Capítulo
9
Mientras
Elena pensaba en aquella intrigante y complicada reacción, Biddy Cuthbert y
Davie los acompañaron a la salida.
—¿Puedo
ir a reunirme con vos en la mansión mañana por la mañana? —le preguntó el chico
al señor Salvatore.
El
gerente asintió.
—Después
de que hayas encendido el fuego para la señora Cuthbert y la hayas ayudado con
el desayuno.
—Señor
Salvatore, sería un honor que me llamaseis «abuela», como todo el mundo por
aquí. Aunque seáis de Kent, nadie podría habernos tratado mejor.
Una
vez más, el señor Salvatore se sonrojó.
—El
honor es mío, abuela. Davie, te veré por la mañana. ¿Señora Gilbert? —señaló
hacia la puerta.
Tras
dar las gracias por la hospitalidad de la anciana y despedirse, Elena aceptó la
mano del señor Salvatore para subirse a la calesa. Se detuvo unos segundos más
de lo necesario para disfrutar del contacto de sus dedos fuertes.
Aunque
a él no pareció importarle. De hecho, se quedó parado junto a la calesa,
agarrándole la mano y mirándola a los ojos con tanta intensidad que sintió que
se quedaba sin respiración.
Antes
de poder sucumbir a los deseos de su cuerpo traicionero y agacharse para besarlo,
los caballos se agitaron y los hicieron volver a la realidad.
Era
mejor así, pensó mientras el señor Salvatore se sentaba a su lado, pues dar
aquel paso significaría cambiar para siempre la relación que había entre ellos.
Tal vez eso la llevase a la intimidad que buscaba, pero también cabía la
posibilidad de que su insistencia acabase por asustarlo y estropeara la
cercanía y camaradería que compartían. No estaba dispuesta a arriesgar sus
conversaciones de por la mañana y por la noche, que se habían convertido en las
partes más agradables del día.
Satisfecha
por poder disfrutar de su presencia junto a ella en la calesa, se obligó a
pensar en las actividades del día. El corazón le latió de alegría al recordar a
todos los niños que había conocido aquel día.
¡Cuántas
cosas habían conseguido el señor Salvatore y ella colaborando juntos! La
escuela estaba casi terminada, de modo que pronto podría empezar a instruir a
aquellos jóvenes. Y al inusual Davie Smith.
—Vuestra
oferta de contratar a Davie ha sido tan amable como generosa —dijo.
—Parece
listo y decidido, sólo necesita a alguien con mano firme que lo oriente en la
dirección adecuada. Apuesto a que hará un excelente trabajo.
—La
abuela Cuthbert también lo cree —respondió Elena—. ¿El capataz de la hilandería
de Manchester realmente podría localizarlo y obligarlo a volver?
—Con
los tiempos que corren en el campo, muchas familias pobres se han visto
obligadas a irse a las ciudades, de modo que reemplazarlo por otro será más
fácil que tomarse la molestia de buscarlo. Barksdale no pudo «venderlo»
técnicamente. Debió de decírselo para asustarlo, pero si realmente alertó a las
autoridades sobre su supuesto delito, el chico podría haber sido enviado con
los feligreses. Aquéllos encargados de las malas conductas podrían haberlo
enviado a la hilandería para que se ganase la vida.
—¡Pero
eso es terrible! —exclamó Elena—. ¡Ya oísteis cómo describía las condiciones!
El
señor Salvatore asintió sombríamente.
—Cierto.
Pero el trabajo de granja también entraña sus riesgos. Aunque los hombres del
Parlamento probablemente alegarían que los trabajadores, al aceptar
voluntariamente el empleo en las hilanderías, también aceptan los riesgos, y
que no es asunto del gobierno interferir en lo que es un asunto privado entre
empleado y empleador.
—¿Aceptar
los riesgos «voluntariamente»? —respondió ella—. No es voluntario para alguien
que tiene el estómago vacío y ninguna posibilidad de llenarlo. ¿Acaso los del
Parlamento nunca han pensado en eso? ¿Acaso los lord Lookbood de este mundo no
se dan cuenta de que obtienen su poder gracias a la tierra, tierra que podría
serles arrebatada y presionan a la gente más de lo que puedan soportar?
—No
sé si los Lores han considerado eso, pero, si no lo han hecho, en algún momento
tendrán que hacerlo. Por suerte lo harán antes de que Davie sea lo
suficientemente mayor como para enfrentarse a ellos. ¿Os sentís decepcionada
porque no me haya llevado al niño con nosotros? Medio esperaba que insistierais
para que le diese cobijo en Blenhem Hill.
—En
absoluto —contestó ella, y sintió cómo se le sonrojaban las mejillas—. No tengo
derecho a exigir tal cosa, aunque quisiera. Aunque seguro que me habría opuesto
violentamente si hubierais sugerido que el chico regresara a Manchester. Pero
vuestro plan para su futuro me parece tan adecuado como benevolente.
—Ha
sido lo suficientemente inteligente como para exigir de inmediato que la
educación en la escuela fuese parte de su futuro. Aunque no me sorprende. Vos
poseéis ese toque especial con los niños, desde los más pequeños que requieren
un abrazo hasta los mayores, que se creían demasiado experimentados al
principio como para ir a la escuela.
Aunque
se encogió de hombros, pensando que probablemente sólo estuviese intentando
alentarla para la tarea tan formidable que tenía por delante, Elena no pudo
evitar sentirse gratificada. Tal vez fuese capaz de estar a la altura de las
expectativas de la gente y triunfar con la escuela.
—Sois
demasiado amable —murmuró.
—En
absoluto; sólo digo lo que he observado esta mañana. Cuando abramos las
puertas, estoy seguro de que todos los niños que habéis conocido se escaparían
de casa para ir a la escuela, aunque sus mayores no lo hubieran aprobado. Dado
que semejante desobediencia habría provocado un severo castigo, me alegro de
haber sido capaz de convencer a los padres.
—¡Tenéis
una lengua muy persuasiva, señor! Creo que habríais podido convencer a los
padres para que les permitieran a sus hijos seguiros donde quisierais; el
flautista de Blenhem Hill. Ya habéis demostrado tener mucha experiencia para
manejar a la gente de este condado. Tal vez deberíais pedirle a lord Englemere
que os permita optar a formar parte del Parlamento. Por lo que he visto, los
pares necesitan que les enseñen a utilizar los privilegios que adquirieron de
nacimiento, empezando por vuestro amigo el marqués.
—Yo
no tengo ambiciones políticas —dijo él—. Al igual que vos, mis preocupaciones
son más cercanas. Entiendo por qué vuestro padre os cedió la dirección de su
casa y la educación de vuestras hermanas, pues habéis hecho un gran trabajo
acondicionando la escuela y encantando a vuestros futuros alumnos. Debe de ser
triste que vuestro difunto marido no os dejara hijos.
Una
puñalada de dolor le atravesó el corazón, de forma tan inesperada que casi le
cortó la respiración. ¡Maldición! Pensaba que había conseguido mantener bajo
control la angustia y el arrepentimiento. Aun así, su comentario se lo hizo
recordar con tanta claridad como si ambas pérdidas hubieran tenido lugar un mes
antes, y no dos años atrás.
Durante
el silencio en el que ella intentaba controlar sus emociones, el señor Salvatore
apartó la mirada de los caballos un instante y la miró.
—Disculpad
por haber sacado un tema tan privado —dijo con consternación—. Pero habéis
hablado de vuestra familia y de las hijas de los Lookbood con tanto cariño que…
lo siento, no quería disgustaros.
—Me
pondré bien en un momento —dijo ella con una sonrisa—. Es sólo que… Davie me ha
recordado a mi difunto marido y… y al bebé que perdí, tan sólo tres meses antes
de que naciera. Fue para ayudarme a recuperarme por lo que Jeremy insistió en
que abandonara la India y regresara a casa. ¡Una vez más los caprichosos
aristócratas! Seguro que me habría recuperado más rápido si mi familia se
hubiera reunido conmigo en Inglaterra como se esperaba cuando Jeremy me
persuadió para que me fuera. Pero el conde que le había prometido un sueldo a
mi padre cuando el ejército se retirase decidió en el último momento dárselo a
otro. Así que todos mis familiares se quedaron en la India y yo me quedé sola
en Londres. ¡Cielos, parece que fuera una pobre criatura indefensa! —exclamó al
darse cuenta de lo quejumbrosa que debía de parecer—. En general me ha ido
bastante bien. Me encantan los niños, sí, y por eso acepté el puesto como
institutriz. Quizá por eso me entusiasmé enseguida con la idea de montar una
escuela, un proyecto que no se parece en nada a lo que he hecho hasta ahora.
—Sois
una mujer encantadora y muy capaz, señora Gilbert, y seréis una maestra
brillante. Pero, a no ser que los caballeros desde Blenhem Hill hasta Londres
estén ciegos y tontos, podéis contar con que algún día volveréis a casaros y
tendréis hijos.
—Gracias
por el cumplido —le dijo ella—, pero por el momento me concentraré en la
escuela y en los alumnos; sobre todo en Davie.
Comenzaron
entonces a hablar de las cosas que necesitaría para abrir la escuela y poco
después llegaron a la mansión. Tras ayudarla a bajar de la calesa y provocar de
nuevo fantasías con el roce de sus dedos, se despidió de ella y siguió su
camino.
Elena
se quedó mirando la calesa hasta que desapareció por el camino. Aún se sentía
invadida por el calor que había provocado su mañana juntos.
Sus
sugerencias, sus comentarios y su ayuda habían sido inmensos. Trabajar con él
en aquel proyecto iba a ser tan gratificante como las veladas anteriores,
cuando se quedaban sentados junto al fuego hablando hasta tarde mientras ella
le contaba historias de la India y charlaban sobre todo tipo de temas.
A
pesar de sus esfuerzos para controlarlo, su comentario sobre un posible
matrimonio seguía en su mente. ¿Se atrevería a pensar que tal vez, algún día,
él pudiera llegar a verla como algo más que una simple compañera o empleada en
la finca?
¿Llegaría
a verla como a una mujer apasionada con la que quisiera compartir su futuro, y
su cama?
¡Qué
maravilloso sería aquello! Elena contuvo las ganas de ponerse a saltar de
alegría, se recogió las faldas y subió los peldaños hacia la casa.
Se
detuvo antes de entrar al edificio y respiró profundamente el aire del campo; y
el olor a jabón que permanecía en el hombro de su vestido, donde la chaqueta
del señor Salvatore la había rozado durante el camino. En realidad, con un día
tan glorioso como aquél, era difícil no pensar en salir volando hasta llegar al
precioso cielo azul que cubría Blenhem Hill.
Debería
haberse quedado callado y dejar que ella supiese por boca de la anciana que el
lamentable estado de la finca era responsabilidad de su adorado hermano. Darse
cuenta de ello le haría quizá absolver a Tyler y dejar de pensar que la manera
en que éste había tratado a su hermano era injusta. Tal vez así se sentiría más
capaz de perdonarlo cuando por fin le revelase su verdadera identidad.
Pero,
incapaz de soportar la mirada herida en sus ojos al entender los comentarios de
la anciana, se había visto obligado a suavizarlo. Era cierto que, aunque servir
en el regimiento de Wellington debía de haberle proporcionado a Matt Gilbert
habilidades de mando, el testimonio de los arrendatarios dejaba claro que aquel
hombre no sabía nada sobre agricultura. Eso no excusaba, sin embargo, su
negligencia ni el hecho de tolerar los abusos perpetrados por su socio
Barksdale, cuya crueldad aparentemente sólo podía ser igualada por su codicia.
Y
una vez más, durante el camino, ¿de dónde habían salido aquellos comentarios
sobre el matrimonio?
Sabiéndose
incapaz de manejar a mujeres agitadas, debería haber mantenido la boca cerrada
después de hacer ese comentario tan poco apropiado sobre su difunto marido. Aun
así le resultaba un honor que, aun a pesar de haberla herido, en vez de
enfadarse, ella había confiado en él y le había contado lo mucho que había
sufrido.
Pensó
en Aubrey, el hijo de Tyler, y en lo devastados que se quedarían Bonnie y su
amigo si algo le pasara. De hecho, queriendo al chico tanto como lo quería,
sintió un vuelco en el corazón ante la posibilidad, y eso que él sólo era su
tío. No podía imaginar el dolor de enterrar a un bebé pocos meses antes de que
naciera. No era de extrañar que su marido hubiera insistido en que abandonara
un lugar conocido por sus peligrosas fiebres para ir a recuperarse a otro
sitio. Aunque al final se había quedado sola en Londres, la intención del
hombre había sido la de cuidar a su esposa, como debería hacer cualquier
marido.
Marido…
un papel que había considerado dos veces en los últimos años. ¿Sería hora de
bajar las barreras que tanto se había esforzado en levantar y arriesgar de
nuevo su corazón? Desde luego estaba deseando acostarse con la hermosa señora Gilbert,
pero sus sentimientos hacia ella eran mucho más profundos que la simple
lujuria. Con sus historias, sus preguntas y sus comentarios había hecho que sus
veladas cobrasen vida. Se despertaba lleno de energía cada mañana ante la idea
de verla en el desayuno, de pasar cada día trabajando con ella, sabiendo que
parecía apreciar y apoyar su sueño de reavivar Blenhem.
¿Por
qué no casarse con ella? Le gustaba tremendamente. Aunque inicialmente ella no
sabía nada sobre agricultura, aprendía con rapidez, y aquella misma mañana
había hecho un par de observaciones muy astutas sobre los campos y las granjas
que visitaban. Sería una excelente compañera.
De
pronto vio una imagen en su cabeza: la pequeña iglesia románica de Hazelwick, a
finales de verano… Los niños de la escuela de Blenhem tirarían pétalos de rosa
mientras la señora Gilbert caminaba junto a él para colocarse frente al párroco
en el altar… pronunciarían los votos, compartirían un copioso banquete nupcial
con los habitantes del pueblo… con Tyler, con Bonnie, con Hal y con sus otros
amigos, con su familia… Todos brindando por ellos antes de llevarse a su esposa
muy lejos…
¿Por
qué no casarse y llevársela a la cama, como deseaba hacer cada noche que pasaba
en vela, ardiendo por una mujer que dormía ajena a todo en la habitación a
escasos metros de la suya?
Ella
no era una ingenua, sino una viuda que había compartido amor y engendrado un
hijo. Alguien capaz de reconocer el calor que fluía entre ellos, y en ocasiones
había estado a punto de actuar al respecto. Volvió a recordarla en la escuela,
con la boca entreabierta rogando que la besara.
Podía
imaginársela; aquella boca carnosa sonriendo, sus ojos verdes encendidos de
deseo, mientras le quitaba el camisón de seda por encima de la cabeza. Tumbada
sobre la cama, con los brazos abiertos, su cuerpo expuesto, su pelo revuelto
sobre la almohada…
Damon
respiró profundamente e intentó controlar su deseo.
Un
grito lo sacó de su ensimismamiento. Miró a su alrededor y se dio cuenta de que
había llegado a la granja de Radnor. Borró con dificultad las tórridas imágenes
de su mente y le devolvió el saludo a Jake Radnor.
Pero
antes de centrarse en los asuntos que tenía entre manos, llegó a una
conclusión. Nunca se había considerado un cobarde y no pensaba empezar a
comportarse como uno. Sin importar el riesgo que pudiese correr su corazón, en
cuanto resolviera el misterio sobre el ataque a su carruaje y sobre el grupo de
conspiradores que se reunía en la posada todos los días, haría una declaración
de intenciones y se centraría en conquistar a la señora Gilbert.
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