Hola

BIENVENIDOS A TOD@S A ESTE BLOG, ESPERO QUE DISFRUTÉIS LEYENDO LAS ADAPTACIONES DE CRÓNICAS VAMPÍRICAS.

COMO SABÉIS LOS PERSONAJES NO ME PERTENECEN Y LAS HISTORIAS QUE ADAPTARÉ TENDRÁN EL NOMBRE DE LA AUTORA AL FINAL DE CADA HISTORIA


GRACIAS

15 noviembre 2012

El Marqués Capitulo 05


CAPITULO 05

«¿Qué digo tonterías?» Damon meneó la cabeza en la negrura de su carruaje; en sus labios persistían aún los vestigios de una sonrisa. No había sido fácil alejarse de ella. « ¡Qué criatura tan deliciosa!» De cerca era todavía más seductora. Aún llevaba consigo el tenue aroma de su perfume floral mientras el vehículo atravesaba las oscuras calles de Londres.
La tormenta había menguado la densa capa de niebla y la luna brillaba en el cielo acuoso igual que una moneda de plata en el fondo de una fuente.

El primer encuentro con la encantadora señorita Gilbert le había hecho desear más, pero Virgil lo había llamado al club con la noticia de la reciente llegada a la ciudad de Warrington y Falconridge.

Estaba resultando ser una buena noche.
El Club Inferno se encontraba a solo unos ochocientos metros de la opulenta Edgecombe House, aunque en la oscuridad aquella distancia parecía todo un mundo.

Miró por la ventanilla cuando el carruaje alcanzó la sombra proyectada por el siniestro edificio de Dante House, un lugar lleno de misterio al que los lugareños apodaban la «residencia de Satán».

Un observatorio de cristal en forma de cúpula se alzaba en lo alto de la azotea, entre sus negras y sinuosas agujas. La alta cerca de afiladas puntas y los deformes montículos de maleza espinosa desaconsejaban la visita de cualquiera que no tuviera invitación. Las abarquilladas contraventanas y las tejas crujían cuando soplaba el viento desde el río como una tribu de quejumbrosos espectros. Sin embargo, el diabólico aspecto de Dante House no era más que una tapadera. Lo que para el mundo exterior aparentaba ser una mansión encantada, ocultaba en realidad una sólida y eficiente fortaleza. Aquella paradoja le agradaba.

Habida cuenta de que los malvados miembros del Consejo de Prometeo se las arreglaban para presentarse como respetables pilares de sociedad europea, no parecía sino justo que los buenos se ocultaran, por el contrario, tras una máscara de perversidad; lo más conveniente para emprender su guerra clandestina.

Damon se apeó del carruaje y le dijo al cochero que regresara a casa sin él. No tenía sentido hacer que el hombre esperase dando vueltas hasta el alba. Con sus amigos de regreso al fin, no tenía ni idea de hasta cuándo se quedaría. Era una noche de celebraciones. Hacía más de dos años que no se veían y durante la guerra hubo momentos en los que se había preguntado si todos ellos saldrían con vida.

Cerró las verjas de Dante House después de cruzarlas, quedando ante el pórtico de entrada. La puerta principal tenía una aldaba de latón con la forma de la cabeza de un erudito medieval de expresión inescrutable bajo el capirote, en un irónico tributo al poeta a quien le debía su nombre.

Sobre la puerta colgaba un letrero con un aviso a los visitantes en el que rezaba la afamada leyenda escrita en la parte superior de las puertas del Infierno de Dante: « ¡Oh, vosotros que entráis, abandonad toda esperanza!», etc. Haciendo gala del mundano e irreverente hastío por el que la mayoría de los miembros del Club Inferno eran célebres, el letrero ni siquiera se molestaba en concluir la cita, lo cual carecía de importancia, pues pocos eran los que penetraban en aquel lugar. La entrada estaba estrictamente restringida y solo podía accederse con invitación, so pena de muerte.

De cuando en cuando se celebraban salvajes fiestas en aras de mantener la apariencia de vida disoluta, pero en realidad se trataba de actos coreografiados hasta el más mínimo detalle y supervisados por el propio Virgil.

La seguridad era intensa y se tomaban todas las medidas posibles a fin de garantizar que las prostitutas que eran llevadas allí para animar la fiesta ignorasen por completo lo que estaba sucediendo en realidad.

La puerta se abrió con un inconfundible y lastimero crujido y allí estaba el señor Gray, que llevaba siendo mayordomo de Dante House desde tiempos inmemoriales. El alto y escuálido hombre, que tenía el aspecto de un desenterrado por los resurreccionistas, siempre había poseído un inexplicable don para presentarse en el momento oportuno. Haciéndose a un lado, se inclinó con aire grave cuando Damon entró.

—Buenas noches, marqués.

—Buenas noches, Gray. —Damon pasó al vestíbulo—. Tengo entendido que esta noche tenemos motivos de celebración.

—Sin la menor duda, señor. —Gray cerró la puerta una vez que Damon entró, justo cuando algunos de los perros guardianes de la Orden se acercaron dando saltos a saludarle.

Damon se vio rodeado por unos sabuesos de color negro y canela de origen alemán, como demonios amaestrados de relucientes colmillos y elegantes movimientos fluidos, que no paraban de agitar las colas. Sus amplias sonrisas caninas contrastaban con sus ojos feroces y los collares de pinchos.

—¡Quietos! —Damon levantó una mano para acallar el escandaloso recibimiento.

Los perros se sentaron sobre sus cuartos traseros. Un enorme cachorro en período de adiestramiento se lamió el hocico con nerviosismo y miró fijamente a Damon con un débil gañido.

—Buen chico. —Le dio una palmadita en la cabeza en el preciso instante en que Virgil se unía a ellos.

Ni siquiera después de tanto tiempo Damon estaba seguro de si ese era realmente el nombre de su mentor.
El arisco gigante escocés había hecho que Damon se sintiese intimidado en cierto grado desde el mismo día en que, muchos años atrás, se presentó en la ruinosa mansión de los Rotherstone en su papel de Buscador.

Cuando Damon lo conoció siendo tan solo un muchacho, Virgil llevaba puesto el kilt de su clan, y aunque por lo general vestía ropa normal en la ciudad, aún conservaba el porte de un poderoso laird. En esos momentos, a sus cincuenta años, un buen puñado de hebras plateadas salpicaba su rebelde pelo dorado rojizo así como el impresionante bigote pelirrojo, que tanto le había envidiado de niño. Pero seguía siendo formidable, un guerrero de cabello entrecano, con un gran número de cicatrices que atestiguaba toda una vida de lealtad a la Orden.

El paso de los años, lejos de ablandarlo, parecía haber endurecido al escocés. Después de pasar treinta y cinco años al lado de la Orden en su lucha contra sus enemigos del Consejo de Prometeo, un tiempo ligeramente superior a los años de vida de Damon, Virgil era en el presente director de la organización en Londres. Damon ignoraba por completo quiénes podrían ser los superiores de su mentor.

Sin embargo, como enlace de su equipo, Damon tenía conocimiento de la existencia de otras células en importantes ciudades de toda Europa y allí donde el Consejo de Prometeo había adquirido demasiada influencia.

Era incuestionable que el Consejo de Prometeo tenía tentáculos en cada corte europea, algo que no había sido planeado hacía años, sino décadas e incluso siglos atrás, movido por la infinita sed de poder de los hombres. De cuando en cuando se alzaba para amenazar a la humanidad, pero nunca antes en toda la historia se había acercado tanto a sus objetivos como en los últimos veinte años, infiltrándose en la estructura del imperio que había construido Napoleón.

Como parásitos que eran, sus miembros tenían por costumbre infiltrarse con discreción, granjearse paulatinamente la confianza de los poderosos e incrementar su oscura influencia haciéndose pasar por leales consejeros, generales experimentados y antiguos amigos; extendían su corrupción de forma paciente, callada y siempre incontestable, apoderándose despacio del control desde dentro como un cáncer.

En esta ocasión habían estado a punto de lograrlo. Sin embargo, los sueños más codiciados de los jefes supremos del Consejo de Prometeo se vinieron abajo con la derrota final de Napoleón en Waterloo, hacía aproximadamente tres meses.
«El futuro del mundo habría sido muy distinto de haber ganado Napoleón esa batalla», meditó Damon. Pero Bonaparte había sido derrotado y las naciones de la Tierra podrían conocer otros cincuenta años de paz antes de que los enemigos adoptaran una nueva y despiadada forma para alzarse una vez más.

Por supuesto, el Consejo había logrado asestar un último y cruel golpe antes de caer derrotado: un espía prometeo comunicó noticias falsas a Londres referentes al desenlace de la batalla de Waterloo. A primera hora de la mañana, alguien divulgó que Wellington había perdido, que Napoleón había aplastado al ejército británico en Bélgica y que la tan temida pesadilla de que «el Monstruo» desembarcase en la costa inglesa era inminente.

Aquel día los espantosos rumores corrieron por Londres sembrando el terror en los mercados financieros. La Bolsa londinense sufrió un violento desplome, pero los desalmados miembros del Consejo estaban preparados para comprar sólidas empresas británicas por sumas irrisorias.

Todo accionista de Londres quiso desprenderse inmediatamente de sus inversiones, creyendo que necesitarían dinero líquido para sobrevivir o tal vez para huir, en caso de ser preciso, y poner a salvo a sus familias de la inminente invasión de la Grande Armée. Cundió el pánico. Llevada por la desesperación, la gente se conformó con aceptar cualquier miseria que pudieran obtener por sus acciones, pero quienes compraban eran, ni más ni menos, las empresas fantasma que habían montado los jefes supremos del Consejo anticipándose a su engaño.

Grandes compañías cambiaron de manos de la noche a la mañana. Un sinfín de comerciantes honrados se arruinó e innumerables personas inocentes perdieron los ahorros de toda una vida, y nadie, ni siquiera la Orden, lo había visto venir.

El patrimonio del propio Damon se vio afectado pero, por fortuna, la mayoría de sus inversiones eran bienes raíces. El pánico en los mercados pudo frenarse cuando llegaron las verdaderas noticias sobre la victoria de Wellington en Waterloo aunque, para entonces, gran parte del daño ya estaba hecho.

Los miembros del Consejo de Prometeo se hicieron con una fortuna de muchos millones que, sin la menor duda, ayudaría a financiar el siguiente intento de imponer su tiranía al mundo. Por ese motivo, la nueva generación de guerreros de la Orden de San 
Miguel ya estaba siendo adiestrada en el aislado castillo escocés al que Damon había sido llevado de niño.

—Bien, veo que has recibido mi nota —dijo Virgil con voz ronca cuando se reunió con Damon en el vestíbulo.

—Bueno, ¿dónde están esos granujas? —preguntó con una amplia sonrisa.

Estrechó la mano de su viejo mentor, que en otros tiempos le había parecido la garra de un oso y que en el presente era igual a la suya. En cuanto a la imponente altura del escocés que le había maravillado infinitamente de joven, Damon aún tenía que alzar la cabeza para poder mirarlo a los ojos.

—Abajo —respondió el Buscador—. Ambos han terminado de presentar sus informes.
Dios santo, cuánto había echado de menos a los muchachos.

—¿Virgil? —Damon le miró fijamente a los perspicaces ojos azules con cierta preocupación—. ¿Están todos bien?

De inmediato comprendió que debería haberse esperado la hosca mirada ceñuda que recibió como respuesta.

—¡Por supuesto que están todos bien! No os he criado para que paseéis entre margaritas, ¿verdad?

—Esto... sí, señor. —Bajó la mirada divertido.

A su memoria acudieron los recuerdos de aquellos brutales años de entrenamiento en el castillo secreto de la Orden. El reglamento punitivo, la férrea disciplina, los «juegos» que consistían en que los jóvenes se machacasen unos a otros a fin de que se curtieran para el infierno que le aguardaba a cada uno de ellos. Las interminables clases en diversas y variadas disciplinas, que les convertían tanto en caballeros como en asesinos, en compañía digna de reyes, cambiando el rol dependiendo de a quién tuvieran que proteger.

Las innumerables pruebas a las que habían sido sometidos el cuerpo, la mente y el alma habían acabado forjando a los jóvenes reclutas de Virgil en una hermandad unida por la lealtad y sellada mediante el juramento de sangre de la Orden.

Mientras que otros chicos de su edad rehuían los libros, se mofaban de las muchachas y hacían travesuras a sus maestros, Virgil y el resto de sus entrenadores los habían convertido en asesinos a sangre fría si la ocasión así lo requería: embusteros, supervivientes y espías consumados.

Por supuesto, el hombre de las tierras altas de Escocia era consciente del inevitable sufrimiento físico y mental al que se verían sometidos durante el transcurso de sus cometidos, de modo que los preparó para ser capaces de soportarlo y continuar inexorablemente adelante en sus diversas misiones. Lo único que importaba era la antigua y principal misión de la Orden: mantener bajo control a los miembros de Prometeo y salvaguardar con sus vidas la seguridad de su red secreta.

—Ve abajo —farfulló Virgil—. Querréis poneros al día, muchachos, y bien sabe Dios qué os habéis ganado sobradamente el descanso. Llamadme si me necesitáis. Gray —agregó por encima del hombro cuando se dirigía de nuevo a ocuparse de sus asuntos—, hemos de mantenernos todos alerta hasta estar seguros de que no nos han seguido a ninguno.

—Sí, señor. —El sombrío mayordomo se inclinó una vez más; luego profirió una orden en alemán a los perros para que retomaran su labor de proteger el lugar.
Damon chasqueó los dedos de repente.

—Virgil, antes de que lo olvide, ¿has descubierto algo ya sobre esas falsas empresas que se hicieron con todas aquellas ganancias durante el desplome de la Bolsa? En cuanto tengas una pista que pueda seguir, me pongo a investigar.

—No es necesario. Ya he puesto a otro equipo a trabajar en ello.

—¿Estás seguro? Dispongo de tiempo.

—El equipo de Beauchamp continúa al otro lado del Canal atando cabos sueltos en el continente, y dado que la única pista que tengo atañe a un hombre llamado Rupert Tavistock, que al parecer abandonó Inglaterra hace meses, les he encomendado la tarea a ellos. Beauchamp y sus hombres seguirán la pista hasta Tavistock antes de regresar a casa.

—Rupert Tavistock —repitió Damon. El nombre no le era familiar—. Muy bien. Avísame si necesitas algo.

Virgil lo miró con recelo, plenamente consciente de su búsqueda de esposa.

—Tienes cosas más importantes de las que ocuparte en el presente, ¿no es cierto? Damon sonrió.

—¡Engendra niños, muchacho! —exclamó Virgil dándose media vuelta y echando a andar—. Esta lucha nunca termina realmente, lo sabes.

Damon frunció el ceño ante sus ominosas palabras, pero lo llamó: 

—Virgil, una cosa más. —Los recuerdos de los viejos tiempos pasados en el castillo le hicieron acordarse de otro amigo al que hacía mucho que no veía—. ¿Para cuándo esperas que regrese de Europa el equipo de Drake?

El escocés se quedó inmóvil; luego bajó la vista al suelo como si hubiera esperado poder escapar antes de que le formulara esa pregunta.
Damon sintió su vacilación.

—¿Virgil?

—No van a volver, Damon. —El escocés se dio la vuelta lentamente—. El equipo de Drake fue aniquilado en Munich. Rotherstone clavó la mirada en él, conmocionado.

—¿Cuándo?

—Hace seis meses, por lo que tengo entendido.

Se volvió mientras trataba de asimilar aquello y se pasó lentamente la mano por el cabello.

—Ve a ver a tus amigos, muchacho —farfulló Virgil.

—Los pocos que me quedan —susurró.

—Al menos los tres habéis vuelto con vida.

—¿Quién mató a Drake y a su equipo? ¿Tenemos esa información? —inquirió con voz tirante.

Virgil se encogió de hombros.

—Estaban siguiéndole la pista a Septimus Glasse cuando perdimos el contacto.

—¿Septimus Glasse...? —repitió Damon.
Conocía ese nombre, se trataba del director de operaciones del Consejo en Alemania.

Virgil asintió, guardando un momento de silencio a continuación.

—Lo lamento, Damon —dijo finalmente, volviendo a su conducta huraña habitual—. Ve abajo ahora. Te avisaré en cuanto me entere de algo. Los muchachos te esperan.

—Sí, señor —respondió con voz queda, pero seguía sin poder creer que Drake, uno de los mejores guerreros que tenían, hubiera caído.

Contempló a Virgil marcharse hacia el oscuro corredor que se adentraba en las entrañas de Dante House.

Una vez a solas, entristecido a causa de las noticias, cerró los ojos y guardó un momento de silencio en memoria de su amigo. Cuando los abrió, a su mente acudió de nuevo el consejo que Virgil le había dado con respecto a que comenzara a tener hijos. « ¿Con qué fin? —se preguntó amargamente—. ¿Para que puedan matarlos también?»

Por el amor de Dios, acababa de descubrir a la que podría ser la mujer de sus sueños y, aunque distaba mucho de estar casado, Virgil parecía contar ya con sus hijos aún no nacidos como futuros caballeros de la Orden.

No, no era el primer Rotherstone que había servido a la Orden y seguramente no sería el último. Pero no conseguía imaginar cómo podría entregarle a cualquiera de sus futuros hijos a sabiendas de que sería sometido a la misma clase de vida que él había tenido que soportar. Era una perspectiva terrible en la que verse obligado a pensar la noche que pretendía celebrar el final de la batalla con sus hermanos guerreros. «Virgil tiene razón. Nunca termina realmente.»
Una imprecación atravesó su cabeza como si de una flecha se tratara.

Maldita sea, todo había terminado en Waterloo. Tenía que creerlo así. ¿Acaso no había presenciado aquellos campos teñidos de sangre con sus propios ojos? Ya no podía soportarlo más. Después de veinte años su alma ansiaba una nueva vida. A diferencia de Drake, él al menos tendría la oportunidad de intentar encontrarla, fuera como fuese.

De pronto se sintió incapaz de librarse de la sombra que había caído sobre su corazón. Entró con inquietud en la vasta sala, cuyas paredes estaban adornadas con un gran y espeluznante mural fantástico que representaba el recorrido de Dante por los diversos círculos del Infierno.

La enorme chimenea renacentista del salón, digna de cualquier espléndido palacio, estaba primorosamente tallada en alabastro y tenía gruesos candelabros dorados colocados en ambos extremos de la repisa. Damon se aproximó hacia la derecha de la repisa blanca y, por la fuerza de la costumbre, echó un vistazo con cautela por encima del hombro; luego alzó la mano y giró la base de la palmatoria del centro hasta que escuchó un débil clic metálico.

De inmediato, resonaron unos engranajes ocultos bajo el entarimado y se escuchó un ruido deslizante; una sección rectangular de ladrillo al fondo de la chimenea rotó despacio hasta abrirse, revelando una entrada baja al otro lado de la cual únicamente se veía oscuridad.

Agachó la cabeza y pasó por encima de la cesta vacía del carbón, introduciéndose en el pasaje secreto. Se trataba de uno de los muchos accesos al laberinto de pasadizos ocultos que recorrían Dante House.

Una vez atravesó la entrada, se irguió en la oscuridad y tiró con fuerza de la palanca manual de la pared, haciendo que los pesados engranajes se sacudieran de nuevo. A continuación, el panel mecánico rotó hasta colocarse en su sitio y la chimenea ocultó otra vez sus misterios.

Damon giró a la derecha y se encaminó con paso seguro hacia su destino. La negrura y la claustrofóbica estrechez de los corredores estaban ideadas para confundir a cualquiera que intentase recorrerlos, pero él había memorizado el laberinto hacía años y no necesitaba luz para encontrar el camino hacia el húmedo y frío sótano de piedra caliza bajo la casa.

Atravesó diversos corredores y subió una escalera, luego giró a la izquierda, tras lo que ascendió otro tramo de peldaños, y viró después a la derecha. Drake y los otros que habían muerto estuvieron en todo momento presentes en su memoria y, cuando la oscuridad pareció engullirlo, se aferró al recuerdo de Elena Gilbert igual que un hombre que se está ahogando.
Su cabello dorado, sus radiantes ojos y su piel luminosa.
En su imaginación ella brillaba con luz propia.

El tenue parpadeo de una única antorcha al frente lo condujo hasta la antecámara del Infierno, donde había un agujero de dos metros y medio de anchura perforado en el centro del suelo de piedra. Una gruesa soga colgaba del techo y desaparecía en la oscuridad de la boca. Era una de las tres únicas entradas al Infierno.

Había pasado cierto tiempo desde la última vez que Damon había practicado tales acrobacias, pero se desprendió de la chaqueta de terciopelo que había llevado al baile de los Edgecombe, arrojándola a un lado, luego se desabrochó los puños de la camisa blanca y se remangó.

Tomó algo de carrerilla y saltó para agarrarse a la cuerda. Se sujetó y acto seguido se descolgó por ella a velocidad mesurada.
La expresión de su semblante era tan desalentadora como sus pensamientos cuando sus pies tocaron el fondo del oscuro pozo.

Soltó la cuerda y se sacudió el polvo de las manos; luego dirigió la vista al frente hacia la cámara excavada a la que llamaban Infierno. Aquel viejo sótano de piedra, situado bajo la casa de tres siglos de antigüedad, llevaba mucho tiempo sirviendo como cuartel general de la Orden.

Damon dejó atrás el pozo en dirección a la cámara de piedra, tenuemente iluminada por trémulas antorchas fijadas a las paredes. Justo a su derecha se encontraba otra entrada abovedada horadada en la caliza. Sabía que al otro lado de la misma se extendía un corredor oscuro como boca de lobo, con una leve pendiente que llevaba hasta la compuerta del río y el reducido embarcadero situado debajo de Dante House. Los agentes podían ser transportados desde los grandes navíos que arribaban al Támesis o evacuados furtivamente si era necesario, pero cuando no estaba operativo, la entrada abovedada al amarradero privado estaba bloqueada por un rastrillo dentado como el que guardaba la salida al río dentro de la Torre de Londres.
Mientras Damon se dirigía pausadamente a la familiar cámara, sus pasos resonaban en el hueco cavernoso del Infierno.

Pasó por delante de una puertecita practicada en la sólida pared de piedra a la altura de la cintura, que dejó a su izquierda. Se trataba del montacargas secreto por el que podían enviarse provisiones a los hombres que estuvieran abajo. A su lado había un armero, que siempre contenía algunas pistolas y espadas a disposición de cualquiera que pudiera necesitarlas.

Se encaminó hacia la tosca mesa de madera y los dos sencillos bancos situados al otro extremo de la estancia, cruzando el medallón circular del suelo que representaba al santo patrón de la Orden: el arcángel san Miguel.

El mosaico bizantino había sido robado de una iglesia saqueada por los sarracenos y rescatado por el grupo de cruzados que fueron los primeros miembros de la Orden clandestina. Colocado en el centro del suelo, mostraba al heroico arcángel con una espada flamígera en la mano aplastando a Satanás. Una gruesa y pesada cruz de Malta colgaba de la roca subterránea, suspendida de una herrumbrosa cadena.

Había también una vitrina con algunos estantes que contenían útiles volúmenes, un surtido de venenos con sus correspondientes antídotos, un reloj y otros artículos diversos. Junto a la pared, un perchero con un abrigo chorreante colgado en él y un pequeño llamador con campanillas como los que se utilizaban en los cuartos de los criados, que en este caso permitía que el señor Gray enviase a los hombres señales, advertencias y alertas desde arriba.

Cuando Damon se acercó a la mesa, el farol iluminó una gran botella de oporto con algunos vasos esperando a los tres amigos. Ya estaba abierta para dejar que el caldo respirase.

Escuchó voces procedentes del pequeño amarradero y se giró justo cuando Jordán Lennox, conde de Falconridge, aparecía bajo la entrada abovedada.

—¡Damon!

En cuando Damon lo vio se disipó parte del dolor por la muerte de Drake. Gracias a Dios que sus compañeros más cercanos a él habían vuelto a casa, sanos y salvos.
Jordán tenía mojado el corto cabello color arena y la lluvia aún empapaba los definidos y marcados ángulos de su semblante —Damon conjeturó que los viajeros se habían visto sorprendidos por la tormenta cuando remontaban el río—, pero en los ojos azul hielo del experto en descifrar códigos ardía la típica chispa de sagaz astucia y placer producida por el ansiado regreso al hogar.

—Jordán. —Avanzaron el uno hacia el otro y se encontraron al borde del mosaico, donde se abrazaron, riendo—. Lo has logrado.

—¿Puedes creerlo? ¡Por fin nos hemos deshecho de esos bastardos! —Exclamó Jordán—. ¡Se acabó! Lo hemos conseguido.

—Así es, Dios mediante... y también gracias a Virgil.

—¡Y a nosotros! —Convino con efusividad—. ¿Recibiste mi mensaje?

—Por supuesto que sí.

El mensaje codificado de Jordán era lo que había puesto a Damon sobre la pista del traidor que acechaba bien camuflado en el mismísimo cuartel general de Wellington. Haciéndose pasar por oficial británico, el mayor Kyle Bradley tenía órdenes del 

Consejo de asesinar a Wellington en el campo de batalla si las cosas no le eran favorables a Napoleón.
Damon había sido enviado a Waterloo con la misión de detenerlo.
Los ojos de Jordán brillaban con maliciosa inteligencia.

—Confío en que mi información resultase de utilidad.

—Mucho. —El tono de su voz dejaba entrever la violencia del combate privado que Bradley y él habían mantenido en el bosque, no lejos del fragor de la batalla.

Los únicos testigos de su brutal lucha habían sido las familias de campesinos locales, escondidas en los bosques mientras los ejércitos se enfrentaban, a la espera de que todo terminase para comprobar si quedaba algo de sus granjas.

—Imagino que te ocupaste de ello sin contratiempos.
Damon le dirigió una mirada flemática y se encogió de hombros.

—Wellington sigue con vida.
Jordán sacudió la cabeza, maravillado.

—Ah, no puedes imaginar cuánto te envidio por haber sido testigo de aquel día. ¡Waterloo!

—Tu compañía habría sido recibida con agrado, créeme.

—Debes contármelo todo.

—Con mucho gusto. Habrías apreciado la altanera reacción de los nobles oficiales ante el Distinguido Viajero. Fue verdaderamente divertido. Bien, ¿dónde está Rohan?

—Bajando sus cosas del bote —respondió Jordan.

—¿Vamos a echarle una mano? —propuso Damon. No empleaban criados en su guarida secreta.

—Puedes intentarlo. Aunque tal vez te arranque la cabeza de un mordisco.

—Ah, ¿la Bestia no está de buen humor? —preguntó.

—No habléis de mí a mis espaldas u os doy un puñetazo. —Una voz áspera llegó hasta ellos desde el corredor un momento antes de que apareciera el corpachón de Rohan Kilburn, duque de Warrington, seguido mansamente por uno de los feroces perros negros.

Damon esbozó una amplia sonrisa.

—Bienvenido a casa, excelencia.

Rohan gruñó y entró en la estancia. El perro retrocedió hasta su puesto de vigilancia en el muelle hasta que la cadena no dio más de sí, pero Damon observó divertido cómo su otro amigo de la infancia, convertido en un imponente guerrero, descargaba el fardo con sus pertenencias de su poderoso hombro y lo dejaba pesadamente en el suelo.
Damon cruzó los brazos con expresión sardónica.

—¿Has disfrutado de un viaje agradable, viejo amigo?

—No ha dejado de llover desde que zarpamos de la maldita Ostende —declaró el duque; luego se pasó una mano por el largo cabello empapado.
Jordan le dirigió una mirada irónica a Damon.

—Me temo que el mal tiempo ha agriado su carácter jovial.

—Detesto viajar —farfulló Rohan.

—Buenas noticias, pues. ¿No te has enterado? Tus días de peregrinación han llegado a su fin. Puedes recluirte en ese castillo encantado que tienes hasta que seas un viejo de pelo canoso, amigo mío. Todo este condenado asunto ha terminado.

—Lo creeré cuando lo vea —dijo.

—Oh, vamos, hombre, no es momento para sacar tu naturaleza supersticiosa —lo riñó Damon—. Hemos logrado lo que nos propusimos hacer años atrás y ahora, Dios mediante, podemos ser civiles corrientes.

—Sea lo que sea eso —replicó.

—Eres un auténtico aguafiestas, Warrington —señaló Jordán, pero cuando Damon le tendió la mano a Rohan, el duque se la estrechó, tirando acto seguido de él para darle un rápido y fuerte abrazo de oso.

El alto caballero le propinó una palmada en la espalda que casi le rompió una costilla y seguidamente lo soltó. Luego profirió una repentina y estentórea carcajada.

—¡Damon Midas! ¡Todo lo que toca lo convierte en oro! Amigo, cuánto tiempo sin verte.

—Dos años.

Damon reparó en la nueva cicatriz en forma de estrella que adornaba el borde del extremo exterior de la ceja izquierda de Rohan e hizo un gesto con la cabeza.

—Me gusta tu nueva adquisición.

—Ah, sí —dijo con un bufido—. Cada día que pasa soy más apuesto, ¿no te parece? Dios, ¿dónde puede uno tomarse una copa? —Rohan rodeó a Damon y se dirigió hacia la botella de oporto.

Enseguida estuvieron todos sentados a la tosca y recia mesa, riendo a la luz de la única lámpara mientras relataban diversas desventuras y lances con la muerte. Cayó el silencio una vez que hubieron apurado la segunda copa de oporto, cuando cada uno comenzó a asimilar que sus días de lucha habían llegado verdaderamente a su fin.

—Bien, aquí estamos —murmuró Jordán al cabo—. Vivos.

—Más o menos —adujo Damon con sarcasmo.

—¿Qué hay de los demás? —Preguntó Rohan—. Es irremediable que haya pérdidas. 

—La pregunta estaba dirigida a Damon, habida cuenta de que él era el enlace o líder de su equipo.

A fin de salvaguardar la seguridad global de la Orden en caso de que algún agente fuera capturado, únicamente los enlaces estaban autorizados a comunicarse con otros jefes de equipo.

Solo se hacía una excepción por alguna misión especial de mayor envergadura, en cuyo caso Virgil llamaba a tantos tríos como fuera necesario para que se reunieran y trabajasen juntos de forma temporal. Pero en esas ocasiones no se hablaba más que de trabajo y, por lo general, no se utilizaban nombres.

Si un agente reconocía a un compañero de la Orden en un acto social o en alguna otra parte, estaba obligado a no dar señales de ello.
Damon bajó la vista. También Drake había sido el enlace de su trío.

—Uno de nuestros equipos fue completamente aniquilado.

—Dios —susurró Jordán—. ¿Alguien a quien conozcamos?

Dado que la guerra había terminado y que los hombres estaban muertos, Damon no consideró que pudiera importar que revelase el nombre.

—No conocía a sus hombres, pero el líder era Drake Parry, conde de Westwood.

—Westwood —repitió Jordán—. Creo que me lo presentaron en una ocasión. Moreno y... ¿gales?

—Sí. —Damon clavó los ojos en su copa—. Un luchador formidable. Casi tan bueno como Rohan. —Señaló al duque con la cabeza, quien le dirigió una mirada adusta al tiempo que descorchaba una segunda botella de oporto.

—¿Estamos seguros de que han muerto? —preguntó Rohan sin más preámbulos.

—Más les valdría que fuera así—murmuró Jordán—. Mejor eso que haber sido capturados. —En ese instante reparó en el silencio de Damon—. ¿Lo conocías bien?

—Bastante bien.

Tras una larga pausa, Jordán alzó su copa. —Por lord Westwood.
Damon hizo lo mismo, asintiendo y tratando de soslayar el nudo que se le había formado en la garganta.

—Por Drake y sus hombres.

—Mejor ellos que nosotros —masculló Rohan entre dientes, y bebió un trago de oporto en su honor.

Se hizo un sombrío silencio mientras en su interior los tres se preguntaban cómo era posible que hubieran sobrevivido cuando tantos otros compañeros de igual valía habían caído.

Los pensamientos de Damon se desviaron hacia Elena Gilbert una vez más, como un marinero escudriñando el cielo encapotado en busca de la estrella Polar, una distante luz que lo guiase en medio de la oscuridad.
« ¿Y si hubiera sido yo en vez de Drake?» « ¿Y si hubiese sido yo quien no hubiera conseguido regresar a casa?» Damon se quedó pensando con la copa en la mano. Nadie tenía asegurado el mañana; eso era algo que la vida le había enseñado.

Por sus venas corría el ansia de vivir, sobre todo ahora que su tiempo era suyo para disponer de él como gustara, para hacer lo que deseara y ser quien realmente era... si tal cosa era posible después de todo lo que habían visto sus ojos.

Aún eran hombres jóvenes y, aunque con demasiado mundo a sus espaldas, tenían mucha vida por delante y cosas que experimentar. Drake jamás tendría oportunidad de vivir ninguna de esas cosas.
Como el amor.
Damon tampoco había vivido eso.

Pero ¿quién sabía cuándo la dama de la guadaña iría a reclamarle? La muerte de Drake era un recordatorio de que no disponía de toda la eternidad.
«Engendra niños, Damon», le había dicho Virgil. Tal vez la sabiduría del escocés era certera una vez más.

—Bien, ¿y qué hacemos ahora? —Murmuró Jordán mientras se miraban unos a otros con incomodidad—. ¿Retirarnos a nuestras propiedades? ¿Dedicarnos a la caza del zorro y convertirnos en caballeros rurales?

—Al diablo con eso —replicó Rohan, prorrumpiendo en una siniestra y áspera carcajada—. Probar a todas las rameras de Covent Garden me parece un excelente comienzo.

—Santo Dios, hombre, ¿acaso no hay mujeres en Nápoles?

—Ya he estado con todas esas...

—Eres un fanfarrón, Rohan...

Damon contempló su bebida con mirada ausente, haciendo caso omiso de sus chanzas. Luego, de repente, habló con voz acerada:

—Yo ya sé lo que voy a hacer —anunció.

Ambos lo escrutaron sorprendidos, y acto seguido intercambiaron una mirada.

—Desde luego, mi calculador amigo —dijo Jordán, divertido—. No cabe duda de que llevas años haciendo planes.

El corazón de Damon palpitaba con fuerza, resonando como un trueno en sus oídos.

—¿Y bien? —Le instó Rohan—. ¿Qué es lo que vas a hacer?

Damon guardó silencio preparándose para la reacción de estupefacción de sus amigos.

—Voy a casarme.

—¿Qué?

—¡Santo Dios!

—¿Tan pronto? ¡Pero si acabamos de regresar!

—¿Es que has perdido la cabeza? ¡Por fin eres libre! ¡El viejo escocés ya no puede reclamarnos nada! —Protestó Rohan—. ¿A qué viene tanta prisa por contraer otro compromiso?

—Damon, ¿no hablarás en serio?

—Por supuesto que sí. —Sonrió con frialdad, pero se mantuvo sentado en silencio mientras continuaban tratando de disuadirlo hasta que, finalmente, sacudió la cabeza—. La decisión está tomada.
Jordán se quedó mirándolo tras pronunciar aquellas palabras.

—Bien, pues. Conociéndote, se acabó la discusión.

Damon se encogió de hombros, procurando dar la impresión de que nada de aquello le inquietaba pero, en cuestión de un instante, había decidido su futuro.

Con el curso de los años, había aprendido a no poner en duda sus instintos, pues le habían salvado la vida en innumerables ocasiones. Demasiadas veces su supervivencia había dependido de su capacidad para reconocer a un posible aliado en una habitación repleta de enemigos, y todo en él sabía que Elena Gilbert era la elegida.
Se limitó a encogerse de hombros.

—Resulta obvio que el daño causado a mi linaje no va a repararse por sí solo.

—Muy bien, ¿quién es la afortunada? ¿Has elegido a alguien? —preguntó Rohan.
Damon asintió, su decisión era irrevocable.

—De hecho, así es.

Les hizo partícipes de la información básica sobre Elena Gilbert y rieron cuando les habló de la lista de novias que previamente le había solicitado a su abogado que investigase.

—Podéis quedaros con los descartes —agregó con una sonrisa sardónica.

—Es muy generoso por tu parte, condenado bastardo.

—No logro imaginar a ese hombrecillo correteando por la ciudad para recopilar toda esa información —adujo Jordán, riendo con más fuerza.

—Resulta que es muy eficiente.

—¿Qué hiciste? ¿Le instruiste en el trabajo de campo? —Algo por el estilo.

—¿Por qué no recurriste a Virgil para que se encargase de ello en tu lugar? Tiene algo más de experiencia en estas cuestiones.

—Estaba ocupado —repuso Damon—. Además... —su sonrisa se desvaneció; un vago resentimiento reprimido impregnaba el tono despreocupado de su voz—me atrevería a decir que el viejo escocés ya ha ejercido bastante control sobre mi vida durante los últimos veinte años. No necesito que también me elija la esposa.
Tomó un trago sin más palabras.
Todos guardaron silencio.

—Parece empeñado en que nos casemos —murmuró Jordán.

—¿También a ti te lo ha mencionado? —preguntó Damon.
Jordán asintió y Rohan los miró con expresión sombría.

—Lo mismo que a mí. Las filas de la Orden tendrán que ser reabastecidas muy pronto.

—¿Acaso no hemos entregado ya suficiente de nuestra sangre? —preguntó Damon en voz baja.
Jordán bajó la vista.

—Por lo visto, no.

—Bueno, Damon, ¿cómo es ella, cómo es tu dama? —murmuró con cierto anhelo en sus ojos cautelosos.

—Es perfecta. —Damon se encogió de hombros; una media sonrisa atribulada iluminaba su rostro serio—. Hermosa, ingeniosa y llena de bondad.

—¿Y ha aceptado casarse contigo?
Damon enarcó las cejas.

—Ah, yo no diría que haya aceptado exactamente.


 —¡Oh! —Exclamó el duque—. ¿Es un tanto coqueta? ¿Intenta ponértelo difícil?

—No, lo que sucede es que no se lo he pedido todavía.

—¿Cuándo pretendes hacerlo?

—Tan pronto como llegue a un acuerdo con su padre.
Jordán se volvió hacia Rohan, atónito.

—¡Primero va a hablar con el padre! Qué pintoresco.

—Muy tradicional por tu parte, Damon —convino Rohan—. Desconocía esa faceta tuya.

—Bueno, no es conveniente dejar la decisión en manos de una conocida casquivana, ¿no os parece? —Los miró frunciendo el ceño con arrogancia, negándose la preocupación que sentía por la respuesta de Elena—. Una buena joven de la aristocracia hará lo que se le pida que haga.

—Sí, pero nos has comentado que ya ha rechazado a otro hombre.

—Yo no soy Stefan Carew —replicó con irritación. —Claro, naturalmente.

El conde le estudió durante un prologando momento, sin necesitar pronunciar palabra alguna para expresar su escepticismo... ni su absoluta diversión.
Damon contempló la expresión dubitativa de ambos y frunció el ceño.

—¿Cuándo habéis visto que acepte un no por respuesta cuando se trata de algo que deseo? —exigió saber.

—El muchacho tiene razón en eso —dijo Rohan, sonriendo ampliamente.
Jordán esbozó una sonrisa irónica.

—Cierto. Supongo que el tema está zanjado. —Sirvió otra ronda y alzó la copa en un brindis—. ¡Por Damon! Que pronto será un hombre casado.

—Pobre muchacha —dijo Rohan—. No tiene ni idea de a lo que se enfrenta.

—Confía en mí —repuso Damon—. No tardará en descubrirlo. Los tres rompieron a reír. Luego chocaron sus copas y bebieron.


La lluvia caía de forma persistente al otro lado del Canal. Nubes bajas rozaban como un negro manto las torrecillas de pizarra azul del magnífico castillo barroco emplazado en el valle del Loira, descargando sobre sus cuidados jardines, empapando las hectáreas de viñedo.

Era una noche húmeda y oscura en la que no brillaban las estrellas, pero en las ventanas superiores del castillo se veían algunas luces a pesar de la hora tardía.

En el sanctasanctórum del Consejo de Prometeo, con sus suelos ajedrezados y las vetas doradas de sus columnas de mármol negro que resplandecían a la luz de las antorchas, la derrota impregnaba el aire.

Los grandes maestres de las Diez Regiones y los tres venerados peregrinos estaban sentados ante la mesa redonda con la parte central hueca, elaborada al estilo de la rueda del tiempo budista.

Una silla sobresalía como un trono por encima de las demás. El hombre que ocupaba con firmeza aquella elevada posición tenía el entrecano cabello rubio de punta, con entradas, y unos ojos crueles que recorrieron a los allí reunidos con fría superioridad. 

Respondía al nombre de Malcolm Banks y, como cabeza del Consejo, estaba a punto de imponer un castigo ejemplar a Rupert Tavistock.
De hecho, lo deseaba con impaciencia.
Pero antes tenía que exponer algunos hechos fatídicos ante la élite del Consejo de Prometeo.

—Bonaparte está acabado —confirmó—. Aun cuando lo ayudásemos a escapar de nuevo, no recibiría más apoyo de ninguna facción, de modo que no nos merece la pena realizar el esfuerzo. Con la derrota de Napoleón en Waterloo, hemos de enfrentarnos al amargo hecho de que nuestras ambiciones con el imperio francés han quedado reducidas a cenizas. Por fortuna, no obstante... —se recostó en la silla, uniendo los dedos—tuve en cuenta esta posibilidad hace años a fin de paliar sus efectos, cultivando nuestra influencia en la corte del rey Luis en el exilio. —Se encogió de hombros—. Cuando Luis regrese al trono de Francia, volveremos al menos a territorio conocido.

Los demás guardaron silencio; por lo visto nadie parecía excesivamente impresionado por su previsión. Malcolm miró en derredor sus pétreos rostros y comprendió con desaliento que esa derrota había hecho que algunos comenzasen a dudar de su destreza como líder.

Motivo por el cual el alarde de fuerza que iba a realizar era necesario. Sabía que tenía que recuperarlos antes de que comenzaran a volverse en su contra. A fin de cuentas, si intentaban derrocarle dificultarían su deseo de convertir a su hijo en su sucesor. Niall, de treinta años, estaba sentado a su lado sin importar el hecho de que muchos de los presentes no lo creían digno de ocupar un cargo en el Consejo; era demasiado joven.
Malcolm, no obstante, estaba criando a su hijo para ser un líder.

También eso era un tema controvertido pues, según la tradición, los nuevos líderes debían ser votados por el Consejo, elegidos entre ellos mismos basándose en quién poseía mayor experiencia y el temperamento adecuado para el cargo. A diferencia de otros organigramas de poder, el liderazgo no pasaba de padres a hijos.

Pero Malcolm tenía otros planes. Tras haberse hecho con el cargo supremo mediante sus propias confabulaciones, no tenía intención de desprenderse de él. Los demás no se habían dado cuenta todavía de este hecho.

—Han dificultado enormemente nuestro progreso, amigos míos, pero no estamos acabados —prosiguió con sosiego—. Nuestro triunfo final tan solo se ha postergado. 

Pese a que precisamos de un período de recuperación a fin de cubrir nuestras pérdidas, haremos lo que siempre hemos hecho: tomar las cosas como vienen. 

Adaptarnos a las nuevas circunstancias. Reagruparnos y estar atentos a la próxima oportunidad. Y cuando se presente —agregó con férrea resolución—estaremos listos para atacar.

Un murmullo de aprobación recorrió la estancia.

—Así pues, antes de continuar, hemos de ocuparnos de un asunto que requiere nuestra atención. —Hizo una señal con la cabeza a Niall, que se levantó lentamente de la silla.

Mientras lo observaba, Malcolm no pudo evitar enorgullecerse del hombre temible en que se había convertido su retoño. Niall había heredado la impresionante estatura de su antiguo clan de las tierras altas de Escocia, junto con el denso cabello rojo.

—Rupert —dijo Malcolm con suavidad, mirando a uno de los camaradas que se encontraba al otro lado de la mesa—. Me temo que tu incompetencia tiene un precio.

—¿Cómo dices? —espetó el calvo y corpulento inglés.

—¿Creías sinceramente que tu fracaso quedaría impune? —preguntó Malcolm con voz afable.

—¿Mi fracaso? —repitió Rupert Tavistock, tragando saliva.

Contempló con nerviosismo cómo Niall se apartaba de su asiento y se encaminaba pausada e inexorablemente hacia él.

—Ah, sí, en efecto. Eras el responsable de deshacerte de Wellington en caso de que Napoleón flaquease el día de la batalla. Si tus hombres hubieran tenido éxito, el mensajero que Wellington envió a Blücher jamás habría logrado pasar; Napoleón habría ganado la batalla, como era su destino, ¡y seiscientos años de esperanzas se habrían hecho realidad! —concluyó con clamorosa cólera.

—¡Aguarda un momento! —Sudando profusamente, Rupert se levantó de su asiento como un rayo, pero Niall se encontraba detrás de él y, plantando su enorme mano en el hombro del inglés, lo hizo sentarse de nuevo.

—En lugar de hacerse realidad nuestro proyecto, los agentes que infiltraste en el cuartel general de Wellington están muertos —dijo Malcolm—. Y tú no tardarás en unirte a ellos.

—¡Pero no es culpa mía! —Alegó Tavistock—. ¡Hice cuanto me pediste! ¡La Bolsa se desplomó... ingresé millones en nuestras arcas!

—Pero aún queda lo de Waterloo.

—¡Es todo obra de la Orden! Infiltraron a alguien sin mi conocimiento. Quienquiera que fuese acabó con mis agentes antes de que pudieran actuar. ¡No soy responsable de ello! —Insistió Tavistock, alzando cada vez más la voz—. La Orden es la culpable. 
Jamás venceremos hasta que la Orden de San Miguel sea destruida, y nos prometiste a todos que así sería si te votábamos.

—¿Qué pretendes que haga? —Bramó Malcolm—. Son como fantasmas.

—¡Son hombres! ¡Sangran como todos! ¡Septimus mató a tres de ellos en Munich! —

Señaló frenéticamente al taciturno y moreno germano que estaba a cargo de las operaciones en los numerosos principados a lo largo del Rin.

—Sí, pero ese es el problema, ¿no es cierto, querido Rupert? —Malcolm miró fugazmente a Septimus con cauto desagrado—. Nuestro amigo bávaro fue incapaz de contenerse y acabó con sus vidas. Como consecuencia, seguimos ignorando en qué lugar de Europa se encuentra la sede de la Orden hoy en día; ni siquiera sabemos cuántos agentes tienen.

—Bien, ¿qué nos sugieres, Malcolm? —Preguntó una voz glacial desde el otro extremo de la sala—. ¿Que claudiquemos? ¿Que nos rindamos a nuestros enemigos?

Todos dirigieron la vista hacia James Falkirk, un hombre delgado y distinguido, de cabello cano y oriundo de Yorkshire, que había formulado las preguntas.
Como líder de los tres peregrinos, era el único rival de verdad con capacidad de neutralizar el creciente poder de Malcolm.

Su labor habitual era recorrer incansablemente las diez regiones, vigilando a todo el mundo, recopilando información, guiando la estrategia global de los prometeos mientras que los grandes maestres dirigían operaciones dentro de sus territorios particulares. Pero se había enterado de muchas cosas en el transcurso de sus viajes durante el último año, sobre todo de indicios acerca de la artimaña que Malcolm tramaba a espaldas de todos.

James contempló con inalterable paciencia a su incompetente líder, enmascarando su conocimiento de las maquinaciones de Malcolm, así como su ira. Inglés flemático de pies a cabeza, sabía que debía tratar a esos dos bárbaros escoceses con guante de seda, aunque los tenía bien calados a ambos.

Malcolm no era un verdadero creyente en los ideales que representaba el movimiento, y James lo despreciaba por ello. Para Malcolm, la sagrada filosofía de los prometeos no era más que un medio secreto para hacerse con riqueza y poder terrenal incalculables.
No era de extrañar que hubieran perdido todo por lo que habían trabajado gracias a Napoleón, pensó James. Tenían merecido el sabor de la derrota, pues habían confiado su ansiado sueño de un mundo unido bajo un benévolo Consejo en manos de un hombre sin visión. Un monstruoso cíclope cuyo único ojo estaba centrado en su mero interés personal.

Por desgracia, lo que Malcolm ofrecía últimamente parecía resultar suficiente para algunos.

—Ah, no seas fastidioso, James —dijo Malcolm, irritado—. Por supuesto que no sugiero que nos rindamos a la Orden de San Miguel. Pero debemos emplear el sentido común hasta que hayamos recuperado nuestra fuerza. Pragmatismo, James, eso es todo. ¿Entiendes lo que es? En la vida no todo son sueños y proyectos, ya lo sabes. 
Niall, procede —agregó agitando la mano con impaciencia—. No tiene sentido demorar esto durante más tiempo.

Niall asintió, enrollándose los extremos de un cable en las manos. Rupert trató de huir, pero solo consiguió dar tres pasos antes de que el escocés lo atrapase.

—¡James... ayúdame!

—Sí, James, ¿vas a salvarle? —Malcolm lo miró inquisitivamente, muy consciente de que aquel hombre representaba la mayor amenaza a su poder.

James se recostó con educación en su silla. Rupert Tavistock era un imbécil consentido al que no merecía la pena salvar. Había perdido sus principios hacía años, dándose la buena vida en Londres cuando debería haber estado trabajando para alcanzar los objetivos del Consejo. El poder corrompía y esos hombres lo estaban.
James a menudo se preguntaba si era el único al que no le afectaba.

—Lo lamento, Tavistock —dijo—. Has traicionado la fe que depositamos en ti. Te fueron confiadas grandes responsabilidades y has fracasado.

A Malcolm se le revolvió el estómago al oír gemir a Rupert. Por su parte, James no dijo una sola palabra cuando Niall se puso manos a la obra. Cuando apartó los ojos, dejando a Rupert a su suerte, su mirada se cruzó con la de Septimus Glasse al otro lado de la mesa redonda.

El fiero alemán de negra barba le advirtió con sus ojos sombríos que guardara silencio. Sin duda al joven pelirrojo le quedaba suficiente cable para cualquiera que fuese lo bastante estúpido para señalar a su progenitor con el dedo.
«No te preocupes, amigo mío», pensó James con sarcasmo, dando gracias de que al menos Septimus fuera de confianza.

Ambos sabían que la responsabilidad por el fracaso del prometeo era, en última instancia, del líder, pero ninguno era tan necio como para señalarlo, al menos no en aquel momento y lugar, y no de esa manera. Antes había que hacer planes...

Pasaron unos momentos y el último resquicio de humanidad que le quedaba a James hizo que se estremeciera ligeramente cuando Niall concluyó el desagradable asunto con sumo deleite. Los sonidos estrangulados de Rupert y la frenética y característica sacudida de sus miembros cesaron.
Se hizo el silencio.

Niall se irguió de espaldas a los congregados y sus hombros se elevaron al tiempo que inspiraba profundamente. Luego volvió la cabeza para advertirles con una mirada llena de maldad que no lo tomaran por el típico hijo imbécil que había conseguido su alto puesto por puro nepotismo. Parecía muy dispuesto a demostrar su valía ante cualquiera que albergase dudas.

«Ponedme a prueba», parecía retarlos con los ojos entrecerrados. Con el deber cumplido, el alto escocés se limpió el sudor de la frente con el antebrazo y regresó a su sitio con aire indiferente.

—Deshazte de eso —ordenó Malcolm a su guardaespaldas, que se encontraba junto a la puerta, señalando con desdén el cadáver—. Y haz entrar a su sustituto.

—¿Sustituto? —Repitió James de forma inmediata mientras los demás reaccionaban con igual furia—. ¿Qué hay de la votación?

—¡No tenemos tiempo para eso! —Espetó Malcolm—. ¡Tranquilizaos! Tan solo he simplificado las cosas eligiendo a un hombre que ocupe su lugar, al menos temporalmente, mientras el Consejo discute como es habitual sobre sucesores.

Un murmullo de sorprendidas protestas recorrió la estancia mientras el corpulento y callado guardaespaldas de Malcolm abría la puerta y llamaba a alguien que se encontraba fuera.

Los demás se volvieron airadamente para ver a quién había invitado Malcolm en medio de aquella disputa sin precedentes. La intensa luz del corredor iluminó una figura alta y poderosa.

Cuando el recién llegado entró en la sala y se encaminó pausadamente hacia la mesa, todos pudieron verlo mejor: se trataba de un hombre de cuarenta y pocos años, de cabello negro y rizado, rasgos aquilinos y ojos despiadados.
« ¡Por Lucifer!» James quedó atónito al reconocerlo y un escalofrío recorrió su espalda. ¿Acaso Malcolm había perdido la cabeza?

Aquel hombre era Dresden Bloodwell, el sicario más temido en todo el inframundo prometeo.

—¡Bienvenido, amigo mío! —Lo saludó Malcolm, señalando la silla vacía de Rupert

—. Únete a nosotros.

—Gracias. —El renombrado sicario obsequió a Malcolm con una fría sonrisa, bajando fugazmente la vista al cadáver de su predecesor con indolencia y limitándose a pasar por encima de él de camino a la mesa.

James continuó en silencio, pasmado aún, mientras el guardaespaldas de Malcolm agarraba a Rupert Tavistock de un tobillo y, sin el menor miramiento, se llevaba a rastras al muerto.

—Caballeros —anunció Malcolm—, permitidme que os presente a Dresden Bloodwell, uno de nuestros mejores agentes. Pocos en nuestra organización han demostrado ser tan dignos como él. Bloodwell va a encargarse de nuestro cuartel en Londres hasta que se elija formalmente un sucesor mediante los métodos habituales.
Dresden ocupó la silla como si siempre le hubiera pertenecido e inclinó la cabeza cortésmente. —Es un honor, señores. Nadie dijo una sola palabra.

James intercambió otra mirada furtiva con Septimus, pero ni su amigo germano ni los demás se atrevieron a poner objeciones desde que habían oído el nombre del sustituto.
James sintió náuseas. En esos momentos tenía claro que Malcolm estaba tomando medidas para fortalecer su facción dentro del Consejo y no tenía ni idea de cómo controlar a aquel monstruo una vez que Bloodwell hubiera sido colocado en un cargo de poder al otro lado del Canal.

Después de eso, Malcolm simplemente continuó con la reunión en el punto en que se había interrumpido, mostrándose profesional como de costumbre pese a mantener el tono banal. Pero una profunda inquietud se había instalado en el ambiente.

Mucho antes de que se levantase la sesión con la invitación de Malcolm a tomar un refrigerio en el comedor, James decidió que había que hacer algo y pronto.
No podía tolerarse que su líder se obstinara en una búsqueda de poder aún mayor. 

Hacer que Niall asesinase a Rupert justo allí, ante el Consejo, tenía como fin advertir a todos. Además, elegir a Dresden Bloodwell para sustituir a Tavistock en su puesto era una amenaza tácita flagrante, que daba a entender que Malcolm estaba preparado para que su esbirro eliminase a cualquier hombre del Consejo cuya obediencia no pudiera conseguir por el medio que fuera.

Sí, había que hacer algo y James sabía que tenía que ser él quien pusiera en contra de Malcolm a los demás.

Cuando concluyó la reunión, los miembros del Consejo se retiraron de la cámara, conversando entre ellos en voz baja. James se apartó del resto para informar a Talón, su guardaespaldas y ayudante, de que no se quedarían a pasar la noche. Talón hizo una reverencia y se marchó a ocuparse de los preparativos para su partida. Luego James se apoyó contra el pasamanos de mármol en lo alto del hueco de la escalera, al otro lado de la sala de reuniones, tomándose un momento a fin de ordenar sus pensamientos antes de aceptar el refrigerio.

Echó un vistazo con expresión sombría cuando Septimus se unió a él. A pesar de la relación amistosa que compartían, James no tenía intención de revelar ni uno solo de sus verdaderos pensamientos mientras se encontrase bajo el techo de Malcolm. Las paredes tenían oídos... y ahora, además, había que enfrentarse a Dresden Bloodwell.

—Falkirk —lo saludó Septimus, tendiéndole la mano.

—Glasse. —James se la estrechó—. Enhorabuena por tu victoria sobre aquellos tres miembros de la Orden. Es todo un logro.

—Ah, el mérito no es todo mío —respondió el alemán como si tal cosa, inclinándose y apoyando los codos en la barandilla que tenía junto a él—. La tarea requirió diez de mis mejores hombres contra dos de ellos.

—¿Dos? —Replicó James—. Pensé que habías matado a tres.
Septimus lo miró de soslayo y guardó silencio.
James se quedó inmóvil, con el ceño fruncido.
Septimus esbozó una ligera sonrisa.

—¿Por qué no vienes a visitarme a Bavaria, amigo mío? He hecho una amistad de lo más fascinante. Estoy seguro de que te agradaría conocerlo. A mí me resulta complicado entenderle. Es inglés, de modo que tal vez tú tengas mejor suerte con él que yo. Como es natural, estaré encantado de presentártelo.

El corazón de James latía fuertemente. Echó un vistazo en derredor para cerciorarse de que estaban solos y bajó la voz:

—¿Has capturado a uno de los agentes de la Orden? ¿Con vida?

Su amigo asintió de forma apenas perceptible.

—Era el jefe del equipo. Escapó cuando matamos a los otros dos, pero entonces... volvió para vengarse de mí, ¿puedes creerlo?

—Por lo tanto, rompió el protocolo. —James lo miró atónito—. La venganza va contra su código.

Septimus se encogió de hombros.

—Más le hubiera valido ceñirse a él. En cualquier caso, no consiguió escapar.

—¡Extraordinario! —Exclamó James entre dientes—. ¿Se lo has contado a Malcolm?

—Por supuesto que no. Antes quería hablar contigo. —Septimus hizo una pausa—. 

No te retrases, James. No creo probable que mi... ejem, invitado aguante mucho más tiempo.

—¿Acabó herido en la refriega? —se apresuró a preguntar James.

El alemán sonrió con satisfacción.

—Mis mejores torturadores llevan meses ocupándose de él.

—¡Septimus! —susurró James, horrorizado—. ¿Torturadores?

Si ese hombre es lo que dices, ¡es demasiado valioso para arriesgarnos a perderlo!

—James, no comprendes la resistencia de ese hombre —respondió Septimus, sacudiendo la cabeza con expresión indiferente—. El muy canalla estaba al borde de la muerte y, a pesar de ello, entre todos mis hombres lo único que fueron capaces de sacarle fue su nombre.... y ni siquiera estamos seguros de si es su apellido, su nombre de pila, el título que posee o simplemente un alias.

—¿Qué nombre os dio? —preguntó de inmediato.
Septimus lo miró de reojo.

—Drake.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Post Relacionados

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...