Hola

BIENVENIDOS A TOD@S A ESTE BLOG, ESPERO QUE DISFRUTÉIS LEYENDO LAS ADAPTACIONES DE CRÓNICAS VAMPÍRICAS.

COMO SABÉIS LOS PERSONAJES NO ME PERTENECEN Y LAS HISTORIAS QUE ADAPTARÉ TENDRÁN EL NOMBRE DE LA AUTORA AL FINAL DE CADA HISTORIA


GRACIAS

10 noviembre 2012

El Marqués Capitulo 01


CAPITULO 01

Se adentró en el reino de las almas perdidas en un carruaje descubierto de dos ruedas tirado por un solo caballo. Acompañada por un lacayo y su doncella, dejó atrás la seguridad del transitado Strand y se aventuró en el sombrío laberinto.

El caballo sacudió la cabeza a modo de protesta, pero obedeció al acicate de William, entrando con paso nervioso en el callejón entre los abarrotados edificios. Por encima de ellos, parcialmente oscurecidos por la densa niebla matutina, se alzaban imponentes los grandes bloques de casas vecinales, tan formidables como torres medievales.

El sonido de los cascos de su fiel castrado resonaba por doquier en los mugrientos ladrillos y piedras, pero poco más se escuchaba a esas horas. Aquel barrio de mala muerte cobraba vida solo de noche. No había la menor duda de que se encontraban lejos de los verdes y cuidados jardines de la elegante villa de su padre.

Aquel no era lugar para una dama.

No obstante, en aquellos momentos, le preocupaba cada vez menos lo que el mundo pensara de Elena Gilbert.

Perder su reputación estaba resultando ser extrañamente liberador. Le había proporcionado una nueva perspectiva de las cosas, y la había impulsado a centrar su atención en aquello que más importaba: ayudar a los niños a salir de aquel mundo de pesadilla.

Jirones de niebla pasaban de largo junto a su pequeño carruaje descubierto, cargado de sacos con provisiones para el orfanato que había recolectado desde su visita de la semana anterior. A pesar de que llevaba un tiempo frecuentando aquel lugar, las condiciones del barrio continuaban escandalizándola.

Un perro callejero, con las costillas marcadas bajo la piel, escarbaba en un montón de basura en busca de comida. Un hedor insalubre impregnaba el aire y ni la brisa fresca ni el sol podían penetrar en los angostos y sinuosos callejones. 

La gente vivía allí sumida en una constante penumbra debido a la proximidad de los edificios, cuyas ventanas rotas representaban las vidas de todos aquellos que, sencillamente, se habían rendido. Aquí y allá se veían mendigos durmiendo: bultos inertes, sin forma, desperdigados junto a las alcantarillas.

Una lúgubre atmósfera de desesperación se cernía sobre aquel lugar. Elena sintió un escalofrío y se arrebujó en la pelliza. Quizá no debería estar allí; a veces se sentía como si llevara una doble vida.

Pero sabía lo que era quedarse huérfana a edad temprana. Al menos ella aún tenía el cariño de su padre, un hogar seguro y un plato de comida en la mesa. 

En cualquier caso, había sido su madre quien le inculcó desde pequeña sus deberes hacia los más desfavorecidos, como mujer de buena posición que era.

Y sobre todo, en el fondo de su corazón sabía que si alguien no entraba en los lugares oscuros del mundo y les daba un poco de amor a aquellos que no tienen a nadie, la vida no tenía verdadero sentido. Mucho menos la vida excesivamente indulgente de la que ella siempre había gozado por ser la única hija de un vizconde de gran fortuna y rancio abolengo.

A pesar de ello, por muchos que fueran los privilegios que su nacimiento le había otorgado, no deseaba acabar convirtiéndose en una de aquellas criaturas egoístas y engañosas, como muchas de las que había en la sociedad, que últimamente le habían vuelto la espalda sin el menor problema.

En su mente apareció la fugaz imagen del rostro jactancioso de Stefan Carew, pero cada vez que pensaba en su «romantiquísima» proposición, le daban ganas de gritar. «¡El distinguido dandi y la célebre beldad; una pareja perfecta! ¿Qué me dices?» La arrogancia de Stefan hacía que este fuese dichosamente inconsciente de lo detestable que llegaba a ser. En la vida de Stefan Carew solo había espacio para un amor verdadero: él mismo. Elena rechinó los dientes y lo expulsó de la mente mientras William viraba hacia Bucket Lane, donde el lúgubre orfanato se alzaba en medio de la miseria.

Bucket Lane, o El Cubo de los Desperdicios, tal y como los toscos residentes la apodaban burlonamente, era una calle donde el pecado rivalizaba de forma abierta con la virtud. Por desgracia, la oscuridad parecía estar ganando.

Pese a que una pequeña iglesia presentaba aún batalla al final de la calle, como un último ángel de piedra desmoronado que contemplaba el lugar con abatimiento, había un enorme y bullicioso burdel en la esquina, una taberna al otro lado de la vía y un garito de juego unas puertas más allá.

El mes anterior se había producido un asesinato en el callejón. Dos agentes de Bow Street acudieron para hacer preguntas, pero les fue imposible encontrar a alguien dispuesto a cooperar, por lo que los representantes de la ley no habían vuelto por allí.

La vida en Bucket Street había continuado como de costumbre.

—¿Podría repetirme qué estamos haciendo aquí, señorita? —Su doncella, Wilhelmina, echó un vistazo mientras seguían recorriendo la calle.

—Vamos de caza, imagino —farfulló William, el hermano gemelo de Wilhelmina.

Aunque podía haber algo de verdad en ello, Elena lo miró con desaprobación. A aquellos dos hermanos, criados en el campo, se los conocía en la residencia de los Gilbert como «los dos Willies». Eran bondadosos y extremadamente leales, tal y como demostraban acompañándola todas las semanas al orfanato.

—Mira hacia la ventana, William. —Elena levantó la cabeza al tiempo que saludaba con la mano enguantada—. Ellos son la razón de que estemos aquí.

Caritas colmadas de excitación miraban atentamente a través de las sucias ventanas, devolviéndole el saludo con sus manitas.

William carraspeó sonoramente.

—Supongo que tiene razón, señorita.

Elena le brindó una sonrisa de aprobación al lacayo.

—No te preocupes, Will. No tardaremos mucho. Quizá una hora.

—¿Media hora? —Imploró él cuando el carruaje llegó al orfanato—. Hoy no tenemos a Davis con nosotros, señorita.

—Cierto.

Normalmente llevaba a dos lacayos consigo, pero ese día su madrastra, sin duda a propósito, había insistido en que el corpulento Davis se quedara en casa para ayudarla a cambiar la disposición de los muebles del salón.

Por enésima vez.

La entrometida Penelope era la reina de las tareas inútiles, así como de los metomentodos. El desastre de Stefan había sido idea de su madrastra desde el principio, un desfachatado intento de hacer de casamentera en su impaciencia por sacar a Elena de la casa.

—Muy bien —concedió a regañadientes—. Haré cuanto pueda por no excederme de la media hora.

William le lanzó una mirada agradecida y echó el freno.

—¡Señorita Gilbert! ¡Señorita Gilbert! —gritó una voz estridente cuando Elena se apeó del vehículo. Echó un vistazo y vio correr hacia ella a uno de los muchachos mayores que había dejado el orfanato el año anterior.

—¡Jemmy! —Era delgado y vestía con harapos, pero aun así era capaz de esbozar una alegre sonrisa. Lo saludó con un abrazo maternal—. ¡Oh, me preguntaba qué habría sido de ti! ¿Dónde has estado?

—¡Aquí y allá, señorita!

La joven lo asió de los hombros y vio que era casi tan alto como ella.

—¡Has crecido desde la última vez que te vi! ¿Cuántos años tienes ya?

—¡Acabo de cumplir trece! —repuso con orgullo. Elena le sonrió.

—¿Existe alguna posibilidad de que hayas cambiado de opinión y quieras trabajar como aprendiz? Conozco un establecimiento de reparación de ruedas en el que buscan a un muchacho honrado.

El joven se mofó y luego, al ver que ella fruncía el ceño muy sería, se acordó de poner en práctica los modales que le habían enseñado.

—Lo siento, señorita. —Agachó la cabeza—. Lo pensaré.

—Hazlo. —Aún no estaba preparada para catalogar a Jemmy como uno de sus fracasos, pero el chico iba por el mal camino. Ya había dejado dos empleos que ella le había buscado, encandilado con la «vida fácil» de los criminales a los que admiraba—. No me rompas el corazón, Jem. Si los agentes de la ley te pillan cometiendo fechorías, no serán clementes contigo. Poco les importa que no seas más que un niño. Te enviarán a Australia.

—¡Yo no he hecho nada malo! —exclamó con la chispa de un seductor innato; el muchacho no era mal actor.
—Casi te creo.

Lo miró con socarronería y enseguida reparó en el hombre que estaba de pie al otro lado de la calle mientras la banda local vigilaba. El desaliñado matón, que fumaba un cigarro y permanecía apoyado en la entrada de la taberna, no le quitaba la vista de encima.

Se tocó el ala del sombrero cuando ella lo inspeccionó y le brindó una amplia sonrisa lasciva más amenazadora que amistosa. Su mirada hizo que se pusiera tensa, dándose cuenta de que era mejor que volviese dentro. No obstante, le devolvió el saludo con un rígido gesto de asentimiento, sin atreverse a demostrar falta de respeto en aquel lugar.

Por lo general no la molestaban porque sabían que no estaba allí para causar problemas, sino para ayudar a los hijos de los que ellos mismos se habían deshecho. Los pequeños residentes del orfanato estaban catalogados como huérfanos, y aunque algunos de los progenitores habían fallecido en realidad, a la mayoría de los niños simplemente los habían abandonado. Elena no sabía qué era peor.

Lo único que sabía con certeza era que tenía que sacar a esos niños de allí lo antes posible.

Había estado ocupada buscando un mejor emplazamiento para el orfanato durante el pasado año y medio, presionando a todos sus viejos amigos para que contribuyesen a la causa benéfica.

Incluso había hallado una propiedad ideal en venta, un antiguo internado que podría haber albergado el orfanato, pero a pesar de sus esfuerzos no le alcanzaba para satisfacer la suma que pedían por ella.

«Bien, más me vale que se me ocurra algo pronto», pensó mientras Wilhelmina y ella descargaban un saco de la parte posterior del vehículo. Los jóvenes crecían muy rápido en aquel lugar y, si nadie intervenía, los muchachos como Jemmy estaban prácticamente abocados a convertirse en miembros de las violentas bandas locales.

Un destino peor, demasiado horrible como para imaginarlo, aguardaba a las bonitas chiquillas. Elena lanzó una mirada de odio por encima del hombro hacia el burdel de la esquina. A su modo de ver aquello era peor que las tabernas, pues lo que sucedía en su interior se burlaba del amor.

El amor era la única esperanza que tenían aquellos niños... o cualquier otro, para el caso.

Bueno, pues por Dios que ninguna de sus niñas iba a acabar en aquel lugar donde se comerciaba con la vida de la mujer. Sencillamente tendría que trabajar con mayor ahínco. Encontraría el modo.

Ante todo, no podía permitirse el lujo de que Stefan infligiera más daño a su reputación, pues comprendía demasiado bien que, si él lograba que la alta sociedad le volviera la espalda, todos sus esfuerzos por recaudar dinero para trasladar el orfanato a un sitio más seguro serían en vano.

Esos niños dependían de ella. En pocas palabras: no tenían a nadie más. Elena se cargó el saco al hombro y esbozó una sonrisa despreocupada por el bien de los pequeños, que la recibieron al entrar con un bullicioso saludo de agudas vocecillas que le llegó al alma.


«¿Qué demonios está haciendo esa joven allí? —La posible novia número cinco no dejaba de sorprenderlo—. Treinta minutos.» Echó un vistazo a su reloj de bolsillo para confirmar la hora y acto seguido volvió a cerrarlo.

Sacudiendo suavemente la cabeza para sí, Damon Salvatore, marqués de Rotherstone, se lo guardó en el bolsillo superior del chaleco negro y prosiguió con la vigilancia.

En aras de una minuciosa investigación, la había seguido hasta aquel agujero dejado de la mano de Dios en la zona más miserable de Londres, y se había apostado frente al edificio donde se había metido la joven.

Ignoró a la prostituta que le mordisqueaba la oreja mientras espiaba con su pequeño catalejo de bolsillo a través de las vulgares cortinas de la tercera planta del burdel.

—Ha reservado la habitación durante una hora, encanto, y está todo incluido. 

¿Está seguro de que no quiere jugar?

—Segurísimo —murmuró mientras estudiaba el carruaje de la señorita Gilbert y a su lacayo, un corpulento muchacho al que había dejado al cuidado de los caballos.

Curiosamente, antes de entrar, la señorita Gilbert se había girado y alzado la vista hacia el burdel, como si pudiera sentir que la estaban observando. Un excitante estremecimiento había recorrido el cuerpo de Damon en respuesta. La amplia ala del sombrero le ocultaba el rostro; naturalmente, hacía gala de prudencia al no mostrar sus encantos en aquel lugar. El sencillo vestido de paseo de color beige y el envolvente sombrero obedecían sin duda a ese propósito. Pero aquel breve instante le dejó con una mayor ansia, si cabía, de contemplar su afamada belleza dorada.

De momento estimó prudente no quitarle la vista de encima al solitario lacayo. 

Dios bendito, aquel corpulento granjero estaba fuera de su elemento. ¿Era aquella toda la protección con la que supuestamente ella contaba? Incluso Damon, que había recibido adiestramiento en las artes del combate, tanto exóticas como mundanas, no se aventuraba en lugares como aquel a la ligera.

En el reducido círculo del catalejo pudo ver al joven sirviente echar una ojeada con inquietud a la estrecha y sucia calle. El robusto pueblerino se mantenía firme, pero parecía ligeramente aterrorizado, y razones no le faltaban.

Por fortuna, el espabilado muchacho de aspecto descuidado al que había abrazado la señorita Gilbert andaba aún por allí, tal vez para prestar apoyo moral o dispuesto a hablar en favor de los benefactores, esperaba Damon, en caso de que algún rufián molestara al trío.

El muchacho no solo parecía más bravucón que el lacayo, sino que además, pensó Damon con cierta tristeza, le recordaba a sí mismo cuando tenía su edad. 

Todo harapos y arrogancia, con los bolsillos vacíos y andares de pendenciero.

También él había crecido siendo pobre, aunque en su caso había sido más una cuestión de vergüenza que de auténtica necesidad, algo a lo que seguramente estaba acostumbrado el muchacho.

Pese a todo, estudiando al joven apenas podía creer que no era mayor que él cuando lo reclutó la Orden. Cuando su padre lo entregó para que fuese moldeado en... aquello en lo que se había convertido.

Expulsó el pasado de su mente. Todo aquello se había acabado: el juramento de sangre de su antepasado había sido satisfecho; la salvaje guerra secreta de la 

Orden había sido ganada, y por fin había llegado el momento de seguir con su maldita vida.

La primera tarea de su agenda como civil era limpiar la infame reputación de su familia. La merma de su fortuna durante varias generaciones y una serie de antepasados licenciosos e ineptos que habían asumido el título de lord Rotherstone habían acabado arrastrando por el lodo su apellido. Por eso hacía tiempo que había decidido que aquello sería lo primero que hiciera.

No iba a resultar sencillo, mucho menos después de haber representado durante tanto tiempo el falso papel del decadente Distinguido Viajero. Eso, unido a su pertenencia al célebre Club Inferno, hacía que afrontase su nueva misión en una posición de desventaja.

Pero aquello carecía de importancia. Conocía bien la naturaleza humana. 

Pronto tendría a toda la sociedad comiendo de la palma de su mano, pues sabía exactamente qué tipo de acción le llevaría hasta su deseado objetivo con mayor eficiencia.

En una palabra: el matrimonio.

Una esposa adecuada era el instrumento perfecto que le ayudaría a cambiar por completo la aciaga fama del apellido Rotherstone. Y así inició una nueva persecución... solo que, en esta ocasión, no se trataba de un agente enemigo. Su nueva misión era encontrar esposa.

Lo cual no explicaba en absoluto qué estaba haciendo en aquel lugar.


Desde un punto de vista estrictamente lógico, estaba malgastando el tiempo. 

Era obvio que no podía elegir a Elena Gilbert, el último nombre de su útil lista.
Y, sin embargo, después de leer el informe, había sido incapaz de resistir la tentación. Se había visto impulsado a ir hasta allí simplemente para echar un rápido vistazo a la joven.

Sin duda aquello no podía tener nada de malo.

Una vez que su curiosidad quedara satisfecha, Damon estaba seguro de que regresaría a casa y haría la elección correcta, probablemente la virtuosa hija del obispo. O, tal vez, la vivaz amazona; no era capaz de soportar a una tímida florecilla. No elegiría a la muchachita de dieciséis años, desde luego, dado que él era lo bastante mayor como para ser su padre, pero cualquiera de las otras serviría, siempre y cuando no fuera Elena Gilbert.

Sobraba y bastaba con un miembro marcado por el escándalo en la familia y él ostentaba ya tal distinción. Necesitaba una esposa con una reputación intachable que contrarrestase su infame notoriedad.

Personalmente, a Damon le traía sin cuidado lo que pensaran sobre él, pero era inflexible en cuanto a que sus futuros hijos acabaran siendo parias como le había sucedido a él. Reparar la reputación de su familia significaba dar a sus herederos todas las oportunidades en la vida. La gran fortuna que había amasado a base de esfuerzo durante la última década solo era la mitad de la ecuación: el dinero por sí solo no podía comprar ni el respeto ni la plena aceptación de la sociedad londinense. Las grandes familias de la burguesía podían dar fe de ello.

No, la clave era elegir una esposa, y madre de sus futuros Rotherstone, que procediese de un linaje impecable y contase con el favor inquebrantable de la alta sociedad.

Hasta hacía muy poco tiempo, la señorita Gilbert habría cumplido los requisitos. Pero ahora, dados sus actuales problemas, meditó Damon, Oliver había estado muy acertado al recomendarle que la tachase en el acto de la lista.

En cualquier caso, el interés inicial que ella le había despertado no suponía más que un entretenimiento. Al menos eso era lo que se repetía a sí mismo. La chispa había saltado nada más darle la vuelta a la lista y leer la posdata de su abogado.

Damon se había quedado atónito y luego se había echado a reír al descubrir que el pretendiente rechazado no era otro que su archi-enemigo de la infancia.

«El maldito Stefan Carew.»

Sacudió la cabeza con sardónica diversión, mirando aún por la ventana a la espera de que ella saliera del orfanato y sin hacer caso de la prostituta, que ahora le masajeaba los hombros y le acariciaba el cabello mientras hacía cuanto estaba en su mano por intentar que le diera un revolcón.
¡El viejo Alby! «Ay, Dios.» A Damon le habría encantado decir que después de veinte años, siendo ya un hombre adulto, había olvidado todo lo relacionado con su oponente de la niñez y su feroz rivalidad pero, por desgracia, lo recordaba demasiado bien.

Los hermanos Carew eran hijos del ahora difunto duque de Holyfield; sus vecinos, asquerosamente ricos, habían vivido en la propiedad colindante en Worcestershire donde él había crecido. A excepción de Hayden, el tímido hermano mayor y actual duque, habían sido un grupo de pequeños monstruos cuyo pasatiempo favorito había consistido en zurrar a Damon.

Además no les resultaba difícil, puesto que la residencia palaciega de los Carew no se encontraba muy lejos de la ruinosa mansión señorial de su padre y Damon tenía que atravesar las tierras del duque todos los días de camino a la casita de su anciano tutor.

La mayoría de las ocasiones le tendían emboscadas cerca de los pastos o junto al viejo pinar.

Stefan, el segundo hijo y líder de sus hermanos más pequeños, había sido su némesis particular. Sacudió la cabeza con sarcasmo al recordar sus luchas de poder... y su obstinado orgullo. Pese a que siempre le superaron en número, Damon se negaba a tomar una ruta alternativa.

No era de extrañar que hubiera atraído la atención de la Orden, con el instinto guerrero de sus ancestros normandos tan obvio en él incluso siendo un muchacho.

Bueno, por suerte para el querido Alby, las vendettas contravenían el código de la Orden. Evidentemente hacía mucho que había renunciado a toda esperanza de poder llevar a cabo una venganza juvenil.

Por otra parte, libre al fin de la pesada carga de la guerra, era un lujo permitirse entretenimientos tan triviales. No podía evitar complacerse al escuchar que la joven Gilbert había derrotado al altanero Stefan Carew. Oh, qué no habría dado por haber sido una mosca en la pared durante aquel encuentro...

Damon, como criatura competitiva que era, se había preguntado de inmediato si él podría tener mejor suerte con una joven tan exigente.

«Desde luego que sí», había pensado al instante. Hacía mucho tiempo que había superado la falta de confianza en sí mismo típica de la juventud.

¡Señor, qué tentación! Todo aquel asunto le resultaba extremadamente cómico.

Enseguida había sabido que tenía que conocer a aquella joven. Tenía, al menos, que bailar con ella delante de Alby.

Tal vez la Orden prohibiera la venganza, pero el código no mencionaba que estuviera vedado retorcer un poco el puñal que otro había clavado previamente.

Así que había escrito a su abogado sin demora solicitándole el expediente de la dama número cinco. Oliver se lo había enviado con suma celeridad pero, cuando Damon se hubo servido un brandy y tomó asiento dispuesto a leerlo, no esperaba encontrarse con algo semejante.

Lo había leído varias veces la noche anterior, familiarizándose con cada detalle. Había un punto en particular que destacaba por encima de los demás: la señorita Gilbert era conocida en sociedad con el sobrenombre de «la patrona de los recién llegados».

Era célebre por hacerse amiga de desconocidos y de aquellos que llegaban sin demasiadas influencias. Los tomaba bajo su ala, los presentaba en sociedad y se cercioraba de que se les incluyera en todo.

Como antiguo paria a los ojos de muchos, Damon conocía el valor de semejante acto de bondad.

Lo cierto era que estaba intrigado. El motivo principal de que ese día estuviera allí residía, en parte, en que quería verla con sus propios ojos y averiguar de primera mano cómo era ella cuando creía que nadie la observaba.

Prevalecía aún el inconveniente de su reputación, desde luego, pero ahora que sabía que Stefan estaba implicado, Damon dudaba seriamente de que nada de aquello fuera culpa de la joven. Conociendo los métodos solapados de Stefan entendió de inmediato que, al no conseguir lo que quería, ese bribón malcriado no dudaría en rebajarse y recurrir a las calumnias para aliviar su vanidad herida.

Fue entonces cuando una fatal idea le vino a la cabeza: si la señorita Gilbert estaba siendo atacada de forma injusta... quizá necesitaba ayuda.
« ¡Ah, maldición!», había pensado Damon con una sensación inquietante y la irresistible necesidad innata de proteger a cualquier damisela en apuros. 

Máxime cuando también él sabía lo que era ser el blanco de la maldad de Carew.

Desde aquel momento le fue imposible quitarse a Elena Gilbert de la cabeza. El que tipos como Stefan Carew mancillaran el sagrado honor de una dama inocente y de buen corazón era una injusticia que atentaba contra su naturaleza caballerosa. Le había mantenido en vela durante horas la noche pasada, mirando al techo y ardiendo en deseos de golpear a alguien.

Así pues, ahí estaba. A pesar de saber perfectamente que la elección de una esposa era un tema demasiado importante como para basarse en meras emociones.

Aquello solo demostraba que la señorita Elena Gilbert ejercía un efecto preocupante sobre su cerebro. Ni siquiera la había conocido aún y, de algún modo, ya mostraba cierto don para nublar su fría razón.

No era de extrañar que hubiese optado por observarla desde una distancia segura y objetiva para poder marcharse después como una sombra. Ella jamás sabría que había estado allí.

Por supuesto, viendo aquel barrio sin ley, se alegraba por partida doble de haber ido. Alguien tenía que vigilar a esa muchacha.
Francamente, ¿acaso lord Gilbert ignoraba las verdaderas condiciones del lugar donde su hija realizaba sus obras de caridad? Damon no lo aprobaba en absoluto.

Justo según lo previsto, tal y como se especificaba en el informe, ella había aparecido a la hora de costumbre para su visita semanal al orfanato: viernes por la mañana, a las nueve en punto. Al parecer, Elena Gilbert era la clase de persona a la que le agradaba la rutina.

A Damon le gustaban las mujeres puntuales. Asimismo, la inalterable conducta rutinaria de la joven hacía que resultara sumamente sencillo que cualquiera en aquel lugar pudiese prever su llegada, y eso no le gustaba en absoluto.

Un sinfín de preguntas acerca de ella revoloteaba en su cabeza como las esferas de un astrolabio, pero su maquillada anfitriona en la habitación superior del burdel se estaba volviendo petulante ante su falta de atención.

—¿Por qué está vigilando a esa dama? —exigió saber.

—Porque estoy considerando casarme con ella —respondió Damon de manera pausada y sardónica, manteniendo el catalejo apuntado.

La prostituta dejó escapar una carcajada de sorpresa y acto seguido movió las faldas ante él.

—¡Me toma el pelo!

—En absoluto —negó con un tono frívolo, aunque ni siquiera él estaba seguro de hasta qué punto hablaba en serio.

—Bien, pues tiene un extraño modo de cortejarla, ¿no le parece?

—No es fácil cambiar las viejas costumbres —dijo entre dientes.

La mujer le dio un codazo burlón en el brazo, sin saber qué pensar de él.

Pocos lo sabían.

—¡Vamos, señor, ninguna mujer quiere que su marido la espíe! —En estos momentos poco me importa lo que ella quiera.

—¡Qué frialdad! —le riñó.

—Es práctico —replicó él, mirando por encima del hombro con una sonrisa cínica en los labios—. A uno le gusta saber dónde se mete.

La prostituta soltó un bufido sin dejar de observarlo.

—Ya lo creo.

—Tranquila. Tendrás tu dinero.

—A juzgar por su aspecto, preferiría ganármelo, encanto. —Se acercó sigilosamente, pasándole la mano por encima del hombro—. Los hombres como usted no vienen a menudo por aquí.

Damon la miró de soslayo, preguntándose si se refería a asesinos adiestrados de una organización que no existía oficialmente o a marqueses vestidos de manera informal con un título que se remontaba siglos atrás.

—Quizá debas alegrarte de eso —dijo.

La mujer guardó silencio, examinando atribulada su expresión hermética.

—¿Quién es usted?

«Depende de a quién le preguntes.» Damon la miró con desaprobación.

—Ah, eres demasiado lista como para preguntar eso a tus clientes. —Señaló hacia la ventana con la cabeza—. ¿La conoces?

—¿A la señorita Gilbert? Por aquí todos la conocen. Intenta salvar almas, según creo. Una pérdida de tiempo. —Su breve carcajada desdeñosa lo decía todo—. No aprueba a las que son como yo.

—Lo supongo.

Maldición, ¿cuánto tiempo se tardaba en entregar unos pocos juguetes baratos? 

Se protegió contra los ecos del lejano pasado que provocaban en él una dolorosa sensación de afinidad con los niños pobres y sin amor que vivían tras aquellos mugrientos muros, y se percató de su creciente inquietud mientras esperaba a que Elena Gilbert saliera de nuevo.

Normalmente tenía la paciencia de un santo, pero ya había desperdiciado demasiado tiempo... Veinte años de su vida sacrificados por la Orden.
Tamborileó los dedos sobre el alféizar de la ventana reprimiendo un gruñido.

—¿Cuánto tiempo acostumbra a quedarse?

—¿Cómo voy a saberlo? —Exclamó la prostituta, luego alargó la mano con atrevimiento y le tocó el brazo—. Puedo entretenerlo mientras espera.

Damon se quedó quieto observando, con cautela, cómo ella tomaba la iniciativa. 

Lo que quería era el emplazamiento aventajado de la habitación de la esquina de la tercera planta del burdel, no a la mujer que venía con ella. No obstante, se permitió un fugaz instante de placer ante su caricia.

Aquello, que Dios lo ayudara, era a lo que estaba acostumbrado en lo referente a los asuntos de alcoba. Desde hastiadas adúlteras de noble cuna hasta costosas cortesanas, pasando por las muchachas más bonitas de algunas casas de placer de mala muerte, todo se reducía a la prostitución. Durante mucho tiempo había tenido que conformarse con relaciones anónimas de ese tipo o, por su trabajo, con seducciones de naturaleza estrictamente calculada, y eso por regla general le hacía preguntarse quién era la puta en realidad.

Ahora que la guerra había acabado, se veía obligado a enfrentarse al hecho de que se sentía terriblemente solo. Aquellos miserables años yendo de un lado para otro, siempre sin compañía, habían consumido despacio su alma. Ansiaba encontrar algo diferente, algo que no le hiciera sentir sucio después.

Sin embargo, en esos momentos, aquella deliciosa sensación de suciedad era algo bienvenido y familiar, y mientras la mano de la prostituta descendía con admiración por su pecho, Damon se dejó tentar por aquella conducta inmoral en silencio, en tanto que su posible futura esposa sacaba brillo a su inquebrantable virtud en el orfanato al otro lado de la calle.

Quizá no fuese aquel el comienzo más prometedor para ningún matrimonio.
En ese instante cierto movimiento fuera atrajo nuevamente su atención hacia la ventana. Elena Gilbert salía del orfanato.

Apartó la mano de la prostituta y se inclinó hacia delante, mirando con mayor atención entre las cortinas.

La señorita Gilbert salió por las pesadas puertas del edificio con el sombrero en la mano, y cuando cruzó hasta su carruaje, seguida por su doncella, él pudo vislumbrar brevemente su deslumbrante semblante angelical.

Ni la sucia calle ni el mortecino resplandor grisáceo de la nublada mañana podían apagar el incandescente brillo de su cabello dorado, como si tuviera luz propia.

Entonces ella se puso el sombrero de nuevo, apresurándose en cubrir su belleza antes de que llamara la atención en aquel lugar. Damon ni siquiera parpadeó.
La prostituta observaba a Elena por encima del hombro de Damon.

—Es bonita —reconoció.

—Mmm —convino evasivo, pero prosiguió con la vista clavada en la calle, hipnotizado, dirigiendo hacia ella los ávidos años de soledad que había vivido.

Sus movimientos eran enérgicos y eficientes. Completamente ajena a la vigilancia a la que estaba siendo sometida, Elena Gilbert se detuvo a conversar con sus sirvientes cuando, de repente, se escuchó un grito calle abajo.

Las dos mujeres y el lacayo se volvieron a mirar, al igual que lo hizo Damon.

—¡Eh!

«Problemas». Damon entrecerró los ojos cuando cinco tipos con aspecto de criminales salieron con parsimonia de la taberna y se aproximaron al carruaje.

Los hombres de Bucket Lane brindaron amplias sonrisas a la joven.

—Pero si es nuestro ángel de la caridad, ¿verdad, encanto?

—¡Si trae sacos con cosas para los mocosos! ¿No has traído ningún regalo para nosotros? ¡Creo que voy a echarme a llorar!

Damon frunció el ceño. No se veía ni rastro de la autoridad, en caso de que se atreviese a patrullar por allí. Desde donde estaba casi podía oír cómo el lacayo tragaba saliva presa del miedo, sentir cómo retumbaba el corazón de la señorita Gilbert.

Los hombres se acercaron con aire arrogante.

—Vamos, cielito, debe de quedarte alguna cosita para nosotros.

—¡Por ejemplo un beso!

—¡Sí!

Damon evaluó la situación abarcando con la mirada toda la zona. Los hombres se dirigían hacia el carruaje por el frente, bloqueándole el camino a la joven. La calle era demasiado estrecha como para dar media vuelta al carruaje con la rapidez necesaria para escapar ilesos.

«Una maniobra de distracción.» Si conseguía apartarlos de ella, la señorita Gilbert podría echar a correr y pasar de largo la iglesia.

Naturalmente era algo sencillo de conseguir pero, ¡maldita sea!, ese día su única intención había sido la de observar en la distancia. Ahora se veía forzado a actuar. La lógica le dictaba que ni siquiera debería estar allí, debatiéndose consigo mismo mientras contemplaba a una dama que no era quien más le convenía. Pero en aquel momento le importaba un bledo. Ella necesitaba ayuda y, al fin y al cabo, ese tipo de tretas eran su especialidad.

—Excúseme. —Haciendo a un lado a la prostituta, se levantó y se alisó la chaqueta negra de camino a la puerta.

—¡Señor, espere!

—¿Qué sucede? —Se detuvo, volviendo la vista hacia la fulana.

—¡Tenga cuidado con ellos! ¡Esta calle es su dominio! Todas las tiendas les pagan a cambio de protección.

—Hum —respondió Damon. Inclinó la cabeza y continuó andando. Al salir arrojó unas cuantas guineas de oro más sobre el andrajoso jergón.

Al cabo de un momento, mientras recorría el oscuro pasillo escuchó, procedente del cuarto, la exclamación de placer de la prostituta cuando contó el donativo.
Con un brillo severo en los ojos, Damon descendió con naturalidad la escalera del burdel. No obstante, se detuvo cuando al cruzar el vestíbulo se vio reflejado en el espejo.

«Hora de camuflarse».

Sí. Un antiguo y familiar juego.

En un abrir y cerrar de ojos transformó su aspecto: se desató la corbata para que colgara en torno al cuello, se desabotonó el chaleco, se desordenó la ropa y se pasó los dedos por el cabello para despeinarlo. Luego tomó una botella de vino vacía que algún borracho había dejado sobre el vano de la ventana después de la juerga de la noche anterior.

Maldición, pensó, echando un vistazo a su nueva imagen, seguro que ahora encarnaba al Distinguido Viajero, un depravado vividor al que el mundo conocía como el inútil marqués de Rotherstone.

No era el modo en que le hubiese gustado presentarse ante Elena Gilbert. La primera impresión podía dejar huella, aunque eso carecía de importancia: ella estaba en peligro y no tenía otra alternativa que intervenir.

Sacó la bolsa de las monedas y aflojó las cuerdas con una ligera mueca de arrepentimiento. Aquello sería un cebo perfecto.

Sin más dilación, se encaminó hacia la salida y, levantando los brazos, prorrumpió en la calle a través de la doble puerta principal, más preparado y dispuesto que nunca a armar un buen alboroto.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Post Relacionados

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...