Capitulo 08
A la
mañana siguiente, Elena se puso su mejor vestido. Estaba tremendamente
nerviosa, aquel día conocería a los niños que serían sus alumnos; e incluso mejor,
el señor Salvatore sería su acompañante durante toda la mañana, pues la
llevaría de un lado a otro de la finca para presentarle a los arrendatarios y a
sus retoños.
Quería
parecer presentable cuando conociera a la gente de Blenhem Hill, se dijo a sí misma
mientras se sentaba ante el espejo. Pero el guiño de la mujer que la
contemplaba desde el otro lado del espejo indicaba que no era a los
arrendatarios a los que quería impresionar con su peinado y su vestido.
Con
un suspiro, se quedó mirando al espejo y recordando su episodio con el señor Salvatore
en la escuela el día anterior. ¿Realmente se había inclinado hacia él y había
levantado la boca para que la besara? Las mejillas se le sonrojaron. ¿Qué le
sucedía?
Por
suerte, tras un instante en el que él se inclinó también hacia ella, e hizo que
su corazón latiera con fuerza, se retiró bruscamente. Un comportamiento mucho
más prudente y honrado que el suyo, pues reforzaba con sus acciones el hecho de
que no flirteaba con las mujeres del servicio.
Prudente
y honrado era, pero cierto brillo de satisfacción femenina ardía en su interior
ante la convicción de que había estado tentado de besarla. Lo había visto en
sus ojos, en su respiración entrecortada y en cómo había apretado los dedos.
Y
aquello había provocado en ella una reacción semejante. ¿Tan horrible sería
dejarse llevar?
El
médico que la había atendido después de perder al hijo que esperaba con Jeremy
predijo tristemente que probablemente no podría volver a concebir. Pero no
sería inteligente por su parte confiar tanto en esas palabras como para
arriesgarse a un potencial escándalo con el señor Salvatore.
Apenas
podía creer que estuviese planteándose realmente cometer el pecado por el cual
había sido despedida previamente. Debía recordar el horror que había sentido
cuando el cochero de Selbourne Abbey la había abandonado a su suerte en la
posada.
Los
habitantes de Blenhem Hill se mostrarían tan dispuestos como lady Lookbood a
exigir el despido inmediato de la maestra cuya moral no era como debería ser. Si
perdiera aquel puesto, estaría en peores condiciones que dos semanas atrás,
pues no tenía dinero en absoluto con el que viajar a Londres; ni para cuidar a
un bebé, si se marchara embarazada del hijo bastardo del señor Salvatore.
A
no ser que él se ofreciera a casarse. Aquella idea la sobresaltó. No sólo sería
capaz de dar rienda suelta a los impulsos que la invadían cuando estaban
juntos, sino que además había descubierto que trabajar con el señor Salvatore
en sus proyectos para la finca le resultaba muy satisfactorio. Le gustaba
aprender los misterios sobre la labranza. Por primera vez, se daba cuenta de lo
beneficioso que era para los arrendatarios contar con la ayuda de un gerente
con la experiencia del señor Salvatore.
Siempre
había disfrutado de la sensación de ser útil que había tenido cuando se ocupaba
de la casa de su padre y cuidaba de sus hermanas pequeñas. Era esa sensación de
plenitud así como la necesidad la que le había llevado a aceptar el puesto en
casa de lady Lookbood.
Ahora
que se había visto obligada a abandonar sus esperanzas de compartir su vida con
el hombre al que adoraba, entregar su mano y su lealtad a un hombre tan honrado
y atractivo como el señor Salvatore le parecía una alternativa sensata. Siendo
maestra, podría ayudarlo en su trabajo y en sus esfuerzos por conseguir una
vida mejor para los habitantes de Blenhem Hill. Ser de utilidad no sólo para
una familia, sino para una comunidad entera.
Renunciaría
a su estatus como la viuda de un caballero, claro, pero esa situación le había
dado poco más que soledad y la humillación de ser repudiada por la familia Gilbert,
que creía sus raíces demasiado bajas como para asociarse con ella. Para ella,
era mejor ser la esposa de un hombre honrado de menor estatus que prestaba un
servicio útil a sus convecinos que poseer varias casas y pasar los veranos y
otoños en la finca o la temporada en los clubes y tiendas de Londres.
Estaba
segura de que, con un poco más de aliento por su parte, conseguiría que el
señor Salvatore acabara besándola… y más. Pero para un hombre no era lo mismo
el placer de una aventura fugaz que el matrimonio.
Al
ser tan honrado, y con su firme código personal que le prohibía seducir a
mujeres que trabajaran para él, si ella lo tentara hasta hacerle sucumbir, tal
vez se viera después obligado a casarse con ella. Respetándolo como lo
respetaba, no podía cometer tamaña injusticia con él, y tampoco estaba
dispuesta a casarse con alguien que no deseara hacerlo.
Con
un suspiro se levantó de la silla. Sería mejor controlar sus deseos salvajes y
resistirse al encanto del señor Salvatore, al igual que él parecía capaz de
resistirse a los suyos. Debía centrar sus esfuerzos en la escuela.
Jamás
había enseñado a más de tres niñas a la vez, y todas de la misma familia, de
modo que tendría que pensar en cómo hacerlo. ¿Cómo iba a enseñar a media docena
o más niños, todos acostumbrados a pasar el tiempo fuera, quizá reticentes a
cambiar la libertad del campo por el duro banco de la escuela?
Ya
tendría tiempo entonces, tras dominar esa tarea y ganar algo de dinero, para
decidir si quedarse en Blenhem Hill o si regresar con su familia. Lo que
supondría dejar atrás el sentimiento de satisfacción y la tentación constante
de trabajar para el señor Salvatore.
Cuatro
horas más tarde, el señor Salvatore detuvo la calesa frente a la última casa
destartalada de su visita. Ya habían visitado a una docena de familias y se
habían encontrado de todo; desde reticencias hasta una total disposición a
enviar a los niños a la escuela.
Elena
había observado que el señor Salvatore hacía gala de un toque diestro incluso
con los más reticentes.
En
vez de discutir o intentar intimidar a los escépticos, primero había apreciado
su preocupación ante la idea de que los niños abandonaran sus tareas, y después
se había dedicado a explicarles que la escuela les permitiría hacer
contribuciones aún más importantes. Ya fuera hacer el recuento de las cosechas,
llevar las cuentas de la casa o leer los periódicos locales para descubrir en
qué ciudades pagaban los mejores precios en el mercado.
Elena
no podía sino admirar su retórica persuasiva cada vez que abandonaban una de
las granjas.
—Una
última parada —le dijo él con una sonrisa mientras manejaba las riendas.
Le
había dirigido muchas sonrisas a lo largo del día. Y cada vez despertaba en
ella una llama de deseo. A pesar de su determinación de aquella misma mañana,
no podía evitar quedarse mirando los hoyuelos que se formaban en los extremos
de su boca cuando sonreía, e imaginar cómo sería saborearlos. Lo que le llevó a
imaginarse cómo sería dejar que él la saborease… y no sólo los labios, sino
todas las partes de su cuerpo que de pronto parecían haber despertado.
Mientras
trataba de luchar otra vez contra aquellos deseos, dejó de escuchar lo que el
señor Salvatore le decía, de modo que se sorprendió cuando la puerta a la que
la había conducido se abrió y apareció una mujer mayor; demasiado mayor como
para añadir vástagos al grupo de alumnos de la escuela.
—Disculpad
—murmuró ella—. ¿Cómo se llama la dama?
—Biddy
Cuthbert —respondió él antes de girarse para saludar a la anciana—. Me alegro
de veros, señora. He venido para presentaros a la señora Gilbert, la maestra de
nuestra nueva escuela.
—¡Vaya,
señor Salvatore, qué sorpresa! Qué amable por vuestra parte tomaros tiempo para
alegrarle la tarde a una anciana —vaciló un instante y miró nerviosamente por
encima de su hombro antes de darse la vuelta con una sonrisa tentativa—. Bien,
entrad, los dos. ¡Y bienvenida, señora Gilbert! He oído hablar de la escuela.
Qué acontecimiento para el vecindario, señor Salvatore, dejar que los niños
aprendan algo. Si yo no fuera tan vieja ni estuviera medio ciega, estaría
tentada de ir también. Acercaos a la mesa y dejad que os sirva un poco de sidra
—dijo mientras los empujaba hacia un banco—. Tengo pan recién horneado gracias
a vuestra harina, señor Salvatore, y a la mantequilla también.
—Gracias,
señora, será un honor para nosotros sentarnos un rato. Me temo que he agotado a
la señora Gilbert llevándola de un lado a otro durante toda la mañana. Sabía que
vos le devolveríais el color a sus mejillas.
—En
realidad no estoy tan fatigada —respondió Elena—, pero aprecio vuestra
hospitalidad.
Tras
detenerse en el centro de la sala y negar con la cabeza, la anciana continuó
hacia la despensa para sacar la sidra.
—Lo
que el señor Salvatore quiere decir es que yo hablo tanto que probablemente os
tenga tanto tiempo sentada a la mesa que cuando os marchéis estéis tan sana
como un cordero recién nacido —le dijo a Elena
—. Aunque es todo culpa vuestra,
señor Salvatore. Él siempre me incita a hablar cada vez que viene, como si no
tuviera otras mil cosas que hacer. Por cierto, señor, os doy las gracias por el
jamón y las jarras de sidra que dejasteis aquí antes de ayer. ¡Me trata como si
fuera de su familia! —exclamó mientras cortaba rebanadas de pan y las colocaba
junto a un pedazo de mantequilla sobre la mesa.
Elena
advirtió entonces con interés cómo la cara del señor Salvatore había adquirido
un cierto rubor. ¿Le avergonzaría escuchar los halagos?
—Eso
he oído —contestó ella, pues deseaba aprovechar la oportunidad de averiguar más
cosas sobre él a través de la amable señora—. El sargento Jesse Russell se pasó
ayer por la escuela para que le escribiera una carta y también habló
maravillas.
—Sí
—contestó la señora Cuthbert antes de que el señor Salvatore pudiera
intervenir—. Hay mucho de lo que hablar. Ahora que han puesto la paja en la
escuela, los obreros vendrán mañana a arreglarme el tejado.
Todos los granjeros
de la zona han dicho lo mismo. Dicen que el señor Salvatore les prometió
herramientas nuevas para los campos, así como carpinteros y albañiles que
arreglarían sus casas. Pero no sólo lo prometió, sino que lo está cumpliendo.
La señora Johnston vino a verme después de que él fuese a su granja ayer. Me
trajo parte de su estofado de pollo, lo cual le aconsejasteis vos, señor Salvatore,
lo sé. Así que no intentéis negarlo. Y me dijo que su marido iba a Manchester a
recoger a su hermano para que trabajara en la nueva hilandería. El señor Salvatore
ha prometido mercancías, mercancías de verdad, a todos los que estén dispuestos
a trabajar allí y en la tierra. Es el salvador de Blenhem.
El
placer que Elena sentía al escuchar los halagos dirigidos al señor Salvatore se
vio empañado por la certeza de que seguramente Matt había permitido que la
situación allí empeorase tanto. Aunque la mansión estaba bien cuidada, ella no
era quién para juzgar el estado de los campos. ¿En qué condiciones habría
dejado su hermano la finca?
Algo
en su cara debió de delatarla. Tras mirarla, mientras Biddy Cuthbert se detenía
a tomar aliento, el señor Salvatore dijo rápidamente:
—Blenhem
Hill está bendecido por buenas tierras y arrendatarios trabajadores. Todo lo
que la propiedad necesita es el cuidado de un hombre que tenga experiencia en
esta materia. Los esfuerzos de la señora Gilbert por educar a los niños serán
una parte importante de ese proceso. Con las ciudades y las fábricas
expandiéndose, han de estar preparados para ocupar un puesto en la granja o en
la industria. Ahora, señora Cuthbert, con una mente como la vuestra, deberíais
considerar la opción de asistir también a la escuela, ¿verdad, señora Gilbert?
—¡Desde
luego! —contestó ella—. Uno nunca es demasiado mayor para aprender. No sabéis
la cantidad de veces que, estando en la India, un libro o un poema desencadenó
recuerdos maravillosos de mi niñez. Me encantaba adentrarme en un mundo
desconocido a través de las páginas de un diario de viaje.
—Abuela,
yo también quiero ir a la escuela —dijo una voz desde una esquina.
Sobresaltada,
Elena miró por encima del hombro y vio a un niño que apartaba la cortina que
servía de separación entre la zona de dormir y el resto de la casa.
—Sé
que me dijiste que me quedara escondido —le dijo a la anciana mientras caminaba
hacia ellos—, por si acaso el señor venía a por mí, pero no podría llegar hasta
aquí desde Manchester. El viejo Barksdale se ha ido, así que no puede enviarme
de vuelta. Hago todo lo que prometí cuando me acogiste. ¿Puedo ir a la escuela?
Quiero poder leer —añadió mirando a Elena—. Quiero saber si el predicador lleva
razón cuando cita la Biblia los domingos. Quiero saberlo todo sobre los países
extranjeros. Quiero ir a visitarlos algún día y hacer una fortuna, como el
señor Jones en la hilandería.
La
anciana lo agarró por las muñecas y lo colocó frente a ella.
—Davie,
te dije que te quedaras callado sin abrir la boca —le regañó antes de volverse
hacia el señor Salvatore—. No lo enviéis de vuelta, por favor, señor. ¡Es sólo
un niño! Y un muchacho muy útil. Juraría sobre la Biblia que nunca le ha hecho
daño a nadie, por mucho que dijera el señor Barksdale. Podéis llevaros todo lo
que me habéis traído —dijo señalando hacia la despensa—, pero por favor no me
quitéis al niño.
—Por
favor, señora Cuthbert —dijo Salvatore—, no debéis preocuparos. Nunca os
arrebataría a uno de los vuestros.
La
anciana se tambaleó, como si fuera a caerse al suelo.
—¡Qué
Dios os bendiga, señor Salvatore! —gritó antes de echarse a llorar.
Elena
identificó al instante la mirada frenética que el señor Salvatore le dirigió y
se apresuró a calmar a la anciana, y le pareció curioso que alguien competente
como él pareciese perdido ante la idea de hacerse cargo de una mujer llorando.
—Tranquila,
señora Cuthbert —le dijo a la mujer mientras le acariciaba la espalda—. Venid a
la mesa y bebed un poco de sidra. Claro que el señor Salvatore no le haría daño
a un niño.
Mientras
tanto, el niño en cuestión seguía allí de pie, con las manos en las caderas
mientras miraba al señor Salvatore con actitud desafiante. Era más niño que
joven, pero tan delgado que resultaba difícil determinar su edad. Elena pensó
que estaría entre los diez y los quince. A pesar de su corta edad, había cierta
fuerza en él, así como una cara decidida que podría llegar a ser guapa con un
poco más de tiempo y de comida. Algo en el ángulo de su barbilla y en la línea
de sus hombros le recordó tanto a su querido Jeremy que estuvo a punto de
estrecharlo entre sus brazos.
—No
te preocupes, abuela —le dijo a la anciana—. No pienso irme. Él no puede
llevarme —se giró entonces hacia el gerente—. Pienso quedarme y ayudar a la
abuela como prometí, e ir a la escuela si ella me deja. A no ser que llaméis a
las autoridades para que me lleven a rastras, me quedaré aquí.
—¿Davie,
verdad? —preguntó el señor Salvatore—. ¿Por qué no nos sentamos y lo hablamos?
Receloso,
Davie acercó una silla a la mesa y se sentó sin dejar de mirar al señor Salvatore.
—Por
favor, cuéntamelo desde el principio, Davie —dijo el señor Salvatore—. ¿En qué
circunstancias abandonaste Blenhem y cómo es que regresaste?
—No
lo abandoné exactamente, señor. El viejo Barksdale me golpeó en la cabeza y me
dejó inconsciente. Cuando me desperté, estaba en mitad de una hilandería en
Manchester, con Jeffreys junto a mí con un látigo. Me dijo que Barksdale me
había vendido y que ahora yo le pertenecía.
—¿Barksdale…
te vendió? —repitió Salvatore con incredulidad.
—El
señor Barksdale nos dijo que había pillado a Davie robándole el reloj, que lo
llevó ante el juez y que éste lo envió a Manchester —intervino la señora
Cuthbert—. Pero ninguno nos lo creímos. Davie siempre fue un chico travieso,
pero no era un ladrón. Cuando creció, dejó de hacerle caso a Barksdale. Le
plantaba cara y a veces hasta se burlaba de él. Pero hasta que no regresó aquí
anoche, yo no supe lo que había ocurrido realmente.
—¿Y
tu familia no protestó cuando te llevaron de aquí? —preguntó Elena, horrorizada
por la historia.
El
niño se encogió de hombros.
—No
tengo familia. Cuando mi padre murió, ya no pudimos pagar el alquiler de la
granja, así que Barksdale nos echó. Mamá se fue a Londres a buscar a su
hermana, que se fugó con un soldado hace unos años. Yo no quería ir a la
ciudad, así que me quedé aquí, haciendo trabajos diversos en los alrededores.
—¿Y
le robaste el reloj a Barksdale? —le preguntó el señor Salvatore.
—Si
le hubiese robado el reloj, ¿habría sido tan tonto de quedarme cerca y dejar
que me atrapara? —contestó el niño—. Me hice lo suficientemente fuerte para que
sus amenazas dejaran de preocuparme, y él no podía hacer nada porque era un
cobarde. De modo que una noche me asaltó y me llevó a la hilandería. Nada más
despertar, incluso antes de probar el látigo del señor Jeffreys, juré que
volvería a Blenhem.
—¿Tu
señor te pegaba con un látigo? —preguntó Elena.
—Oh,
los latigazos no eran tan malos. Era igual que me trataban mi padre y el señor
Barksdale. Eran las propias hilanderías. No podéis imaginar el ruido, señora.
Ensordecedor. Trabajando desde el amanecer hasta el anochecer. Respirando polvo
y lejía en vez de aire puro. Y aun así eso tampoco era lo peor. Había que
meterse bajo los enormes telares para recuperar pedazos de hilo o agujas
perdidas. Una vez vi cómo a un niño se le quedaban atrapados los dedos. Le
aplastó la mano antes de que pudiera siquiera gritar. Y entonces su madre
perdió dos semanas de sueldo porque su hijo había manchado de sangre lo que
estaban tejiendo en aquel momento. Yo no pude hacer nada salvo mirar —continuó
el niño tras una pausa—. No pude hacer nada ni por él ni por los demás. Pero
mientras se desangraba hasta morir bajo aquel telar, prometí que saldría de
aquel lugar, que iría a la escuela y que me labraría un futuro. Algún día,
cuando sea lo suficientemente rico, iré a Londres y les diré a los idiotas del
Parlamento que eso no está bien. Y haré que lo cambien.
Durante
varios segundos después de que el chico terminase su discurso, ninguno pudo
decir nada. Junto a Elena, Biddy Cuthbert lloraba en silencio y ella misma tuvo
que controlar las lágrimas.
Alterada,
inquieta y conmovida, Elena deseó estrechar al niño entre sus brazos, pero la
mirada de éste indicó que no lo recibiría de buen agrado. Cuánto deseaba poder
llevárselo a la mansión y cuidar de él.
—Así
que volviste aquí, el único lugar que conocías —dijo el señor Salvatore.
El
niño asintió.
—En
el pueblo oí que el viejo Barksdale se había ido, así que pensé en venir a
ayudar a la abuela. Mucho mejor en el campo; siempre encuentro una ardilla o un
conejo para hacer un estofado.
—¿No
podéis dejar que se quede conmigo, señor Salvatore? —preguntó la anciana—. Como
os ha dicho, no tiene familia y, tal como están las cosas, poca gente estará
dispuesta a acoger a una boca más que alimentar. Yo no tengo mucho que
ofrecerle, pero cuando me reparen el tejado, será mejor para él dormir aquí que
en cualquiera de las casas abandonadas, como hace ahora.
—Y
yo también la ayudo. Corto leña para la estufa y busco comida. Además soy muy
hábil con el tirachinas —añadió Davie.
—No
tenéis por qué preocuparos, señora Cuthbert —dijo el gerente—. Barksdale no
tiene ningún derecho a enviar al chico a ninguna parte y es ilegal venderlo a
un capataz. Sin embargo, jovencito, si quieres conseguir todas esas cosas, será
mejor que no te pillen cazando algo más grande que un conejo o una ardilla en
estos bosques, porque la caza ilegal es una ofensa por la que podrías ser
deportado. Aunque debes ayudar a la señora Cuthbert, un chico de tu edad
necesita algo más que eso para no meterse en problemas. ¿Pero qué?
—A
veces el mozo de El ciervo y la liebre me deja limpiar los establos —dijo el
niño, y se volvió hacia Elena—.Ahí es donde vi la carta que escribisteis para
Jesse Russell. Yo quiero escribir así, para que alguien que esté a muchos
kilómetros pueda entenderlo. ¿Creéis que podré?
—Sin
duda —contestó ella—. Señor Salvatore, las ocupaciones de Davie deberían
incluir ir a la escuela.
—Sí,
Davie —convino el gerente—, pues tienes que aprender a escribir y a hacer
cuentas aparte de a leer, si quieres convertirte en un hombre lo
suficientemente importante como para influir en los demás. También debes ayudar
a la señora Cuthbert como has prometido, pues un hombre que quiere mandar debe
demostrar que puede hacerse cargo de sus propias responsabilidades. El señor
Martin me ha sido de gran ayuda, pero es muy mayor. Tener un ayudante que posea
sus conocimientos sobre las granjas y sobre la gente de aquí podría serme de
gran utilidad. Si puedes demostrar durante el mes siguiente que tú eres ese
hombre, te pagaré dos chelines a la semana —el señor Salvatore se puso en pie y
le ofreció la mano—. ¿Tenemos un trato, señor…?
El
chico se puso en pie de un salto y estuvo a punto de tirar la silla.
—¡Davie
Smith, señor! —gritó mientras le estrechaba la mano—. Trato hecho, señor.
—¡No
os arrepentiréis de haber confiado en Davie, señor! —exclamó la señora Cuthbert
llorando.
—No
más lágrimas —dijo el señor Salvatore—, o tendré que retirar la oferta. ¿Señora
Gilbert, os habéis terminado la sidra? Debemos seguir nuestro camino si quiero
dejaros en casa y comenzar con la plantación en la granja de Radnor antes de
que anochezca.
—Sí,
estoy lista —contestó Elena mientras comenzaba a recoger las jarras. La
solución que el señor Salvatore había acordado para Davie era tan apropiada
como la que había acordado para ella; y mucho más de lo que se habría atrevido
a esperar para un chico huérfano sin familia y sin dinero. ¡Qué compasivo y
sagaz era el señor Salvatore!
Lo
cual sólo incrementaba su deseo de besarlo.
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