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BIENVENIDOS A TOD@S A ESTE BLOG, ESPERO QUE DISFRUTÉIS LEYENDO LAS ADAPTACIONES DE CRÓNICAS VAMPÍRICAS.

COMO SABÉIS LOS PERSONAJES NO ME PERTENECEN Y LAS HISTORIAS QUE ADAPTARÉ TENDRÁN EL NOMBRE DE LA AUTORA AL FINAL DE CADA HISTORIA


GRACIAS

22 febrero 2013

Mentiras Capitulo 03


Capítulo Tres
Damon subió  las escaleras  hasta  el apartamento de Elena. Había muchos escalones en mal estado y zonas sin barandilla. Le parecía increíble que no se hubiera caído  por  las escaleras  en alguna  ocasión.  No sabía si la iba a encontrar en el apartamento, pero  se había  pasado  por el restaurante antes  de ir a su casa y un hombre bastante desagradable, un tal Matt,  le había  dicho  que Elena no estaba allí.


Frunció el ceño  al ver que la puerta de su apartamento no estaba  cerrada con llave. La abrió  y se encontró a Elena de rodillas  en el suelo, buscando algo debajo  de la mecedora. Vio que murmuraba frustrada mientras se levantaba del suelo.

–¿Qué se supone que estás haciendo?

Elena gritó sobresaltada y se giró para mirarlo.

–¡Fuera de aquí! –exclamó ella.

Levantó las manos  para que se calmara.

–Siento  haberte asustado,  pero  la puerta no estaba cerrada con llave.

–¿Y crees  que  eso te da derecho a entrar sin llamar? ¿No se te ocurrió llamar  a la puerta? A lo mejor no te quedó claro ayer, pero no quiero verte por aquí, Damon.

Elena fue a la cocina y la siguió. Vio que abría y cerraba  todos  los armarios. Parecía  estar buscando algo con  desesperación. Ya se había  imaginado que  no le haría  gracia verlo allí, pero  había  tenido la esperanza de que estuviera algo menos  enfadada ese día.

Perdió la paciencia al ver que  se ponía de nuevo de rodillas.  Fue hasta  donde estaba  y la ayudó  a levantarse.

–¿Qué estás buscando?

Elena se apartó para que dejara  de tocarla.

–El cheque. ¡Estoy buscando el cheque!

–¿Qué cheque?

–El cheque que me diste.

Lo sacó entonces del bolsillo y la miró.

–¿Este cheque?

Elena trató  de agarrarlo, pero  él lo elevó por encima de su cabeza.

–¡Sí! He cambiado de opinión y voy a cobrarlo.

–Siéntate, Elena, por  favor. Explícame qué  ha pasado.  Después  de esperar seis meses y de tirarme el cheque a la cara, ¿cómo es que has cambiado de opinión? ¿Te has vuelto loca?

Le sorprendió que  le hiciera caso. Elena se dejó caer en una de las sillas de la cocina  y se tapó la cara con las manos.  Se quedó perplejo al ver que empezaba a llorar.
No sabía qué  hacer.  Nunca  había  podido soportar verla así. Se sintió muy incómodo. Apoyó la rodilla en el suelo y, con suavidad, le apartó las manos de la cara.

Elena apartó la vista. Parecía  avergonzada, como si no quisiera  que él la viera en ese estado.

 –¿Qué  es lo que  ha pasado, Elena? –le preguntó.

–Me han  echado del  trabajo –repuso ella entre sollozos–. Y ha sido por tu culpa.

–¿Por mi culpa? ¿Qué he hecho yo?

Al oír sus palabras, Elena lo miró indignada.

–¿Que  qué  has hecho tú? Nada,  ¿verdad?  Nunca es culpa tuya, no es la primera vez que lo oigo. Seguro que  todo  es culpa  mía,  igual  que  lo fue todo  lo que  ocurrió durante nuestra relación. Limítate a darme el cheque y sal de aquí. No tendrás que volver a preocuparte por mí.

–¿De verdad  esperas  que  me vaya y que  te deje así? –le preguntó él con incredulidad mientras volvía a guardar el cheque–. Tenemos mucho de lo que hablar,  Elena. No voy a irme  a ninguna parte  y tú tampoco. 

Lo primero que vamos a hacer  es ir a un médico para que te haga una revisión en condiciones. No tienes  buen aspecto.  Siento  ser tan  directo, pero  alguien  tiene  que decírtelo.
Elena se puso lentamente en pie.

–No pienso  ir a ninguna parte  contigo. Si no vas a darme el cheque, sal de aquí. No tenemos nada  más de lo que hablar.

–Hablaremos del cheque después de ir al médico–repuso él.

Ella lo miró con desprecio.

–¿Cómo  te atreves  a chantajearme de esa manera?

 –Llámalo  como  quieras, no me importa. Vas a ir al médico conmigo. Si te dice que  estás bien,  te entregaré el cheque y no tendrás que volver a verme.


–¿Seguro? –le preguntó ella con cierta suspicacia. Él asintió  con la cabeza.  Sabía que  ningún médico estaría  satisfecho  con su estado.  Parecía  agotada y estaba pálida.

Vio que  se quedaba pensativa,  como  si estuviera decidiendo si iba a aceptar sus condiciones o no. Respiró  tranquilo al ver que cerraba los ojos y suspiraba.

–De acuerdo, Damon. Iré contigo al médico. Y cuan- do nos diga que estoy perfectamente, no quiero volver a verte.

–Si dice que estás bien, no tendrás que hacerlo. Elena volvió a sentarse en la silla. No podía  creerlo, no parecía consciente de lo mal que estaba. Creía que  necesitaba alguien que  cuidara de ella y se asegurara de  que  comiera bien.  También necesitaba descansar lo suficiente.

–Bueno, deberíamos irnos ya. La cita es para dentro de media  hora  y no sé si habrá mucho tráfico.

Vio que  se había  dado  por  vencida.  Se levantó, tomó  su bolso y fue hacia la puerta.
Elena no dejó de mirar  por  la ventana durante el trayecto  en coche.  Su discusión con Damon había  conseguido  agotarla. Lo quería fuera  de su vida. Ni siquiera podía  mirarlo, era demasiado doloroso.

Vio que  aparcaba frente a un  moderno edificio. Era una clínica médica. Subieron en el ascensor hasta la cuarta  planta y Damon se encargó de hablar con la recepcionista.

Rellenó  los papeles  con  sus datos  médicos  y una enfermera la acompañó al lavabo. El primer requisito era  una  prueba de orina.  Cuando terminó, otra enfermera la llevó hasta  una  de las consultas, allí la esperaba Damon.

Lo fulminó con la mirada al verlo. Abrió la boca para  decirle  que saliera de allí, pero  Damon se adelantó.

–Quiero estar  presente cuando el médico hable contigo –le dijo él.

Se dio cuenta de que tenía esa batalla perdida, no quería discutir  allí con él. Se apoyó en la camilla, tratando de convencerse de que  ya no iba a tener que soportarlo durante mucho más tiempo. En cuanto el médico le dijera  que estaba bien, podría librarse  por fin de él.

Pocos minutos más tarde, llegó un doctor joven y le dedicó una sonrisa.  Le pidió  que se tumbara en la camilla.  Le midió  el vientre  y escuchó los latidos del bebé.  Después,  acercó  una  máquina y le aplicó  un gel transparente en la barriga.

Levantó  la cabeza  sobresaltada al ver lo que  hacía. El gel estaba muy frío.

–¿Qué está haciendo?

–Pensé que le gustaría  ver a su bebé.  Voy a hacerle una  ecografía para  medirlo y comprobar la fecha aproximada en la que  saldrá  de cuentas. ¿Le parece bien?

Elena asintió  con la cabeza y el doctor comenzó a mover  un  aparato sobre  su barriga. Después,  señaló algo en la pantalla de la máquina.

 –Esa es la cabeza –le dijo el médico.

Damon se acercó  para poder ver el monitor. Ella tenía que estirar  mucho el cuello  para  poder observar la pantalla. Al verla así, Damon le colocó  una  mano bajo  la nuca  para  que  pudiera verlo más cómodamente. Se le llenaron los ojos de lágrimas  al ver la imagen y no pudo evitar sonreír.

–Es preciosa  –murmuró ella.

–Sí, lo es –repuso Damon muy cerca de su oído.

–Bueno, preciosa  o precioso –se corrigió Elena.

–¿Os gustaría  conocer el sexo del bebé? –les preguntó el médico–. Podemos intentar averiguarlo.

–No, quiero que sea una sorpresa –le dijo ella.

El médico siguió examinando la imagen y haciendo algunas  anotaciones. Después,  le limpió  la barriga.
Le entregó una  imagen de lo que  acababan de ver en la pantalla. Era increíble tener una  ecografía de su bebé,  pero  estaba  algo nerviosa,  el médico estaba haciendo muchas anotaciones en su libreta.

–Estoy algo preocupado por usted –le dijo el doctor.

Elena frunció el ceño y trató  de incorporarse. Damon la ayudó a hacerlo.

–Tiene  la tensión muy alta y hemos  encontrado trazas de proteína en su orina.  He visto que tiene  las manos  y los pies hinchados y mucho me temo  que no se está alimentando demasiado bien,  debería pesar más a estas alturas  del embarazo. Son síntomas de preclapsia y se trata de una condición muy peligrosa que puede tener consecuencias serias.

 No podía  creerlo. Estaba sin palabras.

–¿Qué  es la preclapsia? –le preguntó Damon al doctor.

–Se trata  de una  complicación que  está asociada con una hipertensión inducida durante el embarazo y con elevados niveles de proteína en la orina.  Puede desembocar en  una  eclampsia. En casos severos, se ponen en  peligro la vida del  feto  y la de la madre–les explicó  el médico–. Si su condición empeora un poco  más, tendrá que  ser ingresada en el hospital y quedarse allí hasta  que  llegue  el momento de dar  a luz. Si no me aseguran usted y su esposo que va a hacer reposo absoluto y a cuidarse más, tendré que ingresarla  en el hospital.

–No es mi… –comenzó ella.

–Por eso no se preocupe –la interrumpió  Damon–. No dejaré  que mueva ni un dedo. Tiene  mi palabra.

–Pero… –protestó Elena.

–No quiero oír ningún «pero»  –le dijo el médico mientras la miraba serio a los ojos–. Creo que no entiende lo peligrosa que es esta condición. Si empeora, podría morir. La eclampsia es la segunda causa de  muerte materna en  los Estados  Unidos  y es la complicación más frecuente con  la que  nos encontramos  durante el embarazo. Esto es muy serio y tiene que tomar todas las precauciones necesarias para que no empeore.

Vio que  Damon estaba  muy pálido  y ella también sintió que se le helaba la sangre.

–Doctor,  le aseguro que a partir de ahora Elena se limitará  a descansar y a comer  –le aseguró Damon.

 El médico asintió  con  la cabeza  y se despidió de los dos.

–Me gustaría  que volviera dentro de una semana. Si siente  un fuerte dolor  de cabeza o ve que empeora el edema de sus manos  y sus pies, vayan directamente al hospital, ¿de acuerdo?

En cuanto se quedaron solos, Elena se sentó  en la camilla. Lo que el médico acababa  de decirles  había conseguido asustarla.  Damon se acercó  y le apretó cariñosamente las manos.

–No quiero que te preocupes por nada, Elena. Estuvo a punto de echarse a reír  al oírlo.  Nunca había  tenido tantos  motivos por  los que  estar  preocupada. Le entraron ganas de gritar y salir corriendo de la clínica.

–Venga, vámonos  –le susurro él.

Dejó que  la acompañara hasta  el aparcamiento y que  la metiera en  el coche  sin protestar. No podía creer  que le estuviera  pasando algo así. Damon encendió el motor y comenzaron el trayecto  de regreso a su apartamento, pero  ella seguía  sin poder hablar. No tenía  trabajo pero,  según  lo que  acababa  de decirle al médico, era mejor  así. De haber seguido  trabajando al mismo  ritmo,  su condición podría haber empeorado rápidamente.

Pero  no sabía cómo  iba a poder subsistir  sin trabajar. Estaba desesperada y no le gustaba sentirse tan vulnerable como lo estaba en esos momentos.

Se sobresaltó al oír el móvil de Damon. Éste contestó la llamada  y lo miró  de reojo  al ver que  pronunciaba su nombre.

 –Vamos ahora al apartamento de Elena, a recoger sus cosas. Reserva dos billetes  desde  Houston y llámame  cuando tengas  el número de vuelo y la hora de embarque. Después,  llama  a la consulta del doctor  Whitcomb en  Hillcrest  y pídeles  que  envíen  el historial  médico de Elena al doctor Bryant de 
Nueva York. Encárgate de mantener las cosas al día en  el despacho, que Linda  revise los contratos que necesiten  mi firma.  Volveré a la oficina  dentro de  unos días.

Damon colgó poco después y guardó el teléfono.

–¿Se puede saber  de qué  estabas  hablando? –le preguntó ella con incredulidad.

–Vienes a casa conmigo –repuso él.

–Por encima de mi cadáver  –replicó  ella furiosa.

–No te lo estoy pidiendo –insistió  Damon con  firmeza–. Necesitas a alguien que cuide  de ti, ya que tú te niegas a hacerlo. ¿Acaso quieres poner en peligro la salud  del bebé?  ¿O la tuya? Dame  una  solución, Elena. Demuéstrame que puedo irme de aquí sabiendo que vas a estar bien.

–¿Es que no entiendes que no quiero nada  de ti?

–Sí, eso me lo dejaste  muy claro  cuando te acostaste con mi hermano. Pero el caso es que ese podría ser mi hijo o mi sobrino. De un modo  u otro,  no voy a irme  de aquí  sin saber  que  estáis los dos bien.  Por eso tienes  que  venir  conmigo a Nueva York. Y, si te niegas, tendré que llevarte a rastras hasta el avión.

–No es tu hijo –le dijo ella.

–Entonces, ¿de quién es?

–Eso no es asunto tuyo.

 –Vas a venir conmigo –insistió Damon–. Esto no lo hago solo por un bebé que ni siquiera  sé de quién es.

–¿Por qué lo haces entonces? Damon no contestó.

Cuando llegaron a su apartamento, salió del coche  antes  de  que  Damon pudiera abrirle la puerta y ayudarla.  Subió las escaleras  tan deprisa como pudo, pero  él la seguía  muy de cerca  y no le dio tiempo a cerrar la puerta de su apartamento antes  de que llegara Damon.

–Tenemos que hablar, Elena.

–Es verdad.  Me dijiste que  podríamos hablar del cheque después de ir al médico. Estabas dispuesto a tirármelo a la cara  cuando me llamaste  prostituta. Ahora soy yo la que quiero ese cheque y poco me importa ya lo que pienses  de mí.

–Ya no hay trato.

–¡Estupendo! –replicó  ella con sarcasmo.

–Quiero que vuelvas a Nueva York conmigo.

–Estás loco –le dijo con  incredulidad–. ¿Por qué iba a ir a ningún sitio contigo?

–Porque me necesitas.

Sintió  un  fuerte dolor  en  el pecho al oírlo  y se quedó sin aliento.

–Ya te necesité en otra ocasión  y no te tuve.

Se apartó de él antes  de que  Damon pudiera contestar.  Estaba  muy asustada,  pero  no  podía  dar  su brazo a torcer.

Damon se había  quedado en  silencio.  Cuando volvió a hablar, notó  algo distinto en  su voz, parecía muy afectado por algo.

 –Voy a salir a la farmacia  para  comprar lo que  te ha recetado el médico. También compraré algo para comer. Cuando vuelva, espero que hayas hecho ya la maleta.

Se sentó en la mecedora en cuanto se quedó sola. Tenía  un  fuerte dolor  de cabeza  y se frotó  la frente para  tratar de aliviarlo. Su vida había  cambiado por completo en  unas  pocas  horas.  Solo un  par  de días antes,  había  tenido un  plan.  Un  plan  bastante bueno. Pero  se había  quedado sin trabajo, tenía  problemas de  salud  y su exnovio  la estaba  presionando para que volviera a Nueva York con él.

No le hacía  ninguna gracia  tener que  hacerlo, pero  se dio cuenta de que iba a tener que llamar a su madre. Se había  jurado que  no  volvería a pedirle nunca nada,  pero  en ese momento se dio cuenta de que no tenía  otra opción.

Tomó  el teléfono y respiró profundamente antes de marcar su número de teléfono. Ni siquiera  sabía si April  seguiría  viviendo en Florida.

Su madre había  dejado de  ocuparse de  ella en cuanto terminó sus estudios  en el instituto. Le faltó tiempo para echarla de casa. Estaba deseando poder vivir con  su último  novio.  Había  tenido incluso  el descaro de decirle  que  ya le había  dedicado dieciocho años, los mejores  de su vida. Años que nunca iba a recuperar y que  había  malgastado criando a una hija que nunca había  querido tener.

Al recordarlo, estuvo a punto de colgar el teléfono, pero  su madre ya había  descolgado.

–¿Mamá? –preguntó ella.

 –¿Elena? ¿Eres tú?

–Sí, mamá.  Soy yo. Te llamo  porque necesito tu ayuda.  Verás… Estoy embarazada y necesito irme  a vivir contigo.

Su madre se quedó en silencio.

–¿Dónde  está ese novio tan rico que tenías?

–Ya no estamos juntos  –repuso Elena–. Ahora vivo en Houston. He perdido mi trabajo y no me encuentro  bien.  Al médico le preocupa mi salud  y la del bebé.  Necesito  un  sitio donde quedarme durante unas semanas,  hasta que esté mejor.

Oyó que su madre suspiraba.

–No puedo ayudarte, Elena. Richard y yo estamos muy ocupados y la verdad es que ni siquiera  tenemos espacio en casa.

Se sintió  muy dolida.  Ya se había  imaginado que de nada  iba a servirle  llamar  a su madre. Colgó  sin despedirse, no tenía  nada  más que decirle.
Su madre nunca había  sido una  madre de  verdad, se había  limitado a cuidarla porque no le había quedado más remedio que hacerlo.

–Te quiero –susurró mientras se acariciaba la barriga–.  Y siempre te querré. Voy a disfrutar de cada momento que pase contigo.

Apoyó la espalda  en la mecedora y miró al techo. Se sentía muy vulnerable. Cerró  los ojos. Estaba agotada…

Se despertó de repente cuando alguien le sacudió el hombro. Abrió los ojos y vio que Damon la miraba preocupado. Tenía  un plato y un vaso de agua en las manos.

 –Te he traído comida  tailandesa –le dijo él.
Era su comida  favorita y le sorprendió que  lo recordara. Se incorporó con dificultad y tomó  el plato que le ofrecía.

Damon fue a la cocina  a por una silla y se sentó a su lado.  Le incomodaba que  él estuviera  observándola mientras comía  y decidió concentrarse en lo que tenía en el plato.

–No te va a servir de nada  ignorarme –le dijo él entonces.
Dejó de comer  y lo miró.

–¿Qué es lo que quieres, Damon? Sigo sin entender qué haces aquí o por qué quieres que vuelva contigo a Nueva York. No entiendo por qué te importa tanto cómo  esté. Me dejaste  muy claro  hace  unos  meses que me querías fuera  de tu vida.

–Estás embarazada y necesitas  ayuda. ¿No te parece motivo suficiente para que quiera ayudarte?

–¡No! ¡No lo es!

Damon apretó enfadado los dientes.

–Muy bien,  te lo diré de otra manera –le dijo él–. Tú  y yo tenemos mucho de  lo que  hablar. Entre otras cosas, he de saber  si soy el padre del niño.  Necesitas ayuda y puedo dártela. Alguien tiene  que cuidar de ti. Necesitas un buen médico y puedo proporcionarte todas esas cosas.

Desesperada, se llevó las manos  a la cabeza  y se dejó caer contra el respaldo de la mecedora. Al verla así, Damon se puso  de rodillas  a su lado  y le tocó  con cuidado un  brazo,  como  si estuviera  acariciando a un animal  salvaje y asustado.

 –Ven conmigo, Elena. Sabes que  somos  nosotros los que  tenemos que  solucionar esta situación. Tienes que pensar en el bebé.

No le gustaba  que  tratara de manipularla de esa manera, haciendo que se sintiera  culpable.

–No puedes trabajar. El médico te ha dicho  que debes  hacer  reposo para  no poner en peligro tu salud  y la del  bebé.  Si no  aceptas  mi ayuda,  hazlo  al menos  por  el niño.  ¿O acaso es tu orgullo más importante que su bienestar?

–¿Y qué se supone que vamos a hacer  cuando lleguemos  a Nueva York, Damon? –le preguntó ella.

–Vas a descansar y, mientras tanto, hablaremos de cómo va a ser nuestro futuro.

Se le hizo un nudo en el estómago al oír sus palabras.  Hablaba con  mucha seriedad y le sorprendió que hablara del futuro de ellos tres.

Sabía que  no  debía  aceptar su propuesta, pero tampoco podía  dejar de hacerlo.
Había  estado  dispuesta a tragarse su orgullo y aceptar el cheque, se imaginó que también podía  hacer lo que le sugería  Damon por el bien del bebé.

–De acuerdo, iré –susurró ella. Damon la miró triunfante.

–Entonces, vamos a hacer  las maletas  y salir de aquí cuanto antes.

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