CAPÍTULO 11
A lo largo de las dos
semanas siguientes, Elena era consciente de que cada vez veía más a Damon Salvatore.
Para su alivio, él pareció aceptar que sólo estaba interesada en su amistad. Se
pasaba mucho por la juguetería con el termo lleno de café y también le llevaba
pasteles que compraba en una pastelería cercana. Cruasanes bañados de chocolate
crujiente, tartaletas de albaricoque o barquillos cubiertos de azúcar glasé. De
vez en cuando, incluso la convencía para que almorzara con él. En una ocasión
fueron a Damonet Chef y en otra a un bar donde se demoraron hasta que se dio
cuenta de que llevaban dos horas hablando.
Era incapaz de rechazar sus
invitaciones porque era incapaz de señalar una sola ocasión en la que Damon se
le hubiera insinuado. De hecho, era más bien lo contrario. Se había esforzado
para que olvidara sus temores.
Nada de besos ni de
indirectas, nada que mostrara que estaba interesado en ella de otro modo que no
fuera amistoso.
Damon fue a Seattle para
cortar con Bonnie, que al parecer se lo había tomado mejor de lo esperado.
Cuando le describió el momento, Damon no entró en detalles, pero sí le pareció
muy aliviado.
—Nada de lágrimas, ni de
llantos, ni de escenas dramáticas —le dijo. Y después de una pausa
perfectamente milimetrada añadió—: Y por parte de Bonnie tampoco.
—Todavía sientes algo por
ella —le recordó Elena—. Es posible que podáis arreglar las cosas.
—No siento nada por ella.
—Nunca se sabe. ¿Has borrado
su número de teléfono ya?
—Aja.
—¿Le has devuelto las cosas
que tenía en tu casa?
—Nunca le di la oportunidad
de que dejara algo. Stefan y yo tenemos una regla: nada de invitadas a dormir
mientras Emma esté en casa.
—Entonces cuando Bonnie venía
a verte, ¿dónde...?
—Nos quedábamos en un Bed
& Breakfast.
—Vaya... —comentó—. Supongo
que la ruptura es definitiva. ¿Seguro que no estás en una fase de negación? Es
normal sentirse triste cuando pierdes algo.
—No he perdido nada. Nunca
pienso en las relaciones fallidas como en una pérdida de tiempo. Porque siempre
se aprende algo.
—¿Qué has aprendido de Bonnie?
—le preguntó Elena, fascinada. Damon reflexionó en profundidad.
—Al principio, pensé que la
falta de discusiones era algo bueno. Pero ahora me doy cuenta de que era una
señal de que no conectábamos.
Emma no tardó en pedir otro
día con Renfield, y Elena volvió a llevarlo a Viñedos Sotavento. Al acercarse a
la casa, vio que habían colocado una rampa desmontable sobre una parte de los
escalones. El perro subió la rampa con más facilidad que los estrechos y
empinados escalones.
—¿Lo has hecho para
facilitarle las cosas a Renfield? —preguntó Elena cuando Damon abrió la puerta.
—¿Te refieres a la rampa?
Sí. ¿Ha funcionado?
—Perfectamente. —Sonrió
agradecida, al darse cuenta de que Damon había notado las dificultades que tuvo
el perro con los escalones y había ideado una forma de facilitarle la entrada y
la salida de la casa.
—¿Sigues buscando un hogar
para él? —preguntó Damon mientras sujetaba la puerta para que entraran. Se
inclinó para acariciar a Renfield cuando pasó por su lado, y el perro lo miró
con la misma expresión que una gárgola medieval, incluida la lengua colgando.
—Sí, pero de momento no he
tenido mucha suerte —contestó ella—. Tiene demasiados problemas. Es posible que
necesite una prótesis de cadera en algún momento, y luego está su problema de
prognatismo. Y el eccema. Un perro caro de mantener pero bonito sería una cosa.
Pero con el aspecto de Renfield... nadie lo quiere.
—En realidad, y si no te importa—dijo
Damon, hablando muy despacio—, nos gustaría quedarnos con él.
Elena se quedó pasmada.
—¿Te refieres de forma
permanente?
—Sí. ¿Por qué te sorprende
tanto?
—No es tu tipo de perro.
—¿Y cuál es mi tipo de
perro?
—Bueno, pues uno normal. Un
labrador o un springer spaniel. Un perro que pueda ir contigo a correr y eso.
—Subiré a Renfield a un
monopatín. Stefan y Emma estuvieron enseñándole a mantener el equilibrio en uno
el otro día.
—Pero no podrás llevártelo
cuando salgas a pescar. Los bulldogs no saben nadar.
—Le pondremos un chaleco
salvavidas. —Damon le regaló una misteriosa sonrisa—. ¿Por qué te molesta que
quiera quedarme con él?
Entre tanto, Renfield no
paraba de mirarlos primero a uno y luego al otro.
—No me molesta. Es que no
entiendo por qué lo quieres.
—Me gusta su compañía. Es un
perro tranquilo. Stefan dice que será estupendo para mantener el viñedo libre
de alimañas. Y lo más importante: Emma lo quiere.
—Pero necesita muchos
cuidados. Tiene alergias cutáneas. Necesita un pienso especial, un champú
especial y las facturas del veterinario serán numerosas. No sé si entiendes
todo lo que te espera.
—Sea lo que sea, ya me las
apañaré.
Por su
parte, Elena no entendía
el porqué de la
enorme emoción que la
abrumaba. Se acuclilló al lado
del perro y empezó a acariciarlo, manteniendo la cara vuelta para que Damon no
la viera.
—Renfield, parece que ya
tienes un hogar —dijo con la voz ronca.
Damon se arrodilló a su lado
y le aferró la barbilla con una mano para instarla a levantar la cabeza y a
mirarlo. Esos ojos azules la miraron con ternura y preocupación.
—Oye —le dijo—, ¿qué pasa?
¿Te arrepientes de separarte de él?
—No. Es que no me lo
esperaba.
—¿No me crees capaz de
mantener un compromiso porque sé que va a haber problemas en el futuro? —Le
acarició la mejilla con el pulgar—. Estoy aprendiendo a vivir la vida tal como
se presenta. Tener un perro como Renfield va a suponer inconvenientes,
problemas y gastos. Pero merecerá la pena. Tenías razón. Hay algo noble en él.
Es feo por fuera, pero tiene una autoestima de narices. Es un buen perro.
Elena quería sonreír, pero
le tembló la barbilla y la emoción amenazó con volver a abrumarla.
—Eres un buen hombre
—consiguió decir—. Espero que algún día encuentres a una mujer que sepa
apreciarte.
—Yo también lo espero
—replicó él con voz alegre—. ¿Ya podemos levantarnos del suelo?
Cuando Damon le preguntó por
los planes que tenía para el Día de Acción de Gracias, Elena le dijo que
todos los años
lo pasaba en
Bellingham con sus padres.
Salvo por el pavo, que lo
preparaba su madre, el resto del menú consistía en una amplia variedad de
platos que cada cual aportaba a su gusto.
—Si quieres quedarte este
año en la isla, puedes pasarlo con nosotros —la invitó Damon.
Elena notó esa sensación que
experimentaba cada vez que se descubría anhelando algo que ya había decidido
rechazar: la última galleta del plato, la última copa de vino porque ya había
bebido demasiado... Pasar esos días de vacaciones con Damon y Emma crearía un
vínculo importante, supondría un exceso de cercanía.
—Gracias, pero prefiero
mantener la tradición —rehusó con una sonrisa forzada—. Mi familia espera que
lleve mi timbal de macarrones.
—¿Tu timbal de macarrones?
—preguntó Damon con voz apenada—. ¿La receta de tu abuela con cuatro tipos de
queso y los picatostes?
—¿Te acuerdas de eso?
—¿Cómo voy a olvidarlo? —La
miró con una expresión suplicante—. ¿Traerás las sobras? Elena se echó a reír.
—No tienes vergüenza. Haré
un timbal extra. ¿Quieres que te haga también alguna tarta?
—¿En serio?
—¿De qué la quieres? ¿De
calabaza, de manzana, de nueces pacanas...?
—Sorpréndeme —contestó, y le
robó un beso con tal rapidez que Elena no tuvo tiempo para reaccionar.
El día anterior a Acción de
Gracias, Elena fue a por Emma a Viñedos Sotavento y se la llevó a su casa.
—¿Yo también estoy invitado?
—le preguntó Stefan antes de que se marcharan.
—No, es un día sólo para
chicas —contestó Elena entre risillas.
—¿Y si me pongo peluca? ¿Y
si hablo en falsete?
—Tío Stefan —dijo la niña
con alegría—, eres la peor chica del mundo.
—Y tú eres la mejor —replicó
Stefan, que le dio un sonoro beso—. Vale, iros sin mí.
Pero será mejor que me
traigáis una tarta enorme.
Una vez que estuvieron en su
casa, Elena puso música, encendió el fuego en la chimenea y le colocó a Emma uno
de sus delantales. Después, le enseñó a usar un rallador de queso tradicional.
Aunque había pensado utilizar una picadora para la mayor parte del queso,
quería que Emma aprendiera a rallar a mano. Fue entrañable ver la alegría de la
niña mientras se afanaba por hacer las sencillas tareas de pesar las
cantidades, remover la comida y probarla.
—Éstos son los distintos
tipos de queso que vamos a usar —dijo Elena—. Cheddar irlandés, parmesano,
gouda ahumado y gruyere.
Una vez que lo
rallemos todo, lo fundiremos con la
mantequilla y la leche...
La cocina olía de forma
deliciosa, a queso caliente, a azúcar y a harina. La compañía de la niña le
recordó el milagro que suponía transformar unos cuantos ingredientes sencillos
en algo maravilloso. Hicieron un timbal de macarrones como para alimentar a un
ejército y lo cubrieron con picatostes, que habían tostado previamente en una
sartén con mantequilla. Además hicieron dos tartas, una rellena de calabaza y
otra con nueces pacanas. Elena le enseñó a Emma a sellar bien los bordes de
pasta quebrada.
Cortaron el resto de la
pasta con moldes de distintas formas, la espolvorearon con azúcar y canela, y
la pusieron en el horno para hacer galletas.
—Mi madre las llama galletas
de las sobras —dijo Elena. Emma miró las galletas a través del cristal del
horno.
—¿Tu madre todavía está
viva? —quiso saber.
—Sí. —Elena soltó el rodillo
de amasar que estaba manchado de harina y se acercó a la niña. Se arrodilló a
su lado, la rodeó con sus brazos y juntas contemplaron el interior del horno —.
¿Qué tipo de tartas hacía tu madre? —le preguntó.
—No hacía tartas —respondió Emma—.
Hacía galletas.
—¿De chocolate?
—Aja. Y de canela y nuez
moscada.
Elena sabía que ayudaba
mucho poder hablar de los que se habían ido. Recordar era bueno. De modo que
siguieron hablando mientras horneaban, no a modo de larga conversación, sino a
ratitos, combinando los recuerdos con los deliciosos aromas procedentes del
horno.
Cuando por la tarde devolvió
a Emma a casa, la niña se despidió abrazándola por la cintura durante un buen
rato.
—¿Seguro que no quieres
pasar el Día de Acción de Gracias con nosotros? —le preguntó, y su voz quedó
sofocada porque tenía la cara pegada a su jersey.
La apesadumbrada mirada de Elena
se clavó en Damon, que estaba observándolas.
—No puede, Emma —le recordó
él con suavidad—. La familia de Elena necesita que esté con ellos.
Salvo que en realidad sí
podía, y su familia no la necesitaba.
La culpa
y la preocupación comenzaron a disipar los
buenos sentimientos que
habían ido creciendo en su interior durante la tarde. Miró a Damon, que
la contemplaba con expresión compasiva, y se dio cuenta de lo fácil que sería
enamorarse de él y de Emma. Y de lo mucho que perdería si llegaba a suceder.
Tanto que si los perdiera, no podría sobrevivir. Sin embargo, si lograra mantenerse a cierta
distancia, no se arriesgaría a que le destrozaran por completo el corazón.
Le dio unas palmaditas a Emma
en la espalda y se zafó con delicadeza de su fervoroso abrazo.
—De verdad que tengo que ir
mañana a Bellingham —le dijo—. Adiós, Emma. Me lo he pasado muy bien hoy. —Se
agachó y le dio un beso en una suave mejilla, ligeramente perfumada con canela.
La mañana del Día de Acción
de Gracias, Elena se pasó la plancha por el pelo, se puso unos vaqueros, unos
botines, un jersey de color tostado y colocó la enorme fuente con el timbal de
macarrones en el coche.
Estaba a punto de dejar
atrás el camino de entrada a su casa cuando sonó su móvil. Detuvo el coche,
rebuscó en el bolso hasta dar con el teléfono entre los papeles, las barras de
labios y la calderilla.
—¿Diga?
—¿Elena?
—¿Emma? —preguntó,
alarmada—. ¿Cómo estás?
—Genial —fue la alegre
respuesta de la niña—. ¡Feliz Día de Acción de Gracias! Elena sonrió, algo más
relajada.
—Feliz Día de Acción de
Gracias. ¿Qué estás haciendo?
—He dejado salir a Renfield
para que haga pis y cuando ha entrado le he echado pienso en el comedero y le
he dicho que beba agua.
—Veo que lo estás cuidando
muy bien.
—Pero después el tío Damon
nos obligó a salir de la cocina mientras ellos limpiaban el humo.
—¿El humo? —la sonrisa de Elena
se desvaneció—. ¿Por qué había humo?
—Porque el tío Stefan estaba
cocinando. Y después llamó al tío Klaus y ahora está quitando la puerta del
horno.
Elena frunció el ceño. ¿A
santo de qué estaba Klaus quitando la puerta del horno?
—Emma, ¿dónde está el tío Damon?
—Está buscando sus gafas
protectoras.
—¿Para qué necesita unas
gafas protectoras?
—Para ayudar al tío Stefan a
preparar el pavo.
—Entiendo. —Elena le echó un
vistazo al reloj. Si se daba prisa, podía pasarse por Viñedos Sotavento y
llegaría con tiempo para coger el último ferry de la mañana a Anacortes—. Emma,
creo que voy a ir a tu casa a echar un vistazo antes de coger el ferry.
—¡Bien! —exclamó la niña con
entusiasmo—. Pero es mejor que no digas que te he llamado. Porque a lo mejor me
riñen.
—Mis labios están sellados
—le aseguró.
Antes de que Elena pudiera
replicar, se escuchó una voz masculina de fondo.
—Emma, ¿con quién hablas?
Elena le dijo:
—Dile que es una encuesta.
—Una señora está haciendo
una encuesta —escuchó decir a la niña. Tras unos cuantos murmullos, Emma añadió
dándose mucha importancia—: Mi tío dice que no hacemos encuestas. — Una pausa y
más murmullos—. Y que nos borre de la base de datos —añadió con voz firme.
Elena sonrió.
—En fin, en ese caso tendré
que ir en persona.
—Vale. ¡Adiós!
Hacía frío y un poco de
viento, el clima perfecto para celebrar el Día de Acción de Gracias porque
evocaba imágenes de chimeneas encendidas, de pavos en el horno y del desfile de
Macy's en televisión.
Vio que había un flamante y
lujoso BMW en el camino de acceso a Viñedos Sotavento. No le cupo duda de que
era el coche de Klaus, el Salvatore al que aún no conocía. Sintiéndose como una
intrusa, pero instigada por la preocupación, aparcó y subió los escalones del
porche.
Emma salió a recibirla,
vestida con unos pantalones de pana y una camiseta de manga larga con un
simpático pavo.
—¡Elena! —gritó la niña, que
comenzó a dar saltos mientras se abrazaban.
Renfield salió a recibirla,
jadeando con gran alegría.
—¿Dónde están tus tíos? —le
preguntó a la niña.
—El tío Klaus está en la
cocina. Renfield y yo lo estamos ayudando. No sé dónde están los demás.
En el aire flotaba el
conocido hedor a algo quemado, que se intensificó a medida que se acercaban a
la cocina. Un hombre moreno estaba intentando quitar la puerta del horno, con
un destornillador en una mano y una gigantesca caja de herramientas al lado.
Klaus Salvatore era una
versión más pulida y sofisticada de sus hermanos mayores. Era guapo, pero tenía
una expresión distante, y sus ojos eran de un gélido y cristalino azul.
Al
igual que Stefan, era delgado y musculoso, pero no tan corpulento como Damon.
El polo que llevaba y los pantalones chinos eran informales, pero indudablemente
caros.
—Hola —dijo—. ¿Quién es, Emma?
—Es Elena.
—Por favor, no te levantes
—se apresuró a decirle ella al verlo soltar el destornillador para
incorporarse—. Es evidente que estás muy... ocupado. ¿Puedo preguntar qué ha
pasado?
—Stefan metió algo en el horno
y en vez de seleccionar la temperatura adecuada, seleccionó el programa de
auto-limpieza. El horno ha incinerado la comida y ha bloqueado la puerta
automáticamente, así que no podían abrirla y sacar la bandeja.
—Lo normal es que el horno
permita abrir la puerta cuando baja la temperatura. Klaus meneó la cabeza.
—Ya se ha enfriado, pero no
hay manera de abrirla. Es nuevo y es la primera vez que se usa el programa de
auto-limpieza. Al parecer, tiene un fallo, así que me toca desarmar la puerta.
Antes de que pudiera hacerle
otra pregunta, le sorprendió un repentino fogonazo y una especie de llamarada,
acompañada por una humareda, que se produjo al otro lado de la ventana del
patio. De forma instintiva, Elena se volvió para proteger a Emma y agachó la
cabeza.
—¡Madre mía! ¿Qué es eso?
Klaus clavó la vista en la
puerta trasera con expresión imperturbable.
—Creo que ha sido el pavo.
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