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BIENVENIDOS A TOD@S A ESTE BLOG, ESPERO QUE DISFRUTÉIS LEYENDO LAS ADAPTACIONES DE CRÓNICAS VAMPÍRICAS.

COMO SABÉIS LOS PERSONAJES NO ME PERTENECEN Y LAS HISTORIAS QUE ADAPTARÉ TENDRÁN EL NOMBRE DE LA AUTORA AL FINAL DE CADA HISTORIA


GRACIAS

29 noviembre 2012

El Marqués Capitulo 13


CAPITULO 13

¡Oh, no, de eso nada!
Atónita al verlo allí, y con el corazón latiéndole con fuerza, Elena se giró y huyó de él. Ignoraba cómo había dado con ella, pero como estaba íntimamente familiarizada con la naturaleza implacable y la inquebrantable voluntad de aquel hombre, no se atrevía a dejar que él volviera a asumir el control.

—¡Elena, vuelve!

Ella lo soslayó, rechinando los dientes al escuchar la orden. 

—No huyas de mí. —Los pasos de Damon se acercaban con celeridad.

La joven se concentró en poner más distancia entre ellos, recorriendo el pasillo del establo en dirección contraria. Damon la siguió con paso veloz e impasible.

—Ten la bondad de detenerte y hablar conmigo, ¿quieres?

—No tenemos nada de qué hablar, milord.

—¡Dime al menos si estás bien!

—¡Desde luego que lo estoy! —Respondió por encima del hombro mientras apretaba el paso—. ¿Acaso me crees incapaz de cuidar de mí misma sin tu ayuda? ¡Estoy bien!

—Pues tu padre no. Está muy preocupado.

—¡Aja! —replicó ella—. Se lo merece.

—No le culpes a él, cúlpame a mí.

—¡Os culpo a los dos! —En su prisa por mantenerse alejada de Damon, estuvo a punto de pisar a un gato del granero que se cruzó en su camino. Lanzó una mirada ceñuda por encima del hombro; el marqués estaba ganando terreno—. ¡Déjame tranquila!

—No. No me he pasado el día buscándote para dejar que vuelvas a salir corriendo.

—¿Cómo has sabido dónde estaba?

—Eso es irrelevante.

—Fue Willie, ¿verdad? Esta mañana actuaba de un modo extremadamente sospechoso. ¡Tenía la corazonada de que me había traicionado! Imagino que escribió a casa, ¿no es así?

—Elena, la muchacha estaba muerta de miedo... por su medio de vida y por la seguridad de las dos. Todos lo estábamos. ¿Cómo pudiste huir de ese modo?

—Ah, ¿se te ha escapado la mercancía? —Lo provocó mientras pasaba apresuradamente junto a un mozo que conducía un caballo moteado hacia el patio—. No te inquietes. Recuperarás tu dinero en cuanto hable con mi tía abuela.

—No quiero que me devuelvan nada. Maldita sea, ¿quieres quedarte quieta y hablar conmigo?

—No tengo nada más que decirte.

Damon soltó un suspiro y dejó de seguirla.

El corazón de la joven retumbaba con fuerza. Al llegar a lo que creyó que era una intersección al fondo del pasillo, giró a la izquierda, pero en el acto se encontró atrapada en un callejón sin salida: el pasillo acababa en el cuarto de los arreos. Tendría que volver sobre sus pasos, pero Damon se puso en marcha de nuevo. Podía oír sus pasos, y al echar un vistazo a su espalda, lo vio acercarse a través de los barrotes de las casillas.

Rápidamente descartó la posibilidad de pasar corriendo junto a él, pues sabía que la atraparía en sus brazos. Alejó aquel recuerdo sabiendo lo agradable que eso podía ser. Luego miró a su alrededor. Parecía que la única ruta de escape era la escalera que llevaba hasta el pajar. Corrió hasta ella, se subió al primer travesaño y comenzó el ascenso.

—Elena, ¿qué estás haciendo? —preguntó él con tono sufrido—. Baja de ahí.

—¡Suéltame! —gritó cuando el hombre la agarró de la cintura un segundo después.

Damon se dispuso a bajarla de la escalera, pero ella se aferró a los laterales mientras lo miraba con el ceño fruncido. Luego le propinó una firme aunque comedida patada, como la coz de un burro, en el estómago para zafarse de él. No empleó demasiada fuerza como para hacerle daño pues, al fin y al cabo, sabía de primera mano que el hermoso abdomen de Damon estaba cincelado en piedra. Tan solo la suficiente para liberarse.

En cuanto él la soltó, Elena subió por la escalera hasta el granero. Enseguida arrojó la escalera para que Damon no pudiera seguirla. Los caballos cercanos relincharon furiosamente, asustados en sus casillas, cuando la escalera cayó con gran estrépito al suelo del establo. Damon profirió una maldición al tiempo que se apartaba.
« ¡Ja!»

Elena buscó con la mirada otro modo de bajar. Si lograba llegar al suelo y correr desde el patio a la posada, seguramente el dueño y su esposa la ayudarían a mantener a raya al apuesto demonio de Rotherstone. O, como mínimo, podría encerrarse con llave en su habitación hasta que él se diera por vencido y volviera a casa. Decidió, no sin sentir cierto remordimiento, asegurarse de no haberle golpeado la cabeza con la escalera.

Con el corazón acelerado, se asomó al borde y ahogó un grito cuando vio que estaba sano y salvo y que corría hacia la escalera más próxima antes de que ella pudiera utilizarla para bajar.

—¡Maldición!

Avanzó velozmente para intentar llegar antes que él, pero Damon fue más rápido. Elena se detuvo en seco cuando él saltó del último travesaño al granero quedando a un par de metros de ella.
Con una chispa maliciosa en los ojos, el marqués derribó la otra escalera tal y como ella había hecho. Elena se quedó boquiabierta. ¡Ya ninguno de los dos tenía forma de escapar!

—¡Ah, eso ha sido brillante, Rotherstone! ¿Cómo vamos a bajar de aquí ahora? —exclamó.

—No vamos a bajar —replicó—. No hasta que arreglemos esto.

—¿Quieren dejar de lanzar escaleras? —Gritó uno de los mozos—. ¡Están asustando a los caballos!

—¡Dadnos un minuto, muchachos! —Vociferó el marqués—. Hay una guinea para cada uno si dejáis esas escaleras donde están hasta que yo os lo pida. Mi amiga y yo tenemos un pequeño desacuerdo que solventar.

—Otra vez despilfarrando dinero —lo provocó ella, pues una guinea era seguramente el equivalente a la paga de quince días de trabajo, como mínimo.

Elena apretó los dientes y lo fulminó con la mirada cuando oyó las conclusiones murmuradas de los mozos.

—¡Sabía que era la amiguita de un hombre rico!

Damon enarcó una ceja.

—Eso es todo, caballeros. Dejadnos a solas un rato, ¿queréis?

—¡Sí, señor! —respondieron los mozos con entusiasmo.

—A por ella —bromeó uno en voz baja, provocando las carcajadas soeces de sus compañeros.

Elena miró a Damon mientras sacudía la cabeza en tanto que, abajo, los mozos se dispersaban para darles privacidad.

Parecía inútil protestar o exigir que uno de los muchachos colocara la escalera para que pudiera bajar, pues el manto sombrío que cubría el rostro cincelado de Damon le decía que él la perseguiría hasta los confines de la tierra hasta que no hubiera quedado satisfecho.
Por lo visto, la única opción que tenía era enfrentarse a ese demonio.

Damon se acercó a ella; alto, increíblemente musculoso, vestido de negro de pies a cabeza. El heno desparramado crujía bajo sus botas de piel. Aquel hombre la miraba con ojos penetrantes. El sesgado haz de luz que se colaba en el granero a través de la abertura rectangular por la que podía arrojarse la paja al patio, formaba un halo dorado salpicado por partículas de polvo que suavizaban ligeramente los duros contornos de la mandíbula y los pómulos del marqués.

—Lo único que te pido, señorita Gilbert, es que me concedas un momento y me escuches.

—Estoy segura de que ya oí suficiente anoche —replicó mientras cruzaba los brazos a la altura del pecho—. ¡Y no se te ocurra engatusarme para que no me sienta como me siento! Tengo derecho a estar furiosa. Si apostaste tu descomunal ego a que ibas a conquistarme, ¿de quién es la culpa? Ciertamente no es mía. ¿Has quedado en ridículo ante la sociedad? Es obra tuya. Anoche te comportaste como una bestia salvaje, y lo sabes.

—Lo sé —reconoció él apretando los dientes—. Por eso estoy aquí, para decirte que lo siento.

La disculpa pilló a Elena por sorpresa. Enarcó una ceja.
Damon dejó escapar un suspiro y se detuvo, inmovilizándola brevemente con una mirada torturada.

—Me odio a mí mismo por hacerte daño.
Elena lo escrutó con recelo.

—Lo lamentas.

—Sí.

—¿Por qué debería creerte? —respondió sin bajar la guardia, resistiéndose con todas sus fuerzas a la debilidad que sentía por él—. Dirías cualquier cosa con tal de salirte con la tuya. Eso ya lo has demostrado. ¿Cómo sé que no se trata de una nueva estratagema?

—¡Es la verdad! —Bramó, luego bajó la mirada—. Lo lamento. Más de lo que nunca llegarás a saber. ¿Crees que no sé lo que he hecho, que lo he estropeado todo entre nosotros?

A Elena se le encogió el corazón y el alma comenzaba a dolerle al ver el velo de tristeza y desamparo que rodeaba a Damon, pero luchó por no dejarse arrastrar de nuevo.

—De acuerdo. —Tragó saliva y alzó la barbilla—. Aceptaré tus disculpas si es necesario, con tal de que te marches.

—Gracias —respondió él, levantando la cabeza—. Pero me temo que no voy a irme de aquí sin ti.

—¿Qué?

—Le prometí a tu padre que te encontraría y te llevaría a casa sana y salva.

—Ah, ¿de veras? —gritó con furia renovada y las mejillas enrojecidas—. ¡Vaya dos! Bien, pues podéis iros ambos al infierno, porque no pienso ir a ningún lado contigo, lord Rotherstone. ¡No voy a casarme contigo y jamás tendrás el derecho a decirme lo que tengo que hacer!

—Oh, Señor —masculló Damon entre dientes, y la miró con una mezcla de dolor y humor mordaz. 

Vencido, se sentó cansinamente en una bala de heno.
Ella se quedó de pie temblando de indignación.

—Si me escuchases... Intento decirte que ya no es necesario que huyas, señorita Gilbert. Puedes renunciar a este despropósito y volver a casa.

—¿Por qué?
Damon la miró con dureza.

—No voy a perseguirte más. —Luego agachó la cabeza—. Has ganado, Elena. Retiro mi proposición de matrimonio. He hablado con tu padre y vamos a solucionar sus problemas económicos, estoy seguro de que tienen fácil remedio, pero el caso es que tú ya no estás implicada. He venido para decírtelo personalmente. Ten la seguridad de que no estoy aquí para capturarte ni para ganarme tu mano. Solo he venido porque me preocupas y porque le he prometido a tu familia que te encontraría y te llevaría sana y salva a casa. Después de todo, yo he tenido la culpa de que huyeras.

Elena necesitó de un prolongado momento para asimilar aquella revelación.

—Así pues, ¿ya no deseas casarte conmigo?

Pese a que era exactamente eso lo que Elena había anhelado la noche pasada cuando rompió el compromiso concertado, ahora que por fin él había accedido comenzaba a notar una alarmante sensación de desequilibrio.

—No se trata de lo que yo quiera —respondió Damon con un suspiro hastiado.

—Ah, cierto —repuso escéptica—. Casi lo olvidaba. No era a mí a quien en principio querías, ¿verdad? No he sido más que una herramienta para tu mezquina venganza contra Stefan.

—Puedes creer eso si te place.

—Ahora comprendo por qué no me contaste la verdadera razón de tu interés por mí. Todas esas bonitas mentiras sobre por qué me habías elegido entre todas las jóvenes de Londres para ser tu marquesa... —Sacudió la cabeza y luchó contra el nudo que se le estaba formando en la garganta

—. Me siento una estúpida, Damon, porque casi te creí, ¿sabes?

—¡Y deberías hacerlo! —Se puso en pie, con el rostro teñido de cólera—. Todas las razones que te he dado de mi admiración por ti eran ciertas.

—Mm.

—¿Vas a creer las palabras de Stefan? —Exigió saber—. ¿Un hombre que ha estado contando mentiras sobre ti? ¿Piensas que él sabe de lo que habla en lo que a mis sentimientos se refiere?

—No lo negaste. —Los ojos se le llenaron de lágrimas—. Cuando dijo que había un desafío entre vosotros dos con respecto a mí, el silencio fue tu única respuesta. ¡Eso es igual que una confirmación! ¡Y para mí tiene sentido! —Insistió al ver la expresión frustrada de Damon—. Tu proposición fue del todo inesperada. Me escogiste principalmente por motivos fríos y prácticos; solo contaban tus necesidades y deseos, o en qué podría serte de utilidad. Y, luego, cuando vi que me alejabas igual que hacías con tu hermana...

—¿Qué importa ya todo esto? —la interrumpió furioso. Se pasó los dedos por el cabello negro, como si estuviera armándose de paciencia—. Ya me estabas expulsando de tu vida cuando Carew intervino, y sigo sin entender por qué. ¡Creí que todo iba bien entre nosotros!

—¡Oh, no es posible que creyeras que lo que me hiciste en el salón había solucionado las cosas! —susurró ruborizándose al recordar cómo la boca de Damon se había paseado por todo su cuerpo.
Él la miró fijamente, perplejo, y dejó caer los brazos de nuevo.
Elena sacudió la cabeza y se presionó la frente con los dedos, intentando ser paciente.

—Damon... francamente. ¡Mucho mejor te hubiera ido si desde un principio hubieras sido sincero en vez de utilizar todas esas tácticas y engañarme con tus juegos!

—Yo no juego...

—¡Ah, sí que lo haces! —Bramó la joven—. Desde que te vi en Bucket Lane, cuando engañaste a aquellos rufianes fingiendo estar borracho...

—¡Para salvarte el pellejo, mi amor!

—Todo tiene que estar envuelto en un halo de misterio. ¡No puedo soportarlo más! —gritó—. Aparte de lujuria, ¡ignoro lo que sientes por mí! ¿Por qué no puedes ser sincero para que sepa a qué atenerme contigo? Damon... —Le cogió el rostro entre las manos con frustrante afecto, muy a su pesar—. Siempre he estado dispuesta a que me gustes, por decirlo con delicadeza, pero nunca me atreví a dejar que mis sentimientos volaran libremente porque nunca sentí que podía confiar en ti.

—Puedes confiar en mí—susurró, posando una mano sobre la de ella contra la mejilla—. Haría cualquier cosa por ti, Elena.

—Excepto arriesgarte a abrirme tu corazón —replicó—. Ahora sé por qué. Porque tu interés por mí tenía más que ver con Stefan que conmigo.

—¡Señor, dame paciencia! —Damon se apartó de ella y se volvió, dándole la espalda por un momento.

Elena lo miró fijamente, percatándose de la furia que reflejaba la rigidez de sus hombros.

—De acuerdo —gruñó Rotherstone al cabo de un momento—. ¿Quieres la verdad? Lo reconozco. 

—Se volvió lentamente y se enfrentó a su mirada con suma cautela—. Es cierto que la necesidad de tener herederos fue lo que impulsó la búsqueda de una esposa y que la funesta reputación de mi familia me obligó a poner las miras en una debutante hermosa y de buena cuna, criaturas que, por regla general, me aburren sin remedio. Cuando descubrí que existía una joven adecuada llamada Elena Gilbert que había rechazado a mi adversario de la infancia, admito que pensé que podría resultar... divertido fastidiarle un poco dándome el gusto, tal vez, de flirtear un poco con ella. Pero, por Dios, Elena... entonces te vi.

Ella se estremeció ante la intensidad de la pasión que veía en sus ojos y se conminó a no dejarse vencer por las primeras señales de flaqueza. Cuando Damon la miraba de ese modo le temblaban las rodillas.
El marqués sacudió la cabeza.

—Todo cambió en el preciso instante en que mis ojos se posaron en ti. Todo cambió... dentro de mí. Cuanto más sabía de ti... me has llegado al alma.

—No digas eso —le advirtió con un hilillo de voz, aferrándose a los últimos jirones de su resolución para despreciarlo—. Es demasiado tarde. No te creo. Me conozco tus mentiras.

—Te juro por san Miguel que digo la verdad.

A Elena le aterraba dejarse arrastrar de nuevo por el encanto magnético de aquel hombre y, sin embargo, la sinceridad de aquellas apremiantes palabras reverberaba por todo el granero.

—No me refiero únicamente a tu belleza —agregó él de manera significativa—. He conocido mujeres hermosas antes, pero no eran como tú. No hay nadie como tú. Ninguna de ellas podría ganarse jamás mi confianza.

—¿Confías en mí?

—Te lo dije el primer día que fui a tu casa. 

—Entonces, ¿por qué te resulta tan difícil ser más sincero conmigo?

—Qué sé yo —dijo suavemente, sacudiendo la cabeza—. Siempre he sido así. Solo sé que me buscaste en el baile de los Edgecombe y que fuiste la única persona a quien le importó si me marchaba o me quedaba. Hablaste conmigo y te encontré... encantadora. —La miró unos instantes y luego bajó la vista—. Esa noche tuve que marcharme, pero desde aquel momento supe que eras la única mujer para mí. Y cada vez que hemos estado juntos desde entonces ha servido para reforzar mi certeza. —Hizo una pausa—. Discúlpame, pero no tengo por costumbre mostrar mis emociones abiertamente. Si las razones que te he dado de por qué te quiero no te parecen sinceras, como dices, acaso sea porque lo que siento por ti me asusta terriblemente.

Sorprendida, Elena hizo cuanto pudo por asimilar las palabras de Damon.

—¿Tú, asustado? —murmuró todavía dudando. Damon parecía no asustarse nunca por nada. Él asintió despacio.

—He intentado buscar razones cuerdas y lógicas que expliquen esta... obsesión que has provocado en mí. He intentado decirme a mí mismo que no es más que un matrimonio de conveniencia para engendrar herederos. Nada que pueda resultar alarmante. Pero no es así como me siento.

—¿Cómo te sientes, Damon? —lo instó con voz queda.

Damon lo consideró durante un prolongado momento, como si mirase detenidamente en su interior.

—Perdido, Elena... Y no es un sentimiento fácil de sobrellevar para un hombre que siempre sabe a qué atenerse.

La joven sintió que las lágrimas empezaban a escocerle en los ojos. Deseaba estrechar entre sus brazos a aquel hombre, tan experto en tantas cosas y tan desesperado en lo referente a asuntos del corazón. Era evidente que Damon la necesitaba.

—Nunca he experimentado nada semejante, y he experimentado muchas cosas, créeme. Pero nunca esto. Jamás... he conocido a nadie como tú. Eres lo primero en lo que pienso cuando me levanto por la mañana y lo último que veo en mi cabeza cuando me duermo. No me malinterpretes, sentirse perdido no es todo sufrimiento —se corrigió—. Porque cuando estoy contigo me siento maravillosamente dichoso. Si lucho con demasiado empeño por ti, Elena, es solo porque no quiero perder esto ni perderte a ti. Hasta ahora no había tenido nada semejante, ¿sabes? Has abierto nuevas puertas dentro de mí que... Oh, Dios, parezco ridículo. —Cerró los ojos y se volvió—. ¿Por qué no me disparas y acabamos con ello, por favor?

—No quiero dispararte. —Las lágrimas que había intentado contener le empañaron la visión—. Y en absoluto creo que parezcas ridículo.

Elena se sentó temblorosamente en una bala de heno, ya que las piernas amenazaban con no sostenerla por más tiempo.

—Bien. —Damon abrió los ojos, con las manos apoyadas en la cintura y la cabeza gacha—. Por alguna razón creí que tus sentimientos eran los mismos —dijo con voz grave y profunda—. Pero la noche pasada me dijiste que habíamos terminado. No lo entendí entonces y sigo sin entenderlo ahora. —Se encogió de hombros con cansancio—. No sé qué más hacer o decir para conquistarte. 

Lo he intentado y, obviamente, nada ha dado resultado. Anoche, cuando vi que iba a perderte de verdad, supongo que me obnubilé.

—Es cierto, Damon, pero también vi que Stefan no dejaba de provocarte —lo disculpó con cautela

—. Ambos sabemos que, de haber querido, podrías haberles hecho algo mucho peor a los tres hermanos Carew.

Damon se encogió de hombros, evitando su mirada.

—En una ocasión te prometí que no consentiría que ningún hombre te faltase al respeto en mi presencia, y lo he cumplido. En cualquier caso, debería haberme ocupado de él más tarde y no delante de ti. Uf... basta ya de hablar de esto —declaró como si se sacudiera de encima las peligrosas emociones que cargaban el ambiente—. No pienso poner excusas. Tenías razón al deshacerte de mí, y se acabó.

»Sobre todo quería que supieras que lamento todas las maneras en que he intentado... presionarte para que hicieras algo que no deseabas. Lo que importa es lo que tú deseas. —Respiró profundamente y prosiguió con valentía—: Decidas lo que decidas con respecto a mí, lo aceptaré. Si solo quieres un amigo, eso seré para ti. Si no quieres volver a hablarme, guardaré las distancias. Si lo único que deseas es un perro guardián que se enfrente a cualquier necio que te moleste, avísame. Respetaré tus deseos, cualesquiera que sean. Tu felicidad, señorita Gilbert, es lo único que me importa en estos momentos.

Elena podía sentir que estaba perdiendo la batalla: los labios le temblaban y las lágrimas le anegaban los ojos. Había llegado la hora de realizar una última y dolorosa confesión. Le asustaba decirlo, pero que fuera lo que Dios quisiera.

—Damon, lo único que siempre he deseado es casarme con alguien que me ame por mí misma. ¿Es eso demasiado pedir?

—¡En absoluto! —Damon se arrodilló ante ella en un abrir y cerrar de ojos. Tomó sus manos y la miró con gravedad—. Aún puedes.

—Damon... —Agachó la cabeza. Un par de lágrimas rodó por sus mejillas hasta las manos unidas de los dos.

El apoyó la frente contra la de Elena y guardó silencio por un instante, como si estuviera armándose de valor.

—¿Elena?

—¿Sí? —Contuvo el aliento mientras esperaba a que él hablara.

—Si te amase por ti misma —susurró—, ¿me amarías tú de igual modo? No por el título ni la fortuna que poseo. Siendo plenamente consciente de que, a veces, actúo como un maldito bastardo. ¿Podrías amar a alguien así?

—Oh, Damon —acertó a decir—. Ya te amo.

Damon se separó lo suficiente para mirarla a los ojos con aturdimiento.

—¿De veras?

Elena asintió de forma categórica mientras contenía un sollozo.

—Por ese motivo intenté poner fin a nuestro compromiso anoche.

—Discúlpame, pero ¿intentaste romper el compromiso porque me amas? —Frunció el ceño.

—¡Sí, y por eso todo esto ha sido tan duro para mí! ¿Acaso no lo ves? Tú me excluiste y yo... ¡quería que mi amor fuese correspondido! ¿Qué otra cosa podía hacer mientras aún me quedaran fuerzas? No deseaba dejarme arrastrar a una pesadilla de por vida, amar a alguien a cuyo corazón no pudiera llegar. Anhelaba que mi amor fuera correspondido en igual medida.

—Y lo es. Lo es —susurró Damon mientras le cogía el rostro entre las manos y le limpiaba las lágrimas con los pulgares. Luego se acercó y depositó un beso ferviente en la frente de Elena.

—Eso dices ahora —repuso la joven con cautela cuando él se separó—, pero ¿y mañana? Cuando te cierras como hiciste tras la visita de tu hermana resulta difícil saber qué piensas; ¿cómo voy a saber qué sientes? Y si desconozco tus sentimientos, sobre todo hacia mí, ¿cómo puedo entregarme como es debido a un compromiso como el matrimonio? Se espera que la esposa le ceda al marido el control sobre su vida, ¿y cómo voy a hacer tal cosa, mucho menos entregar mi corazón, si ni siquiera te conozco?
Damon la miró a los ojos, absorto en cada una de sus palabras.

—Damon, si me entrego a ti en matrimonio, quiero que tú hagas lo mismo. Quizá espero más que la mayoría de las mujeres, pero no quiero arriesgarme a un futuro aciago bajo tu dominio y control mientras que tú te conviertes en un extraño para mí. Esa clase de matrimonios abundan en la alta sociedad...

—Santo Dios, si así es como crees que será tu vida estando casada conmigo, ¡no es de extrañar que sigas sin aceptar! Mi adorado ángel, es una idea errónea —la riñó suavemente.

—¿De veras?

—No tiene por qué ser así. Elena, escúchame. —Se llevó la mano de la joven a los labios mientras le sostenía la mirada y le besó los dedos. Luego prosiguió—: No deseo controlarte ni dominarte en modo alguno. ¿Qué importa que el resto de la sociedad viva de esa forma? No estamos obligados a seguir sus normas. Mi vida es prueba de eso, como mínimo. Podemos hallar la manera de vivir que más nos convenga a los dos.

—¿Te refieres a... un matrimonio nada convencional?

—Un matrimonio por amor —susurró él con la mirada colmada de ternura—. Haremos nuestra propia patria y tú serás la reina.

—Oh, Damon. —Lo miró fijamente. Aquello era justo lo que esperaba que dijera.
Elena adoraba el alma de aquel hombre.

—No deseo dominarte, cielo. Solo quiero tu amor. —Sacudió la cabeza—. Dios, no quería reconocer eso.

—¿Por qué?

—Nadie me ha amado nunca —dijo dubitativo, con un hilillo de voz—. Es uno de los motivos por los que no soy demasiado franco, como tú dices. Supongo que pensaba que cuanto menos supieras de mí más posibilidades tendría de conquistarte.

—¡Oh, Damon! —exclamó, reprochándole tiernamente—. Ay, qué equivocado estabas.
El insistió un poco más, con expresión atormentada.

—Si me das otra oportunidad pasaré el resto de mis días buscando formas distintas de hacerte feliz.

Embargada por las emociones, cogió el rostro de Damon entre las manos y lo besó poniendo todo su corazón en ello. Él respondió con un suave gemido, amoldando las manos sobre la cintura de la joven.

Al principio se mostró un tanto indeciso, pues quería dejar que fuera ella quien estableciera el ritmo. Pero Elena era una tea ardiente que se aferraba y acariciaba al marqués para atraerlo más cerca. El la rodeó con los brazos hasta que sus cuerpos se unieron sin que ni un solo centímetro los separase.

Elena pasó un brazo alrededor del cuello de Damon y enroscó los dedos en su cabello mientras le devolvía los besos, lentos, profundos y más maravillosos de lo que jamás soñó. El increíble roce de la boca del hombre le hacía ansiar mucho más. Bajó las manos por la musculosa espalda masculina. Lo deseaba con toda su alma.

Damon solo necesitó una suave caricia para dejarse convencer y la tumbó, entre un susurro de heno, para colocarse a continuación encima de ella, deslizándole el antebrazo bajo la cabeza para que la joven se apoyara.
A Elena le hervía la sangre cuando alzó la vista hacia sus ojos. «Hazme el amor.»

—Me embriagas —susurró Damon, obligándose a detenerse.

—Oh, Damon. —A pesar de que la delgada capa de heno que cubría los tablones de madera del suelo del granero no era, ni mucho menos, una cama, Elena se deleitó sintiendo el peso de aquel hombre sobre ella. Entonces vio la preocupación que reflejaba su ceño fruncido—. ¿Qué sucede, amor mío?

—Tal vez estarías mejor sin mí —dijo Damon, con la voz cargada de tristeza—. He sido un egoísta, pero quizá...

—¡No seas ridículo! —Le posó un dedo sobre los labios para hacerlo callar—. Has dicho que la decisión era mía.

Damon la miró a los ojos, dándose cuenta de que Elena estaba hablando del futuro de ambos... allí, en aquel momento.

—Te amo —susurró—. Y estoy preparada, Damon.
En el rostro de él se dibujó una expresión de pura pasión.

Capturó de inmediato los labios de Elena y la besó con desenfrenado abandono, ansiando entregarse a ella allí mismo, en aquel instante, antes de que la joven perdiera el valor. Ella le respondió con el mismo ardor, atrapada en aquellos besos devastadores, gozando al sentir el calor de la mano de Damon sobre el pecho. Estaba tan absorta que cuando escuchó el sonido de las ruedas de otro coche de postas que entraba en el patio de la posada, no le prestó la menor atención.

Hasta que pasaron dos minutos.

Resultó que no se trataba de un coche de postas. El barullo de criados y el gran alboroto que se produjo a continuación anunciaban la llegada de una personalidad muy importante.
Al principio, las voces que llegaban desde abajo no consiguieron penetrar en el frenesí de éxtasis carnal que envolvía el granero, tampoco interrumpir la encarnizada lucha interna del Marqués 

Perverso, que se debatía entre cumplir los deseos de Elena y desflorarla allí mismo o esperar hasta que se encontraran en un lugar y una situación más propicios para hacerle el amor por primera vez. Sin embargo, Elena bajó la mano y lo tocó sin pudor en ese lugar que ratificaba sus preferencias al respecto.
Pero, en aquel instante, la voz estentórea del viejo dragón rasgó el aire.

—¡He venido a ver a mi sobrina! Vaya a buscar a la muchacha ahora mismo e infórmela de que estoy aquí.

Elena ahogó un grito, quedándose completamente inmóvil debajo de Rotherstone.

—Maldita sea —susurró Damon mientras los dos dirigían la vista hacia la puertecilla al fondo del granero.

—¿Qué significa esto? Lo he dejado todo para acudir en ayuda de lo que, conforme he sido informada, se trataba de una emergencia. Llevamos toda la noche viajando. Bien, ¿dónde está mi sobrina?

A continuación se escuchó la voz de Wilhelmina: —Le pido mil perdones, duquesa de Anselm; la señorita Elena fue a los establos hace un rato.

—Mm, si habla de la joven con el pelo rubio —intervino uno de los mozos—, está en el granero. Y... no creo que desee que la molesten, milady.

—¿En el granero? ¡Por Dios! ¡Elena Gilbert! ¿Estás ahí? ¡Sal de inmediato!
Damon y ella se miraron el uno al otro con los ojos como platos. 

—Está bien —repuso él.

El marqués se levantó de encima de la joven y ella se incorporó, pero las mejillas sonrosadas, la ropa arrugada y las briznas de paja que llevaba en el cabello no dejaban lugar a dudas de lo que había estado haciendo.

Elena exhaló con dificultad, tratando de que su respiración se normalizase. Luego miró a Damon en busca de las impresionantes dotes de mando de las que este hacía gala en medio de una crisis.

—¿Qué hacemos?

—Tú decides —respondió él de modo significativo.

La joven consideró atentamente las palabras de Damon durante un prolongado momento, tras lo cual le obsequió con una sonrisa comprensiva y agradecida y lo besó en la nariz.
Una vez se armó de valor, se puso en pie y se acercó a la abertura rectangular para asomarse por ella.

—¡Hola, tía abuela Anselm! ¡Estoy aquí arriba!

El viejo dragón levantó la cabeza. Llevaba el cabello canoso recogido en un apretado moño y su rostro severo denotaba estupor.

—¡Por los clavos de Cristo, Elena Gilbert! Baja de ahí antes de que te caigas y te rompas el cuello.

Había una considerable altura hasta el suelo.

—¿Tendría alguien la bondad de acercar la escalera? —solicitó Elena.

La formidable duquesa se encontraba junto al magnífico carruaje de su propiedad, con un número cuantioso de lacayos para asistirla. Willie se protegía los ojos con la mano mientras miraba hacia Elena, perpleja. Y Elena volvió la vista por encima del hombro hacia el granero y, acto seguido, tendió la mano hacia Damon.

—¿Qué estás haciendo ahí arriba, Elena? —Exigió saber la duquesa mientras los criados parecían reprimir la risa—. ¡Dios bendito! ¿Quién es ese hombre que está contigo? —gritó el viejo dragón cuando el marqués se acercó y se colocó junto a Elena en la pequeña puerta.

La pareja intercambió una mirada. Elena obsequió a Damon con una sonrisa y luego dirigió la vista hacia la poderosa aristócrata.

—¡Tía Anselm —anunció—, este es mi prometido!

De pronto deseaba gritarlo a los cuatro vientos y echarse a reír, a pesar de la expresión horrorizada de su tía abuela al encontrarla en semejante situación. 
Damon se había ruborizado ligeramente, pero parecía que ambos resplandecían.

—¡Bien, eso espero! —replicó la duquesa, irguiéndose de forma grandilocuente, lo cual indicaba que, en las presentes circunstancias, su excelencia no toleraría ningún otro desenlace.

Estaba decidido, pues. Los dos se verían ante el altar.

—¡De acuerdo, baja de ahí y haz las presentaciones! —ordenó la anciana, dejando entrever el afecto que sentía bajo aquella actitud severa.

—¡Sí, tía!

Elena tomó a Damon de la mano cuando dejaron el ventanuco y, en cuanto estuvieron fuera de la vista de todos, lo besó de nuevo. Él la rodeó con un brazo.

—Gracias —le susurró Rotherstone al oído—. Me encargaré de que jamás lo lamentes.

—Lo sé. —Cerró los ojos, sumida en un estado de maravillada euforia—. De ahora en adelante, depositaré mi confianza en ti.

—Y yo en ti, cariño. —Se escuchó un estrépito a su espalda cuando uno de los mozos colocó la escalera en su lugar—. Tu tía parece un formidable adversario a tener en cuenta.

—Ah, así es —respondió sonriendo—. Pero no te preocupes, no hay mujer capaz de resistirse a tu encanto, como bien sabes.

—Será mejor que bajemos. Uf, Elena... —Damon comenzó a reír pues la joven parecía incapaz de dejar de abrazarlo.

Ahora que él la había atrapado, Elena no deseaba dejarlo marchar.

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