CAPITULO 09
¡Ah, maldita sea! —farfulló entre dientes.
—¡Has dicho una palabrota! —gritó el chiquillo
cuando se detuvo en seco al llegar hasta él y estiró el cuello para mirarlo.
—No son sus señorías quienes han venido, señor —dijo
Dodsley con tono agónico—.
Intentaba informarle de que se trata de lady Thurloe
y los... esto... niños. —Dodsley se apresuró a ir detrás del pequeño, que había
echado nuevamente a correr por la galería gritando como un salvaje—. ¡Señorito,
se lo ruego, tenga cuidado con las estatuas, por favor!
Elena continuaba desconcertada cuando por la puerta
entró airada una dama ataviada con un vestido de paseo azul y un elaborado
sombrero.
—¡Vaya! ¡Ahí está mi infame hermano!
—Mamá, ¿qué significa «infame»? —preguntó la pulcra
niñita que iba de la mano de la dama, tan dócil como salvaje era el muchacho.
—Infame, Flora —replicó la mujer, entrando con su
hija en la galería—, es el calificativo que se le da a la clase de hombre que
regresa a Londres y no se molesta en visitar a su propia hermana, ¡que no lo ha
visto en tres años!
—No, Bea —repuso Damon incómodo—. Estoy seguro de
que solo han sido dos.
Entretanto Dodsley agarró una de las ánforas romanas
y la enderezó mientras con desesperación veía pasar al muchacho como un rayo
junto a ella.
—Infame —prosiguió la dama, plantando una mano en la
cadera con aire majestuoso—significa dar orden a tu mayordomo para que informe
a tus parientes de que no te encuentras en casa cuando resulta evidente que no
es así.
—¿Quieres decir que el tío Damon ha contado una
mentira, mamá?
—¡Papá dice que cuenta muchas! —Basta, Timothy. ¡Ven
aquí, ahora!
Elena observó maravillada cómo la dama atrapaba a su
hijo de las muñecas cuando el niño pasaba volando por su lado.
—En cuanto a ti, hermano —volvió a la carga,
sujetando a sus hijos cada uno de una mano—, me he enterado de que asististe al
baile de los Edgecombe. ¡Qué extraño no haberte visto allí! Oh, sí, pedazo de
sinvergüenza. ¡Yo asistí! —lo informó en tono acusador en respuesta a su mirada
exasperada—. Naturalmente, volví pronto a casa. Mi Paul no trasnocha más allá
de las once.
—Llegué tarde —respondió Damon, titubeando
levemente—. Bueno, ¡te habría buscado de haberlo sabido! —agregó con cierto
asomo de culpa.
—Antes tendrías que recordar que existo, ¿no es
cierto? ¡Hay que ver, hermano! De haber sabido que irías, Paul y yo nos
habríamos quedado para saludarte. ¿Cuánto tiempo llevas en la ciudad? —exigió
saber.
—No mucho —farfulló esquivo.
—Bien, ahora no puedes escapar de nosotros, ¿verdad?
Eres un infame, en efecto, ¡has estado eludiéndonos desde que llegaste!
Mientras hablaba, la niñita se soltó de la mano de
su madre y se acercó tímidamente para mirar el cuadro de unos caballos que
colgaba de la pared.
Elena continuó sin moverse del sitio hasta que la
pequeña reparó en ella y la obsequió con una tímida sonrisa, a la que Bea
correspondió de igual manera. Se sentía bastante abochornada por lo apurado de
su situación, pensando en lo que aquellos niños podrían haberse encontrado.
Deseó que se la tragara la tierra.
—En cualquier caso —continuó la madre con tono
cortante—, mañana nos vamos al campo y no volveremos a Londres hasta la
primavera, de modo que lo menos que puedes hacer es saludar a tus sobrinos
antes de que nos marchemos. ¿Puedes creer lo mayores que se están haciendo, Damon?
Flora, aléjate de esa... dama.
Su voz incisiva, unida al hecho de que hubiera
soslayado a Elena desde su entrada, dejaba claras las conclusiones a las que
había llegado acerca de la acompañante femenina de su hermano de esa tarde. Elena
se sintió mortificada.
—Cuidado, Bea, no es lo que parece.
—Estoy segura. —La mujer miró a la joven con
escepticismo.
La expresión del rostro de Damon se endureció.
—Beatrice, condesa de Thurloe, permíteme que te
presente a la honorable señorita Elena Gilbert. —Irguió los hombros y agregó—:
Mi futura esposa.
Elena lo miró alarmada ante su osado anuncio. La
inquietaba oírselo decir como si fuera un hecho consumado. Lady Thurloe
parecía, a buen seguro, igualmente estupefacta.
—¡Damon! —Exclamó casi sin aliento—. ¿Es cierto? ¿No
se trata de otra de tus diabluras?
—Desde luego que no es una broma —dijo ceñudo—. De
no ser por Elena, no habría asistido al baile de los Edgecombe.
—¡Estoy sorprendida! —La dama se acercó un paso—.
¿Vas a casarte y no me lo has contado?
«¡Vaya por Dios!» Aquello iba de mal en peor. Elena
sabía que debía esclarecer las cosas, pero cuando recobró súbitamente la
cordura después de aquel febril y enloquecedor beso, no le cupo la menor duda
de que la explicación más aceptable y menos escandalosa, tal vez la única, de
su presencia en la casa de lord Rotherstone, a solas con él, era el inminente
sonido de las campanas de boda.
El problema era que todavía no había aceptado. O tal
vez se estaba engañando.
Antes de que pudiera ocurrírsele alguna explicación
alternativa que resultara creíble, lady Thurloe dejó a un lado sus sentimientos
heridos por el abandono de su hermano en favor del sincero regocijo que le
produjo la noticia.
—¡Oh, Damon! —Dio una palmada y entrelazó los
dedos—. Señorita Gilbert... Elena, ¿verdad? ¿Puedo llamarla por su nombre de
pila? ¡Oh, creí reconocerla! Santo cielo, conociendo a mi hermano, cuando la vi
aquí casi pensé... ¡Ah, no importa! ¡Por supuesto, es la hermosa hija de lord Gilbert
a la que todo el mundo adora!
—N-no sé si ese es el caso, lady Thurloe —balbuceó.
—Llámeme Beatrice. ¡Oh, mi querida... hermana! ¡Deje
que la abrace! —Avanzó y le dio a Elena un abrazo educado aunque caluroso y un
pequeño beso en las mejillas—. ¡Mi queridísima niña! Oh, Dios mío, tiene todo
un desafío por delante. —Lady Thurloe rió y la estrechó de nuevo—. ¡Prométame
que le atormentará!
—Lo prometo. —Elena fulminó a Damon con la mirada
por encima del hombro de la mujer antes de que esta la soltara.
Luego lady Thurloe retrocedió y guardó silencio
mientras paseaba la mirada de Damon a Elena con gesto irónico aunque
admonitorio.
—Oh, cielos. De modo que estáis aquí los dos
solos... ¡Vaya, qué traviesos! —Agitó el dedo en dirección a ambos con una
risilla cómplice—. No temáis, mis labios están sellados. ¡Flora, Timothy, venid
a que os presente a vuestra futura tía! ¿No os parece encantadora? ¡Ah, qué
emocionante! ¡Querido hermano, cuánto me alegro por ti! ¡Hemos esperado tanto
que regresaras a casa y te asentaras por fin!
Mientras lady Thurloe continuaba hablando con
entusiasmo y Damon sonreía sumido en un estoico silencio, los pequeños la
estudiaron con recelo y Elena se maldijo a sí misma por haber aceptado entrar
en aquella casa.
Debería haber sido más lista, pero le había
resultado imposible resistirse a él y ahora se encontraba metida en un buen
aprieto.
Se sentía atrapada a pesar de mantener una sonrisa
cortés.
Lo que era aún peor, después del alarmante momento
de pasión compartido todavía le daba vueltas la cabeza, por lo que no se le
ocurría qué hacer. Parecía que los acontecimientos estaban escapándose a su
control pero, al mismo tiempo, viendo el placer con el que la bondadosa lady
Thurloe había recibido la noticia del supuesto enlace de su hermano, Elena no
conseguía armarse de valor para destruir las esperanzas de la mujer.
Por el momento, seguir la corriente de manera gentil
parecía ser la opción más prudente, aunque los nervios iban apoderándose de
ella. A pesar de que estaba casi segura de que Damon no había planeado la
inoportuna aparición de su hermana, con cada tictac del cercano reloj de pie
era, de algún modo, más y más consciente de que aquel hombre frío y calculador
se había propuesto hacerla suya.
Diantres, si prácticamente podía sentir la presión
de su exasperante voluntad por imponerse a ella; una invasión a su soberanía
semejante a cualquiera de las incursiones al otro lado del Rin efectuadas por
Napoleón.
No, no lo estaba acusando de haberlo organizado todo
de forma intencionada para que su hermana los pillara juntos y sin carabina; le
había dado la impresión de estar tan sorprendido como ella por la inoportuna
visita.
Pero, por otra parte, lo creía muy capaz de algo
así. A fin de cuentas, ¿acaso no era el mismo tipo que tan convincentemente
había fingido estar borracho en Bucket Lane?
Cierto que lo había hecho para rescatarla, pero
perpetrar semejante engaño parecía ser algo demasiado natural para él. ¿De
veras era alguien digno de confianza? ¿O estaba dispuesto a utilizar cuanto
tenía al alcance de la mano, inteligencia, riqueza y un maravilloso cuerpo, con
tal de conseguir lo que deseaba?
¿Por qué? ¿Qué demonios veía Rotherstone de especial
en ella?
Pero no se trataba de ella, y ese era el problema.
Todo giraba en torno a lo que lord Rotherstone deseaba y a lo que lord
Rotherstone pretendía tener.
Ese hombre se creía que podía añadirla a su
colección como si fuera uno de aquellos cuadros y estatuas con el fin de
alardear de ella al igual que Stefan había deseado hacer y, lo que era peor,
para criar más Rotherstone que figurasen en los futuros retratos que colgarían
de la pared al lado de sus antepasados.
Durante un efímero instante, Elena sintió deseos de
matarlo.
Se sentía estafada, pero era una dama demasiado
educada y dócil para iniciar una pelea en esos momentos. No delante de los
niños ni de su hermana. A fin de cuentas, si Elena se retractaba ahora del
compromiso matrimonial, ¿cómo podría justificar la escandalosa visita a aquella
casa?
Estaba entre la espada y la pared... No, entre la
espada y Rotherstone.
—Ah, te va a encantar estar casada —dijo la condesa
con nostalgia—. Sé que todo el mundo se queja, pero en realidad es muy
agradable tener a alguien que se preocupe por ti.
—Lady Thurloe, si me permite abusar de su bondad
—alzó levemente la voz, esforzándose todo lo posible por disimular su
desesperación—, en realidad no estamos... esto... preparados para anunciar
nuestras nupcias. Su señoría se declaró ayer.
—¿Su señoría? Ah, entiendo. Todavía estáis
conociéndoos. ¡Qué encantador! ¡Comprendo perfectamente! —les aseguró,
sonriendo—. Puedo ser discreta hasta que estéis preparados para hacerlo
público. No osaría excederme en mi calidad de hermana. Al fin y al cabo, mi
hermano no perdona fácilmente. Téngalo presente, señorita Gilbert.
Elena asintió aliviada. Afortunadamente lady Thurloe
no se demoró mucho. Le presentó a los niños y, a continuación, los tomó de la
mano preparándose para marcharse.
—Bueno, querido hermano, me alegro de haberte encontrado
por fin en casa. Tened cuidado cuando salgáis, tortolitos. Todos esos estúpidos
siguen pululando por el paseo y no queremos que algún rumor empañe las buenas
noticias. Vamos, niños.
—Te acompañaré a la puerta —se ofreció Damon.
—No es necesario, querido hermano. Quédate aquí con
tu prometida. Dodsley me acompañará. Estoy segura de que lo hará con sumo
gusto.
—Señora —repuso el mayordomo sin ninguna inflexión
en la voz, adelantándose para cumplir con su deber sin mostrar reacción alguna
ante el mordaz comentario.
La condesa se detuvo en la entrada para mirarles de
nuevo.
—Damon —dijo vacilante—, intenta mantenerme al tanto
de lo que sucede en tu vida, por favor. Puede que nuestros padres ya no estén,
pero tú sigues siendo mi hermano. Eres lo único que me queda. —Se dirigió a Elena
con una cálida sonrisa—: Señorita Gilbert, si puedo serle de ayuda para planear
la boda, no dude en avisarme. ¡Para mí sería un verdadero placer participar!
—Es usted muy amable, milady. Por supuesto que le
escribiré. —Elena se sintió conmovida por la bondad de Beatrice.
Lady Thurloe asintió.
—Dodsley puede proporcionarle la dirección de
nuestra casa en Berkshire. Podéis venir a visitarme cuando queráis.
¡Enhorabuena!
—¡Adiós! —exclamaron los niños, despidiéndose con la
mano.
—¡Adiós y gracias! —respondió Elena, devolviéndoles
el saludo.
El señor de la casa permaneció allí de pie, con los
brazos en jarras y una expresión inexplicablemente hermética, distante y
sombría. Elena volvió la vista hacia él una vez que se marcharon las visitas. «
¿Qué diantre le pasa?», se preguntó. Pero cuando él la miró muy serio, decidió
no arriesgarse a preguntar.
—Debería irme ya, si no le importa —dijo la joven
con cauto comedimiento—. Se está haciendo tarde y mi padre se preguntará dónde
estoy.
Damon bajó la mirada, sumiéndose en aciagos
pensamientos. —Desde luego.
Regresaron a la planta inferior con fría formalidad
y cohibición, donde el mayordomo le entregó a Elena el sombrero y los guantes,
y sostuvo la chaqueta de lord Rotherstone mientras este se la ponía.
El silencioso paseo hasta el cabriolé fue seguido
por un largo e incómodo trayecto hasta la villa familiar de la joven en South
Kensington.
—Lamento profundamente la intrusión —dijo Damon al
fin.
—Tonterías. —Elena le dirigió una sonrisa nerviosa—.
Su hermana es una mujer encantadora.
—Sí. —Miró entre las orejas del caballo hacia el
camino que se extendía al frente.
Elena le estudió mientras se preguntaba qué era lo
que sucedía. Recordó que Damon había hablado de su padre, un hombre en exceso
aficionado al juego, sin mostrar el más mínimo afecto y que había mencionado
haber echado abajo el hogar de su niñez y construido encima. Tantos años
viajando y el abandono al que había sometido a su hermana, según había dicho ella
misma, incluso después de haber regresado... y, además, estaba la críptica
advertencia de lady Thurloe...
«Mi hermano no perdona fácilmente.»
—Usted guarda las distancias con su familia —dijo
con suavidad.
Silencio.
—¿Le han hecho algo?
—No estamos unidos, eso es todo.
Rotherstone aceleró la velocidad cuando bajaban por
un sombreado sendero. La tensión que irradiaba el marqués comenzaba a crispar
los nervios de Elena.
Ojalá le contara lo que ocurría, pero se había
cerrado en banda igual que si de una fortaleza se tratase y ella se encontraba
fuera de sus muros. Ni lo entendía ni le parecía justo.
Después de lo que le había explicado sobre sí misma
y de las cosas que él había adivinado, cosas íntimas que jamás le había
confesado a nadie —como el día anterior, cuando había hurgado en el dolor que
sentía aún por la terrible pérdida de su madre—, le molestaba que él quisiera
saberlo todo de ella y que luego la excluyera cuando le pedía lo mismo por su
parte.
El resquemor de Elena por aquel continuado silencio
aumentaba a medida que recorrían el camino de vuelta a su casa. Si aquel hombre
deseaba ser su esposo, ¿por qué actuaba entonces como un extraño?
Elena fue incapaz de contenerse por más tiempo.
—No se me ocurre qué podría tener usted en contra de
lady Thurloe. Parece una buena persona.
—Ah, y lo es, de eso no cabe duda. Y su esposo es
más virtuoso aún, si cabe. —
Prácticamente escupió aquellas palabras.
La vehemencia de la que hizo gala le aconsejó que no
continuara con el tema. Elena dirigió nuevamente la vista al frente, con el
corazón latiéndole con fuerza.
—¿Qué vamos a decirle? Su hermana piensa que vamos a
casarnos.
—Y vamos a hacerlo. —Al ver que ella guardaba
silencio, Damon preguntó con brusquedad—: ¿Qué?
Elena sacudió la cabeza, prefiriendo optar por
mostrarse comedida en vez de ceder al impulso de golpearlo en la cabeza.
—Ah, qué sé yo. Si es así como trata a la gente que
se preocupa por usted, no augura nada bueno a su futura esposa.
—Eso es diferente.
—¿De veras? ¿Por qué los odia tanto? ¿Qué es lo que
le han hecho?
—No les odio —replicó—. Simplemente me importan un
bledo.
—Damon —le riñó con suavidad—. No miente usted nada
bien.
Aquel comentario lo hizo volverse hacia ella con una
chispa de sorpresa en los ojos; pero si tenía una respuesta preparada, se la
guardó para sí y continuó conduciendo el carruaje sin decir nada.
—Supongo que bien podría estar hablando con una
pared —comentó Elena a nadie en particular mientras se quitaba una pelusilla
del guante—. ¿Por qué no me cuenta qué sucede?
—Porque no sucede nada.
—Así pues, huyó a Europa para escapar de su familia.
¿Ellos suponían una amenaza mayor para usted que la guerra en curso?
Rotherstone le dirigió una mirada impaciente,
admonitoria en realidad, pero no contestó. Elena sabía que lo estaba enojando,
y aunque era un hombre en extremo formidable, aún no estaba preparada para
dejar el tema.
Cuanto más se negaba él a responder, más se
enfurecía ella.
Aguardó un momento y luego se armó de valor para
realizar una última pregunta.
—¿Por qué no fue a ver a su hermana cuando regresó a
la ciudad? Debió de resultarle doloroso y abochornante enterarse por terceras
personas que asistió usted al baile de los Edgecombe...
—Hágame un favor —la interrumpió bruscamente—. No me
diga cómo he de tratar a mi hermana y yo no le diré cómo debe lidiar con su
madrastra, ¿de acuerdo?
Elena se estremeció ante su tono cortante, pero
acertó a vislumbrar el turbulento sufrimiento que subyacía bajo la fuerte y
refinada fachada de aquel hombre.
Rotherstone la miró con dureza.
—Sus mocosos recibirán una sustanciosa herencia de
mí. Eso es lo único que les importa a ellos o a los demás.
—No es así. ¡Es evidente que ella le quiere!
—Es usted una ingenua —farfulló Damon con amargura.
Sintiéndose
herida por sus palabras, Elena le miró fijamente.
—Al menos no soy una desalmada.
Damon hizo una profunda inspiración y se aisló por
completo de ella.
No volvieron a dirigirse la palabra durante el resto
del camino. Por fortuna ya casi habían llegado, aunque los últimos minutos
parecieron hacerse eternos. El carruaje se detuvo al fin delante de la casa y,
una vez más, el marqués echó el freno, se apeó y rodeó el vehículo para
ayudarla a bajar.
—Hemos llegado. —Le tendió la mano, pero lejos de
hacer gala del encanto que había mostrado a fin de persuadirla para que entrara
en su mansión, la expresión de Damon era en esos momentos del todo
inescrutable.
Aquellos ojos, colmados de secretos, solo le
devolvían desafiantes las preguntas sin responder, tan brillantes e inflexibles
como la hoja plana de una espada.
Luchó consigo misma por dejar pasar el tema. « ¡De
acuerdo!» Si no deseaba confiar en ella, ¿qué podía hacer al respecto?
Si era así como él quería que fuese, Elena solo
deseaba no haber permitido que la besara o haber sido lo bastante tonta como
para dejarse engatusar para entrar en su casa estando los dos solos.
Había sido una locura por su parte poner en peligro
su reputación con un hombre que lo único que deseaba era una muñeca de
porcelana sobre la repisa, no una esposa, ni una persona viva con capacidad
para pensar.
Bajó la vista ardiendo de furia, aceptó aquella mano
firme mientras se recogía un poco las faldas y se apeó de aquel ridículo y
llamativo cabriolé.
Sin mediar palabra, Damon la acompañó hasta la
puerta.
Dio las gracias al cielo porque nadie de su familia
saliera a incordiarla. Lo más probable era que hubiesen ido a celebrar la
posibilidad de poder deshacerse de ella al fin. Poco sabían que la celebración
era prematura, ya que no pensaba casarse con aquel hombre tan duro y frío como
un iceberg que, además, era grosero y dominante.
La gente decía que el infierno ardía en llamas, pero
no podían estar más equivocados: el Marqués Perverso reinaba en un inframundo
de frío y oscuridad.
—¿Es necesario que el día se eche a perder?
—Inquirió Rotherstone con voz suave cuando se aproximaron a la elegante entrada
de la casa—. Considero que todo estaba yendo muy bien.
Elena se dio la vuelta repentinamente, incapaz de
contenerse.
—¡Quiero hacerle una pregunta!
—¿Otra? —murmuró Damon con sequedad.
—¡Sí, y no va a agradarle! Pero le agradecería que
me respondiera con toda franqueza.
Rotherstone se limitó a mirarla fijamente.
—No se le habrá ocurrido organizarlo todo para que
su hermana apareciera mientras estábamos juntos, ¿verdad?
Los ojos del marqués brillaron con furioso estupor.
—Por supuesto que no. —Sacudió la cabeza—. Dios
santo, no confía en mí en absoluto, ¿no es así?
—¿En usted, que proponía manipular a la alta
sociedad? ¡De ningún modo!
—Elena.
—¿Cómo puedo confiar en usted si no le conozco y
cómo puedo conocerlo si no habla conmigo? —Damon bajó la mirada sin tener una
respuesta a aquello, al parecer. Elena lo estudió con atención—. Es un hombre
complicado, lord Rotherstone.
—Vivimos en un mundo complicado —replicó con el
semblante transformado en granito. La había excluido del mismo modo que había
hecho con su hermana.
¿Qué clase de matrimonio le estaba ofreciendo?
¿Compartir la vida y el lecho prácticamente con un desconocido? ¿La fortuna
como sustitutivo del amor?
«De acuerdo.» Elena asintió tensa por la ira, con
una aguda punzada de decepción.
—Muy bien. —Dio media vuelta, sabiendo lo que tenía
que hacer—. Adiós, lord Rotherstone.
—Señorita Gilbert... espere.
—¿Qué quiere ahora? —Sacudió el brazo para liberar el
codo que él le había asido con suavidad.
Damon contempló su rostro, sin saber qué decir.
—¿Se supone que he de enternecerme porque se
comporta como un amargado?
—Simplemente soy así—dijo él con tosquedad—. Le
ruego que no se enfurezca. Ya le dije que no era perfecto. Pero lo estoy
intentando.
—No, no lo intenta, Damon.
—¡Sí que lo intento! ¿Quiere que se lo demuestre?
¡Está hecho! Cuando regrese a casa, yo... —Trató de encontrar algo que pudiera
demostrar que era digno de su sinceridad—. ¡Me afeitaré la perilla! —declaró
pensando de veras que ella volvería a caer rendida a sus pies. Que podría
salirse con la suya.
La media sonrisa esperanzada y picara con la que él
la obsequió lo decía todo. Pero Elena lo miró con expresión gélida.
—No se moleste —replicó; luego entró en la casa y
dejó que la puerta se cerrara de golpe en las aristocráticas narices del
marqués.
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