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COMO SABÉIS LOS PERSONAJES NO ME PERTENECEN Y LAS HISTORIAS QUE ADAPTARÉ TENDRÁN EL NOMBRE DE LA AUTORA AL FINAL DE CADA HISTORIA


GRACIAS

14 mayo 2013

En tus brazos Capitulo 08


Capitulo 08
A la mañana siguiente, Elena se puso su mejor vestido. Estaba tremendamente nerviosa, aquel día conocería a los niños que serían sus alumnos; e incluso mejor, el señor Salvatore sería su acompañante durante toda la mañana, pues la llevaría de un lado a otro de la finca para presentarle a los arrendatarios y a sus retoños.

Quería parecer presentable cuando conociera a la gente de Blenhem Hill, se dijo a sí misma mientras se sentaba ante el espejo. Pero el guiño de la mujer que la contemplaba desde el otro lado del espejo indicaba que no era a los arrendatarios a los que quería impresionar con su peinado y su vestido.


Con un suspiro, se quedó mirando al espejo y recordando su episodio con el señor Salvatore en la escuela el día anterior. ¿Realmente se había inclinado hacia él y había levantado la boca para que la besara? Las mejillas se le sonrojaron. ¿Qué le sucedía?

Por suerte, tras un instante en el que él se inclinó también hacia ella, e hizo que su corazón latiera con fuerza, se retiró bruscamente. Un comportamiento mucho más prudente y honrado que el suyo, pues reforzaba con sus acciones el hecho de que no flirteaba con las mujeres del servicio.

Prudente y honrado era, pero cierto brillo de satisfacción femenina ardía en su interior ante la convicción de que había estado tentado de besarla. Lo había visto en sus ojos, en su respiración entrecortada y en cómo había apretado los dedos.

Y aquello había provocado en ella una reacción semejante. ¿Tan horrible sería dejarse llevar?
El médico que la había atendido después de perder al hijo que esperaba con Jeremy predijo tristemente que probablemente no podría volver a concebir. Pero no sería inteligente por su parte confiar tanto en esas palabras como para arriesgarse a un potencial escándalo con el señor Salvatore.

Apenas podía creer que estuviese planteándose realmente cometer el pecado por el cual había sido despedida previamente. Debía recordar el horror que había sentido cuando el cochero de Selbourne Abbey la había abandonado a su suerte en la posada.

Los habitantes de Blenhem Hill se mostrarían tan dispuestos como lady Lookbood a exigir el despido inmediato de la maestra cuya moral no era como debería ser. Si perdiera aquel puesto, estaría en peores condiciones que dos semanas atrás, pues no tenía dinero en absoluto con el que viajar a Londres; ni para cuidar a un bebé, si se marchara embarazada del hijo bastardo del señor Salvatore.

A no ser que él se ofreciera a casarse. Aquella idea la sobresaltó. No sólo sería capaz de dar rienda suelta a los impulsos que la invadían cuando estaban juntos, sino que además había descubierto que trabajar con el señor Salvatore en sus proyectos para la finca le resultaba muy satisfactorio. Le gustaba aprender los misterios sobre la labranza. Por primera vez, se daba cuenta de lo beneficioso que era para los arrendatarios contar con la ayuda de un gerente con la experiencia del señor Salvatore.

Siempre había disfrutado de la sensación de ser útil que había tenido cuando se ocupaba de la casa de su padre y cuidaba de sus hermanas pequeñas. Era esa sensación de plenitud así como la necesidad la que le había llevado a aceptar el puesto en casa de lady Lookbood.

Ahora que se había visto obligada a abandonar sus esperanzas de compartir su vida con el hombre al que adoraba, entregar su mano y su lealtad a un hombre tan honrado y atractivo como el señor Salvatore le parecía una alternativa sensata. Siendo maestra, podría ayudarlo en su trabajo y en sus esfuerzos por conseguir una vida mejor para los habitantes de Blenhem Hill. Ser de utilidad no sólo para una familia, sino para una comunidad entera.

Renunciaría a su estatus como la viuda de un caballero, claro, pero esa situación le había dado poco más que soledad y la humillación de ser repudiada por la familia Gilbert, que creía sus raíces demasiado bajas como para asociarse con ella. Para ella, era mejor ser la esposa de un hombre honrado de menor estatus que prestaba un servicio útil a sus convecinos que poseer varias casas y pasar los veranos y otoños en la finca o la temporada en los clubes y tiendas de Londres.

Estaba segura de que, con un poco más de aliento por su parte, conseguiría que el señor Salvatore acabara besándola… y más. Pero para un hombre no era lo mismo el placer de una aventura fugaz que el matrimonio.

Al ser tan honrado, y con su firme código personal que le prohibía seducir a mujeres que trabajaran para él, si ella lo tentara hasta hacerle sucumbir, tal vez se viera después obligado a casarse con ella. Respetándolo como lo respetaba, no podía cometer tamaña injusticia con él, y tampoco estaba dispuesta a casarse con alguien que no deseara hacerlo.
Con un suspiro se levantó de la silla. Sería mejor controlar sus deseos salvajes y resistirse al encanto del señor Salvatore, al igual que él parecía capaz de resistirse a los suyos. Debía centrar sus esfuerzos en la escuela.

Jamás había enseñado a más de tres niñas a la vez, y todas de la misma familia, de modo que tendría que pensar en cómo hacerlo. ¿Cómo iba a enseñar a media docena o más niños, todos acostumbrados a pasar el tiempo fuera, quizá reticentes a cambiar la libertad del campo por el duro banco de la escuela?
Ya tendría tiempo entonces, tras dominar esa tarea y ganar algo de dinero, para decidir si quedarse en Blenhem Hill o si regresar con su familia. Lo que supondría dejar atrás el sentimiento de satisfacción y la tentación constante de trabajar para el señor Salvatore.


Cuatro horas más tarde, el señor Salvatore detuvo la calesa frente a la última casa destartalada de su visita. Ya habían visitado a una docena de familias y se habían encontrado de todo; desde reticencias hasta una total disposición a enviar a los niños a la escuela.
Elena había observado que el señor Salvatore hacía gala de un toque diestro incluso con los más reticentes.

En vez de discutir o intentar intimidar a los escépticos, primero había apreciado su preocupación ante la idea de que los niños abandonaran sus tareas, y después se había dedicado a explicarles que la escuela les permitiría hacer contribuciones aún más importantes. Ya fuera hacer el recuento de las cosechas, llevar las cuentas de la casa o leer los periódicos locales para descubrir en qué ciudades pagaban los mejores precios en el mercado.

Elena no podía sino admirar su retórica persuasiva cada vez que abandonaban una de las granjas.

—Una última parada —le dijo él con una sonrisa mientras manejaba las riendas.

Le había dirigido muchas sonrisas a lo largo del día. Y cada vez despertaba en ella una llama de deseo. A pesar de su determinación de aquella misma mañana, no podía evitar quedarse mirando los hoyuelos que se formaban en los extremos de su boca cuando sonreía, e imaginar cómo sería saborearlos. Lo que le llevó a imaginarse cómo sería dejar que él la saborease… y no sólo los labios, sino todas las partes de su cuerpo que de pronto parecían haber despertado.

Mientras trataba de luchar otra vez contra aquellos deseos, dejó de escuchar lo que el señor Salvatore le decía, de modo que se sorprendió cuando la puerta a la que la había conducido se abrió y apareció una mujer mayor; demasiado mayor como para añadir vástagos al grupo de alumnos de la escuela.

—Disculpad —murmuró ella—. ¿Cómo se llama la dama?

—Biddy Cuthbert —respondió él antes de girarse para saludar a la anciana—. Me alegro de veros, señora. He venido para presentaros a la señora Gilbert, la maestra de nuestra nueva escuela.

—¡Vaya, señor Salvatore, qué sorpresa! Qué amable por vuestra parte tomaros tiempo para alegrarle la tarde a una anciana —vaciló un instante y miró nerviosamente por encima de su hombro antes de darse la vuelta con una sonrisa tentativa—. Bien, entrad, los dos. ¡Y bienvenida, señora Gilbert! He oído hablar de la escuela. Qué acontecimiento para el vecindario, señor Salvatore, dejar que los niños aprendan algo. Si yo no fuera tan vieja ni estuviera medio ciega, estaría tentada de ir también. Acercaos a la mesa y dejad que os sirva un poco de sidra —dijo mientras los empujaba hacia un banco—. Tengo pan recién horneado gracias a vuestra harina, señor Salvatore, y a la mantequilla también.

—Gracias, señora, será un honor para nosotros sentarnos un rato. Me temo que he agotado a la señora Gilbert llevándola de un lado a otro durante toda la mañana. Sabía que vos le devolveríais el color a sus mejillas.

—En realidad no estoy tan fatigada —respondió Elena—, pero aprecio vuestra hospitalidad.

Tras detenerse en el centro de la sala y negar con la cabeza, la anciana continuó hacia la despensa para sacar la sidra.

—Lo que el señor Salvatore quiere decir es que yo hablo tanto que probablemente os tenga tanto tiempo sentada a la mesa que cuando os marchéis estéis tan sana como un cordero recién nacido —le dijo a Elena

—. Aunque es todo culpa vuestra, señor Salvatore. Él siempre me incita a hablar cada vez que viene, como si no tuviera otras mil cosas que hacer. Por cierto, señor, os doy las gracias por el jamón y las jarras de sidra que dejasteis aquí antes de ayer. ¡Me trata como si fuera de su familia! —exclamó mientras cortaba rebanadas de pan y las colocaba junto a un pedazo de mantequilla sobre la mesa.

Elena advirtió entonces con interés cómo la cara del señor Salvatore había adquirido un cierto rubor. ¿Le avergonzaría escuchar los halagos?

—Eso he oído —contestó ella, pues deseaba aprovechar la oportunidad de averiguar más cosas sobre él a través de la amable señora—. El sargento Jesse Russell se pasó ayer por la escuela para que le escribiera una carta y también habló maravillas.

—Sí —contestó la señora Cuthbert antes de que el señor Salvatore pudiera intervenir—. Hay mucho de lo que hablar. Ahora que han puesto la paja en la escuela, los obreros vendrán mañana a arreglarme el tejado. 
Todos los granjeros de la zona han dicho lo mismo. Dicen que el señor Salvatore les prometió herramientas nuevas para los campos, así como carpinteros y albañiles que arreglarían sus casas. Pero no sólo lo prometió, sino que lo está cumpliendo. La señora Johnston vino a verme después de que él fuese a su granja ayer. Me trajo parte de su estofado de pollo, lo cual le aconsejasteis vos, señor Salvatore, lo sé. Así que no intentéis negarlo. Y me dijo que su marido iba a Manchester a recoger a su hermano para que trabajara en la nueva hilandería. El señor Salvatore ha prometido mercancías, mercancías de verdad, a todos los que estén dispuestos a trabajar allí y en la tierra. Es el salvador de Blenhem.

El placer que Elena sentía al escuchar los halagos dirigidos al señor Salvatore se vio empañado por la certeza de que seguramente Matt había permitido que la situación allí empeorase tanto. Aunque la mansión estaba bien cuidada, ella no era quién para juzgar el estado de los campos. ¿En qué condiciones habría dejado su hermano la finca?

Algo en su cara debió de delatarla. Tras mirarla, mientras Biddy Cuthbert se detenía a tomar aliento, el señor Salvatore dijo rápidamente:

—Blenhem Hill está bendecido por buenas tierras y arrendatarios trabajadores. Todo lo que la propiedad necesita es el cuidado de un hombre que tenga experiencia en esta materia. Los esfuerzos de la señora Gilbert por educar a los niños serán una parte importante de ese proceso. Con las ciudades y las fábricas expandiéndose, han de estar preparados para ocupar un puesto en la granja o en la industria. Ahora, señora Cuthbert, con una mente como la vuestra, deberíais considerar la opción de asistir también a la escuela, ¿verdad, señora Gilbert?

—¡Desde luego! —contestó ella—. Uno nunca es demasiado mayor para aprender. No sabéis la cantidad de veces que, estando en la India, un libro o un poema desencadenó recuerdos maravillosos de mi niñez. Me encantaba adentrarme en un mundo desconocido a través de las páginas de un diario de viaje.

—Abuela, yo también quiero ir a la escuela —dijo una voz desde una esquina.

Sobresaltada, Elena miró por encima del hombro y vio a un niño que apartaba la cortina que servía de separación entre la zona de dormir y el resto de la casa.

—Sé que me dijiste que me quedara escondido —le dijo a la anciana mientras caminaba hacia ellos—, por si acaso el señor venía a por mí, pero no podría llegar hasta aquí desde Manchester. El viejo Barksdale se ha ido, así que no puede enviarme de vuelta. Hago todo lo que prometí cuando me acogiste. ¿Puedo ir a la escuela? Quiero poder leer —añadió mirando a Elena—. Quiero saber si el predicador lleva razón cuando cita la Biblia los domingos. Quiero saberlo todo sobre los países extranjeros. Quiero ir a visitarlos algún día y hacer una fortuna, como el señor Jones en la hilandería.

La anciana lo agarró por las muñecas y lo colocó frente a ella.

—Davie, te dije que te quedaras callado sin abrir la boca —le regañó antes de volverse hacia el señor Salvatore—. No lo enviéis de vuelta, por favor, señor. ¡Es sólo un niño! Y un muchacho muy útil. Juraría sobre la Biblia que nunca le ha hecho daño a nadie, por mucho que dijera el señor Barksdale. Podéis llevaros todo lo que me habéis traído —dijo señalando hacia la despensa—, pero por favor no me quitéis al niño.

—Por favor, señora Cuthbert —dijo Salvatore—, no debéis preocuparos. Nunca os arrebataría a uno de los vuestros.

La anciana se tambaleó, como si fuera a caerse al suelo.

—¡Qué Dios os bendiga, señor Salvatore! —gritó antes de echarse a llorar.

Elena identificó al instante la mirada frenética que el señor Salvatore le dirigió y se apresuró a calmar a la anciana, y le pareció curioso que alguien competente como él pareciese perdido ante la idea de hacerse cargo de una mujer llorando.

—Tranquila, señora Cuthbert —le dijo a la mujer mientras le acariciaba la espalda—. Venid a la mesa y bebed un poco de sidra. Claro que el señor Salvatore no le haría daño a un niño.

Mientras tanto, el niño en cuestión seguía allí de pie, con las manos en las caderas mientras miraba al señor Salvatore con actitud desafiante. Era más niño que joven, pero tan delgado que resultaba difícil determinar su edad. Elena pensó que estaría entre los diez y los quince. A pesar de su corta edad, había cierta fuerza en él, así como una cara decidida que podría llegar a ser guapa con un poco más de tiempo y de comida. Algo en el ángulo de su barbilla y en la línea de sus hombros le recordó tanto a su querido Jeremy que estuvo a punto de estrecharlo entre sus brazos.

—No te preocupes, abuela —le dijo a la anciana—. No pienso irme. Él no puede llevarme —se giró entonces hacia el gerente—. Pienso quedarme y ayudar a la abuela como prometí, e ir a la escuela si ella me deja. A no ser que llaméis a las autoridades para que me lleven a rastras, me quedaré aquí.

—¿Davie, verdad? —preguntó el señor Salvatore—. ¿Por qué no nos sentamos y lo hablamos?
Receloso, Davie acercó una silla a la mesa y se sentó sin dejar de mirar al señor Salvatore.

—Por favor, cuéntamelo desde el principio, Davie —dijo el señor Salvatore—. ¿En qué circunstancias abandonaste Blenhem y cómo es que regresaste?

—No lo abandoné exactamente, señor. El viejo Barksdale me golpeó en la cabeza y me dejó inconsciente. Cuando me desperté, estaba en mitad de una hilandería en Manchester, con Jeffreys junto a mí con un látigo. Me dijo que Barksdale me había vendido y que ahora yo le pertenecía.

—¿Barksdale… te vendió? —repitió Salvatore con incredulidad.

—El señor Barksdale nos dijo que había pillado a Davie robándole el reloj, que lo llevó ante el juez y que éste lo envió a Manchester —intervino la señora Cuthbert—. Pero ninguno nos lo creímos. Davie siempre fue un chico travieso, pero no era un ladrón. Cuando creció, dejó de hacerle caso a Barksdale. Le plantaba cara y a veces hasta se burlaba de él. Pero hasta que no regresó aquí anoche, yo no supe lo que había ocurrido realmente.

—¿Y tu familia no protestó cuando te llevaron de aquí? —preguntó Elena, horrorizada por la historia.
El niño se encogió de hombros.

—No tengo familia. Cuando mi padre murió, ya no pudimos pagar el alquiler de la granja, así que Barksdale nos echó. Mamá se fue a Londres a buscar a su hermana, que se fugó con un soldado hace unos años. Yo no quería ir a la ciudad, así que me quedé aquí, haciendo trabajos diversos en los alrededores.

—¿Y le robaste el reloj a Barksdale? —le preguntó el señor Salvatore.

—Si le hubiese robado el reloj, ¿habría sido tan tonto de quedarme cerca y dejar que me atrapara? —contestó el niño—. Me hice lo suficientemente fuerte para que sus amenazas dejaran de preocuparme, y él no podía hacer nada porque era un cobarde. De modo que una noche me asaltó y me llevó a la hilandería. Nada más despertar, incluso antes de probar el látigo del señor Jeffreys, juré que volvería a Blenhem.

—¿Tu señor te pegaba con un látigo? —preguntó Elena.

—Oh, los latigazos no eran tan malos. Era igual que me trataban mi padre y el señor Barksdale. Eran las propias hilanderías. No podéis imaginar el ruido, señora. Ensordecedor. Trabajando desde el amanecer hasta el anochecer. Respirando polvo y lejía en vez de aire puro. Y aun así eso tampoco era lo peor. Había que meterse bajo los enormes telares para recuperar pedazos de hilo o agujas perdidas. Una vez vi cómo a un niño se le quedaban atrapados los dedos. Le aplastó la mano antes de que pudiera siquiera gritar. Y entonces su madre perdió dos semanas de sueldo porque su hijo había manchado de sangre lo que estaban tejiendo en aquel momento. Yo no pude hacer nada salvo mirar —continuó el niño tras una pausa—. No pude hacer nada ni por él ni por los demás. Pero mientras se desangraba hasta morir bajo aquel telar, prometí que saldría de aquel lugar, que iría a la escuela y que me labraría un futuro. Algún día, cuando sea lo suficientemente rico, iré a Londres y les diré a los idiotas del Parlamento que eso no está bien. Y haré que lo cambien.

Durante varios segundos después de que el chico terminase su discurso, ninguno pudo decir nada. Junto a Elena, Biddy Cuthbert lloraba en silencio y ella misma tuvo que controlar las lágrimas.
Alterada, inquieta y conmovida, Elena deseó estrechar al niño entre sus brazos, pero la mirada de éste indicó que no lo recibiría de buen agrado. Cuánto deseaba poder llevárselo a la mansión y cuidar de él.

—Así que volviste aquí, el único lugar que conocías —dijo el señor Salvatore.
El niño asintió.

—En el pueblo oí que el viejo Barksdale se había ido, así que pensé en venir a ayudar a la abuela. Mucho mejor en el campo; siempre encuentro una ardilla o un conejo para hacer un estofado.

—¿No podéis dejar que se quede conmigo, señor Salvatore? —preguntó la anciana—. Como os ha dicho, no tiene familia y, tal como están las cosas, poca gente estará dispuesta a acoger a una boca más que alimentar. Yo no tengo mucho que ofrecerle, pero cuando me reparen el tejado, será mejor para él dormir aquí que en cualquiera de las casas abandonadas, como hace ahora.

—Y yo también la ayudo. Corto leña para la estufa y busco comida. Además soy muy hábil con el tirachinas —añadió Davie.

—No tenéis por qué preocuparos, señora Cuthbert —dijo el gerente—. Barksdale no tiene ningún derecho a enviar al chico a ninguna parte y es ilegal venderlo a un capataz. Sin embargo, jovencito, si quieres conseguir todas esas cosas, será mejor que no te pillen cazando algo más grande que un conejo o una ardilla en estos bosques, porque la caza ilegal es una ofensa por la que podrías ser deportado. Aunque debes ayudar a la señora Cuthbert, un chico de tu edad necesita algo más que eso para no meterse en problemas. ¿Pero qué?

—A veces el mozo de El ciervo y la liebre me deja limpiar los establos —dijo el niño, y se volvió hacia Elena—.Ahí es donde vi la carta que escribisteis para Jesse Russell. Yo quiero escribir así, para que alguien que esté a muchos kilómetros pueda entenderlo. ¿Creéis que podré?

—Sin duda —contestó ella—. Señor Salvatore, las ocupaciones de Davie deberían incluir ir a la escuela.

—Sí, Davie —convino el gerente—, pues tienes que aprender a escribir y a hacer cuentas aparte de a leer, si quieres convertirte en un hombre lo suficientemente importante como para influir en los demás. También debes ayudar a la señora Cuthbert como has prometido, pues un hombre que quiere mandar debe demostrar que puede hacerse cargo de sus propias responsabilidades. El señor Martin me ha sido de gran ayuda, pero es muy mayor. Tener un ayudante que posea sus conocimientos sobre las granjas y sobre la gente de aquí podría serme de gran utilidad. Si puedes demostrar durante el mes siguiente que tú eres ese hombre, te pagaré dos chelines a la semana —el señor Salvatore se puso en pie y le ofreció la mano—. ¿Tenemos un trato, señor…?

El chico se puso en pie de un salto y estuvo a punto de tirar la silla.

—¡Davie Smith, señor! —gritó mientras le estrechaba la mano—. Trato hecho, señor.

—¡No os arrepentiréis de haber confiado en Davie, señor! —exclamó la señora Cuthbert llorando.

—No más lágrimas —dijo el señor Salvatore—, o tendré que retirar la oferta. ¿Señora Gilbert, os habéis terminado la sidra? Debemos seguir nuestro camino si quiero dejaros en casa y comenzar con la plantación en la granja de Radnor antes de que anochezca.

—Sí, estoy lista —contestó Elena mientras comenzaba a recoger las jarras. La solución que el señor Salvatore había acordado para Davie era tan apropiada como la que había acordado para ella; y mucho más de lo que se habría atrevido a esperar para un chico huérfano sin familia y sin dinero. ¡Qué compasivo y sagaz era el señor Salvatore!

Lo cual sólo incrementaba su deseo de besarlo.

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