CAPITULO
7
Dos días
antes del baile, nevó. Elena sintió una oleada de pánico cuando vio el ominoso
color del cielo y el grueso manto blanco que cubría el paisaje.
---No te
preocupes — dijo su madre cuando ella le confió su temor de que la gente no
asistiría a la fiesta debido al mal tiempo— Los habitantes de esta región son
resistentes, no dejarán que una nevada les impida asistir a su diversión.
—No es
justo —se lamentaba ahora la convaleciente—. Me estoy perdiendo toda la
diversión.
La
“diversión” para Katherine Gilbert, era la organización, pensó Elena al
reprimir una sonrisa.
Lady
Anthony había ofrecido, de manera muy generosa, la enorme cocina (de la casona
para que los miembros del comité, encargados de preparar la comida, hicieran
allí el buffet y Elena se dio cuenta, con pena, que su madre ansiaba estar
entre ellas, ayudando.
Los
colores elegidos para la noche del baile eran rosado y plata contra un fondo
blanco. Un generoso y por completo inesperado cargamento de cien globos de
color plateado con forma de corazón, había llegado por correo, enviado por Bonnie
a principios de la semana; la esposa de Taylor los había visto en Knightsbridge
en un escaparate informó a Elena por teléfono y de inmediato, compró toda la
existencia.
Bonnie
parecía tan llena de entusiasmo y confianza en sí, que Elena quiso saber cómo
iban las cosas.
—De
maravilla —respondió su amiga—. La noticia de que va a ser padre otra vez dejó
azorado a Taylor. Está feliz, por supuesto, e insiste en tratarme como si
estuviera hecha de cristal.
—¿Y te
quejas?
—No, en
absoluto. Por cierto, cuando llegue el pequeño, quiero que seas la madrina.
La nieve
dejó de caer antes de la hora del almuerzo, por suerte.
—Se
supone que debo encontrarme con la florista en la mansión de Lady Anthony esta
tarde —informó Elena a su madre mientras compartían la sopa—. No sé si deba
cancelar la cita.
—Siempre
que no tengas pensado conducir hasta allá, no veo problema. ¿Por qué no llamas
por teléfono a la florista y, si ella puede sola, vas a la mansión en taxi?
Elena
aceptó el consejo de su madre. La florista dijo que estaba dispuesta a cumplir
la cita y, como había concertado antes, el padre de la joven se quedó esa tarde
a cuidar de la convaleciente.
Como la
nieve era reciente, el taxista no tuvo dificultad en llegar hasta la casona. Elena
pagó la tarifa y se volvió hacia el sendero particular. Sintió una opresión en
el pecho al ver el auto de Damon estacionado afuera.
Tuvo que
esperar a que el taxista le diera el cambio y vio salir al médico. El viento le
alborotaba el negro cabello. Miró a la joven sin sonreír, con expresión severa,
casi melancólica. La muchacha ansió acercarse a él, tocarlo. “A quién
engañas?”, se dijo con amargura. Sólo saber que él la amaba con la misma
intensidad con la que ella lo quería, podría satisfacer el ansia que le roía
las entrañas.
—Estás
muy pálida. ¿Te encuentras bien?
No lo
había visto moverse y Elena se volvió de repente, sintiéndose indefensa y
estremecida; temerosa de revelarle su vulnerabilidad dijo con voz que pretendía
ser tersa y serena:
—Estoy
bien.
—Pues no
lo parece. Debe ser la tensión de amar a un hombre que pertenece a otra.
Estas
palabras la sacudieron demasiado para ocultar su expresión afligida. Palideció
y lo miró con ojos brillantes de angustia y dolor.
—Elena,
yo. . . —la voz de Damon brotó desde el fondo de su garganta, tensa,
enronquecida por la emoción—. ¿Vale la pena realmente? ¿Por qué no renuncias a
él? Su esposa…
Ella
sintió que sus músculos se relajaban con alivio al comprender a qué se refería.
Durante un espantoso momento, creyó que Damon había adivinado lo que sentía por
él.
Una
camioneta pequeña se acercaba por el sendero y, cuando Elena se apartó, Amanda
salió por la puerta principal de la casa señorial.
Llevaba
puesto un vestido de seda que enfatizaba la esbeltez de sus piernas y las
curvas plenas de sus senos. Comparando su vestimenta con la elegante apariencia
de la otra mujer, Elena suprimió un leve suspiro de resignación. Con razón Damon
se apresuraba a reunirse con esa chica. Se preguntó si el médico se había
percatado ya de que Amanda esperaba algo más que un amorío fugaz. O quizá con
ella sí estaba dispuesto a ofrecer más.
—
Lamento haberme retrasado.
Apartando
la atención de la pareja Elena se volvió hacia la florista, quien se acercaba a
ella con una hermosa sonrisa.
La
puerta frontal había sido cerrada con firmeza después de la entrada de Amanda y
Damon, y Elena se preguntó si la aristocrática joven no sabía que ella iba a
entrar también o trataba, deliberadamente, de ser grosera.
Lady
Anthony en persona las acompañó hasta el salón de baile, para asombro de Elena
La dama se movía con dificultad debido a la artritis pero la secretaria pudo
notar en ella trazas de la belleza que debió poseer en su juventud.
Louise
Fisher la florista sonrió con aprobación al ver el salón
Ella y Elena
ya habían hablado sobre la decoración que necesitarían para el gran acontecimiento
y la joven Gilbert le había mostrado los globos enviados por Bonnie.
— ¡Qué
salón tan hermoso! Es, de verdad, un reto decorar un sitio como éste.
La
florista empezó a describir cómo pensaba arreglar la habitación, mientras Elena
y Lady Anthony escuchaban.
— El
último baile que se celebró aquí fue para celebrar los veintiún años de mi
esposo —informó Lady Anthony. Por un momento, una sombra de tristeza pasó por
su rostro—. Murió al empezar la guerra.
— Sí, me
lo dijo el alcalde — repuso Elena.
Casi de
inmediato, Lady Anthony pareció replegarse en su interior y su expresión se
endureció.
— Mi
padre le ordenó que nunca volviera a poner un pie en esta casa — murmuró la
dama con tono cortante.
Elena y
Louise intercambiaron miradas de asombro.
—Entonces,
¿él y su padre habían reñido, Lady Anthony? — inquirió la secretaria con
suavidad, temerosa de ser indiscreta.
—De
cierta forma. . . pero, no han venido aquí para que hablemos del pasado.
Comprendiendo
que la dama no quería ahondar en el tema, Elena se apartó un poco mientras
Louise estudiaba el salón. Estaban hablando sobre las macetas con plantas de
ornato y las flores que la señorita Fisher pensaba colocar frente al estrado de
la orquesta, cuando Amanda entró, aferrando posesivamente el brazo de Damon.
— Ah,
aquí estás, querida. Estábamos hablando sobre la decoración floral.
Amanda
las miró con aire aburrido y comentó:
— Mami
siempre contrata a Moyses Stcvens. Dice que nadie puede competir con él.
Elena,
quien había oído hablar a Taylor del más importante florista de Londres, pues
solía contratarlo para adornar sus fiestas, se incomodó un poco por la falta de
tacto de Amanda, pero Louise no pareció ofendida en absoluto.
—Sí, son
excelentes floristas, ¿verdad?. —dijo la mujer—. Yo tuve la suerte de asistir a
uno de sus cursos hace dos años y aprendí mucho con él.
Elena
casi aplaudió la habilidad con la que Louise había puesto a Amanda en su lugar,
especialmente cuando no se regocijó con su victoria, sino que procedió a
explicar lo que tenía pensado para la decoración del salón.
Era casi
de noche cuando la florista terminó su tarea. Elena consultó su reloj de
pulsera y preguntó a Lady Anthony si podía usar el teléfono para llamar un
taxi.
-— No
hay necesidad de eso — intervino Damon —. Te llevaré.
—Oh,
pero querido, nos hubiera gustado que te quedaras a cenar. Es tu primera noche
libre esta semana y…
— Lo
siento, Amanda, pero prometí que cenaría con el alcalde. A veces se siente muy
solo, ¿sabes?
El
médico pareció dirigirse a Lady Anthony al decir esto y una increíble duda
cruzó entonces por la mente de Elena. ¿Sería posible que Lady Anthony y el
alcalde hubieran estado ligados, sentimentalmente, en alguna época?
Parecía
imposible, sin embargo. . . Elena apartó estos pensamientos de su cabeza y
trató de rehusar el ofrecimiento de Damon, pero él se mostró inflexible.
El frío
viento del este soplaba cuando salieron. La secretaria se protegió bien con el
rompevientos. No había usado su abrigo de, pieles desde aquella última y fatal
ocasión, pero ahora deseaba habérselo puesto.
De nada
servía saber que Bonnie lo había escogido para ella; los acres comentarios de Damon
todavía la herían.
— Entra.
El
médico le abrió la puerta del auto y la invitaba a subir. El interior del coche
olía a piel y a un indefinible aroma masculino, que Elena reconoció como parte
integral de Damon.
Resultaba
vergonzoso cómo su cuerpo respondía de inmediato a cualquier estímulo
relacionado con él, se dijo Elena, consternada. Era difícil no ceder a la
tentación de recordar lo que había sentido cuando estuvo entre sus brazos,
cuando la besó. . .
Se puso
tensa a la vez que Damon se sentaba a su lado y encendía el motor. Mientras él
daba marcha atrás con pericia, Elena miró por la ventana latera!.
Estaban
a medio camino, por el sendero, cuando él habló, con voz tersa:
—Todavía
no te he dado las gracias por todo el trabajo que has hecho para organizar el
baile, Elena.
—No
tienes nada que agradecer —replicó ella con tono tajante—. Además, no lo hago
por ti.
Después
de eso, él no hizo intento alguno de enfrascarse en una conversación y Elena se
dijo que se alegraba por ello.
Al
detenerse frente a la casa de los Gilbert, antes de bajar del auto, Elena
realizó un último intento para convencerlo de que no fuera a recogerla para
llevarla al baile, pero, para su consternación, Damon exclamó enfadado:
— ¡Por
Dios, Elena! ¿Qué tratas de hacer? ¿Quieres que todo el mundo se entere de lo
mucho que me detestas? Sabes muy bien que tus padres se preocuparán por ti.
— Oh, de
acuerdo —la joven cerró la puerta de golpe cuando bajó del coche y se alejó,
refunfuñando como una niña malcriada. Damon tenía razón, por supuesto; sus
padres se preguntarían por qué insistía ella en tomar un taxi cuando Damon
estaba dispuesto a llevarla en su auto.
-Déjame
verte cuando estés lista.
Si
alguna vez lograba estarlo, se dijo Elena con ironía. Parecía que el teléfono
no había cesado de sonar con llamadas de gente que hacía una pregunta u otra.
La joven ni siquiera estaba segura de si podría reunir la energía suficiente
para asistir al baile. No, no era eso lo que la hacía tan reacia a prepararse
para la fiesta, tuvo que admitir. Era saber que tendría que ver a Damon con
Amanda. . . bailando juntos. . . abrazados.
“¡Basta…basta!”,
se urgió, apretando los puños. Se atormentaba deliberadamente.
No nevó
de nuevo y Elena había logrado llegar a Setondale para que le arreglaran el
cabello. La peluquera, una muchacha joven, le había asegurado que estaría
preciosa con la exuberante cascada de rizos que le enmarcaba el rostro con
delicadeza. Sin embargo, ella no estaba muy segura de eso.
No se
atrevió a darse una ducha para no arruinar su peinado, pero por suerte, tuvo la
precaución de tomar uno antes de salir y, mientras se despojaba de su vestido,
captó las leves trazas del aroma de su loción corporal. Mientras se aplicaba un
poco más, se preguntó para qué se molestaba en hacerlo; después de todo, las
mujeres sólo se perfumaban el cuerpo para sus amantes. Detuvo la mano y hundió
las uñas en su muslo, tratando de no imaginarse como la amante de Damon.
El
último verano en que fueron a nadar juntos, ella quedó a la vez turbada y
fascinada por la estructura viril del cuerpo de Damon. Podía recordar el fino
vello negro que le cubría el pecho y descendía hasta perderse debajo del traje
de baño. Eso había sido poco antes que ella se diera cuenta de la verdadera
naturaleza de sus sentimientos por él, y todavía recordaba la mezcla de
turbación y excitación que experimentara cuando él se despojó de su ropa.
—¿Qué
sucede? —le había preguntado Damon con tono de broma, mientras le acariciaba la
cabeza.
El aroma
de la hierba de verano y el del cuerpo masculino, se habían grabado para
siempre en la memoria sensorial de la joven.
— Damon.
No se
dio cuenta de que murmuraba su nombre. Los ojos se le humedecieron y reprimió
las lágrimas, despreciándose por ser tan débil.
Se puso
ropa interior limpia: diminutas bragas de satén y liguero del mismo color; no
podía ponerse sostén bajo el vestido. No quiso mirarse al espejo mientras se
enfundaba las medias de seda y luego se puso una bata antes de iniciar el
maquillaje.
Ya no
existía la muchacha torpe y desmañada que se fue a Londres; se había convertido
en la mujer sofisticada y madura que la miraba desde el espejo, mientras se
aplicaba con destreza la sombra en los párpados.
Abajo,
el reloj de pared anunció la hora. Pronto llegaría Damon y Elena se estremeció
ligeramente mientras estudiaba su reflejo en el cristal. Estaba lista. Todo lo
que tenía que hacer ahora, era cubrirse con el vestido.
Se lo
puso, batallando un poco con la crinolina.
El traje
fue diseñado para una obra en la que cada detalle histórico debía ser exacto,
pero de cualquier manera, fue un poco inquietante para ella darse cuenta de la
forma en que el escote, bordeado de encaje, revelaba una generosa porción de
sus senos. ¡Y no cabía duda que sus pechos nunca habían parecido tan plenos y
provocativos como en esa ocasión! La tela los moldeaba y sostenía en toda su
turgencia; la joven frunció el ceño y se mordió el labio inferior, dudosa.
De
manera absurda, cuando se puso la máscara, se sintió un poco mejor respecto al
escote, como si de alguna forma ocultarse detrás de la careta le diera cierta
protección a su pudor.
Contuvo
el aliento cuando fue a modelar para su madre, pero no debió haberse
preocupado. Katherine, dando muestras de una liberalidad muy saludable, le dijo
que no debía inquietarse por lo atrevido del escote.
—En
efecto, es provocativo, pero de una manera muy encantadora.
De
cualquier modo, cuando Elena oyó que el auto de Damon se detenía frente a la
casa, cuidó de cubrirse muy bien con la capa de terciopelo que era el toque
final de su atuendo.
— Me voy
— anunció a su madre —. No quiero hacer esperar a Damon.
—Sí. El
me dijo que los miembros del comité se sentarán a la misma mesa esta noche.
Así era,
pero Elena no estaba segura de si Damon tenía la intención de acompañarlos.
Sospechaba que Amanda tendría sus propios planes para la noche, los cuales no
incluirían compartir a Damon con los demás.
Desde lo
alto de la escalera, la joven miró anhelante hacia el lugar donde el médico
charlaba con su padre, sabiendo que no podría verla estudiarlo con ávido deseo.
El llevaba puesto un traje de noche y un puño enorme pareció estrechar el
corazón de la chica mientras lo contemplaba, bronceado y viril, y tan desenfadado
en su costoso atuendo. Lo portaba con una familiaridad que indicaba su
costumbre de vestir con impecable elegancia.
Quizá
eso era lo que debía recordarse de forma constante: la enorme brecha de
experiencia que los separaba, pensó Elena con tristeza. Sin duda, Damon no
había vivido una vida monacal mientras estuvo en los Estados Unidos. El no se
habría mantenido ajeno a las experiencias sexuales por tener su mente ocupada
con la imagen de ella.
Lo vio
consultar su reloj de pulsera y, entonces, comenzó a descender por la escalera.
—Ah,
allí estás mi amor —dijo su padre con una amplia sonrisa—. A ver, déjanos
mirarte. . . Da una vuelta.
—Oh,
papá. . . lo siento. Creo que ya debemos irnos; no es correcto que lleguemos
tarde.
Pudo
sentir la tensión de Damon mientras la escoltaba al auto, pero fue hasta que
avanzaban por el sendero cuando él habló:
—¿Qué
pasa? —preguntó con aspereza—. ¿Temías que tu padre pudiera reconocer que era
un vestido comprado por tu amante? ¿Es por eso que no quisiste mostrárselo?
Por un
momento, ella quedó demasiado perpleja y consternada para hablar ¿Eso era lo
que pensaba? Recordó cómo había mirado la caja, cuando estaban en el tren, y
abrió la boca para contradecirlo, pero las palabras murieron en sus labios.
¿Qué sentido tenía decirle nada? Que pensara lo que quisiera. Sin duda, sería
más fácil soportar su desprecio y hostilidad que tener que luchar contra su
deseo físico; en especial cuando era tan consciente de su propia debilidad y
vulnerabilidad ante él.
Aunque
no tenía mucho que temer del médico en ese respecto ahora y, al encontrarse con
la fría reprobación de sus ojos, se preguntó cómo era posible que alguna vez
hubieran brillado con el fuego del deseo por ella. Al mirarlo en ese momento,
no creía que la hubiese deseado un día.
No
fueron los primeros en llegar; otros autos estaban estaciona dos frente a la
casona. Anticipándose a la intención de Damon de abrirle la puerta del coche, Elena
se apresuró a apearse y se sintió ridículamente torpe cuando él salió del coche
y la miró con una sonrisa helada, sin humor.
— Eres
muy lista — dijo él entre dientes—. Si te pongo las manos encima esta noche,
podría estar tentado a ceder a la violencia. Tienes ese efecto en mí, ¿sabías?
---Entonces
sugiero que busques a Amanda — replicó ella con acritud —. Me parece que es el
tipo de mujer que puede lidiar con un hombre violento. No lo sé; ¡quizá hasta
lo disfrute!
—¡Zorra!
—lo oyó mascullar, antes de tomarla con firmeza del brazo—. No te queda bien, Elena.
¿Es eso lo que él ha hecho contigo. . . convertirte de una muchacha dulce e
inocente en una?.
—¿. .
.mujer? —completó la joven, apartando el brazo con brusquedad. Abrió la puerta
y se apresuró a entrar. Damon la siguió de cerca.
Con una
amarga sensación de satisfacción vio que Amanda se desprendía del lado de su
madrina y se apresuraba a reunirse con el médico. Elena se encaminó hacia el
tocador destinado a las damas, sin dirigir una segunda mirada a Damon o a
Amanda.
Las
esposas de varios miembros del comité ya estaban allí y la secretaria
intercambió saludos y sonrisas con ellas, antes de quitarse la capa. Había
llevado la máscara en la mano y se detuvo frente a uno de los espejos para
ponérsela.
A su
espalda, oyó que alguien decía:
—
Querida, ¡qué vestido tan maravilloso! Me das envidia. Aunque, con mi figura,
ya no podría ponerme algo así —se volvió y vio a la madre de una de sus amigas
—. ¿En dónde lo conseguiste?
Sonriente,
la joven explicó
--Ah,
con razón! De verdad es fabuloso.
— Más
vale que vaya a ver si ya llegaron los músicos — se excusó Elena y salió del
baño. .
En el
salón sólo estaban encendidas las luces de las paredes, y el suave resplandor
rosado que desprendían daba un efecto seductor a la habitación. Los músicos ya
estaban en el estrado; uno de ellos alzó la cabeza y silbó de manera
apreciativa cuando vio acercarse a ellos a Elena; la joven hizo una reverencia,
en actitud de broma, pero de inmediato se puso tensa cuando sintió que unos
ojos le perforaban la nuca.
Supo,
antes de volverse, quién la miraba. Damon estaba junto a Amanda, la cual
charlaba animadamente con su madrina, demasiado enfrascada en la conversación
para percatarse de que su acompañante observaba con especial atención la figura
blanca y plateada de Elena. Después de un rato, el médico alzó los ojos al rostro
de la joven y ella sintió que el salón giraba en torno a ella ante el desprecio
que leyó en sus grises profundidades. Con tremenda angustia, la joven apartó la
mirada y se concentró en su intercambio con los músicos.
—Ah, Elena.
Todo parece bajo control. Las damas del WI han aportado un buffet excelente.
¿Ya lo viste?
Por
suerte, el alcalde le proporcionó la distracción que tanto necesitaba.
—Se
supone que no debía reconocerme con esta máscara —le reprochó la joven,
juguetona.
---¡Oh,
yo reconocería ese pelo donde fuera!
Todas
las mujeres debían conservar puestas las máscaras hasta las doce, cuando sus
compañeros podrían pedirles que se las quitaran al grito de: “conozco
mascarita!”, y pagarían una multa en caso de equivocarse. Esta había sido
sugerencia de Lady Anthony y a Elena le pareció una buena idea, en vista del
ambiente romántico de la velada.
Una hora
después, todos los invitados habían llegado y la pista de baile estaba
atestada. Elena observaba, desde fuera de la pista, a las parejas que bailaban,
tratando de no ver lo bien que se acoplaban Damon y Amanda, ni lo cercanos que
estaban sus cuerpos.
No sabía
cuánto más podría soportar el menosprecio de Damon. Nunca lo había considerado
ególatra, pero sólo podía explicar su hostilidad mediante el hecho de que ella
hubiese preferido a Tayler como amante, según imaginaba el médico, rechazándolo
a él.
Estaba
sumida en sus sombrías reflexiones cuando se le acercó el alcalde para
invitarla a bailar. Ella se levantó de su asiento para encaminarse a la pista
y, al avanzar su crinolina se balanceó graciosamente. Se dio cuenta de que el
vestido había causado sensación, pero eso no le provocaba placer. La mirada
desdeñosa que le dirigiera Damon, le había robado la alegría y la noche se
convirtió en algo que debía soportar.
El
alcalde bailaba asombrosamente bien y su cortesía de caballero del siglo pasado
fue un bálsamo para el alma de la joven, después del mordaz sarcasmo de Damon,
pero, de cualquier manera, se dio cuenta de que no contaba con toda la atención
del hombre mayor. Lo había visto mirar, más de una vez, en dirección de Lady
Anthony y, en un impulso que no quiso analizar, Elena le dijo con voz suave: -
—Lady
Anthony parece muy sola; ¿por qué no la invita a bailar?
— Lo
haría, pero estoy seguro de que me rechazará —el alcalde lanzó una risa seca,
sin humor—. Y no sería la primera vez —una sombra cruzó por su rostro—. Hubo
una época cuando creí que. . . Pero fui un tonto. Su padre quería conservar el
título familiar y la casó con Ronnie. El
y yo estábamos en el mismo regimiento, ¿sabes?
“ señor
Bornes la amaba!”, dedujo Elena, conmovida. Sólo por un momento, había
vislumbrado al hombre detrás de la más cara severa del alcalde impoluto y,
cuando él volvió a mirar a través del salón hacia donde estaba Lady Anthony,
supo con certeza que todavía la quería.
La
música cesó cuando estaban cerca de la mesa de Lady Anthony.
—Bailas
muy bien, querida, y con ese vestido, eres de verdad la reina de la fiesta —los
hermosos ojos azules de la dama se nublaron con una sombra de nostalgia.
En otro
impulso incontrolable, Elena dijo:
— El
alcalde me estaba diciendo que le encantaría bailar con usted, pero que temía
que lo rechazara — no se atrevió a mirar a su acompañante, sin embargo,
percibió su tensión y se preguntó si no habría cometido un tremendo error.
Para su
alivio, vio que Lady Anthony, un poco confusa y sonrojada, no daba señales de
indignación o disgusto.
—Oh,
pues. . . Yo. . . Hace mucho que no bailo. Mi artritis, sabes.
—Tonterías
—dijo entonces el hombre mayor, con tono gruñón— Recuerdo que eras la mejor
bailarina del condado, parecías una sílfide.
Casi sin
creer lo que veía, Elena observó que el alcalde ofrecía una mano con gentileza
a la dama, para ayudarla a ponerse de pie, en el momento en que los músicos
comenzaban a tocar un vals.
Lady
Anthony sonreía al señor Barnes con la expresión de una joven tímida a la que
invitaban a bailar por primera vez.
Tal como
había previsto la secretaria, Damon no se unió al resto del comité, en la mesa
reservada para sus miembros, cuando llegó la hora de la cena. Pudo verlo
sentado al otro lado del salón, con Amanda y tuvo que reprimir los celos
candentes que le quema ron las entrañas.
No comió
mucho y se disculpó tan pronto como le fue posible para levantarse e ir al
tocador de damas, donde revisó su apariencia. Estaba pálida y las manos le
temblaban al aplicarse un poco de rubor y retocar su lápiz labial.
Se
acomodó algunos rizos que escapaban de su peinado y se estudió por un momento
antes de volver a colocarse la máscara, la cual transformó su Rostro, dándole
una apariencia extraña, mágica, difícil de definir. Detrás de la careta sus
ojos brillaban con una luz extraña y la iluminación del cuarto enfatizaba la
plena redondez de sus senos. Todavía se sentía un poco abochornada por el
atrevido escote, pero no había algo que pudiera hacer al respecto y, además, su
atuendo era menos revelador que la esplendorosa creación que vestía Amanda.
Cuando
salió del tocador, las parejas ya habían vuelto a la pista y el maestro de
ceremonias decía con entusiasmo:
— Vamos,
damas y caballeros, se acerca la medianoche; sólo faltan cinco minutos.
Señores, recuerden que si su pareja se niega a despojarse de la máscara,
ustedes pueden cobrarle una multa, que consistirá en….
Tenía
que salir de allí, se dijo Elena, tratando de controlar el dolor que le
atenazaba el corazón. No podía soportar el espectáculo de Damon pasando frente
a ella con Amanda de su brazo.
Se
volvió para dejar el salón y se puso tensa cuando una mano firme la detuvo.
—Creo
que es el momento de que bailemos —dijo una voz familiar y se volvió, azorada,
para encontrarse con la sombría mirada de Damon.
El
aprovechó la turbación de la joven para llevarla al centro de la pista,
hundiendo los dedos en la piel de su brazo para impedirle que se apartara.
—¿De qué
hablas? —protestó la chica cuando el médico se detuvo y la hizo volverse, para
mirarla a la cara y ceñirle la cintura con una mano—. No te había concedido
ningún baile.
—¿No?
Pensé que estaría implícito en el hecho de haberte traído. Mira a tu alrededor.
Dudo que haya muchas mujeres que no estén bailando con el hombre que las trajo
aquí.
—Podrías
bailar con Amanda.
Sus
esfuerzos por desasirse pusieron a sus pechos en contacto más íntimo con el
torso masculino.
A su
alrededor, las parejas bailaban estrechamente enlazadas. Damon inclinó la
cabeza y Elena sintió el roce de su barbilla contra la piel de su frente.
Cuando aspiró el conocido aroma de la colonia masculina, todas sus resistencias
se derrumbaron y sintió que su cuerpo se entregaba, lánguido, al cálido abrazo
del médico. De inmediato, Damon la estrechó con más fuerza contra sí.
—
Siempre nos hemos acoplado bien, Elena — le susurró al oído—. ¿Recuerdas cuando
te enseñé a bailar?
— Lo he
hecho con muchos hombres desde entonces.
Respingó
cuando él le hundió los dedos en la cintura, con fuerza, y se preguntó por qué
lo retaba de esa manera. ¿Por qué no se resignaba a aceptar lo que el destino
le tenía deparado y nada más?
La
crinolina atenuaba la sensación del cuerpo de Damon moviéndose contra el de
ella, pero de todos modos lo percibía y notaba también que, debajo del apretado
corpiño, sus senos estaban hinchados y tensos. Se le formó un nudo en la
garganta y, cuando al terminar la música, Damon quiso quitarle la máscara, ella
alzó una mano para impedírselo.
Demasiado
tarde comprendió su error, cuando escuchó que él comentaba con sarcasmo:
—¿No? La
gente nos mira, Elena; tendré que cobrarte la multa.
Dominada
por la angustia, la joven no se dio cuenta de la razón por la que Damon quería
quitarle la máscara y ahora, mientras varias parejas sonrientes los miraban, no
era posible aducir que fue una equivocación. Incluso el maestro de ceremonias
los había visto y en derredor, la gente rió cuando dijo, por el micrófono:
---Bien,
señoras y señores, parece que tenemos
entre nosotros a una dama reacia Dígame caballero, ¿qué intenta exigir como
multa?
Damon
dirigió a quienes lo rodeaban una sonrisa displicente y dijo arrastrando las
palabras:
---¿Ustedes
qué creen? —y de inmediato rodeó a la joven con los brazos y la besó de lleno
en la boca, en presencia de la divertida concurrencia. Elena nunca se había
sentido tan abochornada en su vida, pero se dio cuenta de que hacer o decir
algo mientras los músicos se preparaban para interpretar otra melodía, sólo
empeoraría la situación.
Amanda
fue la primera en llegar hasta ellos cuando dejaban la pista de baile; lanzaba
a Elena dardos envenenados con la mirada mientras enlazaba un brazo con el de Damon.
Tuvo la sensatez de no decir nada en ese momento, pero la secretaria se sintió
segura de que la sofisticada mujer no estaba complacida en absoluto, a juzgar
por las miradas de reproche que lanzaba a Damon.
Elena se
excusó, diciendo que tenía que ayudar a las damas del comité, pero en realidad
lo que quería era huir de las miradas curiosas y las sonrisas socarronas que la
enervaban, acrecentando su turbación.
Después
de eso, se mantuvo bien alejada de la pista y respondió con diplomacia a los
múltiples comentarios que recibió.
--¡Caramba,
fue como ver una escena de “Lo que el viento se
llevó”! —comentó una robusta matrona con ánimo bromista, mirando a la
joven con maliciosa suspicacia. Elena no sabía dónde ocultar su bochorno;
reconocía que muy pronto ese incidente sería la comidilla de todos en el
pueblo.
Llevaba
hacia el auto de alguien una caja con platos cuando se dio cuenta de que la
temperatura había descendido mucho. El cielo estaba lleno de estrellas y el
aire era tan frío, que casi lastimaba al entrar en los pulmones.
—Creo
que pronto tendremos más nieve —comentó alguien a su lado, con acento lúgubre—.
Puedo olerlo en el aire.
Sin
duda, pensó Elena, temblando, mientras se apresuraba a regresar a la casona. -
La gente
comenzaba a marcharse y ella habría dado cualquier cosa por rechazar la
invitación de Damon de llevarla a casa, pero era demasiado tarde para ordenar
un taxi.
Regresó,
vacilante, al salón de baile, y observó con asombrado placer que el alcalde y
Lady Anthony estaban sentados juntos, charlando animadamente. El hombre mayor
sonrió cuando la joven pasó frente a ellos.
—Excelente
fiesta, querida —comentó.
—Sí, me
hizo revivir mi juventud —subrayó Lady Anthony.
Varios
miembros del comité se sumaron al elogio mientras se despedían y, aunque Elena
revisó dos veces el salón, no pudo ver a Damon.
El temor
y algo más, le paralizaron el corazón. Quizá, después de todo, tendría que
ordenar un taxi como pudiera, o pedir a uno de los concurrentes que la llevara
en su auto.
Tampoco
podía ver a Amanda, y los celos le quemaron las entrañas con su veneno.
Pensaba
que quizá tendría que emprender el camino a casa sola, cuando Damon hizo su
aparición.
Amanda
no estaba con él, pero Elena pudo ver la traza de lápiz labial que tenia los
labios del médico. ¡El carmín que pintara los labios de Amanda!
Todo su
cuerpo pareció sacudido por una oleada de angustioso dolor que la clavó en el
suelo, impidiéndole todo movimiento. No pudo apartar los ojos de Damon mientras
él se acercaba, con expresión severa.
— Creo
que debemos marcharnos.
— Iré
por mi capa y te veré afuera.
Elena se
apartó de él como una autómata, pasando junto a Amanda cerca de las escaleras.
El triunfo brillaba en los ojos fríos de la otra mujer y la secretaria
comprendió que la mancha de pintura había sido una deliberada señal de hostilidad
y advertencia. No habia duda de que Amanda quería hacerle saber que consideraba
a Damon su propiedad privada. ¡Bien, pues que le aprovechara! se dijo Elena con
acritud.
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