CAPITULO 06
—Dos semanas más tarde Elena estaba en su dormitorio
de la planta superior, atareada escribiendo cartas a algunos de los conocidos
filántropos de la ciudad, con respecto a la apremiante situación de los
huérfanos de Bucket Lañe y el edificio en venta que deseaba conseguir para
ubicar en él su nuevo hogar.
Estaba considerando la idea de incluir a lord
Rotherstone en su lista de posibles benefactores, pues todo el mundo decía que
era tan rico como Creso y, además, había sido testigo presencial de los
peligros que arrostraba el actual emplazamiento del orfanato.
Al menos ese era el motivo por el que se decía que
deseaba escribirle. Sin embargo, si era franca consigo misma, la verdad era que
desconfiaba de sus propios motivos con respecto a aquel hombre.
¡Era del todo imposible que su apremio por escribir
a lord Rotherstone guardara relación alguna con su deseo de hacerle recordar su
existencia!
El marqués había estado constantemente presente en
su cabeza desde el baile pero, para mayor frustración suya, lord Diabólico no
había vuelto a aparecer en sociedad.
Ignoraba por qué debía preocuparse por eso.
Apenas acababa de conocer a aquel hombre y volver a
verlo le provocaba sentimientos enfrentados: por un lado le emocionaba la
posibilidad, y por otro le provocaba una aterradora ansiedad por averiguar qué
haría a continuación el impredecible marqués.
Aunque se sentía un poco tonta por recordar su
aparentemente frívola promesa de bailar con ella, pues, para su desgracia,
parecía que ya se había olvidado de aquel asunto por completo.
« ¡Diantre!» Se había esforzado por apartarlo de su
mente, pero no ayudaba en nada saber que él no había abandonado Londres, lo
cual habría hecho su olvido más comprensible.
Bonnie, que siempre estaba al corriente de los
últimos dimes y diretes, la había informado de que lord Rotherstone había sido
visto en la ciudad con dos de sus censurables amigos del Club Inferno.
Esa sería, según concluyó Elena, la tan esperada
visita de la que había recibido noticias la noche del baile de los Edgecombe.
Conforme a las habladurías, se había visto a aquellos tres hombres apostando en
un combate de boxeo, practicando esgrima con escalofriante destreza en Angelo's
y examinando caballos en la subasta de Tatt's. Pero, por lo visto, les daba
pereza unirse de nuevo a la sociedad educada.
¡Vaya! Elena tuvo que admitir que estaba un poquito
molesta. Después del modo en que habían flirteado en Edgecombe House, estaba
segura de que ese hombre estaba tan ansioso como ella por reclamar el baile que
se habían prometido. Pero en vista de su ausencia continuada, ya solo podía
concluir que el mundano Marqués Perverso simplemente había jugado con ella al
creerla, acaso, una joven e ingenua señorita.
Tal vez Bonnie tenía razón sobre él desde el
principio.
Por fortuna, justo en aquel momento, la suave
llamada de su doncella interrumpió las inquietantes reflexiones de Elena.
—¿Sí?
Wilhelmina asomó la cabeza por la puerta.
—Lord Gilbert quiere verla, señorita. Ella asintió.
—Enseguida voy.
Contenta de escapar de las caóticas emociones que le
suscitaba pensar en el marqués, abandonó su dormitorio de inmediato para
atender la llamada de su padre.
Cuando bajaba la escalera se percató de pronto de la
ominosa quietud que envolvía la casa. No se escuchaba el pianoforte, ni quejas
o señales de disputas.
Se detuvo en la escalera de madera arqueando una
ceja con recelo mientras asimilaba aquello.
En lugar de sonoros pasos y bulliciosas risas pudo
escuchar el tedioso sonsonete de sus hermanastras practicando francés. Se
inclinó hacia delante para poder atisbar el salón al otro lado de la entrada
abovedada. Las regordetas jovencitas estaban en el sofá, una a cada lado de la
institutriz, estudiando aplicadamente la gramática francesa en tanto que
Penelope estaba sentada en una butaca, pendiente de las niñas pero no encima de
ellas, dedicada a su bordado. Por una vez en la vida parecían la viva estampa
de una agradable y respetable familia.
Elena frunció el ceño con un extraño presentimiento.
Tenía la inquietante sensación de que se avecinaban problemas.
«Oh, no», pensó de repente. ¿Y si su padre se había
enterado de la violenta pelea en Bucket Lañe? Tal vez uno de los Willies se
había ido de la lengua sin querer.
Se le hizo un nudo en el estómago, pero se obligó a
continuar bajando la escalera tratando de no perder la esperanza de que aquello
fueran solo imaginaciones suyas. En ocasiones su padre la llamaba cuando era
incapaz de recordar la frase clave de un chiste...
Pero cuando llegó al pie de la escalera y pasó por
delante de la salita de camino al estudio, Penelope levantó la vista de su
labor y la miró con dureza. Aquella penetrante mirada le dijo sin lugar a dudas
que, en efecto, se avecinaba una tormenta.
Súbitamente alarmada, Elena realizó el resto del
camino con celeridad para averiguar qué estaba sucediendo. Cuando se detuvo en
la entrada del atestado despacho de lord Gilbert, lo encontró mirando por la
ventana salediza con las manos cogidas flojamente detrás de la espalda.
—¿Deseabas verme, papá? —preguntó sin ambages.
Interrumpido en medio de sus reflexiones, el
vizconde Gilbert se volvió hacia ella.
—¡Ah! Ya estás aquí, querida. Entra y siéntate. —Señaló
con la mano la silla al otro lado del escritorio—. Y cierra la puerta,
¿quieres?
Bueno, no parecía enojado. Elena lo miró con recelo
e hizo lo que le pedía una vez que entró en la estancia.
—¿Sucede algo grave?
—No, no —repuso con una sonrisa distraída cuando
ella se acomodó en la silla obedientemente—. Mi querida hija.
Lord Gilbert rodeó el escritorio y se sentó en la
esquina frente a ella. Luego cruzó los brazos, brindándole una sonrisa amable,
y le dijo en voz baja:
—He recibido otra oferta por tu mano.
—¿Qué? —Se quedó pálida—. ¿De quién?
—¿Acaso no lo adivinas?
—No logro imagi... ¿De quién se trata, papá?
—preguntó alarmada por la sonrisa cómplice del vizconde—. No me digas que Stefan
ha vuelto a intentar...
—Del marqués de Rotherstone.
Elena, boquiabierta, clavó los ojos en él con
absoluta incredulidad.
Una amplia sonrisa iluminó el rostro de lord Gilbert,
pero cierta sensación de vértigo había embargado a Elena, que se agarró a los
brazos de madera de la silla y, durante un prolongado momento, fue incapaz de
articular palabra.
Entretanto, su padre no experimentaba semejantes
dificultades.
—¡Enhorabuena, cariño! ¡Esta vez has hecho una
conquista sin igual! Siempre supe que contraerías un matrimonio brillante...
Su padre, que tanto la adoraba, continuó hablando
henchido de orgullo, ensalzando su belleza, su encanto e inteligencia por haber
atrapado a tan poderoso par del reino; pero debido a la impresión que le había
causado la noticia, Elena apenas escuchó una sola palabra.
El ensordecedor retumbar de su corazón hacía que la
voz de su padre le pareciese apagada.
¿El Marqués Perverso la quería como esposa? « ¿Cómo
es posible?»
Estaba absolutamente aturdida. El cuarto le daba
vueltas y un enloquecido desconcierto corría por sus venas. ¡Debía de haber
algún error!
Las dos semanas que había pasado fantaseando y
pensando en él se convirtieron en una confusa sensación de pánico. Cierto era
que deseaba verlo de nuevo, ¡pero aquello era mucho más serio de lo que había
esperado! ¿Cómo podía pensar en casarse con ella después de haber mantenido una
única y breve conversación?
Sí, sabía bien que en cada temporada se concertaban
matrimonios a partir de mucho menos... pero eso les sucedía a otras jóvenes,
¡no a ella! ¡No a Elena Gilbert!
¡Siempre había sido responsable de su propia vida!
—¡Papá! —espetó al fin, interrumpiendo su
tranquilizador monólogo sobre la maravillosa vida que iba a tener siendo
marquesa de Rotherstone y cómo iba a convertirse en la envidia de la alta
sociedad.
—¿Sí, cariño? —La estudió con el ceño fruncido—.
Pareces alterada. ¿Te apetece una taza de té? ¿Quieres las sales?
—¡No! —exclamó; luego alzó las manos,
desconcertada—. ¿Cómo...?
—Bueno, fue muy simple, cariño. —Dirigió una mirada
inquisitiva a su hija—. Lord Rotherstone me abordó en White's, se presentó de
forma galante y solicitó una reunión conmigo. Yo accedí... como es natural.
Recordé que me habías preguntado por él en el baile de los Edgecombe, de modo
que despertó mis sospechas en el acto. —Sonrió—. Parecías tener cierta afinidad
con él y, ciertamente, la admiración que el hombre profesó hacia tu persona era
genuina.
—¿Qué dijo de mí? —se apresuró a preguntar,
inclinándose hacia delante en la silla.
—¿Ves lo que decía? Sabía que no te era indiferente
—bromeó su padre.
Elena le miró fijamente, incapaz de hablar.
De pronto descubrió que su corazón mantenía una
lucha interna. Parte de ella se sentía embargada por una gran dicha ante la
idea de que aquel hombre, que había acaparado sus pensamientos desde el mismo
instante en que había puesto los ojos en él, no solo estaba interesado en ella,
sino que la creía digna de compartir su título y su apellido.
Sin embargo, su lado más sensato estaba realmente
indignado por haber sido excluida de todo aquel asunto, como sucedía con todas
las mujeres. .
¡Hombres!
Oh, qué astuto era. Al acudir directamente a su
padre, lord Rotherstone había pasado por encima de su autodeterminación y había
asumido el control de su vida sin que ella fuera consciente.
De inmediato le vino a la memoria el recuerdo de
cómo Rotherstone había mantenido a raya a los hermanos Carew con guante de
seda, manejándolos a su antojo gracias a su gran carisma y a su sobresaliente
intelecto. Parecía ser que había obrado la misma magia con su padre, haciendo
que aceptara el enlace sin siquiera pedir el permiso de la interesada.
—¿Y bien? ¿Qué tienes que decir en respuesta a esta
magnífica noticia? —preguntó lord Gilbert.
—A-apenas sé por dónde comenzar, papá. No estaba
pensando en el matrimonio...
—Motivo por el cual he tenido que pensar yo en ello
por ti —respondió su progenitor con sequedad.
—Pero papá... —La cabeza le daba vueltas cuando le
espetó—: ¡Soy feliz así! Me gusta mi vida tal y como es, ¿acaso no te das
cuenta? Tengo una vida muy agradable —gritó—, ¡y n-no comprendo por qué todo el
mundo me empuja a cambiarla! ¡Sí! Aquí tengo mi hogar, mi trabajo con los
niños, mis libros y mis amigos, ¡y-y no necesito a un hombre para ser feliz!
—declaró con repentino y apasionado dramatismo.
Lord Gilbert la miró divertido.
—Bueno, ¿y qué hay de su infame reputación? —exclamó
Elena, que finalmente comenzaba a dejar atrás la conmoción.
—Hablamos sobre eso —repuso él de forma escueta—.
Estoy satisfecho con las explicaciones que me proporcionó lord Rotherstone.
En las arrugas que se formaban alrededor de los ojos
de su padre se atisbaba cierto cariz de misterio, pero si el marqués le había
confiado algunas cosas a su futuro suegro, asuntos de hombres de los que Elena
no tenía conocimiento, el vizconde no dejó entrever nada.
—Después de haber mantenido diversas y prolongadas
conversaciones y de estudiar minuciosamente toda su documentación, soy de la
opinión que Rotherstone es un hombre de firme carácter. De lo contrario, jamás
habría consentido este enlace.
—¡Bueno, pues yo no lo acepto! —declaró—. Encuentro
todo esto completamente deshonesto... ¡por parte de ambos! ¿Por qué no vino
para hablarme de ello antes de hacerlo contigo?
—Oh, tú y tus tontas ideas románticas —dijo agitando
la mano con desdén—. Lord Rotherstone procedió del modo adecuado, tal y como
exige el honor. Es más, esta es la forma correcta en que un caballero hace una
proposición de matrimonio, Elena —prosiguió—. Esperamos celebrar la boda antes
de que acabe el año...
La joven sofocó un grito de sorpresa.
—¿Tan pronto?
—¿Para qué esperar? Ya has rechazado a tres
pretendientes. Sí, lo sé... el primero era demasiado viejo para ti, el segundo
bebía en exceso y el tercero, bueno, Stefan Carew nunca fue digno de ti. Pero
no puedes encontrar ningún defecto al marqués de Rotherstone. Es joven,
apuesto, acaudalado, honrado e inteligente, un hombre al que cualquier padre
estaría orgulloso de llamar yerno. Ni siquiera tú, cariño, puedes esperar una
oferta mejor que la suya. Me atrevería a decir que serás la envidia de todas
tus amigas en cuanto se haga el anuncio.
—¡Pero, señor!
—Nada de eso, niña. Como padre tuyo que soy, tengo
el deber de ocuparme de que mi hija tenga una buena posición en la vida, y
vivirás como una princesa bajo el techo de lord Rotherstone. Piensa en todo el
bien que podrás hacer con tu elevada nueva posición —añadió de forma sagaz—. Es
una oportunidad extraordinaria para fomentar tu trabajo entre los necesitados.
—¡Oh! —Lo miró con los ojos entrecerrados. El muy
granuja conocía muy bien su punto débil.
Tenía la sensación de que la habitación daba vueltas
y Elena sintió que le entraba el pánico. Se sentía impotente, completamente
abrumada.
Trató de encontrar algún tipo de respuesta, aunque
el enlace parecía ser ya un hecho consumado, sobre todo cuando vio aquella
expresión inamovible como el peñón de Gibraltar en el rostro de su padre.
—¡Papá, sabes que mi intención es casarme con
Jonathon algún día!
—Ah, eso no son más que disparates —dijo ceñudo—.
Jonathon White es un muchacho, no un hombre. No es una persona seria. Con el
debido respeto, cielo mío, necesitas una mano firme. Lord Rotherstone, por el
contrario, es un hombre de una gran inteligencia y con experiencia...
—¡Experiencia! —exclamó, asintiendo enfáticamente—.
¡En eso no te equivocas! La primera vez que lo vi estaba...
—¿Sí?
Elena renunció de pronto a señalar lo que pretendía,
pues cayó en la cuenta justo a tiempo de que si le contaba a su padre que la
primera vez que vio al marqués había sido cuando salía dando tumbos de un burdel,
tendría que confesarle la violenta pelea que tuvo lugar en Bucket Lañe y el
verdadero peligro que había estado corriendo cada semana que había ido a aquel
sitio.
Su padre ignoraba por completo cómo era en realidad
aquello.
Guardó silencio y meneó la cabeza, nuevamente
frustrada.
—Es igual. Papá, hablas como si el asunto ya
estuviera decidido. Considerando que soy yo quien tendrá que pasar el resto de
mi vida con esa persona, ¿acaso no tengo voz ni voto en todo esto?
Lord Gilbert la miró con el ceño fruncido.
—Elena, escúchame. Sé que eres consciente de los
intentos de Stefan Carew por arruinar tu reputación. Naturalmente, hasta la
última palabra que sale de su boca es falsa y Carew no es un caballero, pero
cuanto más tiempo continúes soltera tras ese desastre, peor parecerá a ojos de
todos. Lord Rotherstone desea protegerte. Cuando compartas su título, nadie
osará faltarte al respeto. Ese es uno de los motivos por los que he aceptado.
—Pero no el principal, ¿verdad? —Se levantó de la
silla de golpe cuando la finalidad de todo aquello convirtió su incredulidad en
ira—. Penelope te ha animado a hacerlo, ¿no es así? —aventuró con flagrante y
furiosa acusación, sintiéndose acorralada—. Solo desea deshacerse de mí y sé
que estás cansado de oírselo decir. ¡Me echas de mi propia casa para que ella
deje de refunfuñar!
Prefieres venderme a algún par con dinero que plantarle
cara y decirle que...
—¡Basta! —Bramó lord Gilbert—. ¡Soy tu padre! ¿Cómo
te atreves a hablarme con tal falta de respeto? —Clavó la mirada en ella,
echando chispas.
Elena cerró la boca, sorprendida por su estallido.
—Tal vez Penelope tenga razón y te haya consentido
demasiado. Por Dios bendito, si eres tan necia como para no ver la fortuna que
has tenido, entonces eres una niña demasiado boba para escoger marido tú sola.
¡Mi decisión está tomada! Además, Penelope es mi esposa —prosiguió el vizconde
con una furia sin precedentes—. Le debes respeto. ¡Qué vergüenza, Elena Gilbert!
¡No puedes pensar siempre en ti misma! ¡Tienes un deber para con nuestra
familia, igual que lord Rotherstone lo tiene para con la suya!
« ¿Deber?»
Siendo su padre un hombre tan indulgente, era
extraño que apelara al deber familiar.
¿Acaso podría ser la famosa fortuna de lord
Rotherstone la verdadera razón que se ocultaba tras el repentino enlace?, pensó
de pronto.
¿Podría todo eso estar provocado por las pérdidas en
la Bolsa de su padre? Y, santo Dios, de ser así, ¿qué alternativa le quedaba
entonces?
—Ten presente a tus jóvenes hermanas —continuó su
padre, con el rostro enrojecido—. Cualquiera que tenga ojos puede ver que no
son tan agraciadas como lo eres tú... lo lamento, pero es la verdad. Casándote
con un marqués, estarás en situación de presentarlas cuando tengan que hacer su
debut en sociedad, igual que hizo la duquesa viuda contigo. Ambos sabemos que
Penelope no es apta para la tarea. ¡Ah, no pienso rendirte cuentas! —Dijo,
agitando la mano con enfado—. Te he buscado un esposo y te casarás con él. ¡Si
espero a que lo hagas tú, acabarás sola! No voy a consentir que eso te suceda, Elena.
Sé lo que es estar solo durante años y años...
¡Por los clavos de Cristo, tu madre me atormentaría
hasta el fin de mis días si permitiese que acabases siendo una solterona!
—concluyó—. Te casarás con lord Rotherstone y esa es mi decisión final. Ahora,
te sugiero que recobres la compostura, pues el marqués acaba de llegar.
—¿Cómo? —susurró.
—Imagino que viene para entregarte el anillo de
compromiso.
—¿El está aquí?
Lord Gilbert señaló con la cabeza hacia la ventana.
—Ahí está su carruaje. Iré a saludarle. —Su padre la
miró sin parecer demasiado contento—. Prepárate para reunirte con tu futuro
esposo.
La palabra «esposo» casi le dejó sin aliento. Su
padre salió del estudio dejando la puerta entreabierta. Elena se recobró de la
impresión, aunque aún se sentía dolida por la reprimenda de su padre, se acercó
hasta la ventana y echó un vistazo.
En efecto, un vistoso carruaje negro tirado por
cuatro caballos entraba en el patio adoquinado en esos momentos. Con el corazón
desbocado, contuvo el aliento cuando el vehículo se detuvo delante de la villa.
Los magníficos caballos negros pateaban el suelo y sacudían las cabezas como si
hubieran llevado al mismísimo diablo a su destino, justo a tiempo para recoger
el alma de algún pobre desdichado.
La suya.
El suspicaz pavor de Elena aumentó cuando un lacayo
vestido con librea y tricornio se apeó del pescante posterior y se apresuró a
abrir la puerta a su señor.
La joven contuvo la respiración cuando lord
Rotherstone salió del vehículo, tan apuesto e imponente con su oscuro e
intimidatorio estilo, tal y como lo recordaba de su único encuentro.
Rotherstone iba vestido con una chaqueta azul marino
de mañana, un chaleco color ciruela y pantalones marrones; en una mano sujetaba
un bastón de paseo con empuñadura de marfil y en la otra un bonito estuche con
un lazo atado.
«¡Ay, Dios mío!»
El marqués se detuvo y recorrió brevemente la villa Gilbert
con la mirada por debajo del ala de su elegante sombrero de copa, y Elena se
parapetó detrás de la cortina temiendo que pudiera verla.
Con el corazón en un puño, al cabo de un momento
volvió a echar una miradita a hurtadillas, justo cuando él se perdía de vista
camino de la puerta principal. El corazón le retumbaba como si fuera un timbal
cuando oyó cómo recibían al marqués en la casa. « ¡Escóndete!»
«No.» Elena hizo caso omiso del vano impulso de huir
y se obligó a concentrarse a fin de tratar de descubrir qué hacer o decir antes
de que él entrase en la habitación.
Desde el cercano vestíbulo llegaba a sus oídos el
tono grave y refinado de su voz, aunque no acertaba a distinguir las palabras.
Aquel cultivado timbre masculino, profundo y
aterciopelado, le hacía sentir mariposas en el estómago, y Elena lo maldijo por
ello.
Se asomó furtivamente al pasillo y lo observó hablar
con su familia. Su padre estaba de pie a su lado, con una sonrisa en los labios
y cierta preocupación en los ojos. Cuando se estrecharon la mano, dejando
entrever que ya eran grandes amigos, Elena recordó con cierto remordimiento que
lo único que su padre lamentaba en la vida era no haber tenido un hijo varón.
Entretanto, Penelope se dedicaba a lisonjearlo y,
por lo que podía apreciar, a saborear su triunfo y acaparar la atención de lord
Rotherstone.
El marqués se despojó del elegante sombrero negro y
se inclinó junto a Sarah y Anna, provocando las risillas tímidas de las
pequeñas.
—Qué niñas tan encantadoras —le dijo a Penelope.
Rotherstone los encandiló a todos como si fuera una especie de mago malvado.
Su madrastra le dio las gracias profusamente,
desviviéndose por ofrecerle un refresco mientras las niñas comenzaban a
parlotear al mismo tiempo sobre sus aventuras de aquel día como si a él le
interesase aquello.
—¡Ay, por Dios! —susurró Elena, un tanto
mortificada.
La crisis estaba prácticamente bajo control y en
cualquier momento la llamarían para que se uniera a ellos. Elena entró de nuevo
en el estudio y se apoyó contra la pared, llevándose la palma de la mano a la
frente.
Sentía las mariposas revolotear en el estómago y
seguía sin saber qué hacer. « ¡Esto es tiránico!»
Recordaba con claridad el carácter dominante del
marqués la noche del baile de los Edgecombe, cuando le ordenó que no volviera
jamás a Bucket Lañe. No le agradó entonces y tampoco lo hacía en esos momentos.
Por otra parte, intentar negar la atracción que
sentía hacia él solo serviría para proporcionarle a ese hombre un punto débil
del que aprovecharse sin piedad. De acuerdo, reconoció con impaciencia, lo
encontraba irritantemente deseable y, sí, estaba fascinada, pero no tenía la
menor intención del casarse con el diablo por muchas promesas que su padre le
hubiera hecho en su nombre.
Justo en aquel instante, antes de que estuviera
preparada para enfrentarse a él, comenzaron a llamarla.
—¡Elena! ¡Lord Rotherstone ha venido a verte!
« ¡Maldición!» No había lugar donde esconderse
mientras escuchaba cómo su padre decía en tono suave:
—Mi hija se muestra hoy un tanto tímida, me temo.
Permítame que le lleve hasta ella.
—¡Oh, George, en el estudio no! Siempre tiene
aspecto de que un torbellino haya pasado por...
—Estoy seguro de que es bastante aceptable —le dijo
lord Rotherstone a su madrastra con suavidad. Elena podía escuchar sus voces en
el pasillo, acercándose más y más—. Cualquier cosa que haga que se sienta más
cómoda —afirmaba el marqués.
—¡Oh, qué considerado! ¡Es usted realmente amable,
señoría!
—Disparates.
—Ahí, justo esa puerta —le indicó lord Gilbert.
Elena deseaba echar a correr, pero sabía que estaba
atrapada. El parteluz que dividía las ventanas hacía que fueran demasiado
estrechas para que una persona pudiera salir por ellas, de modo que no tenía
otra alternativa que mantenerse firme, con actitud rígida, en medio de la
estancia. El corazón le latía con fuerza cuando, de pronto, apareció él; su
alta y poderosa figura prácticamente ocupaba la entrada. Sus miradas se
cruzaron y un estremecimiento le recorrió el cuerpo.
—¡Ahí esta! —dijo Penelope con dulzura, entrando
tras él para entrometerse en todo, como de costumbre.
Elena contuvo el aliento, con ojos bien abiertos
mientras él avanzaba, sombrero en mano, como un humilde pretendiente. Tal vez
hubiera engañado a su familia con aquel encanto natural que poseía, pero ella
conocía bien a aquel astuto autócrata, a aquel maestro de la manipulación.
¿Acaso la tomaba por una necia?
—Señorita Gilbert —la saludó, con los claros ojos
brillantes y una seductora sonrisilla dibujada en los labios.
Ah, qué satisfecho consigo mismo parecía cuando se
inclinó ante ella, pensó la joven. Elena alzó la barbilla negándose a dejarse
intimidar por la intensidad de su mirada. ¿Qué esperaba que hiciera, que se
desmayase a sus pies como una tontuela impaciente?
—¡George, mira qué bonita pareja hacen!
—Gracias, lady Gilbert —dijo el marqués, sin apartar
los ojos de Elena.
Penelope sonreía a escasa distancia de ellos, sin
duda contando los minutos que le quedaban para que su fastidiosa hijastra se
marchara de la casa.
—Dejemos solos a los jóvenes... ¡pero solo
brevemente! —agregó, agitando el dedo de forma admonitoria y esbozando una
sonrisa cómplice.
—Por supuesto, señora.
Lord Rotherstone inclinó la cabeza ante Penelope,
que continuó sin moverse de donde estaba.
—Vamos, esposa mía —insistió su padre—. Dejémoslos
unos momentos.
—¡Naturalmente, George! ¡De ningún modo desearía
importunar, desde luego!
—Sonriendo con satisfacción a su invitado, Penelope
logró al fin encontrar las fuerzas para salir de la habitación... seguramente
para escuchar desde el pasillo.
En cuanto la puerta se cerró Elena decidió que el
único modo de averiguar qué juego se traía entre manos lord Rotherstone era
escuchar lo que aquel ladino tenía que decir. Considerando que la había
rescatado en dos ocasiones, le parecía justo. No significaba nada que el
desgarrador magnetismo varonil que emanaba probablemente hiciera que las
brújulas fallasen en su presencia.
Bien sabía Dios que ese hombre conseguía que la
aguja de la suya girase frenéticamente, como si hubiera engullido el verdadero
norte, como si él fuera su destino final y todas las señales lo apuntasen
directamente.
Damon echó un vistazo a la señorita Gilbert y supo
que iba a tener que persuadirla. A diferencia de él, la hermosa joven no era
experta en ocultar sus sentimientos, y lo que veía en aquel rostro ante la noticia
del compromiso era una combinación de ira y temor.
Bien pues, dado que había tenido más tiempo que ella
para hacerse a la idea tendría que tranquilizarla y ayudarla a comprender lo
acertado del enlace.
Una vez concluidas las negociaciones con su padre,
el compromiso era un hecho y ya había comenzado a pensar en que ella era suya.
Y, por extraño que pareciera, toda objeción por parte de Elena no hacía sino
fortalecer su resolución, pues significaba que aquella peculiar damita no se
dejaba conquistar meramente por un título y una fortuna.
Mientras cruzaba la estancia hacia ella, no pudo
evitar sentir un instante de absurdo placer al contemplar la belleza natural de
la joven. Sin la menor duda, era un trofeo.
La última vez que la había visto fulguraba como una
estrella con un níveo vestido de baile blanco, cuya prístina elegancia la hacía
parecer intocable. Pero ese día era toda calidez, como una soleada jornada en
el campo. La encontraba hermosa de un modo encantador y nada pretencioso, con
su largo cabello dorado suelto sobre los hombros, retirado del rostro por una
sencilla cinta.
El ligero vestido de día con estampado floral tenía
un recatado fichú blanco que sobresalía por encima del escote y mangas tres
cuartos que cubrían los esbeltos brazos. Damon contempló las delicadas muñecas,
encantado con las manchas de tinta que podía ver en sus dedos. En el baile
llevaba unos guantes puestos, pero en ese momento aquellas manos desnudas
hacían que anhelara conocer la sensación de tenerlas sobre la piel.
Conteniendo el deseo con puño de hierro, se acercó a
ella con expresión respetuosa y se inclinó para depositar un casto beso en su
suave mejilla. Elena entornó los ojos pero no se apartó y Damon consideró
aquello como su primera victoria. Pudo sentir la atracción que existía entre
ambos al inclinarse un poco más. Luego, sin mediar palabra, le ofreció el
regalo que le había llevado.
Ella posó la vista en la magnífica caja y después lo
miró con recelo, sin hacer movimiento alguno para aceptar aquella ofrenda
ciertamente extravagante.
La luz del sol, al filtrarse por la ventana a
espaldas de Elena, formaba un etéreo halo alrededor del cabello y los hombros
de la joven. Damon se sintió fugazmente cautivado por aquella imagen, pero la
mirada que ella le dirigió hizo que fuera consciente de que tenía por delante
una delicada negociación diplomática.
Carecía de importancia. En una ocasión había tenido
que negociar con Metternich, por lo que confiaba en poder manejar a una bonita
jovencita.
Le brindó una sonrisa y retrocedió ligeramente,
volviéndose para dejar el estuche de joyas sobre el escritorio.
Elena se cruzó de brazos y observó cada uno de sus
movimientos.
—He oído decir que ha estado ocupado, milord
—comentó con cierta acidez en un suave murmullo.
Damon se volvió nuevamente hacia ella, luciendo una
media sonrisa, seguro de sí mismo.
—¿Acaso no le prometí que nos veríamos de nuevo?
Las mejillas de la joven enrojecieron
repentinamente.
—¡No de este modo!
—Mi querida señorita Gilbert. —Se acercó a ella y
tomó las riendas, asiendo sus dulces manos y mirándola a los ojos con expresión
solemne—. ¿Me haría el honor de ser mi esposa?
Elena lo miró atónita y un tanto confusa.
Él aguardó en absoluto silencio pese a que, en
realidad, la joven no tenía alternativa.
—Lord Rotherstone —acertó a decir—, me deja
estupefacta. —Pareció que trataba de encontrar las palabras adecuadas—. Me
siento honrada, como es natural. Pero... ¡apenas nos conocemos!
—Bueno, eso pronto quedará solventado —le aseguró Damon
suavemente con una sonrisa serena.
—Pero ¿cómo puede desear desposarse conmigo después
de haber mantenido una sola conversación? Ni siquiera sé su nombre... su nombre
completo... ¡tan solo su título!
—Me llamo Damon —dijo bruscamente—. Damon Salvatore.
Bueno, hay más entremedias. Tengo tantos nombres y títulos menores que apenas
consigo recordarlos. Pero, entre nosotros, bastará con Damon. ¿Qué más le
gustaría saber?
—¡Todo! —Liberó las manos de las suyas.
Damon la miró con cautela.
—En realidad, pide mucho —repuso esquivo.
A pesar de que era experto controlando la
información que daba, Damon
deseaba facilitarle algunos datos esenciales a su
futura esposa. Él sería el primero en reconocer que ella lo merecía. Al fin y
al cabo, ni siquiera un agente secreto estaba obligado a mentir a la madre de
sus futuros hijos... en la medida en que pudiera evitarlo.
Por fortuna, se esperaba que una joven novia no
hiciera demasiadas preguntas a su amo y señor. Máxime cuando dicho esposo iba a
proporcionarle un modo de vida semejante al de la realeza. Solo una muchacha
necia en exceso arriesgaría tamaño privilegio tratando de mirar la dentadura al
caballo regalado.
Elena recibiría un trato afectuoso y él se
encargaría de cuidarla bien. Cualquier joven inteligente se conformaría con
dicha semejante, pensó Damon. Pero cuando vio que ella lo miraba expectante,
supo que era el momento de revelarle lo esencial sobre su persona.
—Soy de Worcestershire —comenzó—. Creo que eso ya se
lo conté. Mis padres fallecieron. Tengo una hermana algunos años menor que yo.
No nos vemos demasiado... debido a mis viajes de los últimos años. —Hizo una
pausa, sin estar seguro de por dónde seguir—. Tengo treinta y tres años y
necesito una esposa.
—Se encogió de hombros—. Usted parece encantadora
—prosiguió—. Todo cuanto un hombre podría desear en una mujer. Por su labor en
el orfanato deduzco que le gustan los niños y esa es mi mayor preocupación,
obviamente.
Tengo mucho que ofrecer y, en definitiva, señorita Gilbert, creo
que usted y yo podríamos tener una agradable vida en común —concluyó.
Damon alzó la barbilla y esperó a que ella estallara
de júbilo.
Los preciosos ojos azul cobalto de Elena se habían
abierto desorbitadamente mientras él hablaba, pero su semblante había
palidecido. Damon aguardó sereno su respuesta durante otro prolongado momento.
Elena se llevó la mano débilmente a la frente.
—Creo que voy a desmayarme.
Damon frunció el ceño y actuó, decidido a demostrar
que era un buen candidato a esposo.
—Vamos, siéntese, querida —le ordenó con suavidad,
tomándola del codo y conduciéndola al sofá de piel situado delante de las
estanterías.
Una vez hubo depositado sana y salva a la preciada
joven en el sofá, se acuclilló ante ella y examinó su rostro con inquietud.
—¿Hay algo que pueda hacer por usted?
—No... tan solo... olvídelo, pero... me temo que no
lo entiendo. ¡Ni siquiera comprendo a qué viene todo esto!
—Sin duda era consciente de que estaba interesado en
usted, señorita Gilbert.
—Sí, pero después del baile de los Edgecombe, no
volvió a aparecer en ningún acto social... ¡Y ahora esto! Pensé que se había
olvidado de mí por completo.
Damon sacudió la cabeza con una expresión ardiente
en los ojos.
—Eso es imposible.
Ella lo miró, parpadeando con expresión cándida.
—Mí querida joven, veinticuatro horas después de
hablar con usted estaba en tratos con su padre.
—¿De veras? —susurró.
—Sí.
—Ah. Pero, milord, no lo entiendo. ¿Por qué no habló
conmigo antes de hacerlo con mi padre? Eso es lo que me tiene tan confundida.
¿No creyó prudente consultar antes cuáles eran mis sentimientos?
—¿Por qué, señorita Gilbert? —Respondió, fingiendo
absoluta inocencia—.
Dejé a un lado mi modo de actuar para mostrar el debido
respeto a su padre y a usted. Procedí según lo establecido, de acuerdo con la
tradición. Además —confesó con un tono más sutil—, habida cuenta del estado de
mi reputación y el reciente menoscabo a la suya por causa de Carew, ¿puede
imaginar las habladurías que habría provocado si la hubiera perseguido primero,
sin recurrir a los cauces adecuados o haber dejado claro que mis intenciones
eran completamente honestas?
—Oh... supongo que está en lo cierto.
Damon la miró a los ojos, fascinado.
—¿He de entender que no le complace en absoluto mi
proposición?
—No es eso. —Clavó la mirada en él dejando entrever
la lucha interna que mantenía; luego bajó la vista, sonrojándose levemente—.
Como es natural, me siento en verdad halagada, milord. Lo que sucede es que es
muy repentino. ¡Y n-no puedo remediar sentir que he sido elegida prácticamente
al azar!
—Nada más lejos de la realidad.
—Pero... usted ni siquiera me conoce.
—Sé más acerca de usted de lo que imagina.
Elena asimiló aquello y una incómoda sombra de
sospecha asomó fugazmente en sus ojos. Luego pareció recordar que, como era de
esperar, cualquier par de su posición se cercioraría de que todas las
candidatas hubieran sido sometidas a una exhaustiva investigación.
La joven agachó la cabeza.
—¿No le preocupan los rumores que circulan sobre mí?
Él rompió a
reír.
—Ni lo más mínimo, mucho menos considerando la
fuente. Créame, conozco bien la malicia de Carew. No estoy dispuesto a cruzarme
de brazos a observar cómo intenta destruir a una persona inocente. Si se casa
conmigo —prosiguió
—, gozará de mi mismo estatus y, hágame caso, los chismosos
no juegan con la reputación de una marquesa.
—Así pues, ¿se compadece de mí y por ese motivo me
propone matrimonio?
—En modo alguno. Si he de ser sincero, señorita Gilbert,
esta alianza es provechosa para ambos.
—¿De veras? ¿En qué le beneficia a usted?
La estudió con desconfiado interés durante un
dilatado momento. No iba a resultar sencillo exponer algunos puntos de su
argumento.
—La reputación de la familia Rotherstone se ha visto
empañada por la mala conducta de recientes generaciones, me temo. Mi padre,
sepa usted, era un jugador, igual que lo fue su padre antes que él. —La observó
en busca de algún signo de desprecio, pero no encontró ninguno—. Personalmente
detesto las cartas y no me acerco a los dados —dijo—. Vi lo que esos juegos le
hicieron a mi padre y lo que eso, a su vez, le hizo a mi madre, a mi hermana y
a mí. Fuimos nosotros quienes pagamos por ello.
Más de lo que ella jamás llegaría a saber.
Damon se dio la vuelta y prosiguió:
—Cuando yo nací, nuestro orgulloso linaje se había
sumido en un estado de... abandono. —Hizo una pausa, totalmente desacostumbrado
a abrirse a nadie—.
Lo detestaba —admitió con vehemencia—. Detestaba aquella
humillación. Y juré que no permitiría que mis hijos vivieran de ese modo cuando
los tuviera. De forma que, cuando el título pasó a mí, me propuse recuperar la
fortuna familiar.
Ese era el objetivo de mis viajes al extranjero —agregó,
habiendo preparado aquella verdad a medias para defender su causa—. No la
aburriré con los detalles, pero la guerra creó muchas posibilidades de
enriquecerse invirtiendo en Europa.
Eso, al menos, era cierto. En el castillo de la
Orden, en Escocia, Damon se había aplicado con ahínco en sus estudios en el
arte y la ciencia de reconocer oportunidades que otros habían perdido,
convirtiéndolas en oro como un alquimista moderno.
A los veinte años había demostrado sobradamente un
talento especial en dicho campo, por lo que le fue encomendada la gestión de
grandes sumas a fin de que la Orden mantuviera las arcas llenas para financiar
las operaciones. A cambio de sus servicios, se le había permitido conservar
cierto porcentaje para él.
—Hace más o menos una década, logré restablecer la
fortuna de mi familia. Pagué las deudas de juego de mi padre. Derribé la vieja
mansión y construí una nueva. También compré una casa en Londres, entre otras
posesiones, y ahora que todo está hecho, el paso siguiente es asentarme y
formar una familia. A fin de cuentas, la fortuna no tiene sentido si uno no
tiene alguien con quien compartirla. —Le brindó una sonrisa cautelosa.
Elena respondió inclinando levemente la cabeza,
quizá un poco más receptiva hacia él.
—Pero, como puede ver, señorita Gilbert, aquí es
donde me encuentro con otro problema que mi maldito padre me dejó como parte de
mi maravilloso legado.
—¿De qué problema se trata?
—La censura de la alta sociedad. —La miró de nuevo—.
Usted es la santa patrona de los recién llegados. En el baile de los Edgecombe
le dije que podría ponerme a su merced, y ahora, aquí me tiene. Necesito su
ayuda tanto como usted necesita la mía. Usted es parte de la alta sociedad. La
gente la escucha, la respeta...
—Ah, ya no estoy tan segura de eso.
—Es cierto. Por ese motivo Carew fue tras usted,
primero representando el papel de conquistador y luego, cuando no logró
tenerla, presentándose como víctima. Necesito una marquesa que pueda ayudarme a
garantizar que los hijos e hijas con los que tenga a bien bendecirme el Señor
no serán tratados como intrusos, tal y como me pasó a mí. Usted y yo estamos
hechos para ayudarnos mutuamente.
—Discúlpeme, pero eso es un disparate. —Elena meneó
la cabeza, ceñuda—.
Según mi parecer, nos encontramos en el mismo barco, aunque
lo cierto es que su caso es más grave que el mío. ¿Cómo, pues, podemos
ayudarnos mutuamente?
—Considere la naturaleza humana, señorita Gilbert.
¿Cuál es la fuente de nuestro problema común? Las habladurías de la sociedad.
La misma arma que Stefan y su madrastra han utilizado en contra de usted. ¿Y
qué es lo que ansían los chismosos? Un drama. Así pues, démosles uno. Le
aseguro que se sentirán tan intrigados que olvidarán las acusaciones de Carew.
—¿Y cómo vamos a hacer tal cosa? —preguntó Elena,
con la mirada llena de fascinación.
—Cambiando la historia.
—¿Cambiándola?
—Sí, por un romance —murmuró con picardía—: Rotherstone,
la redomada calavera, regresa para rescatar a la bella de las garras de Carew.
Usted me reforma, haciendo que renuncie a mis viejos hábitos. Encandilaremos a
todos y entonces conseguiremos lo que ambos deseamos: que todo nuestro problema
se solucione. Una vez que estén satisfechos, podremos seguir con nuestras
vidas.
Elena lo miró a los ojos, estupefacta, casi
escandalizada.
—¿Cree de veras que puede manipular a la sociedad
entera?
—Desde luego. ¿Por qué no?
—Es un verdadero experto en argucias...
—¿Y bien...?
—¡No sé qué decir!
—¿Duda que dé resultado?
—No se trata de eso.
—¿De qué, entonces? Ha de reconocer que parece
divertido.
—Divertido, sí, y un tanto repulsivo al mismo
tiempo. Damon frunció el ceño.
—¿Cómo dice?
—¿Es esta su proposición? ¿Una charada? ¡Estamos
hablando de matrimonio, lord Rotherstone!
—Obviamente. Intento ayudarla. Como he dicho, la
alianza será provechosa para ambos.
—En efecto, pero ¿qué le hace pensar que mi
intención es casarme por conveniencia?
Damon la miró de forma penetrante.
—¿Por qué otro motivo quiere casarse, señorita Gilbert?
Ella se puso tensa y se ruborizó, luego apartó bruscamente la mirada sin dar
respuesta a su pregunta.
No tuvo que hacerlo, pues la llevaba escrita en la
cara. «Vaya por Dios», pensó Damon.
—Milord —dijo entre dientes al cabo de un momento,
cuidándose de evitar su mirada—, ha dicho que desea mejorar su reputación, pero
la primera vez que lo vi salía dando tumbos de un burdel.
Le lanzó una mirada de reproche por encima del
hombro.
—Esa clase de comportamiento es incompatible con su
plan. Y yo no aceptaría algo semejante si fuera su esposa. Un caballero no se
aprovecha de la explotación de la mujer.
Damon abrió los ojos ligeramente ante su tono
severo, aunque debería haber previsto que aquel tema saldría a colación. «Hum.»
Agachó la cabeza en muestra de arrepentimiento, además de para ocultar su
diversión. Ella era toda una dama, por lo que comprendía que el asunto del
burdel podría ser un grave obstáculo entre los dos. La desaprobación que vio en
su mirada puso de manifiesto que no se equivocaba.
Sin embargo, contarle el verdadero motivo de su
presencia allí aquel día sin duda sería peor. Lo que para él era un trabajo de
campo normal y corriente, a buen seguro resultaría sumamente extraño para
cualquier civil. Además, de no haber estado allí vigilándola, la banda de
Bucket Lañe la habría atrapado. Damon no se arrepentía de nada. Por el
contrario, suspiró y optó por el menor de dos males.
—Bueno, ya sabe, querida, me temo que nunca he dicho
que fuera un santo. Debo reconocer que he gozado plenamente de mi soltería y
sus oportunos pasatiempos. De igual forma, pretendo disfrutar de la vida
marital como es debido.
—De modo que, ¿tiene intención de cambiar?
—Así es. Y me parece que usted podría ser una
espléndida influencia para mí—adujo el marqués, con encantadora formalidad.
—No me diga —replicó Elena.
—Le juro que, una vez estemos casados, jamás volveré
a frecuentar esos lugares. Tiene mi palabra.
—Por supuesto que no lo hará —farfulló—. ¿Y qué hay
de ese infame club al que pertenece...? ¿Cómo se llama, el Club Inferno?
¿Renunciará a eso si me caso con usted?
Él la miró, pillado por sorpresa. Pero acto seguido
sacudió la cabeza y apretó los dientes con la terquedad propia de su linaje.
—No puedo.
—¿Por qué?
—Elena... esos hombres son como hermanos para mí.
Son los únicos amigos de verdad que tengo. —Ahuyentó una punzada de
culpabilidad, pero no pensaba descubrir su tapadera.
Ni siquiera su propia hermana estaba al tanto de la
verdad. Damon se dio cuenta de que le estaba pidiendo demasiado a Elena, pero
contarle la verdad acerca de la Orden estaba fuera de toda discusión. Iba a
tener que aceptar su relación con Dante House y punto.
—Le pido que confíe en mí. —Eligió las palabras con
cuidado. Le remordía la conciencia a causa de lo irónica que resultaba su
petición en medio de las mentiras que se había visto obligado a contar—. Las
cosas no siempre son... lo que parecen, señorita Gilbert.
Algo en sus ojos debió de advertir a Elena que no
insistiera o, quizá, recordó que se había ganado la aprobación de su padre
cuando se entrevistó con él.
Damon tan solo le había contado a lord Gilbert un
escueto bosquejo de la verdad, que sus viajes tenían como objeto desempeñar
cierta labor secreta por el bien de Inglaterra. Además, había prohibido al
vizconde que le hablara de ello a nadie, incluyendo a Elena, por la propia
seguridad de la joven.
Ella lo miró fijamente durante un prolongado
instante, estudiándole lo mejor que pudo, pero al cabo movió la cabeza y apartó
la mirada.
—No sé.
—Elena.
Ansiaba tocarla, acariciarle simplemente la mejilla
y que supiera que aunque no pudiera hacerle todas las promesas del mundo, el
deseo que sentía por ella era sincero. Pero mantuvo la mano pegada al costado,
conteniéndose para no tendérsela, pues no debía asustarla.
La joven tenía la cabeza gacha y se retorcía las
manos en el regazo, como si meditase con cuidado cada palabra antes de hablar.
—Admito, milord, que ha estado muy presente en mis pensamientos desde que me
salvó la vida en Bucket Lañe. Pero no puedo decir que me agrade su modo de
proceder en este tema.
—¿Por qué? —preguntó con voz suave.
—Todo resulta un tanto... turbio. —Lo miró angustiada—.
Presencié cómo controlaba a Stefan y a sus hermanos en el baile y ahora, al
parecer, también ha ejercido su influencia con mi padre. Si posee la habilidad
de manipular a la sociedad, ¡eso solo me lleva a preguntarme qué haría conmigo
si fuera suya!
—Señorita Gilbert, nunca he utilizado mis
habilidades para hacer el mal —repuso con cierta ironía.
—Eso dice usted, y ¡sin embargo le apodan el Marqués
Perverso! Quiero ser feliz en mi matrimonio, milord; con alguien que me
respete, alguien en quien pueda confiar. Si es este el modo en que realiza una
simple proposición, concertando las cosas sin concederme voz ni voto, entonces
solo me cabe suponer que no tendrá la menor consideración con mis sentimientos
durante el resto de nuestras vidas.
—No es así. La tengo en la más alta estima, señorita
Gilbert.
—Bueno, parece resuelto a asumir el control de mi
vida y eso no es algo que yo aprecie.
Damon guardó silencio mientras reflexionaba sobre
sus palabras. ¿Por qué el control era tan importante para ella?, comenzó a
preguntarse. ¿Sería su necesidad de tenerlo el verdadero motivo por el que
había rechazado a todo pretendiente anterior a él?
¿Acaso no se atrevía a depositar su persona y su
futuro en manos de ningún hombre?
Comenzó a examinar la habitación lentamente,
evaluando el lugar como si analizase la casa de algún agente del Consejo de
Prometeo. ¿Qué podría revelarle acerca de ella?
—¿A qué aspira usted, Elena? ¿A la perfección?
—preguntó meditabundo.
—¡Desde luego que no! —respondió en tono defensivo.
—Bien. De lo contrario acabará muy sola si ese es el
caso. Su mirada recayó sobre una pequeña pieza bordada, preservada en un
marquito en la pared frente a él.
La pieza, que estaba elaborada con las puntadas
torpes de una niña, tenía una chapucera flor rosa en el centro y una
inscripción encima con una esmerada firma bordada. Un regalo sencillo, sin
valor económico alguno, pero realizado con mucho amor.
Para mamá. Te quiere, Elena
Damon supo lo que significaba nada más verlo y
sintió que la comprendía.
Mientras él era un muchacho, al que le inculcaban la
norma del secreto a base de palizas como parte de su brutal régimen de
adiestramiento en un lejano castillo en Escocia, en Inglaterra el pequeño mundo
de Elena se hacía pedazos. «Mi pobre y dulce niña.»
Bajó la mirada, luchando contra el impulso de
estrecharla fuertemente entre sus brazos. Al menos ya tenía indicios de lo que
se ocultaba tras su miedo.
—Seguro que puedo adivinar cuándo fue la primera vez
que sintió que todo se escapaba a su control —le dijo apenas en un susurro,
pues de pronto deseó con toda el alma llegar hasta el corazón de la joven.
—¿Qué? —preguntó Elena con un hilillo de voz,
clavando la mirada en él.
Damon detectó cierta inseguridad en el tono quedo.
—Su padre me contó que tenía diez años cuando su
madre enfermó. No pudo hacer nada por ayudarla, pues no había nada que pudiera
hacerse. Solo era una niña. Debió de causarle pavor preguntarse qué iba a ser
de usted sin ella.
Se volvió para posar los ojos en la joven con
ternura y vio que ella lo miraba afligida.
—Elena —murmuró—. Siempre la mantendré a salvo.
Ella se enojó como si le hubiera dirigido algún
grave insulto.
—No. —Sacudió la cabeza, mirándolo de manera
acusadora—. Nadie puede prometer eso.
—Oh, yo estoy absolutamente resuelto a ello
—susurró, pero le sonrió tiernamente cuando vio que no debía insistir—. Como le
he dicho, querida mía, no soy perfecto. De hecho, disto mucho de serlo. Pero
nadie en este mundo debería tener que estar solo y, cuando sea mía —agregó con
suavidad—, haré cuanto esté en mis manos para hacerla feliz.
—¿Cómo? —quiso saber. En sus ojos azules brillaba el
dolor que aún no había olvidado y, según le pareció a Damon, resentimiento
porque hubiera descubierto su secreto padecimiento—. ¿Puede afirmar que me hará
feliz? Ni siquiera me conoce.
—Sé más sobre usted de lo que imagina.
—¿Qué, por ejemplo? —lo desafió.
—Sé que es bondadosa con los desconocidos. Que es
ingeniosa y lo bastante inteligente para distinguir a un necio cuando lo tiene
delante. —Alargó la mano y, con infinita delicadeza, le retiró un mechón de
cabello y se lo pasó detrás de la oreja.
Se sintió alentado al ver que ella no se apartaba.
—Me complace la confianza en sí misma que demuestra.
Su sentido del humor me fascina. Y su corazón... su compasión hacia esos pobres
niños despierta mi admiración y mi respeto.
Elena se estremeció pero no apartó la mirada de él.
—Es valiente —prosiguió cuando ella se dio la vuelta
súbitamente—. El hecho de que siguiera en Bucket Lañe, aun a riesgo de su
propia vida, solo para cerciorarse de que no me pasara nada, y que luego
tuviera el aplomo de ir a buscar a las autoridades durante una pelea, habla por
sí solo de su coraje y buen juicio.
La joven se sentó en silencio, escuchando como si
fuera una cierva en el bosque, pero lista para huir de él. Igual que había
huido de todos los demás.
—Hace que sienta que puedo confiar en usted, Elena Gilbert.
Confiar en su integridad, lo cual es un milagro, pues nunca he confiado en
nadie. Pero, aparte de todo eso —añadió, encogiéndose de hombros y hablándole
con el corazón—, sencillamente, me gusta mucho.
Dirigió despacio la mirada hacia él, consternada, y
se sorprendió al encontrarse brevemente indefensa ante sus palabras.
Resultaba difícil discutir con un hombre que la
halagaba, no por cosas superficiales, tal y como había hecho Stefan, sino por
las cualidades que más valoraba de sí misma.
Tal vez era cierto que la comprendía un poco mejor
de lo que ella deseaba reconocer.
La miraba con sorprendente franqueza cuando se sentó
de forma desenfadada a su lado, extendiendo el brazo a lo largo del respaldo de
cuero del sillón, por detrás de ella, y apoyando un tobillo sobre la rodilla
contraría.
Aguardó pacientemente su contestación, pero los
esfuerzos de la joven por hallar una respuesta fueron en vano cuando se
distrajo con la fascinante combinación de tonos azul mar, gris humo y
cristalino verde que componían el claro color de sus ojos.
Damon enarcó aquella condenada ceja, esperando con
un absoluto e intencionado dominio de sí mismo.
Ella dejó escapar un débil sonido de frustración,
tras lo cual se levantó del sillón y caminó hasta el otro extremo de la
estancia.
—Mi proposición no podía ser más seria, Elena —dijo
con sinceridad—. La deseo.
Elena se volvió hacia él de forma acalorada.
—¿Acaso no importa lo que yo desee?
—Por supuesto que sí. —Su mirada perdió algo de
intensidad. Damon le brindó una sonrisa colmada de ternura; luego se levantó y
se unió a ella junto a la ventana.
Elena no lograba armarse de valor para enfrentarse a
su mirada resuelta, pero cuando él la tocó para alzarle la barbilla, de igual
modo que había hecho en el baile, quedó subyugada de nuevo por aquel hombre.
Damon la miró a los ojos durante un largo instante.
—Importa mucho lo que desee —le dijo con voz suave—.
Pero no me pida que crea que no siente la atracción que existe entre nosotros.
Ella apartó el rostro, sonrojándose a causa de la
impotencia.
—O que le soy indiferente, después de que me buscase
e impidiera mi marcha del baile. O que indagara con sutileza si ya estaba
casado —agregó sonriendo ligeramente—. ¿Cree que lo he olvidado?
Elena lo escrutó de soslayo, reparando en la chispa
burlona de sus ojos, pero se enojó igualmente por el recordatorio de su
metedura de pata la noche del baile. Le dio de nuevo la espalda y durante un
instante miró por la ventana, tratando de ordenar sus pensamientos, pero el
corazón le dio un vuelco cuando él la tocó.
De pie detrás de ella, Damon acarició suavemente con
los dedos un mechón de su cabello.
—Es muy hermosa, ya lo sabe. Imagino que no quiere
escucharlo pero, a pesar de ello, es cierto.
Elena no se movió del sitio, incapaz de alejarse
mientras las yemas de sus dedos descendían lentamente por su columna.
—Sí. —Se inclinó para murmurarle al oído al tiempo
que bajaba la mano hasta posarla sobre su cintura con un sutil toque posesivo—.
Realmente irresistible —susurró—. Cuando sea mía, la trataré como la gema
preciosa que es.
La joven deseó negar que aquello fuese a ocurrir
algún día, pero su lengua rehusaba dar forma a lo que bien podría ser una
mentira. El resto de su ser se mostraba ya a favor del enlace: se le aceleró el
pulso al sentir el cálido roce del aliento de Rotherstone en el lóbulo de la
oreja. El cuerpo recio de Damon, detrás de ella, dispuesto a sostenerla, hacía
que se sintiese mareada con su deliciosa proximidad.
—Ha dicho que apenas nos conocemos, de modo que
propongo que le pongamos remedio a eso —trató de persuadirla con aquella sedosa
voz de barítono al tiempo que sus labios le rozaban la oreja con enloquecedora
suavidad—. Vendré mañana a recogerla en mi cabriolé para llevarla de paseo.
Ella se mordió el labio, angustiada al pensar que
debía rehusar. Aquel granuja hacía que su cuerpo cobrase vida de un modo
verdaderamente perturbador.
—No estoy segura de que sea buena idea.
—Desde luego que lo es. Vamos, querida —intentó
engatusarla, cautivándola con aquella voz profunda y mundana—. Sea justa... con
ambos. Usted misma dijo que no me conocía, así pues, ¿cómo puede rechazarme de
plano? Ni siquiera sabe aún a lo que puede estar renunciando. Podría descubrir
que le gusto si me da la más mínima oportunidad. Le he salvado el cuello, ¿no
es cierto? —Elena dejó escapar un débil gemido cuando sus labios calientes
rozaron la zona aludida con el fin de recalcar sus palabras—. Eso ha de merecer
algo de su tiempo, cuando menos.
—De acuerdo —acertó a decir casi sin aliento,
procurando imprimir cierta solemnidad en su voz mientras sentía las manos del
marqués ascendiendo y descendiendo por sus brazos con exquisito placer—. Sea,
pues, en aras de la equidad. Puede... llevarme a pasear por el parque.
—Tranquila. No ha sido tan duro, ¿verdad?
Elena supo por el tono de su voz que los labios del
marqués dibujaban una sonrisa.
Despejando finalmente la mente, volvió un poco la
cabeza para enfrentarse de reojo a su mirada picara.
—Más vale que no tiente a la suerte —le advirtió con
voz suave y ronca por el deseo.
La sonrisa de Damon se hizo más amplia.
—Contaré las horas, chérie. —Se apartó de su
encantadora persona, luego hizo una reverencia y se dirigió hacia la puerta.
—¿Lord Rotherstone?
—Llámeme Damon, se lo ruego. —Se detuvo con la mano
en el pomo, volviendo la vista hacia ella—. ¿Qué sucede?
Ella soslayó la invitación a utilizar sus nombres de
pila, pues era una peligrosa familiaridad, y señaló con la cabeza el elegante
presente que le había llevado.
—¿Qué hay en el estuche?
Damon se apoyó contra el marco de la puerta con suma
elegancia.
—¿Por qué no lo abre y lo descubre?
—¿Es un anillo? —preguntó con cauta franqueza.
—Eh, no. —Y rompió a reír cuando vio su mirada
escéptica. En sus ojos brillaba una chispa picara—. No sabía cuál era su talla.
A propósito, ¿cuál es?
—¡No pienso decírsela! —exclamó la joven, negándose
a ceder a la tentación de esbozar una sonrisa.
Pero la alivió oír aquello. Un anillo habría
parecido alarmantemente inapelable.
Tal vez Rotherstone entendía que no estaba preparada
para algo así tan pronto.
—Como desee —respondió mientras abría la puerta para
marcharse—. A las cuatro y media, pues. Mañana. No se retrase.
« ¿Otra orden?», pensó, pero no pudo evitar sonreír
disimuladamente después de que hubiera salido.
No estaba ni mucho menos dispuesta a aceptar aquello
pero, considerando las cosas, tenía que reconocer que podría haber salido mucho
peor parada.
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