy seguro de que solo han sido dos.

Entretanto Dodsley agarró una de las ánforas romanas y la enderezó mientras con desesperación veía pasar al muchacho como un rayo junto a ella.

—Infame —prosiguió la dama, plantando una mano en la cadera con aire majestuoso—significa dar orden a tu mayordomo para que informe a tus parientes de que no te encuentras en casa cuando resulta evidente que no es así.

—¿Quieres decir que el tío Damon ha contado una mentira, mamá?

—¡Papá dice que cuenta muchas! —Basta, Timothy. ¡Ven aquí, ahora!
Elena observó maravillada cómo la dama atrapaba a su hijo de las muñecas cuando el niño pasaba volando por su lado.

—En cuanto a ti, hermano —volvió a la carga, sujetando a sus hijos cada uno de una mano—, me he enterado de que asististe al baile de los Edgecombe. ¡Qué extraño no haberte visto allí! Oh, sí, pedazo de sinvergüenza. ¡Yo asistí! —lo informó en tono acusador en respuesta a su mirada exasperada—. Naturalmente, volví pronto a casa. Mi Paul no trasnocha más allá de las once.

—Llegué tarde —respondió Damon, titubeando levemente—. Bueno, ¡te habría buscado de haberlo sabido! —agregó con cierto asomo de culpa.

—Antes tendrías que recordar que existo, ¿no es cierto? ¡Hay que ver, hermano! De haber sabido que irías, Paul y yo nos habríamos quedado para saludarte. ¿Cuánto tiempo llevas en la ciudad? —exigió saber.

—No mucho —farfulló esquivo.

—Bien, ahora no puedes escapar de nosotros, ¿verdad? Eres un infame, en efecto, ¡has estado eludiéndonos desde que llegaste!

Mientras hablaba, la niñita se soltó de la mano de su madre y se acercó tímidamente para mirar el cuadro de unos caballos que colgaba de la pared.
Elena continuó sin moverse del sitio hasta que la pequeña reparó en ella y la obsequió con una tímida sonrisa, a la que Bea correspondió de igual manera. Se sentía bastante abochornada por lo apurado de su situación, pensando en lo que aquellos niños podrían haberse encontrado. Deseó que se la tragara la tierra.

—En cualquier caso —continuó la madre con tono cortante—, mañana nos vamos al campo y no volveremos a Londres hasta la primavera, de modo que lo menos que puedes hacer es saludar a tus sobrinos antes de que nos marchemos. ¿Puedes creer lo mayores que se están haciendo, Damon? Flora, aléjate de esa... dama.
Su voz incisiva, unida al hecho de que hubiera soslayado a Elena desde su entrada, dejaba claras las conclusiones a las que había llegado acerca de la acompañante femenina de su hermano de esa tarde. Elena se sintió mortificada.

—Cuidado, Bea, no es lo que parece.

—Estoy segura. —La mujer miró a la joven con escepticismo.

La expresión del rostro de Damon se endureció.

—Beatrice, condesa de Thurloe, permíteme que te presente a la honorable señorita Elena Gilbert. —Irguió los hombros y agregó—: Mi futura esposa.

Elena lo miró alarmada ante su osado anuncio. La inquietaba oírselo decir como si fuera un hecho consumado. Lady Thurloe parecía, a buen seguro, igualmente estupefacta.

—¡Damon! —Exclamó casi sin aliento—. ¿Es cierto? ¿No se trata de otra de tus diabluras?

—Desde luego que no es una broma —dijo ceñudo—. De no ser por Elena, no habría asistido al baile de los Edgecombe.

—¡Estoy sorprendida! —La dama se acercó un paso—. ¿Vas a casarte y no me lo has contado?

«¡Vaya por Dios!» Aquello iba de mal en peor. Elena sabía que debía esclarecer las cosas, pero cuando recobró súbitamente la cordura después de aquel febril y enloquecedor beso, no le cupo la menor duda de que la explicación más aceptable y menos escandalosa, tal vez la única, de su presencia en la casa de lord Rotherstone, a solas con él, era el inminente sonido de las campanas de boda.

El problema era que todavía no había aceptado. O tal vez se estaba engañando.
Antes de que pudiera ocurrírsele alguna explicación alternativa que resultara creíble, lady Thurloe dejó a un lado sus sentimientos heridos por el abandono de su hermano en favor del sincero regocijo que le produjo la noticia.

—¡Oh, Damon! —Dio una palmada y entrelazó los dedos—. Señorita Gilbert... Elena, ¿verdad? ¿Puedo llamarla por su nombre de pila? ¡Oh, creí reconocerla! Santo cielo, conociendo a mi hermano, cuando la vi aquí casi pensé... ¡Ah, no importa! ¡Por supuesto, es la hermosa hija de lord Gilbert a la que todo el mundo adora!

—N-no sé si ese es el caso, lady Thurloe —balbuceó.

—Llámeme Beatrice. ¡Oh, mi querida... hermana! ¡Deje que la abrace! —Avanzó y le dio a Elena un abrazo educado aunque caluroso y un pequeño beso en las mejillas—. ¡Mi queridísima niña! Oh, Dios mío, tiene todo un desafío por delante. —Lady Thurloe rió y la estrechó de nuevo—. ¡Prométame que le atormentará!

—Lo prometo. —Elena fulminó a Damon con la mirada por encima del hombro de la mujer antes de que esta la soltara.

Luego lady Thurloe retrocedió y guardó silencio mientras paseaba la mirada de Damon a Elena con gesto irónico aunque admonitorio.

—Oh, cielos. De modo que estáis aquí los dos solos... ¡Vaya, qué traviesos! —Agitó el dedo en dirección a ambos con una risilla cómplice—. No temáis, mis labios están sellados. ¡Flora, Timothy, venid a que os presente a vuestra futura tía! ¿No os parece encantadora? ¡Ah, qué emocionante! ¡Querido hermano, cuánto me alegro por ti! ¡Hemos esperado tanto que regresaras a casa y te asentaras por fin!

Mientras lady Thurloe continuaba hablando con entusiasmo y Damon sonreía sumido en un estoico silencio, los pequeños la estudiaron con recelo y Elena se maldijo a sí misma por haber aceptado entrar en aquella casa.

Debería haber sido más lista, pero le había resultado imposible resistirse a él y ahora se encontraba metida en un buen aprieto.
Se sentía atrapada a pesar de mantener una sonrisa cortés.

Lo que era aún peor, después del alarmante momento de pasión compartido todavía le daba vueltas la cabeza, por lo que no se le ocurría qué hacer. Parecía que los acontecimientos estaban escapándose a su control pero, al mismo tiempo, viendo el placer con el que la bondadosa lady Thurloe había recibido la noticia del supuesto enlace de su hermano, Elena no conseguía armarse de valor para destruir las esperanzas de la mujer.

Por el momento, seguir la corriente de manera gentil parecía ser la opción más prudente, aunque los nervios iban apoderándose de ella. A pesar de que estaba casi segura de que Damon no había planeado la inoportuna aparición de su hermana, con cada tictac del cercano reloj de pie era, de algún modo, más y más consciente de que aquel hombre frío y calculador se había propuesto hacerla suya.

Diantres, si prácticamente podía sentir la presión de su exasperante voluntad por imponerse a ella; una invasión a su soberanía semejante a cualquiera de las incursiones al otro lado del Rin efectuadas por Napoleón.

No, no lo estaba acusando de haberlo organizado todo de forma intencionada para que su hermana los pillara juntos y sin carabina; le había dado la impresión de estar tan sorprendido como ella por la inoportuna visita.

Pero, por otra parte, lo creía muy capaz de algo así. A fin de cuentas, ¿acaso no era el mismo tipo que tan convincentemente había fingido estar borracho en Bucket Lane?
Cierto que lo había hecho para rescatarla, pero perpetrar semejante engaño parecía ser algo demasiado natural para él. ¿De veras era alguien digno de confianza? ¿O estaba dispuesto a utilizar cuanto tenía al alcance de la mano, inteligencia, riqueza y un maravilloso cuerpo, con tal de conseguir lo que deseaba?
¿Por qué? ¿Qué demonios veía Rotherstone de especial en ella?

Pero no se trataba de ella, y ese era el problema. Todo giraba en torno a lo que lord Rotherstone deseaba y a lo que lord Rotherstone pretendía tener.
Ese hombre se creía que podía añadirla a su colección como si fuera uno de aquellos cuadros y estatuas con el fin de alardear de ella al igual que Stefan había deseado hacer y, lo que era peor, para criar más Rotherstone que figurasen en los futuros retratos que colgarían de la pared al lado de sus antepasados.


Durante un efímero instante, Elena sintió deseos de matarlo.
Se sentía estafada, pero era una dama demasiado educada y dócil para iniciar una pelea en esos momentos. No delante de los niños ni de su hermana. A fin de cuentas, si Elena se retractaba ahora del compromiso matrimonial, ¿cómo podría justificar la escandalosa visita a aquella casa?

Estaba entre la espada y la pared... No, entre la espada y Rotherstone.

—Ah, te va a encantar estar casada —dijo la condesa con nostalgia—. Sé que todo el mundo se queja, pero en realidad es muy agradable tener a alguien que se preocupe por ti.

—Lady Thurloe, si me permite abusar de su bondad —alzó levemente la voz, esforzándose todo lo posible por disimular su desesperación—, en realidad no estamos... esto... preparados para anunciar nuestras nupcias. Su señoría se declaró ayer.

—¿Su señoría? Ah, entiendo. Todavía estáis conociéndoos. ¡Qué encantador! ¡Comprendo perfectamente! —les aseguró, sonriendo—. Puedo ser discreta hasta que estéis preparados para hacerlo público. No osaría excederme en mi calidad de hermana. Al fin y al cabo, mi hermano no perdona fácilmente. Téngalo presente, señorita Gilbert.

Elena asintió aliviada. Afortunadamente lady Thurloe no se demoró mucho. Le presentó a los niños y, a continuación, los tomó de la mano preparándose para marcharse.

—Bueno, querido hermano, me alegro de haberte encontrado por fin en casa. Tened cuidado cuando salgáis, tortolitos. Todos esos estúpidos siguen pululando por el paseo y no queremos que algún rumor empañe las buenas noticias. Vamos, niños.

—Te acompañaré a la puerta —se ofreció Damon.

—No es necesario, querido hermano. Quédate aquí con tu prometida. Dodsley me acompañará. Estoy segura de que lo hará con sumo gusto.

—Señora —repuso el mayordomo sin ninguna inflexión en la voz, adelantándose para cumplir con su deber sin mostrar reacción alguna ante el mordaz comentario.

La condesa se detuvo en la entrada para mirarles de nuevo.

—Damon —dijo vacilante—, intenta mantenerme al tanto de lo que sucede en tu vida, por favor. Puede que nuestros padres ya no estén, pero tú sigues siendo mi hermano. Eres lo único que me queda. —Se dirigió a Elena con una cálida sonrisa—: Señorita Gilbert, si puedo serle de ayuda para planear la boda, no dude en avisarme. ¡Para mí sería un verdadero placer participar!

—Es usted muy amable, milady. Por supuesto que le escribiré. —Elena se sintió conmovida por la bondad de Beatrice.
Lady Thurloe asintió.

—Dodsley puede proporcionarle la dirección de nuestra casa en Berkshire. Podéis venir a visitarme cuando queráis. ¡Enhorabuena!

—¡Adiós! —exclamaron los niños, despidiéndose con la mano.

—¡Adiós y gracias! —respondió Elena, devolviéndoles el saludo.

El señor de la casa permaneció allí de pie, con los brazos en jarras y una expresión inexplicablemente hermética, distante y sombría. Elena volvió la vista hacia él una vez que se marcharon las visitas. « ¿Qué diantre le pasa?», se preguntó. Pero cuando él la miró muy serio, decidió no arriesgarse a preguntar.

—Debería irme ya, si no le importa —dijo la joven con cauto comedimiento—. Se está haciendo tarde y mi padre se preguntará dónde estoy.

Damon bajó la mirada, sumiéndose en aciagos pensamientos. —Desde luego.

Regresaron a la planta inferior con fría formalidad y cohibición, donde el mayordomo le entregó a Elena el sombrero y los guantes, y sostuvo la chaqueta de lord Rotherstone mientras este se la ponía.

El silencioso paseo hasta el cabriolé fue seguido por un largo e incómodo trayecto hasta la villa familiar de la joven en South Kensington.

—Lamento profundamente la intrusión —dijo Damon al fin.

—Tonterías. —Elena le dirigió una sonrisa nerviosa—. Su hermana es una mujer encantadora.

—Sí. —Miró entre las orejas del caballo hacia el camino que se extendía al frente.

Elena le estudió mientras se preguntaba qué era lo que sucedía. Recordó que Damon había hablado de su padre, un hombre en exceso aficionado al juego, sin mostrar el más mínimo afecto y que había mencionado haber echado abajo el hogar de su niñez y construido encima. Tantos años viajando y el abandono al que había sometido a su hermana, según había dicho ella misma, incluso después de haber regresado... y, además, estaba la críptica advertencia de lady Thurloe...

«Mi hermano no perdona fácilmente.»

—Usted guarda las distancias con su familia —dijo con suavidad.
Silencio.

—¿Le han hecho algo?

—No estamos unidos, eso es todo.

Rotherstone aceleró la velocidad cuando bajaban por un sombreado sendero. La tensión que irradiaba el marqués comenzaba a crispar los nervios de Elena.
Ojalá le contara lo que ocurría, pero se había cerrado en banda igual que si de una fortaleza se tratase y ella se encontraba fuera de sus muros. Ni lo entendía ni le parecía justo.

Después de lo que le había explicado sobre sí misma y de las cosas que él había adivinado, cosas íntimas que jamás le había confesado a nadie —como el día anterior, cuando había hurgado en el dolor que sentía aún por la terrible pérdida de su madre—, le molestaba que él quisiera saberlo todo de ella y que luego la excluyera cuando le pedía lo mismo por su parte.

El resquemor de Elena por aquel continuado silencio aumentaba a medida que recorrían el camino de vuelta a su casa. Si aquel hombre deseaba ser su esposo, ¿por qué actuaba entonces como un extraño?

Elena fue incapaz de contenerse por más tiempo.

—No se me ocurre qué podría tener usted en contra de lady Thurloe. Parece una buena persona.

—Ah, y lo es, de eso no cabe duda. Y su esposo es más virtuoso aún, si cabe. —
Prácticamente escupió aquellas palabras.

La vehemencia de la que hizo gala le aconsejó que no continuara con el tema. Elena dirigió nuevamente la vista al frente, con el corazón latiéndole con fuerza.

—¿Qué vamos a decirle? Su hermana piensa que vamos a casarnos.

—Y vamos a hacerlo. —Al ver que ella guardaba silencio, Damon preguntó con brusquedad—: ¿Qué?

Elena sacudió la cabeza, prefiriendo optar por mostrarse comedida en vez de ceder al impulso de golpearlo en la cabeza.

—Ah, qué sé yo. Si es así como trata a la gente que se preocupa por usted, no augura nada bueno a su futura esposa.

—Eso es diferente.

—¿De veras? ¿Por qué los odia tanto? ¿Qué es lo que le han hecho?

—No les odio —replicó—. Simplemente me importan un bledo.

—Damon —le riñó con suavidad—. No miente usted nada bien.

Aquel comentario lo hizo volverse hacia ella con una chispa de sorpresa en los ojos; pero si tenía una respuesta preparada, se la guardó para sí y continuó conduciendo el carruaje sin decir nada.

—Supongo que bien podría estar hablando con una pared —comentó Elena a nadie en particular mientras se quitaba una pelusilla del guante—. ¿Por qué no me cuenta qué sucede?

—Porque no sucede nada.

—Así pues, huyó a Europa para escapar de su familia. ¿Ellos suponían una amenaza mayor para usted que la guerra en curso?

Rotherstone le dirigió una mirada impaciente, admonitoria en realidad, pero no contestó. Elena sabía que lo estaba enojando, y aunque era un hombre en extremo formidable, aún no estaba preparada para dejar el tema.

Cuanto más se negaba él a responder, más se enfurecía ella.
Aguardó un momento y luego se armó de valor para realizar una última pregunta.

—¿Por qué no fue a ver a su hermana cuando regresó a la ciudad? Debió de resultarle doloroso y abochornante enterarse por terceras personas que asistió usted al baile de los Edgecombe...

—Hágame un favor —la interrumpió bruscamente—. No me diga cómo he de tratar a mi hermana y yo no le diré cómo debe lidiar con su madrastra, ¿de acuerdo?
Elena se estremeció ante su tono cortante, pero acertó a vislumbrar el turbulento sufrimiento que subyacía bajo la fuerte y refinada fachada de aquel hombre.
Rotherstone la miró con dureza.

—Sus mocosos recibirán una sustanciosa herencia de mí. Eso es lo único que les importa a ellos o a los demás.

—No es así. ¡Es evidente que ella le quiere!

—Es usted una ingenua —farfulló Damon con amargura.
 Sintiéndose herida por sus palabras, Elena le miró fijamente.

—Al menos no soy una desalmada.

Damon hizo una profunda inspiración y se aisló por completo de ella.
No volvieron a dirigirse la palabra durante el resto del camino. Por fortuna ya casi habían llegado, aunque los últimos minutos parecieron hacerse eternos. El carruaje se detuvo al fin delante de la casa y, una vez más, el marqués echó el freno, se apeó y rodeó el vehículo para ayudarla a bajar.

—Hemos llegado. —Le tendió la mano, pero lejos de hacer gala del encanto que había mostrado a fin de persuadirla para que entrara en su mansión, la expresión de Damon era en esos momentos del todo inescrutable.

Aquellos ojos, colmados de secretos, solo le devolvían desafiantes las preguntas sin responder, tan brillantes e inflexibles como la hoja plana de una espada.
Luchó consigo misma por dejar pasar el tema. « ¡De acuerdo!» Si no deseaba confiar en ella, ¿qué podía hacer al respecto?

Si era así como él quería que fuese, Elena solo deseaba no haber permitido que la besara o haber sido lo bastante tonta como para dejarse engatusar para entrar en su casa estando los dos solos.

Había sido una locura por su parte poner en peligro su reputación con un hombre que lo único que deseaba era una muñeca de porcelana sobre la repisa, no una esposa, ni una persona viva con capacidad para pensar.

Bajó la vista ardiendo de furia, aceptó aquella mano firme mientras se recogía un poco las faldas y se apeó de aquel ridículo y llamativo cabriolé.
Sin mediar palabra, Damon la acompañó hasta la puerta.

Dio las gracias al cielo porque nadie de su familia saliera a incordiarla. Lo más probable era que hubiesen ido a celebrar la posibilidad de poder deshacerse de ella al fin. Poco sabían que la celebración era prematura, ya que no pensaba casarse con aquel hombre tan duro y frío como un iceberg que, además, era grosero y dominante.

La gente decía que el infierno ardía en llamas, pero no podían estar más equivocados: el Marqués Perverso reinaba en un inframundo de frío y oscuridad.

—¿Es necesario que el día se eche a perder? —Inquirió Rotherstone con voz suave cuando se aproximaron a la elegante entrada de la casa—. Considero que todo estaba yendo muy bien.

Elena se dio la vuelta repentinamente, incapaz de contenerse.

—¡Quiero hacerle una pregunta!

—¿Otra? —murmuró Damon con sequedad.

—¡Sí, y no va a agradarle! Pero le agradecería que me respondiera con toda franqueza.
Rotherstone se limitó a mirarla fijamente.

—No se le habrá ocurrido organizarlo todo para que su hermana apareciera mientras estábamos juntos, ¿verdad?

Los ojos del marqués brillaron con furioso estupor.

—Por supuesto que no. —Sacudió la cabeza—. Dios santo, no confía en mí en absoluto, ¿no es así?

—¿En usted, que proponía manipular a la alta sociedad? ¡De ningún modo!

—Elena.

—¿Cómo puedo confiar en usted si no le conozco y cómo puedo conocerlo si no habla conmigo? —Damon bajó la mirada sin tener una respuesta a aquello, al parecer. Elena lo estudió con atención—. Es un hombre complicado, lord Rotherstone.

—Vivimos en un mundo complicado —replicó con el semblante transformado en granito. La había excluido del mismo modo que había hecho con su hermana.

¿Qué clase de matrimonio le estaba ofreciendo? ¿Compartir la vida y el lecho prácticamente con un desconocido? ¿La fortuna como sustitutivo del amor?
«De acuerdo.» Elena asintió tensa por la ira, con una aguda punzada de decepción.

—Muy bien. —Dio media vuelta, sabiendo lo que tenía que hacer—. Adiós, lord Rotherstone.

—Señorita Gilbert... espere.

—¿Qué quiere ahora? —Sacudió el brazo para liberar el codo que él le había asido con suavidad.

Damon contempló su rostro, sin saber qué decir.

—¿Se supone que he de enternecerme porque se comporta como un amargado?

—Simplemente soy así—dijo él con tosquedad—. Le ruego que no se enfurezca. Ya le dije que no era perfecto. Pero lo estoy intentando.

—No, no lo intenta, Damon.

—¡Sí que lo intento! ¿Quiere que se lo demuestre? ¡Está hecho! Cuando regrese a casa, yo... —Trató de encontrar algo que pudiera demostrar que era digno de su sinceridad—. ¡Me afeitaré la perilla! —declaró pensando de veras que ella volvería a caer rendida a sus pies. Que podría salirse con la suya.

La media sonrisa esperanzada y picara con la que él la obsequió lo decía todo. Pero Elena lo miró con expresión gélida.

—No se moleste —replicó; luego entró en la casa y dejó que la puerta se cerrara de golpe en las aristocráticas narices del marqués.

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