Capítulo 09
El vuelo de regreso a Houston le
resultó a Elena mucho mejor que el de ida a Nueva York.
—Tengo el coche aparcado aquí —insistió
Elena al llegar a Houston—. ¿Por qué no podemos usarlo?
—Iríamos más cómodos si me dejaras
organizar el traslado —contestó él.
—¿Y qué voy a hacer sin mi coche? Nos
hará falta en la isla.
—De acuerdo —suspiró Damon mientras
recogían el equipaje—. Iremos en tu coche, pero no vas a conducir. Ya llevas
todo el día de viaje.
—¿Dónde está el maldito aparcamiento? —exclamó
él tras un buen rato empujando el carrito con las maletas—. ¿En Galveston?
—Hay que andar un poco —admitió ella—.
Una vez allí, tomaremos el ascensor al último piso.
—¿Por qué has aparcado en el tejado?
—Empecé a dar vueltas —ella se encogió
de hombros—, y de repente estaba en el tejado.
Al fin llegaron al ascensor y poco
después estaban junto al coche.
—¡Qué demonios…!
Ella lo miró perpleja.
—¿Eso es tu coche? —preguntó él.
—¿Le pasa algo malo? —ella contempló su
Mini Cooper y asintió.
—¿Esperas que quepamos el equipaje y
yo, en esa lata?
—Deja de protestar —lo reprendió ella
con dulzura—. El coche tiene baca y estoy segura de que llevo unos pulpos por
alguna parte.
Tras llenar el maletero, apilaron el
resto del equipaje en la parte trasera del coche.
—Ya está —exclamó Elena triunfalmente—.
Y ni siquiera nos han hecho falta los pulpos.
Elena hizo una mueca al verlo encajar
las piernas en el reducido espacio. Las rodillas quedaron aprisionadas contra
el salpicadero y Damon parecía de todo menos cómodo.
—Lo siento —murmuró ella mientras se
acomodaba en el asiento del conductor—. No lo había pensado. Nunca se había
subido a mi coche alguien con las piernas tan largas.
—¿Y cómo tenías pensado transportar al
bebé después de que nazca?
—En una sillita para coche, por
supuesto —contestó ella mientras salían del aparcamiento.
—¿Y tú crees que la sillita entrará en
este coche? Y aunque consiguieras meterla, si sufres un accidente, es poco
probable que sobreviváis alguno de los dos.
—Es lo que tengo, Damon. No puedo
hacer gran cosa. Y ahora, cambiemos de tema.
—¿Cuánto durará el trayecto?
—Una hora hasta Galveston —ella
suspiró—. Después nos quedará media hora en ferri hasta la isla Moon. De modo
que en dos horas, si no hay problemas de tráfico, llegaremos.
Media hora más tarde estaban
completamente atascados en la autovía. Elena soltó un juramento y Damon se
movió inquieto en el asiento.
—Ya sé lo que vas a decir —se apresuró
ella cuando Damon se volvió a mirarla—.
Deberíamos haber dejado mi coche en el
aeropuerto. Los atascos son una triste realidad en Houston.
—En realidad iba a decir que,
afortunadamente, había ido al baño antes de abandonar el aeropuerto —él sonrió.
—Pues da gracias por no estar
embarazado —Elena suspiró.
—¿Quieres que conduzca yo? —Damon arqueó
una ceja.
—No podrías conducir con las rodillas
aplastadas contra la barbilla —ella sacudió la cabeza.
—Cuéntame qué haces en tu vida —quiso
saber él—. Me refiero a si trabajas. Dijiste que te habías hecho cargo de tu
abuela, pero no tengo claro si te ocupa todo el tiempo.
—No —Elena sonrió—. Mamaw aún se vale
por sí misma. En realidad nos cuidamos mutuamente. En cuanto a mí, hago de todo
un poco. Soy la chica para todo de la isla.
Él la miró con curiosidad.
—Si necesitas ponerle título a mi
trabajo, básicamente soy una consultora.
—Ahora has conseguido despertar mi
curiosidad. ¿Exactamente qué haces?
—Un día a la semana me ocupo de la
correspondencia del alcalde. Es un hombre mayor y no se le dan bien los
ordenadores ni internet.
—¿Y ese tipo ha conseguido que le
voten?
—Nuestra isla es bastante tolerante
con las viejas costumbres —Elena rio—. A pesar de disponer de todas las
comodidades modernas, como internet, televisión por cable y demás, un elevado
porcentaje de la población es muy feliz sin tecnología.
—Me entran escalofríos sólo de oírte —Damon
sacudió la cabeza—. ¿Cómo puede alguien ser feliz viviendo en la Edad Media?
—¡Por favor! En cuanto conseguí
alejarte de la BlackBerry y del portátil, te divertiste de lo lindo. Pasaste
una semana entera sin usarlos. ¡Una semana!
—Sin duda todo un récord —murmuró él.
—¡Mira! Los coches se mueven.
Elena arrancó, deseaba
desesperadamente revivir las semanas compartidas con Damon en la isla, recorrer
con él todos los pasos que habían dado anteriormente.
Deseaba que recordara porque, si no lo
hacía, nada volvería a ser igual entre ellos. Damon se resistía a la idea de
haber estado con ella y su única esperanza era que recordara y…
Y entonces, tal y como le había dicho
la noche anterior, tendría que vivir el resto de su vida sabiendo que una parte
de él rechazaba la idea de que hubieran sido amantes.
—¿En qué piensas?
—En nada especial —mintió ella.
—Entonces no merece la pena pensar.
—Estoy nerviosa, Damon —admitió al
fin.
Se mordió el labio preguntándose si no
debería cerrar la boca. Siempre era sincera y jamás reculaba ante la verdad,
por incómoda que resultara. Estaba convencida de que si la gente hablara más de
sus problemas, no habría tantos problemas.
A Damon, el antiguo Damon, no le había
molestado que dijera lo que pensaba y habían disfrutado de largas
conversaciones en las que le había confesado sus pensamientos.
Pero en esos momentos sentía reservas
ante tanta sinceridad. Y odiaba esa sensación de inseguridad.
—¿Por qué estás nerviosa? —preguntó él
con delicadeza.
—Por ti. Por mí. Por nosotros. ¿Y si
no funciona? Tengo la sensación de que es mi única oportunidad y que si no
recuperas la memoria, te habré perdido.
—Independientemente de si recupero la
memoria o no, está el bebé. No voy a desaparecer sólo porque no recuerde los
detalles de su concepción.
—Hablas como si ya hubieses aceptado
que sea tuyo.
—Reconozco la posibilidad de que sea
así —él se encogió de hombros—. Y, hasta que alguien me demuestre lo contrario,
he decidido pensar en él como en mi hijo.
—Gracias —Elena sintió una opresión en
el pecho—. De momento me basta. Hasta que aclaremos lo demás, me basta con que
aceptes a nuestro bebé.
—Y a ti.
Ella lo miró un instante antes de
devolver su atención a la carretera.
—Desde luego, hay algo entre nosotros —Damon
apartó la mano de la nuca de Elena—. Si acepto que podríamos haber engendrado
un hijo, tendré que aceptar que fuimos amantes.
—Eso espero —contestó ella.
—Dime una cosa, Elena, ¿aún me amas?
—Eso no es justo —susurró ella—. No
puedes esperar que me sincere ante ti cuando existe la posibilidad de que jamás
recuperemos lo que tuvimos. No puedes esperar que admita amar a un hombre que
me considera una completa extraña.
—Extraña no —le corrigió él—. He
reconocido que es evidente que hubo algo entre nosotros.
—Algo, pero no todo —la voz de ella
reflejaba dolor—. No me lo preguntes, Damon, no hasta que no me recuerdes. Y
entonces, pregúntamelo.
—De acuerdo —él le acarició la mejilla—.
Cuando llegue el momento, te lo preguntaré.
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