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COMO SABÉIS LOS PERSONAJES NO ME PERTENECEN Y LAS HISTORIAS QUE ADAPTARÉ TENDRÁN EL NOMBRE DE LA AUTORA AL FINAL DE CADA HISTORIA


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19 noviembre 2012

El Marqués Capitulo 06


CAPITULO 06

—Dos semanas más tarde Elena estaba en su dormitorio de la planta superior, atareada escribiendo cartas a algunos de los conocidos filántropos de la ciudad, con respecto a la apremiante situación de los huérfanos de Bucket Lañe y el edificio en venta que deseaba conseguir para ubicar en él su nuevo hogar.

Estaba considerando la idea de incluir a lord Rotherstone en su lista de posibles benefactores, pues todo el mundo decía que era tan rico como Creso y, además, había sido testigo presencial de los peligros que arrostraba el actual emplazamiento del orfanato.

Al menos ese era el motivo por el que se decía que deseaba escribirle. Sin embargo, si era franca consigo misma, la verdad era que desconfiaba de sus propios motivos con respecto a aquel hombre.

¡Era del todo imposible que su apremio por escribir a lord Rotherstone guardara relación alguna con su deseo de hacerle recordar su existencia!
El marqués había estado constantemente presente en su cabeza desde el baile pero, para mayor frustración suya, lord Diabólico no había vuelto a aparecer en sociedad.

Ignoraba por qué debía preocuparse por eso.
Apenas acababa de conocer a aquel hombre y volver a verlo le provocaba sentimientos enfrentados: por un lado le emocionaba la posibilidad, y por otro le provocaba una aterradora ansiedad por averiguar qué haría a continuación el impredecible marqués.

Aunque se sentía un poco tonta por recordar su aparentemente frívola promesa de bailar con ella, pues, para su desgracia, parecía que ya se había olvidado de aquel asunto por completo.

« ¡Diantre!» Se había esforzado por apartarlo de su mente, pero no ayudaba en nada saber que él no había abandonado Londres, lo cual habría hecho su olvido más comprensible.

Bonnie, que siempre estaba al corriente de los últimos dimes y diretes, la había informado de que lord Rotherstone había sido visto en la ciudad con dos de sus censurables amigos del Club Inferno.

Esa sería, según concluyó Elena, la tan esperada visita de la que había recibido noticias la noche del baile de los Edgecombe. Conforme a las habladurías, se había visto a aquellos tres hombres apostando en un combate de boxeo, practicando esgrima con escalofriante destreza en Angelo's y examinando caballos en la subasta de Tatt's. Pero, por lo visto, les daba pereza unirse de nuevo a la sociedad educada.

¡Vaya! Elena tuvo que admitir que estaba un poquito molesta. Después del modo en que habían flirteado en Edgecombe House, estaba segura de que ese hombre estaba tan ansioso como ella por reclamar el baile que se habían prometido. Pero en vista de su ausencia continuada, ya solo podía concluir que el mundano Marqués Perverso simplemente había jugado con ella al creerla, acaso, una joven e ingenua señorita.

Tal vez Bonnie tenía razón sobre él desde el principio.

Por fortuna, justo en aquel momento, la suave llamada de su doncella interrumpió las inquietantes reflexiones de Elena.

—¿Sí?
Wilhelmina asomó la cabeza por la puerta.

—Lord Gilbert quiere verla, señorita. Ella asintió.

—Enseguida voy.

Contenta de escapar de las caóticas emociones que le suscitaba pensar en el marqués, abandonó su dormitorio de inmediato para atender la llamada de su padre.

Cuando bajaba la escalera se percató de pronto de la ominosa quietud que envolvía la casa. No se escuchaba el pianoforte, ni quejas o señales de disputas.
Se detuvo en la escalera de madera arqueando una ceja con recelo mientras asimilaba aquello.

En lugar de sonoros pasos y bulliciosas risas pudo escuchar el tedioso sonsonete de sus hermanastras practicando francés. Se inclinó hacia delante para poder atisbar el salón al otro lado de la entrada abovedada. Las regordetas jovencitas estaban en el sofá, una a cada lado de la institutriz, estudiando aplicadamente la gramática francesa en tanto que Penelope estaba sentada en una butaca, pendiente de las niñas pero no encima de ellas, dedicada a su bordado. Por una vez en la vida parecían la viva estampa de una agradable y respetable familia.

Elena frunció el ceño con un extraño presentimiento. Tenía la inquietante sensación de que se avecinaban problemas.

«Oh, no», pensó de repente. ¿Y si su padre se había enterado de la violenta pelea en Bucket Lañe? Tal vez uno de los Willies se había ido de la lengua sin querer.

Se le hizo un nudo en el estómago, pero se obligó a continuar bajando la escalera tratando de no perder la esperanza de que aquello fueran solo imaginaciones suyas. En ocasiones su padre la llamaba cuando era incapaz de recordar la frase clave de un chiste...

Pero cuando llegó al pie de la escalera y pasó por delante de la salita de camino al estudio, Penelope levantó la vista de su labor y la miró con dureza. Aquella penetrante mirada le dijo sin lugar a dudas que, en efecto, se avecinaba una tormenta.

Súbitamente alarmada, Elena realizó el resto del camino con celeridad para averiguar qué estaba sucediendo. Cuando se detuvo en la entrada del atestado despacho de lord Gilbert, lo encontró mirando por la ventana salediza con las manos cogidas flojamente detrás de la espalda.

—¿Deseabas verme, papá? —preguntó sin ambages.
Interrumpido en medio de sus reflexiones, el vizconde Gilbert se volvió hacia ella.

—¡Ah! Ya estás aquí, querida. Entra y siéntate. —Señaló con la mano la silla al otro lado del escritorio—. Y cierra la puerta, ¿quieres?

Bueno, no parecía enojado. Elena lo miró con recelo e hizo lo que le pedía una vez que entró en la estancia.

—¿Sucede algo grave?

—No, no —repuso con una sonrisa distraída cuando ella se acomodó en la silla obedientemente—. Mi querida hija.

Lord Gilbert rodeó el escritorio y se sentó en la esquina frente a ella. Luego cruzó los brazos, brindándole una sonrisa amable, y le dijo en voz baja:

—He recibido otra oferta por tu mano.

—¿Qué? —Se quedó pálida—. ¿De quién?

—¿Acaso no lo adivinas?

—No logro imagi... ¿De quién se trata, papá? —preguntó alarmada por la sonrisa cómplice del vizconde—. No me digas que Stefan ha vuelto a intentar...

—Del marqués de Rotherstone.

Elena, boquiabierta, clavó los ojos en él con absoluta incredulidad.

Una amplia sonrisa iluminó el rostro de lord Gilbert, pero cierta sensación de vértigo había embargado a Elena, que se agarró a los brazos de madera de la silla y, durante un prolongado momento, fue incapaz de articular palabra.

Entretanto, su padre no experimentaba semejantes dificultades.

—¡Enhorabuena, cariño! ¡Esta vez has hecho una conquista sin igual! Siempre supe que contraerías un matrimonio brillante...

Su padre, que tanto la adoraba, continuó hablando henchido de orgullo, ensalzando su belleza, su encanto e inteligencia por haber atrapado a tan poderoso par del reino; pero debido a la impresión que le había causado la noticia, Elena apenas escuchó una sola palabra.

El ensordecedor retumbar de su corazón hacía que la voz de su padre le pareciese apagada.

¿El Marqués Perverso la quería como esposa? « ¿Cómo es posible?»
Estaba absolutamente aturdida. El cuarto le daba vueltas y un enloquecido desconcierto corría por sus venas. ¡Debía de haber algún error!

Las dos semanas que había pasado fantaseando y pensando en él se convirtieron en una confusa sensación de pánico. Cierto era que deseaba verlo de nuevo, ¡pero aquello era mucho más serio de lo que había esperado! ¿Cómo podía pensar en casarse con ella después de haber mantenido una única y breve conversación?

Sí, sabía bien que en cada temporada se concertaban matrimonios a partir de mucho menos... pero eso les sucedía a otras jóvenes, ¡no a ella! ¡No a Elena Gilbert!

¡Siempre había sido responsable de su propia vida!

—¡Papá! —espetó al fin, interrumpiendo su tranquilizador monólogo sobre la maravillosa vida que iba a tener siendo marquesa de Rotherstone y cómo iba a convertirse en la envidia de la alta sociedad.

—¿Sí, cariño? —La estudió con el ceño fruncido—. Pareces alterada. ¿Te apetece una taza de té? ¿Quieres las sales?

—¡No! —exclamó; luego alzó las manos, desconcertada—. ¿Cómo...?

—Bueno, fue muy simple, cariño. —Dirigió una mirada inquisitiva a su hija—. Lord Rotherstone me abordó en White's, se presentó de forma galante y solicitó una reunión conmigo. Yo accedí... como es natural. Recordé que me habías preguntado por él en el baile de los Edgecombe, de modo que despertó mis sospechas en el acto. —Sonrió—. Parecías tener cierta afinidad con él y, ciertamente, la admiración que el hombre profesó hacia tu persona era genuina.

—¿Qué dijo de mí? —se apresuró a preguntar, inclinándose hacia delante en la silla.

—¿Ves lo que decía? Sabía que no te era indiferente —bromeó su padre.
Elena le miró fijamente, incapaz de hablar.

De pronto descubrió que su corazón mantenía una lucha interna. Parte de ella se sentía embargada por una gran dicha ante la idea de que aquel hombre, que había acaparado sus pensamientos desde el mismo instante en que había puesto los ojos en él, no solo estaba interesado en ella, sino que la creía digna de compartir su título y su apellido.

Sin embargo, su lado más sensato estaba realmente indignado por haber sido excluida de todo aquel asunto, como sucedía con todas las mujeres. .
¡Hombres!

Oh, qué astuto era. Al acudir directamente a su padre, lord Rotherstone había pasado por encima de su autodeterminación y había asumido el control de su vida sin que ella fuera consciente.

De inmediato le vino a la memoria el recuerdo de cómo Rotherstone había mantenido a raya a los hermanos Carew con guante de seda, manejándolos a su antojo gracias a su gran carisma y a su sobresaliente intelecto. Parecía ser que había obrado la misma magia con su padre, haciendo que aceptara el enlace sin siquiera pedir el permiso de la interesada.

—¿Y bien? ¿Qué tienes que decir en respuesta a esta magnífica noticia? —preguntó lord Gilbert.

—A-apenas sé por dónde comenzar, papá. No estaba pensando en el matrimonio...

—Motivo por el cual he tenido que pensar yo en ello por ti —respondió su progenitor con sequedad.

—Pero papá... —La cabeza le daba vueltas cuando le espetó—: ¡Soy feliz así! Me gusta mi vida tal y como es, ¿acaso no te das cuenta? Tengo una vida muy agradable —gritó—, ¡y n-no comprendo por qué todo el mundo me empuja a cambiarla! ¡Sí! Aquí tengo mi hogar, mi trabajo con los niños, mis libros y mis amigos, ¡y-y no necesito a un hombre para ser feliz! —declaró con repentino y apasionado dramatismo.

Lord Gilbert la miró divertido.

—Bueno, ¿y qué hay de su infame reputación? —exclamó Elena, que finalmente comenzaba a dejar atrás la conmoción.

—Hablamos sobre eso —repuso él de forma escueta—. Estoy satisfecho con las explicaciones que me proporcionó lord Rotherstone.

En las arrugas que se formaban alrededor de los ojos de su padre se atisbaba cierto cariz de misterio, pero si el marqués le había confiado algunas cosas a su futuro suegro, asuntos de hombres de los que Elena no tenía conocimiento, el vizconde no dejó entrever nada.

—Después de haber mantenido diversas y prolongadas conversaciones y de estudiar minuciosamente toda su documentación, soy de la opinión que Rotherstone es un hombre de firme carácter. De lo contrario, jamás habría consentido este enlace.

—¡Bueno, pues yo no lo acepto! —declaró—. Encuentro todo esto completamente deshonesto... ¡por parte de ambos! ¿Por qué no vino para hablarme de ello antes de hacerlo contigo?

—Oh, tú y tus tontas ideas románticas —dijo agitando la mano con desdén—. Lord Rotherstone procedió del modo adecuado, tal y como exige el honor. Es más, esta es la forma correcta en que un caballero hace una proposición de matrimonio, Elena —prosiguió—. Esperamos celebrar la boda antes de que acabe el año...

La joven sofocó un grito de sorpresa.

—¿Tan pronto?

—¿Para qué esperar? Ya has rechazado a tres pretendientes. Sí, lo sé... el primero era demasiado viejo para ti, el segundo bebía en exceso y el tercero, bueno, Stefan Carew nunca fue digno de ti. Pero no puedes encontrar ningún defecto al marqués de Rotherstone. Es joven, apuesto, acaudalado, honrado e inteligente, un hombre al que cualquier padre estaría orgulloso de llamar yerno. Ni siquiera tú, cariño, puedes esperar una oferta mejor que la suya. Me atrevería a decir que serás la envidia de todas tus amigas en cuanto se haga el anuncio.

—¡Pero, señor!

—Nada de eso, niña. Como padre tuyo que soy, tengo el deber de ocuparme de que mi hija tenga una buena posición en la vida, y vivirás como una princesa bajo el techo de lord Rotherstone. Piensa en todo el bien que podrás hacer con tu elevada nueva posición —añadió de forma sagaz—. Es una oportunidad extraordinaria para fomentar tu trabajo entre los necesitados.

—¡Oh! —Lo miró con los ojos entrecerrados. El muy granuja conocía muy bien su punto débil.

Tenía la sensación de que la habitación daba vueltas y Elena sintió que le entraba el pánico. Se sentía impotente, completamente abrumada.
Trató de encontrar algún tipo de respuesta, aunque el enlace parecía ser ya un hecho consumado, sobre todo cuando vio aquella expresión inamovible como el peñón de Gibraltar en el rostro de su padre.

—¡Papá, sabes que mi intención es casarme con Jonathon algún día!

—Ah, eso no son más que disparates —dijo ceñudo—. Jonathon White es un muchacho, no un hombre. No es una persona seria. Con el debido respeto, cielo mío, necesitas una mano firme. Lord Rotherstone, por el contrario, es un hombre de una gran inteligencia y con experiencia...

—¡Experiencia! —exclamó, asintiendo enfáticamente—. ¡En eso no te equivocas! La primera vez que lo vi estaba...

—¿Sí?

Elena renunció de pronto a señalar lo que pretendía, pues cayó en la cuenta justo a tiempo de que si le contaba a su padre que la primera vez que vio al marqués había sido cuando salía dando tumbos de un burdel, tendría que confesarle la violenta pelea que tuvo lugar en Bucket Lañe y el verdadero peligro que había estado corriendo cada semana que había ido a aquel sitio.
Su padre ignoraba por completo cómo era en realidad aquello.

Guardó silencio y meneó la cabeza, nuevamente frustrada.

—Es igual. Papá, hablas como si el asunto ya estuviera decidido. Considerando que soy yo quien tendrá que pasar el resto de mi vida con esa persona, ¿acaso no tengo voz ni voto en todo esto?

Lord Gilbert la miró con el ceño fruncido.

—Elena, escúchame. Sé que eres consciente de los intentos de Stefan Carew por arruinar tu reputación. Naturalmente, hasta la última palabra que sale de su boca es falsa y Carew no es un caballero, pero cuanto más tiempo continúes soltera tras ese desastre, peor parecerá a ojos de todos. Lord Rotherstone desea protegerte. Cuando compartas su título, nadie osará faltarte al respeto. Ese es uno de los motivos por los que he aceptado.

—Pero no el principal, ¿verdad? —Se levantó de la silla de golpe cuando la finalidad de todo aquello convirtió su incredulidad en ira—. Penelope te ha animado a hacerlo, ¿no es así? —aventuró con flagrante y furiosa acusación, sintiéndose acorralada—. Solo desea deshacerse de mí y sé que estás cansado de oírselo decir. ¡Me echas de mi propia casa para que ella deje de refunfuñar! 

Prefieres venderme a algún par con dinero que plantarle cara y decirle que...

—¡Basta! —Bramó lord Gilbert—. ¡Soy tu padre! ¿Cómo te atreves a hablarme con tal falta de respeto? —Clavó la mirada en ella, echando chispas.

Elena cerró la boca, sorprendida por su estallido.

—Tal vez Penelope tenga razón y te haya consentido demasiado. Por Dios bendito, si eres tan necia como para no ver la fortuna que has tenido, entonces eres una niña demasiado boba para escoger marido tú sola. ¡Mi decisión está tomada! Además, Penelope es mi esposa —prosiguió el vizconde con una furia sin precedentes—. Le debes respeto. ¡Qué vergüenza, Elena Gilbert! ¡No puedes pensar siempre en ti misma! ¡Tienes un deber para con nuestra familia, igual que lord Rotherstone lo tiene para con la suya!
« ¿Deber?»

Siendo su padre un hombre tan indulgente, era extraño que apelara al deber familiar.

¿Acaso podría ser la famosa fortuna de lord Rotherstone la verdadera razón que se ocultaba tras el repentino enlace?, pensó de pronto.

¿Podría todo eso estar provocado por las pérdidas en la Bolsa de su padre? Y, santo Dios, de ser así, ¿qué alternativa le quedaba entonces?

—Ten presente a tus jóvenes hermanas —continuó su padre, con el rostro enrojecido—. Cualquiera que tenga ojos puede ver que no son tan agraciadas como lo eres tú... lo lamento, pero es la verdad. Casándote con un marqués, estarás en situación de presentarlas cuando tengan que hacer su debut en sociedad, igual que hizo la duquesa viuda contigo. Ambos sabemos que Penelope no es apta para la tarea. ¡Ah, no pienso rendirte cuentas! —Dijo, agitando la mano con enfado—. Te he buscado un esposo y te casarás con él. ¡Si espero a que lo hagas tú, acabarás sola! No voy a consentir que eso te suceda, Elena. Sé lo que es estar solo durante años y años...

¡Por los clavos de Cristo, tu madre me atormentaría hasta el fin de mis días si permitiese que acabases siendo una solterona! —concluyó—. Te casarás con lord Rotherstone y esa es mi decisión final. Ahora, te sugiero que recobres la compostura, pues el marqués acaba de llegar.

—¿Cómo? —susurró.

—Imagino que viene para entregarte el anillo de compromiso.

—¿El está aquí?

Lord Gilbert señaló con la cabeza hacia la ventana.

—Ahí está su carruaje. Iré a saludarle. —Su padre la miró sin parecer demasiado contento—. Prepárate para reunirte con tu futuro esposo.

La palabra «esposo» casi le dejó sin aliento. Su padre salió del estudio dejando la puerta entreabierta. Elena se recobró de la impresión, aunque aún se sentía dolida por la reprimenda de su padre, se acercó hasta la ventana y echó un vistazo.

En efecto, un vistoso carruaje negro tirado por cuatro caballos entraba en el patio adoquinado en esos momentos. Con el corazón desbocado, contuvo el aliento cuando el vehículo se detuvo delante de la villa. Los magníficos caballos negros pateaban el suelo y sacudían las cabezas como si hubieran llevado al mismísimo diablo a su destino, justo a tiempo para recoger el alma de algún pobre desdichado.

La suya.

El suspicaz pavor de Elena aumentó cuando un lacayo vestido con librea y tricornio se apeó del pescante posterior y se apresuró a abrir la puerta a su señor.

La joven contuvo la respiración cuando lord Rotherstone salió del vehículo, tan apuesto e imponente con su oscuro e intimidatorio estilo, tal y como lo recordaba de su único encuentro.

Rotherstone iba vestido con una chaqueta azul marino de mañana, un chaleco color ciruela y pantalones marrones; en una mano sujetaba un bastón de paseo con empuñadura de marfil y en la otra un bonito estuche con un lazo atado.
«¡Ay, Dios mío!»

El marqués se detuvo y recorrió brevemente la villa Gilbert con la mirada por debajo del ala de su elegante sombrero de copa, y Elena se parapetó detrás de la cortina temiendo que pudiera verla.

Con el corazón en un puño, al cabo de un momento volvió a echar una miradita a hurtadillas, justo cuando él se perdía de vista camino de la puerta principal. El corazón le retumbaba como si fuera un timbal cuando oyó cómo recibían al marqués en la casa. « ¡Escóndete!»

«No.» Elena hizo caso omiso del vano impulso de huir y se obligó a concentrarse a fin de tratar de descubrir qué hacer o decir antes de que él entrase en la habitación.

Desde el cercano vestíbulo llegaba a sus oídos el tono grave y refinado de su voz, aunque no acertaba a distinguir las palabras.
Aquel cultivado timbre masculino, profundo y aterciopelado, le hacía sentir mariposas en el estómago, y Elena lo maldijo por ello.

Se asomó furtivamente al pasillo y lo observó hablar con su familia. Su padre estaba de pie a su lado, con una sonrisa en los labios y cierta preocupación en los ojos. Cuando se estrecharon la mano, dejando entrever que ya eran grandes amigos, Elena recordó con cierto remordimiento que lo único que su padre lamentaba en la vida era no haber tenido un hijo varón.

Entretanto, Penelope se dedicaba a lisonjearlo y, por lo que podía apreciar, a saborear su triunfo y acaparar la atención de lord Rotherstone.

El marqués se despojó del elegante sombrero negro y se inclinó junto a Sarah y Anna, provocando las risillas tímidas de las pequeñas.

—Qué niñas tan encantadoras —le dijo a Penelope. Rotherstone los encandiló a todos como si fuera una especie de mago malvado.

Su madrastra le dio las gracias profusamente, desviviéndose por ofrecerle un refresco mientras las niñas comenzaban a parlotear al mismo tiempo sobre sus aventuras de aquel día como si a él le interesase aquello.

—¡Ay, por Dios! —susurró Elena, un tanto mortificada.

La crisis estaba prácticamente bajo control y en cualquier momento la llamarían para que se uniera a ellos. Elena entró de nuevo en el estudio y se apoyó contra la pared, llevándose la palma de la mano a la frente.
Sentía las mariposas revolotear en el estómago y seguía sin saber qué hacer. « ¡Esto es tiránico!»

Recordaba con claridad el carácter dominante del marqués la noche del baile de los Edgecombe, cuando le ordenó que no volviera jamás a Bucket Lañe. No le agradó entonces y tampoco lo hacía en esos momentos.

Por otra parte, intentar negar la atracción que sentía hacia él solo serviría para proporcionarle a ese hombre un punto débil del que aprovecharse sin piedad. De acuerdo, reconoció con impaciencia, lo encontraba irritantemente deseable y, sí, estaba fascinada, pero no tenía la menor intención del casarse con el diablo por muchas promesas que su padre le hubiera hecho en su nombre.

Justo en aquel instante, antes de que estuviera preparada para enfrentarse a él, comenzaron a llamarla.

—¡Elena! ¡Lord Rotherstone ha venido a verte!

« ¡Maldición!» No había lugar donde esconderse mientras escuchaba cómo su padre decía en tono suave:

—Mi hija se muestra hoy un tanto tímida, me temo. Permítame que le lleve hasta ella.

—¡Oh, George, en el estudio no! Siempre tiene aspecto de que un torbellino haya pasado por...

—Estoy seguro de que es bastante aceptable —le dijo lord Rotherstone a su madrastra con suavidad. Elena podía escuchar sus voces en el pasillo, acercándose más y más—. Cualquier cosa que haga que se sienta más cómoda —afirmaba el marqués.

—¡Oh, qué considerado! ¡Es usted realmente amable, señoría!

—Disparates.

—Ahí, justo esa puerta —le indicó lord Gilbert.

Elena deseaba echar a correr, pero sabía que estaba atrapada. El parteluz que dividía las ventanas hacía que fueran demasiado estrechas para que una persona pudiera salir por ellas, de modo que no tenía otra alternativa que mantenerse firme, con actitud rígida, en medio de la estancia. El corazón le latía con fuerza cuando, de pronto, apareció él; su alta y poderosa figura prácticamente ocupaba la entrada. Sus miradas se cruzaron y un estremecimiento le recorrió el cuerpo.

—¡Ahí esta! —dijo Penelope con dulzura, entrando tras él para entrometerse en todo, como de costumbre.

Elena contuvo el aliento, con ojos bien abiertos mientras él avanzaba, sombrero en mano, como un humilde pretendiente. Tal vez hubiera engañado a su familia con aquel encanto natural que poseía, pero ella conocía bien a aquel astuto autócrata, a aquel maestro de la manipulación. ¿Acaso la tomaba por una necia?

—Señorita Gilbert —la saludó, con los claros ojos brillantes y una seductora sonrisilla dibujada en los labios.

Ah, qué satisfecho consigo mismo parecía cuando se inclinó ante ella, pensó la joven. Elena alzó la barbilla negándose a dejarse intimidar por la intensidad de su mirada. ¿Qué esperaba que hiciera, que se desmayase a sus pies como una tontuela impaciente?

—¡George, mira qué bonita pareja hacen!

—Gracias, lady Gilbert —dijo el marqués, sin apartar los ojos de Elena.

Penelope sonreía a escasa distancia de ellos, sin duda contando los minutos que le quedaban para que su fastidiosa hijastra se marchara de la casa.

—Dejemos solos a los jóvenes... ¡pero solo brevemente! —agregó, agitando el dedo de forma admonitoria y esbozando una sonrisa cómplice.

—Por supuesto, señora.

Lord Rotherstone inclinó la cabeza ante Penelope, que continuó sin moverse de donde estaba.

—Vamos, esposa mía —insistió su padre—. Dejémoslos unos momentos.

—¡Naturalmente, George! ¡De ningún modo desearía importunar, desde luego! 

—Sonriendo con satisfacción a su invitado, Penelope logró al fin encontrar las fuerzas para salir de la habitación... seguramente para escuchar desde el pasillo.

En cuanto la puerta se cerró Elena decidió que el único modo de averiguar qué juego se traía entre manos lord Rotherstone era escuchar lo que aquel ladino tenía que decir. Considerando que la había rescatado en dos ocasiones, le parecía justo. No significaba nada que el desgarrador magnetismo varonil que emanaba probablemente hiciera que las brújulas fallasen en su presencia.

Bien sabía Dios que ese hombre conseguía que la aguja de la suya girase frenéticamente, como si hubiera engullido el verdadero norte, como si él fuera su destino final y todas las señales lo apuntasen directamente.

Damon echó un vistazo a la señorita Gilbert y supo que iba a tener que persuadirla. A diferencia de él, la hermosa joven no era experta en ocultar sus sentimientos, y lo que veía en aquel rostro ante la noticia del compromiso era una combinación de ira y temor.

Bien pues, dado que había tenido más tiempo que ella para hacerse a la idea tendría que tranquilizarla y ayudarla a comprender lo acertado del enlace.
Una vez concluidas las negociaciones con su padre, el compromiso era un hecho y ya había comenzado a pensar en que ella era suya. Y, por extraño que pareciera, toda objeción por parte de Elena no hacía sino fortalecer su resolución, pues significaba que aquella peculiar damita no se dejaba conquistar meramente por un título y una fortuna.

Mientras cruzaba la estancia hacia ella, no pudo evitar sentir un instante de absurdo placer al contemplar la belleza natural de la joven. Sin la menor duda, era un trofeo.

La última vez que la había visto fulguraba como una estrella con un níveo vestido de baile blanco, cuya prístina elegancia la hacía parecer intocable. Pero ese día era toda calidez, como una soleada jornada en el campo. La encontraba hermosa de un modo encantador y nada pretencioso, con su largo cabello dorado suelto sobre los hombros, retirado del rostro por una sencilla cinta.

El ligero vestido de día con estampado floral tenía un recatado fichú blanco que sobresalía por encima del escote y mangas tres cuartos que cubrían los esbeltos brazos. Damon contempló las delicadas muñecas, encantado con las manchas de tinta que podía ver en sus dedos. En el baile llevaba unos guantes puestos, pero en ese momento aquellas manos desnudas hacían que anhelara conocer la sensación de tenerlas sobre la piel.

Conteniendo el deseo con puño de hierro, se acercó a ella con expresión respetuosa y se inclinó para depositar un casto beso en su suave mejilla. Elena entornó los ojos pero no se apartó y Damon consideró aquello como su primera victoria. Pudo sentir la atracción que existía entre ambos al inclinarse un poco más. Luego, sin mediar palabra, le ofreció el regalo que le había llevado.

Ella posó la vista en la magnífica caja y después lo miró con recelo, sin hacer movimiento alguno para aceptar aquella ofrenda ciertamente extravagante.
La luz del sol, al filtrarse por la ventana a espaldas de Elena, formaba un etéreo halo alrededor del cabello y los hombros de la joven. Damon se sintió fugazmente cautivado por aquella imagen, pero la mirada que ella le dirigió hizo que fuera consciente de que tenía por delante una delicada negociación diplomática.

Carecía de importancia. En una ocasión había tenido que negociar con Metternich, por lo que confiaba en poder manejar a una bonita jovencita.
Le brindó una sonrisa y retrocedió ligeramente, volviéndose para dejar el estuche de joyas sobre el escritorio.

Elena se cruzó de brazos y observó cada uno de sus movimientos.

—He oído decir que ha estado ocupado, milord —comentó con cierta acidez en un suave murmullo.

Damon se volvió nuevamente hacia ella, luciendo una media sonrisa, seguro de sí mismo.

—¿Acaso no le prometí que nos veríamos de nuevo?
Las mejillas de la joven enrojecieron repentinamente.

—¡No de este modo!

—Mi querida señorita Gilbert. —Se acercó a ella y tomó las riendas, asiendo sus dulces manos y mirándola a los ojos con expresión solemne—. ¿Me haría el honor de ser mi esposa?

Elena lo miró atónita y un tanto confusa.
Él aguardó en absoluto silencio pese a que, en realidad, la joven no tenía alternativa.

—Lord Rotherstone —acertó a decir—, me deja estupefacta. —Pareció que trataba de encontrar las palabras adecuadas—. Me siento honrada, como es natural. Pero... ¡apenas nos conocemos!

—Bueno, eso pronto quedará solventado —le aseguró Damon suavemente con una sonrisa serena.

—Pero ¿cómo puede desear desposarse conmigo después de haber mantenido una sola conversación? Ni siquiera sé su nombre... su nombre completo... ¡tan solo su título!

—Me llamo Damon —dijo bruscamente—. Damon Salvatore. Bueno, hay más entremedias. Tengo tantos nombres y títulos menores que apenas consigo recordarlos. Pero, entre nosotros, bastará con Damon. ¿Qué más le gustaría saber?       

—¡Todo! —Liberó las manos de las suyas.
Damon la miró con cautela.

—En realidad, pide mucho —repuso esquivo.

A pesar de que era experto controlando la información que daba, Damon 
deseaba facilitarle algunos datos esenciales a su futura esposa. Él sería el primero en reconocer que ella lo merecía. Al fin y al cabo, ni siquiera un agente secreto estaba obligado a mentir a la madre de sus futuros hijos... en la medida en que pudiera evitarlo.

Por fortuna, se esperaba que una joven novia no hiciera demasiadas preguntas a su amo y señor. Máxime cuando dicho esposo iba a proporcionarle un modo de vida semejante al de la realeza. Solo una muchacha necia en exceso arriesgaría tamaño privilegio tratando de mirar la dentadura al caballo regalado.

Elena recibiría un trato afectuoso y él se encargaría de cuidarla bien. Cualquier joven inteligente se conformaría con dicha semejante, pensó Damon. Pero cuando vio que ella lo miraba expectante, supo que era el momento de revelarle lo esencial sobre su persona.

—Soy de Worcestershire —comenzó—. Creo que eso ya se lo conté. Mis padres fallecieron. Tengo una hermana algunos años menor que yo. No nos vemos demasiado... debido a mis viajes de los últimos años. —Hizo una pausa, sin estar seguro de por dónde seguir—. Tengo treinta y tres años y necesito una esposa. 

—Se encogió de hombros—. Usted parece encantadora —prosiguió—. Todo cuanto un hombre podría desear en una mujer. Por su labor en el orfanato deduzco que le gustan los niños y esa es mi mayor preocupación, obviamente. 

Tengo mucho que ofrecer y, en definitiva, señorita Gilbert, creo que usted y yo podríamos tener una agradable vida en común —concluyó.
Damon alzó la barbilla y esperó a que ella estallara de júbilo.

Los preciosos ojos azul cobalto de Elena se habían abierto desorbitadamente mientras él hablaba, pero su semblante había palidecido. Damon aguardó sereno su respuesta durante otro prolongado momento.

Elena se llevó la mano débilmente a la frente.

—Creo que voy a desmayarme.

Damon frunció el ceño y actuó, decidido a demostrar que era un buen candidato a esposo.

—Vamos, siéntese, querida —le ordenó con suavidad, tomándola del codo y conduciéndola al sofá de piel situado delante de las estanterías.

Una vez hubo depositado sana y salva a la preciada joven en el sofá, se acuclilló ante ella y examinó su rostro con inquietud.

—¿Hay algo que pueda hacer por usted?

—No... tan solo... olvídelo, pero... me temo que no lo entiendo. ¡Ni siquiera comprendo a qué viene todo esto!

—Sin duda era consciente de que estaba interesado en usted, señorita Gilbert.

—Sí, pero después del baile de los Edgecombe, no volvió a aparecer en ningún acto social... ¡Y ahora esto! Pensé que se había olvidado de mí por completo.
Damon sacudió la cabeza con una expresión ardiente en los ojos.

—Eso es imposible.

Ella lo miró, parpadeando con expresión cándida.

—Mí querida joven, veinticuatro horas después de hablar con usted estaba en tratos con su padre.

—¿De veras? —susurró.

—Sí.

—Ah. Pero, milord, no lo entiendo. ¿Por qué no habló conmigo antes de hacerlo con mi padre? Eso es lo que me tiene tan confundida. ¿No creyó prudente consultar antes cuáles eran mis sentimientos?

—¿Por qué, señorita Gilbert? —Respondió, fingiendo absoluta inocencia—. 

Dejé a un lado mi modo de actuar para mostrar el debido respeto a su padre y a usted. Procedí según lo establecido, de acuerdo con la tradición. Además —confesó con un tono más sutil—, habida cuenta del estado de mi reputación y el reciente menoscabo a la suya por causa de Carew, ¿puede imaginar las habladurías que habría provocado si la hubiera perseguido primero, sin recurrir a los cauces adecuados o haber dejado claro que mis intenciones eran completamente honestas?

—Oh... supongo que está en lo cierto.

Damon la miró a los ojos, fascinado.

—¿He de entender que no le complace en absoluto mi proposición?

—No es eso. —Clavó la mirada en él dejando entrever la lucha interna que mantenía; luego bajó la vista, sonrojándose levemente—. Como es natural, me siento en verdad halagada, milord. Lo que sucede es que es muy repentino. ¡Y n-no puedo remediar sentir que he sido elegida prácticamente al azar!

—Nada más lejos de la realidad.

—Pero... usted ni siquiera me conoce.

—Sé más acerca de usted de lo que imagina.

Elena asimiló aquello y una incómoda sombra de sospecha asomó fugazmente en sus ojos. Luego pareció recordar que, como era de esperar, cualquier par de su posición se cercioraría de que todas las candidatas hubieran sido sometidas a una exhaustiva investigación.
La joven agachó la cabeza.

—¿No le preocupan los rumores que circulan sobre mí?

 Él rompió a reír.

—Ni lo más mínimo, mucho menos considerando la fuente. Créame, conozco bien la malicia de Carew. No estoy dispuesto a cruzarme de brazos a observar cómo intenta destruir a una persona inocente. Si se casa conmigo —prosiguió

—, gozará de mi mismo estatus y, hágame caso, los chismosos no juegan con la reputación de una marquesa.

—Así pues, ¿se compadece de mí y por ese motivo me propone matrimonio?

—En modo alguno. Si he de ser sincero, señorita Gilbert, esta alianza es provechosa para ambos.

—¿De veras? ¿En qué le beneficia a usted?

La estudió con desconfiado interés durante un dilatado momento. No iba a resultar sencillo exponer algunos puntos de su argumento.

—La reputación de la familia Rotherstone se ha visto empañada por la mala conducta de recientes generaciones, me temo. Mi padre, sepa usted, era un jugador, igual que lo fue su padre antes que él. —La observó en busca de algún signo de desprecio, pero no encontró ninguno—. Personalmente detesto las cartas y no me acerco a los dados —dijo—. Vi lo que esos juegos le hicieron a mi padre y lo que eso, a su vez, le hizo a mi madre, a mi hermana y a mí. Fuimos nosotros quienes pagamos por ello.

Más de lo que ella jamás llegaría a saber.
Damon se dio la vuelta y prosiguió:

—Cuando yo nací, nuestro orgulloso linaje se había sumido en un estado de... abandono. —Hizo una pausa, totalmente desacostumbrado a abrirse a nadie—. 

Lo detestaba —admitió con vehemencia—. Detestaba aquella humillación. Y juré que no permitiría que mis hijos vivieran de ese modo cuando los tuviera. De forma que, cuando el título pasó a mí, me propuse recuperar la fortuna familiar. 

Ese era el objetivo de mis viajes al extranjero —agregó, habiendo preparado aquella verdad a medias para defender su causa—. No la aburriré con los detalles, pero la guerra creó muchas posibilidades de enriquecerse invirtiendo en Europa.

Eso, al menos, era cierto. En el castillo de la Orden, en Escocia, Damon se había aplicado con ahínco en sus estudios en el arte y la ciencia de reconocer oportunidades que otros habían perdido, convirtiéndolas en oro como un alquimista moderno.

A los veinte años había demostrado sobradamente un talento especial en dicho campo, por lo que le fue encomendada la gestión de grandes sumas a fin de que la Orden mantuviera las arcas llenas para financiar las operaciones. A cambio de sus servicios, se le había permitido conservar cierto porcentaje para él.

—Hace más o menos una década, logré restablecer la fortuna de mi familia. Pagué las deudas de juego de mi padre. Derribé la vieja mansión y construí una nueva. También compré una casa en Londres, entre otras posesiones, y ahora que todo está hecho, el paso siguiente es asentarme y formar una familia. A fin de cuentas, la fortuna no tiene sentido si uno no tiene alguien con quien compartirla. —Le brindó una sonrisa cautelosa.

Elena respondió inclinando levemente la cabeza, quizá un poco más receptiva hacia él.

—Pero, como puede ver, señorita Gilbert, aquí es donde me encuentro con otro problema que mi maldito padre me dejó como parte de mi maravilloso legado.

—¿De qué problema se trata?

—La censura de la alta sociedad. —La miró de nuevo—. Usted es la santa patrona de los recién llegados. En el baile de los Edgecombe le dije que podría ponerme a su merced, y ahora, aquí me tiene. Necesito su ayuda tanto como usted necesita la mía. Usted es parte de la alta sociedad. La gente la escucha, la respeta...

—Ah, ya no estoy tan segura de eso.

—Es cierto. Por ese motivo Carew fue tras usted, primero representando el papel de conquistador y luego, cuando no logró tenerla, presentándose como víctima. Necesito una marquesa que pueda ayudarme a garantizar que los hijos e hijas con los que tenga a bien bendecirme el Señor no serán tratados como intrusos, tal y como me pasó a mí. Usted y yo estamos hechos para ayudarnos mutuamente.

—Discúlpeme, pero eso es un disparate. —Elena meneó la cabeza, ceñuda—. 

Según mi parecer, nos encontramos en el mismo barco, aunque lo cierto es que su caso es más grave que el mío. ¿Cómo, pues, podemos ayudarnos mutuamente?

—Considere la naturaleza humana, señorita Gilbert. ¿Cuál es la fuente de nuestro problema común? Las habladurías de la sociedad. La misma arma que Stefan y su madrastra han utilizado en contra de usted. ¿Y qué es lo que ansían los chismosos? Un drama. Así pues, démosles uno. Le aseguro que se sentirán tan intrigados que olvidarán las acusaciones de Carew.

—¿Y cómo vamos a hacer tal cosa? —preguntó Elena, con la mirada llena de fascinación.

—Cambiando la historia.

—¿Cambiándola?

—Sí, por un romance —murmuró con picardía—: Rotherstone, la redomada calavera, regresa para rescatar a la bella de las garras de Carew. Usted me reforma, haciendo que renuncie a mis viejos hábitos. Encandilaremos a todos y entonces conseguiremos lo que ambos deseamos: que todo nuestro problema se solucione. Una vez que estén satisfechos, podremos seguir con nuestras vidas.
Elena lo miró a los ojos, estupefacta, casi escandalizada.

—¿Cree de veras que puede manipular a la sociedad entera?

—Desde luego. ¿Por qué no?

—Es un verdadero experto en argucias...

—¿Y bien...?

—¡No sé qué decir!

—¿Duda que dé resultado?

—No se trata de eso.

—¿De qué, entonces? Ha de reconocer que parece divertido.

—Divertido, sí, y un tanto repulsivo al mismo tiempo. Damon frunció el ceño.

—¿Cómo dice?

—¿Es esta su proposición? ¿Una charada? ¡Estamos hablando de matrimonio, lord Rotherstone!

—Obviamente. Intento ayudarla. Como he dicho, la alianza será provechosa para ambos.

—En efecto, pero ¿qué le hace pensar que mi intención es casarme por conveniencia?

Damon la miró de forma penetrante.

—¿Por qué otro motivo quiere casarse, señorita Gilbert? Ella se puso tensa y se ruborizó, luego apartó bruscamente la mirada sin dar respuesta a su pregunta.
No tuvo que hacerlo, pues la llevaba escrita en la cara. «Vaya por Dios», pensó Damon.

—Milord —dijo entre dientes al cabo de un momento, cuidándose de evitar su mirada—, ha dicho que desea mejorar su reputación, pero la primera vez que lo vi salía dando tumbos de un burdel.

Le lanzó una mirada de reproche por encima del hombro.

—Esa clase de comportamiento es incompatible con su plan. Y yo no aceptaría algo semejante si fuera su esposa. Un caballero no se aprovecha de la explotación de la mujer.

Damon abrió los ojos ligeramente ante su tono severo, aunque debería haber previsto que aquel tema saldría a colación. «Hum.» Agachó la cabeza en muestra de arrepentimiento, además de para ocultar su diversión. Ella era toda una dama, por lo que comprendía que el asunto del burdel podría ser un grave obstáculo entre los dos. La desaprobación que vio en su mirada puso de manifiesto que no se equivocaba.

Sin embargo, contarle el verdadero motivo de su presencia allí aquel día sin duda sería peor. Lo que para él era un trabajo de campo normal y corriente, a buen seguro resultaría sumamente extraño para cualquier civil. Además, de no haber estado allí vigilándola, la banda de Bucket Lañe la habría atrapado. Damon no se arrepentía de nada. Por el contrario, suspiró y optó por el menor de dos males.

—Bueno, ya sabe, querida, me temo que nunca he dicho que fuera un santo. Debo reconocer que he gozado plenamente de mi soltería y sus oportunos pasatiempos. De igual forma, pretendo disfrutar de la vida marital como es debido.

—De modo que, ¿tiene intención de cambiar?

—Así es. Y me parece que usted podría ser una espléndida influencia para mí—adujo el marqués, con encantadora formalidad.

—No me diga —replicó Elena.

—Le juro que, una vez estemos casados, jamás volveré a frecuentar esos lugares. Tiene mi palabra.

—Por supuesto que no lo hará —farfulló—. ¿Y qué hay de ese infame club al que pertenece...? ¿Cómo se llama, el Club Inferno? ¿Renunciará a eso si me caso con usted?

Él la miró, pillado por sorpresa. Pero acto seguido sacudió la cabeza y apretó los dientes con la terquedad propia de su linaje.

—No puedo.

—¿Por qué?

—Elena... esos hombres son como hermanos para mí. Son los únicos amigos de verdad que tengo. —Ahuyentó una punzada de culpabilidad, pero no pensaba descubrir su tapadera.

Ni siquiera su propia hermana estaba al tanto de la verdad. Damon se dio cuenta de que le estaba pidiendo demasiado a Elena, pero contarle la verdad acerca de la Orden estaba fuera de toda discusión. Iba a tener que aceptar su relación con Dante House y punto.

—Le pido que confíe en mí. —Eligió las palabras con cuidado. Le remordía la conciencia a causa de lo irónica que resultaba su petición en medio de las mentiras que se había visto obligado a contar—. Las cosas no siempre son... lo que parecen, señorita Gilbert.

Algo en sus ojos debió de advertir a Elena que no insistiera o, quizá, recordó que se había ganado la aprobación de su padre cuando se entrevistó con él.
Damon tan solo le había contado a lord Gilbert un escueto bosquejo de la verdad, que sus viajes tenían como objeto desempeñar cierta labor secreta por el bien de Inglaterra. Además, había prohibido al vizconde que le hablara de ello a nadie, incluyendo a Elena, por la propia seguridad de la joven.
Ella lo miró fijamente durante un prolongado instante, estudiándole lo mejor que pudo, pero al cabo movió la cabeza y apartó la mirada.

—No sé.

—Elena.

Ansiaba tocarla, acariciarle simplemente la mejilla y que supiera que aunque no pudiera hacerle todas las promesas del mundo, el deseo que sentía por ella era sincero. Pero mantuvo la mano pegada al costado, conteniéndose para no tendérsela, pues no debía asustarla.

La joven tenía la cabeza gacha y se retorcía las manos en el regazo, como si meditase con cuidado cada palabra antes de hablar. —Admito, milord, que ha estado muy presente en mis pensamientos desde que me salvó la vida en Bucket Lañe. Pero no puedo decir que me agrade su modo de proceder en este tema.

—¿Por qué? —preguntó con voz suave.

—Todo resulta un tanto... turbio. —Lo miró angustiada—. Presencié cómo controlaba a Stefan y a sus hermanos en el baile y ahora, al parecer, también ha ejercido su influencia con mi padre. Si posee la habilidad de manipular a la sociedad, ¡eso solo me lleva a preguntarme qué haría conmigo si fuera suya!

—Señorita Gilbert, nunca he utilizado mis habilidades para hacer el mal —repuso con cierta ironía.

—Eso dice usted, y ¡sin embargo le apodan el Marqués Perverso! Quiero ser feliz en mi matrimonio, milord; con alguien que me respete, alguien en quien pueda confiar. Si es este el modo en que realiza una simple proposición, concertando las cosas sin concederme voz ni voto, entonces solo me cabe suponer que no tendrá la menor consideración con mis sentimientos durante el resto de nuestras vidas.

—No es así. La tengo en la más alta estima, señorita Gilbert.

—Bueno, parece resuelto a asumir el control de mi vida y eso no es algo que yo aprecie.

Damon guardó silencio mientras reflexionaba sobre sus palabras. ¿Por qué el control era tan importante para ella?, comenzó a preguntarse. ¿Sería su necesidad de tenerlo el verdadero motivo por el que había rechazado a todo pretendiente anterior a él?

¿Acaso no se atrevía a depositar su persona y su futuro en manos de ningún hombre?

Comenzó a examinar la habitación lentamente, evaluando el lugar como si analizase la casa de algún agente del Consejo de Prometeo. ¿Qué podría revelarle acerca de ella?

—¿A qué aspira usted, Elena? ¿A la perfección? —preguntó meditabundo.

—¡Desde luego que no! —respondió en tono defensivo.

—Bien. De lo contrario acabará muy sola si ese es el caso. Su mirada recayó sobre una pequeña pieza bordada, preservada en un marquito en la pared frente a él.

La pieza, que estaba elaborada con las puntadas torpes de una niña, tenía una chapucera flor rosa en el centro y una inscripción encima con una esmerada firma bordada. Un regalo sencillo, sin valor económico alguno, pero realizado con mucho amor.

Para mamá. Te quiere, Elena

Damon supo lo que significaba nada más verlo y sintió que la comprendía. 

Mientras él era un muchacho, al que le inculcaban la norma del secreto a base de palizas como parte de su brutal régimen de adiestramiento en un lejano castillo en Escocia, en Inglaterra el pequeño mundo de Elena se hacía pedazos. «Mi pobre y dulce niña.»

Bajó la mirada, luchando contra el impulso de estrecharla fuertemente entre sus brazos. Al menos ya tenía indicios de lo que se ocultaba tras su miedo.

—Seguro que puedo adivinar cuándo fue la primera vez que sintió que todo se escapaba a su control —le dijo apenas en un susurro, pues de pronto deseó con toda el alma llegar hasta el corazón de la joven.

—¿Qué? —preguntó Elena con un hilillo de voz, clavando la mirada en él.
Damon detectó cierta inseguridad en el tono quedo.

—Su padre me contó que tenía diez años cuando su madre enfermó. No pudo hacer nada por ayudarla, pues no había nada que pudiera hacerse. Solo era una niña. Debió de causarle pavor preguntarse qué iba a ser de usted sin ella.

Se volvió para posar los ojos en la joven con ternura y vio que ella lo miraba afligida.

—Elena —murmuró—. Siempre la mantendré a salvo.

Ella se enojó como si le hubiera dirigido algún grave insulto.

—No. —Sacudió la cabeza, mirándolo de manera acusadora—. Nadie puede prometer eso.

—Oh, yo estoy absolutamente resuelto a ello —susurró, pero le sonrió tiernamente cuando vio que no debía insistir—. Como le he dicho, querida mía, no soy perfecto. De hecho, disto mucho de serlo. Pero nadie en este mundo debería tener que estar solo y, cuando sea mía —agregó con suavidad—, haré cuanto esté en mis manos para hacerla feliz.

—¿Cómo? —quiso saber. En sus ojos azules brillaba el dolor que aún no había olvidado y, según le pareció a Damon, resentimiento porque hubiera descubierto su secreto padecimiento—. ¿Puede afirmar que me hará feliz? Ni siquiera me conoce.

—Sé más sobre usted de lo que imagina.

—¿Qué, por ejemplo? —lo desafió.

—Sé que es bondadosa con los desconocidos. Que es ingeniosa y lo bastante inteligente para distinguir a un necio cuando lo tiene delante. —Alargó la mano y, con infinita delicadeza, le retiró un mechón de cabello y se lo pasó detrás de la oreja.

Se sintió alentado al ver que ella no se apartaba.

—Me complace la confianza en sí misma que demuestra. Su sentido del humor me fascina. Y su corazón... su compasión hacia esos pobres niños despierta mi admiración y mi respeto.

Elena se estremeció pero no apartó la mirada de él.

—Es valiente —prosiguió cuando ella se dio la vuelta súbitamente—. El hecho de que siguiera en Bucket Lañe, aun a riesgo de su propia vida, solo para cerciorarse de que no me pasara nada, y que luego tuviera el aplomo de ir a buscar a las autoridades durante una pelea, habla por sí solo de su coraje y buen juicio.

La joven se sentó en silencio, escuchando como si fuera una cierva en el bosque, pero lista para huir de él. Igual que había huido de todos los demás.

—Hace que sienta que puedo confiar en usted, Elena Gilbert. Confiar en su integridad, lo cual es un milagro, pues nunca he confiado en nadie. Pero, aparte de todo eso —añadió, encogiéndose de hombros y hablándole con el corazón—, sencillamente, me gusta mucho.

Dirigió despacio la mirada hacia él, consternada, y se sorprendió al encontrarse brevemente indefensa ante sus palabras.

Resultaba difícil discutir con un hombre que la halagaba, no por cosas superficiales, tal y como había hecho Stefan, sino por las cualidades que más valoraba de sí misma.

Tal vez era cierto que la comprendía un poco mejor de lo que ella deseaba reconocer.

La miraba con sorprendente franqueza cuando se sentó de forma desenfadada a su lado, extendiendo el brazo a lo largo del respaldo de cuero del sillón, por detrás de ella, y apoyando un tobillo sobre la rodilla contraría.
Aguardó pacientemente su contestación, pero los esfuerzos de la joven por hallar una respuesta fueron en vano cuando se distrajo con la fascinante combinación de tonos azul mar, gris humo y cristalino verde que componían el claro color de sus ojos.

Damon enarcó aquella condenada ceja, esperando con un absoluto e intencionado dominio de sí mismo.

Ella dejó escapar un débil sonido de frustración, tras lo cual se levantó del sillón y caminó hasta el otro extremo de la estancia.

—Mi proposición no podía ser más seria, Elena —dijo con sinceridad—. La deseo.

Elena se volvió hacia él de forma acalorada.

—¿Acaso no importa lo que yo desee?

—Por supuesto que sí. —Su mirada perdió algo de intensidad. Damon le brindó una sonrisa colmada de ternura; luego se levantó y se unió a ella junto a la ventana.

Elena no lograba armarse de valor para enfrentarse a su mirada resuelta, pero cuando él la tocó para alzarle la barbilla, de igual modo que había hecho en el baile, quedó subyugada de nuevo por aquel hombre.

Damon la miró a los ojos durante un largo instante.

—Importa mucho lo que desee —le dijo con voz suave—. Pero no me pida que crea que no siente la atracción que existe entre nosotros.

Ella apartó el rostro, sonrojándose a causa de la impotencia.

—O que le soy indiferente, después de que me buscase e impidiera mi marcha del baile. O que indagara con sutileza si ya estaba casado —agregó sonriendo ligeramente—. ¿Cree que lo he olvidado?

Elena lo escrutó de soslayo, reparando en la chispa burlona de sus ojos, pero se enojó igualmente por el recordatorio de su metedura de pata la noche del baile. Le dio de nuevo la espalda y durante un instante miró por la ventana, tratando de ordenar sus pensamientos, pero el corazón le dio un vuelco cuando él la tocó.
De pie detrás de ella, Damon acarició suavemente con los dedos un mechón de su cabello.

—Es muy hermosa, ya lo sabe. Imagino que no quiere escucharlo pero, a pesar de ello, es cierto.

Elena no se movió del sitio, incapaz de alejarse mientras las yemas de sus dedos descendían lentamente por su columna.

—Sí. —Se inclinó para murmurarle al oído al tiempo que bajaba la mano hasta posarla sobre su cintura con un sutil toque posesivo—. Realmente irresistible —susurró—. Cuando sea mía, la trataré como la gema preciosa que es.

La joven deseó negar que aquello fuese a ocurrir algún día, pero su lengua rehusaba dar forma a lo que bien podría ser una mentira. El resto de su ser se mostraba ya a favor del enlace: se le aceleró el pulso al sentir el cálido roce del aliento de Rotherstone en el lóbulo de la oreja. El cuerpo recio de Damon, detrás de ella, dispuesto a sostenerla, hacía que se sintiese mareada con su deliciosa proximidad.

—Ha dicho que apenas nos conocemos, de modo que propongo que le pongamos remedio a eso —trató de persuadirla con aquella sedosa voz de barítono al tiempo que sus labios le rozaban la oreja con enloquecedora suavidad—. Vendré mañana a recogerla en mi cabriolé para llevarla de paseo.
Ella se mordió el labio, angustiada al pensar que debía rehusar. Aquel granuja hacía que su cuerpo cobrase vida de un modo verdaderamente perturbador.

—No estoy segura de que sea buena idea.

—Desde luego que lo es. Vamos, querida —intentó engatusarla, cautivándola con aquella voz profunda y mundana—. Sea justa... con ambos. Usted misma dijo que no me conocía, así pues, ¿cómo puede rechazarme de plano? Ni siquiera sabe aún a lo que puede estar renunciando. Podría descubrir que le gusto si me da la más mínima oportunidad. Le he salvado el cuello, ¿no es cierto? —Elena dejó escapar un débil gemido cuando sus labios calientes rozaron la zona aludida con el fin de recalcar sus palabras—. Eso ha de merecer algo de su tiempo, cuando menos.

—De acuerdo —acertó a decir casi sin aliento, procurando imprimir cierta solemnidad en su voz mientras sentía las manos del marqués ascendiendo y descendiendo por sus brazos con exquisito placer—. Sea, pues, en aras de la equidad. Puede... llevarme a pasear por el parque.

—Tranquila. No ha sido tan duro, ¿verdad?

Elena supo por el tono de su voz que los labios del marqués dibujaban una sonrisa.
Despejando finalmente la mente, volvió un poco la cabeza para enfrentarse de reojo a su mirada picara.

—Más vale que no tiente a la suerte —le advirtió con voz suave y ronca por el deseo.

La sonrisa de Damon se hizo más amplia.

—Contaré las horas, chérie. —Se apartó de su encantadora persona, luego hizo una reverencia y se dirigió hacia la puerta.

—¿Lord Rotherstone?

—Llámeme Damon, se lo ruego. —Se detuvo con la mano en el pomo, volviendo la vista hacia ella—. ¿Qué sucede?

Ella soslayó la invitación a utilizar sus nombres de pila, pues era una peligrosa familiaridad, y señaló con la cabeza el elegante presente que le había llevado.

—¿Qué hay en el estuche?

Damon se apoyó contra el marco de la puerta con suma elegancia.

—¿Por qué no lo abre y lo descubre?

—¿Es un anillo? —preguntó con cauta franqueza.

—Eh, no. —Y rompió a reír cuando vio su mirada escéptica. En sus ojos brillaba una chispa picara—. No sabía cuál era su talla. A propósito, ¿cuál es?

—¡No pienso decírsela! —exclamó la joven, negándose a ceder a la tentación de esbozar una sonrisa.

Pero la alivió oír aquello. Un anillo habría parecido alarmantemente inapelable.
Tal vez Rotherstone entendía que no estaba preparada para algo así tan pronto.

—Como desee —respondió mientras abría la puerta para marcharse—. A las cuatro y media, pues. Mañana. No se retrase.

« ¿Otra orden?», pensó, pero no pudo evitar sonreír disimuladamente después de que hubiera salido.

No estaba ni mucho menos dispuesta a aceptar aquello pero, considerando las cosas, tenía que reconocer que podría haber salido mucho peor parada.

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