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COMO SABÉIS LOS PERSONAJES NO ME PERTENECEN Y LAS HISTORIAS QUE ADAPTARÉ TENDRÁN EL NOMBRE DE LA AUTORA AL FINAL DE CADA HISTORIA


GRACIAS

29 abril 2013

En tus brazos Capitulo 02


«Si uno pretende cosechar algo, lo mejor es empezar esparciendo las semillas», había pensado siempre Damon. Y por eso se encontró a sí mismo diez días después dando tumbos en el carruaje de viaje de Tyler en dirección a Blenhem Hill.
Tras confiar los pormenores legales de la venta a la experiencia de sus respectivos abogados, Damon le había propuesto a Tyler hacerse cargo de la gestión de la propiedad inmediatamente. Su amigo estuvo de acuerdo y, tras saber que Damon, que ya había completado los preparativos para la plantación de primavera en sus propiedades de Kent, pensaba ir a Blenhem directamente desde Londres, Englemere insistió en que tomase prestado su carruaje de viaje para ir más cómodo.

A pesar de la desalentadora descripción de lo que probablemente le aguardaba en Blenhem Hill, con el carruaje cercano a su destino, Damon sintió una excitación que mejoró su humor. Tal vez fuese inexperto en el caprichoso juego del amor, pero había algo que dominaba con soltura; la sensación de la tierra entre los dedos, esperando a que alguien con habilidad y con paciencia la alimentara, la cuidara y sembrara en ella trigo y maíz.
La tierra en buenas manos era honesta, y lo recompensaba a uno con una cosecha que variaba sólo de acuerdo a los cambios climatológicos. El terreno no te miraba con ojos dulces un día, ofreciéndote campos enteros de trigo, judías o maíz, y al día siguiente se convertía en malas hierbas y zarzas. Incluso el suelo pobre y rocoso podía mejorar con las técnicas adecuadas. Sí, un hombre sabía siempre a qué atenerse con sus tierras. Las tierras nunca eran volubles como la sonrisa de una mujer, ni cambiantes como los caprichos de una dama.
También disfrutaba con la oportunidad de trabajar con los arrendatarios, tanto en Blenhem como en el vecindario circundante. Los granjeros, sobre todo en los malos tiempos, a veces odiaban cambiar las prácticas que se habían empleado durante generaciones. Convencerlos para que probaran nuevos métodos que Damon sabía que proporcionarían un suelo más rico y mejores cosechas le reportaría una satisfacción mucho mayor que un simple incremento de las rentas y un baúl lleno de monedas.
En aquel momento, el vehículo atravesó otro bache y Damon estuvo a punto de salir disparado de su asiento. Se agarró con fuerza y pensó que tal vez viajar a caballo, como había pretendido inicialmente, habría sido mucho más cómodo que el carruaje, a pesar de la lluvia bajo la que habían abandonado Londres.
Estaba a punto de llamar al cochero para que fuese a buscar su caballo, al cual dirigía su mozo tras el carruaje, cuando el disparo de una pistola retumbó en sus oídos.
Antes de que las reverberaciones dejaran de sonar, Damon se agachó en busca de la delgada protección que proporcionaban las paredes del carruaje y se asomó por la ventanilla.
—¡John! ¡Stefan! —les gritó al cochero y a su mayordomo, que iba montado junto al conductor—. ¿Estáis bien?
Mientras escudriñaba el bosque circundante a través de la pequeña ventanilla para intentar determinar de dónde había venido el disparo, esperando una respuesta, Damon buscó su propia pistola, la cual había dejado negligentemente en una esquina del vehículo tras la parada en la última posada. ¿Pero quién habría imaginado que se encontrarían bandidos allí, en un aislado camino lejos de cualquier pueblo?
—Han alcanzado al señor Stefan —contestó el cochero.
Antes de que Damon pudiera hacer más preguntas, un pequeño grupo de hombres enmascarados conducidos por un jinete emergieron de entre los árboles a la izquierda.
—No, no busques tu trabuco —le advirtió el cabecilla a John, el cochero—. Si quisiéramos matarte, ya estarías muerto. Nuestro problema no es contigo, sino con ese caballero que se esconde dentro.
Levantó la pistola, disparó e hizo un agujero en el centro de la puerta de madera. La bala le pasó a Damon junto a las rodillas y se incrustó en la puerta de enfrente.
—Eso es por el voto y por el general Ludd. ¡Muerte a los dueños de las hilanderas y a los tiranos!
—¡Hurra por el general Ludd y muerte a los tiranos! —gritaron sus compañeros, agitando sus armas en el aire.
Por el rabillo del ojo, Damon vio a un miembro de la banda levantar la pistola y apuntar. Sin saber si el bandolero pretendía dispararle a él o a sus sirvientes, que estaban expuestos en el asiento del conductor, levantó su propia arma sin vacilar y disparó.
El pistolero gritó y se llevó la mano al hombro al tiempo que dejaba caer la pistola, la cual golpeó el suelo y disparó una bala perdida hacia los bandoleros, que se dispersaron.
El cabecilla controló a su caballo, se acercó a su compañero herido y lo estabilizó antes de que cayera al suelo. Miró hacia Damon por encima del hombro y gruñó:
—¡Pagarás por esto!
—No si tú pagas primero —respondió Damon mientras el líder señalaba a otro de sus hombres para que recogiera al hombre herido. Luego desaparecieron entre la maleza de la que habían surgido.
A medida que el sonido de los caballos se hacía más distante, Damon tiró su pistola y salió del carruaje.
—¿Stefan, cómo de grave es la herida?
Levantó la mirada y vio cómo su mayordomo se agarraba la muñeca izquierda y ponía cara de dolor mientras el cochero inspeccionaba la herida.
—Es superficial, sir Damon —respondió apretando los dientes.
—Ha perdido un poco de sangre, pero la bala no ha penetrado en el hueso —anunció el cochero—. ¡Sir Damon, lo siento tremendamente! Me han pillado desprevenido, mi viejo mosquetón estaba demasiado lejos como para alcanzarlo antes de que nos asaltaran. ¿En qué se está convirtiendo el mundo cuando el pueblo honrado no puede viajar sin ser asaltado? Es una bendición que no se llevaran vuestro bolso y nos mataran a todos.
—No iban tras mi bolso —respondió Damon mientras se inclinaba sobre el asiento para sacar una botella de brandy y entregársela a Stefan—. Bebe un poco —le ordenó al mayordomo, que estaba pálido—. Te aliviará el dolor y ayudará a aclarar la cabeza.
El mozo, que había logrado tranquilizar al caballo de Damon, se acercó corriendo.
—Seguro que nos hubieran robado, sir Damon, si vos no los hubierais asustado.
Damon negó con la cabeza.
—Eran cinco, según creo, y probablemente tuvieran más armas. Debían de saber que les habría entregado cualquier cosa que me hubieran pedido para evitar más derramamiento de sangre. Además, gritaban por el general Ludd.
—¿El general Ludd? —preguntó Stefan—. ¿Queréis decir que eran Ludistas? Creí que esas tonterías habían cesado tras los arrestos y ejecuciones de 1814.
—Ha habido un reavivamiento de los ataques desde Waterloo. No estamos lejos de Nottingham, que siempre ha estado en el centro de todo —respondió Damon.
—Brutos y maleantes es como yo los llamo —dijo el cochero—. Deberían ser colgados o deportados, todos ellos. Y espero que así sea, cuando denunciéis esto a las autoridades más cercanas.
—Fueran quienes fueran, creo que han huido —dijo Damon—. Richard —se volvió hacia el mozo—, lleva a Stefan a ese leño caído —señaló hacia la linde del bosque—. John y tú ocupaos de los caballos mientras él se recupera antes de seguir nuestro camino hacia Blenhem Hill.
Tras insistir en que estaba bien, el mayordomo finalmente se dejó ayudar para bajar al suelo, donde comenzó a caminar con piernas temblorosas hasta que se sentó sobre el tronco caído. Damon dejó lo dejó bebiendo brandy y comenzó a dar vueltas de un lado a otro del camino, preguntándose qué hacer.
Aunque había oído hablar de las revueltas y Tyler lo había mencionado específicamente, Damon no había pensado que fuesen a encontrarse con dificultades. La indignación a causa de aquel ataque y de la lesión de su mayordomo le instaba a acudir directamente a las autoridades locales, como le había aconsejado el cochero. ¿Pero cuál era la medida más sabia?
Su acuerdo con Tyler era tan reciente que nadie en Blenhem Hill ni en los alrededores sabría que había adquirido la propiedad. Tampoco lo esperarían, y nadie lo reconocería cuando llegara. De hecho, ni siquiera el anterior gerente de Tyler sabía de él, pues llevaba en el bolsillo la carta de presentación de Tyler para el señor Martin.
Durante sus conversaciones, él se había centrado en los problemas agrícolas de Blenhem. Con la sorpresa del ataque, recordó entonces que Tyler también poseía intereses en una de las hilanderas locales.
¿Acaso habían reconocido el escudo de Englemere al parar en la posada de Kirkwell? Le parecía demasiada coincidencia asumir que el ataque al carruaje del noble dueño de la hilandera de Dutchfield y de la finca de Blenhem Hill, acaecido en un camino apenas frecuentado que conducía a esa propiedad, pudiera ser simplemente el acto azaroso de un grupo de maleantes locales. Sobre todo teniendo en cuenta las consignas que gritaban los enmascarados.
El verano anterior se habían vuelto a producir levantamientos Ludistas. La muchedumbre había destrozado una hilandería de Loughborough y, aunque en esa ocasión no había muerto ninguno de los propietarios, Damon recordaba perfectamente que dos dueños habían sido asesinados en un levantamiento previo.
Incluso aunque el ataque no hubiera ido dirigido personalmente a Tyler, el hecho de que el acto hubiese sido cometido contra un carruaje con escudo indicaba que, como poco, había un profundo sentimiento de desafecto en la zona. Si la gente cercana a Blenhem Hill estaba sufriendo y desesperada, como había indicado Martin, los atacantes bien podrían ser hombres de la zona. Exigir justicia ante las autoridades y amenazar con la deportación a los asaltantes, tal vez hijos, maridos, hermanos o novios de sus propios arrendatarios, no le proporcionaría la confianza ni la cooperación que necesitaba para devolver la prosperidad a Blenhem.
O descubrir el verdadero propósito del atraque.
De pronto se le ocurrió una idea sin precedentes. El señor Martin y el personal de Blenhem Hill no esperaban la llegada de sir Damon Austin Salvatore; sin embargo, sí esperarían la llegada de un nuevo gerente.
Aunque un gerente podría ser el hijo pequeño de un burgués, como hombre trabajador más que como propietario había poca diferencia de estatus entre él y los arrendatarios de su finca. Un hombre así podría inspirar más confianza y provocar mejores opiniones sobre Blenhem que un nuevo propietario desconocido y de ascendencia aristocrática. No importaba lo buena cara que les pusiera, el sencillo «señor Salvatore» probablemente sería capaz de averiguar más sobre esa gente y sus circunstancias que el más elevado «sir Damon».
Decidió que eso sería lo que haría. Dado que un gerente no necesitaba un mayordomo, enviaría a Stefan de vuelta a Kent para recuperarse; y a John el cochero y al mozo con Tyler para informarle de lo sucedido.
Tras tomar la decisión, por su cabeza pasó un pensamiento irónico que apaciguó su rabia y frustración. Aquel «desafío» estaba resultando ser mucho más interesante de lo esperado.


Una hora más tarde, el carruaje tomó el sendero de gravilla que conducía a la puerta principal de Blenhem Hill. O al menos lo que en su día había sido un sendero de gravilla, pues ahora estaba cubierto casi en su totalidad por malas hierbas que florecían entre los surcos de las ruedas.
El señor Martin no había subestimado las precarias condiciones de la propiedad. De hecho, había tantas cosas mal que Damon apenas sabía por dónde empezar. Con todos los campos descuidados que habían pasado, la ira de Damon se había incrementado.
¡No era de extrañar que los habitantes de la zona estuvieran intranquilos! Si él fuese arrendatario de una de esas granjas, estaría dispuesto a ponerse una máscara y a disparar a alguien él mismo. Tyler no debería haber despedido sin más al anterior gerente, pensó mientras intentaba controlar su rabia. Debería haberlo azotado en la plaza del pueblo.
Observó entonces la mansión a medida que se aproximaban y se quedó sorprendido. Al contrario que los campos que acababan de pasar, aquella casa parecía estar en buen estado.
El carruaje se detuvo con el chirriar de los frenos. Damon saltó al suelo, pero nadie salió de la mansión para recibir a los recién llegados. Justo cuando levantó la mano para llamar a la puerta, ésta se abrió.
Un hombre mayor, que imaginó sería el mayordomo, apareció en el marco. Tras mirar el carruaje, donde podía verse claramente el escudo, hizo una reverencia.
—¿En qué puedo ayudaros, milord?
Tras dirigir una mirada de advertencia a sus sirvientes, que habían aceptado de mala gana el plan que su señor les había explicado antes de seguir con el viaje, Damon extendió la mano.
—Elijah, ¿verdad? Me envía lord Englemere. Soy Damon Salvatore, el nuevo gerente de la finca.


Una hora más tarde, mientras caminaba al atardecer desde la mansión hasta los establos para hablar con John y con Stefan, Damon advirtió el primer beneficio de su nuevo estatus.
Sir Damon habría convocado a sus hombres en el despacho, y tal vez habría levantado sospechas y se habría arriesgado a que algún sirviente pudiera oírlos. El señor Salvatore, sin embargo, podía ir a su terreno. Caminar por los establos sin que nadie se fijara en él le producía una extraña sensación de libertad.
Elijah no había sospechado nada cuando Damon lo había informado de que tenía que reunirse con los mozos y el cochero de lord Englemere para hablar sobre la reparación del carruaje, cuya avería, así como la herida de Stefan, había achacado a un incidente con la pistola del cochero ocurrido en el camino.
Por supuesto, la actitud del mayordomo había sido estricta desde su llegada. Era imposible saber si aquel miembro del servicio sentía simpatía por el hombre que ocupaba anteriormente el puesto que Damon había suplantado.
Con el mismo tono educado e impersonal con el que había abierto la puerta, Elijah le había preguntado a Damon si deseaba que llevasen su equipaje a la habitación de invitados más grande, donde se alojaba el anterior gerente. Cuando Damon asintió, el mayordomo le indicó a un sirviente que se llevase sus cosas y le informó de las horas en las que el servicio desayunaba y cenaba habitualmente. Después se marchó con una reverencia.
Elijah era una pieza clave a la que tendría que tratar con cuidado y diligencia si quería descubrir lo necesario sobre la gestión previa de la finca.
Encontró a John el cochero, a Richard y a Stefan en el apartamento situado sobre el almacén de las sillas de montar, donde habían sido alojados para pasar la noche. Los dos jinetes estaban charlando mientras Stefan, con expresión de afrenta, se sacaba un pedazo de paja del abrigo con la mano sana.
—¿Qué tal está el brazo? —preguntó Damon en voz baja.
—Richard ha traído agua, así que he lavado y vendado la herida —respondió John—. Siempre que no le dé fiebre, se curará rápido.
Damon le dirigió a su mayordomo una mirada compasiva.
—Me atrevería a decir que no estás seguro de lo que te duele más, ¿verdad, Stefan? ¿La muñeca o tener que aparentar ser un mozo?
—¿Estáis seguro de querer continuar con este… plan? —respondió Stefan, e hizo una pausa, probablemente para añadir «absurdo».
—No tiene sentido no denunciar el ataque —añadió el cochero—. Un ultraje, eso es lo que es. ¡Qué el pueblo llano sea atacado a plena luz del día! Esos malditos rufianes deberían ser condenados.
—¿Y qué iba a decirle yo a las autoridades? —preguntó Damon—. ¿Qué nuestro carruaje fue asaltado por cinco enmascarados armados que gritaban consignas y que alcanzaron a uno de nuestros hombres antes de salir huyendo? Ni siquiera podemos dar una descripción de los asaltantes.
—Yo reconocería al caballo si volviera a verlo —dijo Richard.
—Aunque identificáramos al caballo, no tendríamos pruebas de que su dueño estuviera implicado. No sería la primera vez que se roba un caballo de su pasto. No. No denunciaré el incidente. Dejaré que los atacantes se pregunten por qué no hubo denuncia. Que especulen que nos intimidaron, o que las autoridades no consideraron el incidente de suficiente importancia como para investigarlo. Esas conclusiones podrían hacer que actuasen con más descaro y hagan algo por lo que pueda presentar cargos.
—¿Estáis seguro de que queréis que nos marchemos? —preguntó Richard—. Seríamos tres pares de ojos más para vigilar, sir… quiero decir señor Salvatore.
—No, es mejor que os vayáis, no vaya a ser que a alguno se le olvide y se dirija a mí con honores. Descubriré mucho más deprisa lo que ocurre aquí si puedo mezclarme con los granjeros y pasar más o menos inadvertido. ¿Quién no confiaría información a un hombre de su mismo estatus? Cuanto antes descubra lo que ha ocurrido aquí, antes podrán las buenas almas cristianas viajar en paz por los caminos.
—Como deseéis, señor —dijo Stefan—, pero me sorprendería que no salierais de aquí con la ropa deshilachada.
Damon sonrió.
—¿Crees que no puedo cuidar de mí mismo? Te haré saber que soy perfectamente capaz de atarme la corbata, de afeitarme y de vestirme respetablemente. Y si la labor de la lavandera no es adecuada, contrataré a otra. Aprecio vuestro deseo de serme de ayuda, pero podréis ayudar más en otra parte. Hay que devolverle el carruaje a lord Englemere, y reparado. Y habría que informarlo de lo ocurrido. Stefan debería descansar y dejar que se le cure el brazo.
—Si es así como queréis que sea el juego, sir… señor Salvatore, entonces imagino que tendremos que hacer lo que decís —dijo John.
—Muy bien —convino Damon—. Confiaré en vuestra lealtad y discreción. ¿Stefan, crees que podrás viajar mañana?
—Sí, señor. Creo que iré a ver a mi hermana en Kent. Lleva tiempo pidiéndome que vaya a visitarla. ¿Pero cuánto tiempo planeáis seguir con esta… situación tan interesante?
—No estoy seguro. Cuando te necesite, te lo haré saber. Mientras tanto, tengo una carta para lord Englemere. Asegúrate de que la reciba lo antes posible, y por favor no le digáis nada a nadie más de lo ocurrido aquí.
Los tres hombres asintieron.
—Será mejor que vigiléis vuestra espalda, señor —añadió Stefan.
—Lo haré —contestó Damon—. Estaré en guardia, y no dejaré que me sorprenda nada más de lo que ocurra aquí.


Al día siguiente, Damon fue a reunirse con el señor Martin y se presentó como el nuevo gerente contratado por lord Englemere. El anciano lo saludó calurosamente e inmediatamente se ofreció a enseñarle la finca y a presentarle a los pocos arrendatarios que no habían huido de los bajos precios de las cosechas y del aumento de los alquileres.
El buen humor inicial de Damon fue desapareciendo a cada kilómetro que avanzaban. La mitad de las granjas estaban abandonadas, pues los anteriores inquilinos se habían marchado a buscar trabajo en las hilanderías de Manchester, Nottingham y Derby. Le dolía ver tanta cantidad de terreno abandonada a su suerte.
Se quedó más sorprendido aún cuando Martin lo condujo a la «hilandería» que Tyler supuestamente había construido. El edificio de piedra, de dos plantas y sin tejado, se alzaba en un pequeño claro junto a un pozo; y no sólo le faltaba un tejado, sino también puertas, marcos en las ventanas, escaleras para llegar al segundo piso y hasta telares.
Lo peor de todo, sin embargo, eran las caras pálidas y chupadas de los inquilinos y las tremendas historias que contaban sobre la avaricia y los abusos de autoridad llevados a cabo por Barksdale, el supervisor de Matt Gilbert.-
Tras hacer una lista con los nombres, las necesidades y las condiciones de cada familia, Damon les agradeció a los trabajadores su amabilidad y se marchó habiendo prometido semillas para plantar, reparaciones en sus casas y nuevos utensilios de labranza. Aunque casi todos dieron su consentimiento asintiendo con la cabeza, más reveladoras que las historias que contaban eran las miradas vacías con que recibían sus promesas; testimonios mudos de su incredulidad y de su desesperanza.
Al contrario que en sus otras fincas, donde tras visitar a un arrendatario solía acabar compartiendo una copa con él, aunque nadie en Blenhem Hill era abiertamente hostil, sólo una persona le ofreció su hospitalidad. La anciana Biddy Cuthbert les rogó que aceptaran una copa de sidra.
La mujer, según le contó Martin mientras la seguían hacia su casa, se había criado en tierras de Blenhem, se había casado con un granjero de allí y tenía un hijo que había abandonado la propiedad recientemente para buscar trabajo en la ciudad.
Aunque el exterior de la casa parecía tan destrozado como el resto de casas de Blenhem, el interior estaba ordenado, la mesa de madera limpia y el hogar del suelo barrido. Pero Damon observó con preocupación la humedad en la pared trasera, donde la paja podrida del techo debía de haber dejado entrar la lluvia. La anciana estaba demasiado delgada y frágil; sus ojos parecían muy grandes en su cara lánguida, y en sus manos podían verse las venas bajo la piel translúcida.
Tras servir sidra en dos tazas, les ofreció algo de queso para acompañar la bebida. Al darse cuenta de que en la despensa no parecía haber más que la jarra de sidra y el queso, Damon le dirigió una mirada a Martin, que rechazó el queso educadamente.
Enfadado y triste por el estado de Blenhem y de sus arrendatarios, Damon abandonó la casa con un nudo en la garganta.
—¿Cómo se las apaña sin su hijo? —le preguntó a Martin mientras se subían en la calesa.
—Yo ayudo un poco, y el reverendo le envía queso y cerveza cuando puede —respondió Martin—. La pobre Biddy Cuthbert fue otra de las razones por las que me alegré de ver que lord Englemere os había enviado aquí. Barksdale amenazó con desahuciarla cuando su hijo se marchó; quería echarla del único hogar que había conocido y sin tener ningún otro sitio al que ir. Fue lo que me impulsó a escribirle esa carta a lord Englemere para decirle cómo estaban aquí las cosas. Gracias al cielo, despidió a Gilbert y a Barksdale antes de que éste pudiera cumplir su amenaza.
—No me extraña que te ofrezca la mitad de sus víveres.
Martin se encogió de hombros.
—Sólo intenta hacer lo que está bien. Es un alma caritativa; buena hasta la médula, sin importar lo que la vida le dé.
Tras dejar a Martin en su casa, Damon regresó a la mansión con la cabeza llena de hechos y de caras, y con la mente bullendo con proyectos y remedios potenciales. Mientras planeaba y hacía cálculos, su corazón sufría por la miseria y desesperanza de la gente a la que había visitado. Esa noche vería la cara lánguida de Biddy Cuthbert en sus sueños.
Tras la pobreza abyecta que había presenciado, al entrar en la casa se sintió de nuevo impresionado por las inmejorables condiciones de aquel inmueble. El exterior de piedra y el tejado de madera habían sido reparados y limpiados recientemente. Dentro, los suelos pulidos brillaban y la pintura reciente cubría las paredes. Los cristales de las ventanas resplandecían y tanto las cortinas como la tapicería parecían nuevas. Aunque distaban de ser grandiosos, los muebles de las diversas estancias tenían estilo y eran de la más alta calidad.
Definitivamente Matt Gilbert no había sufrido con el resto de la finca por la caída de los precios.
Una de las cosas recurrentes que había oído en las historias de los arrendatarios aquel día era la crueldad, la indiferencia y la avaricia del ayudante de Gilbert, Barksdale. Al principio Damon había pensado que tal vez el primo de Tyler le hubiera dejado a su agente la desagradable tarea de hacerse cargo de la producción y de los alquileres, para poder así jugar él el papel de caballero magnánimo cuando pasease por la finca. Sin embargo, parecía que Gilbert hubiese delegado las operaciones del día a día enteramente a su subordinado, pues los arrendatarios aseguraban que apenas habían visto al señor Gilbert.
¿Habría estado al corriente el primo de Tyler del sufrimiento de la gente de Blenhem? ¿O se habría limitado a recibir gustoso el dinero que Barksdale les sacaba, sin saber y sin preocuparse por su destino siempre y cuando su casa estuviese bien amueblada y no le faltase de nada?
Con las ideas y las emociones aún desordenadas en su cabeza, Damon se tomó rápido y en silencio la cena que Elijah le sirvió en el comedor; impaciente por trasladarse al despacho para poder comparar los libros de cuentas que Tyler le había dado con aquéllos que guardaban en Blenhem.
Mientras recogía la mesa, Elijah dijo:
—Imagino que estaréis cansado después de haber estado todo el día por la finca. ¿Deseáis que os lleve brandy a la sala u os retiraréis inmediatamente?
—¿Retirarme? —repitió Damon—. ¡Desde luego que no! Probablemente me quede levantado hasta tarde. Por favor, haz que envíen más velas al estudio.


Cuando Damon llegó por fin al estudio poco después, los libros que había llevado consigo habían sido ordenadamente alineados sobre el escritorio junto con las velas adicionales y una frasca de aguardiente.
Elijah no era tan mal tipo, a pesar de sus modos taciturnos, pensó mientras se sentaba ante los libros.
Varias horas de contemplación más tarde, Damon hizo una pausa para disfrutar de una copa de aguardiente, furioso y perplejo tras examinar las cuentas. Los libros de Tyler, llenos de cifras que debían de haber sido copiadas por su secretaria de Londres desde los informes enviados por Gilbert, eran detallados y exactos. Pero los libros de Blenhem Hill no sólo no correspondían con los datos de Tyler, sino que los números variaban desde casi ilegibles hasta incoherentes.
Varios gastos estaban apuntados simplemente bajo categorías generales como «mansión» o «granjas», escritos en columnas que a veces estaban mal colocadas, o sin terminar. Los sumarios mensuales estaban escritos con otra letra totalmente diferente.
Exasperado, cuando el mayordomo entró para rellenar la frasca, Damon le dijo:
—Sé que esto no es asunto tuyo, ¿pero sabrías por casualidad quién hizo las listas de los libros de la finca? Parecen estar escritas con dos letras diferentes.
Tras observar la página, el mayordomo dijo:
—Las cifras que son difíciles de leer, aquí —tocó la página—, fueron escritas por el señor Gilbert. Las más pequeñas y ordenadas fueron escritas por el señor Barksdale.
Como Damon había deducido. Amargamente satisfecho tras confirmar su suposición mediante alguien que conocía a ambos hombres, dijo:
—¿De modo que el señor Gilbert no se ocupaba él solo de los libros? ¿Le permitía acceso a Barksdale?
—Acceso a los libros y a todo lo demás en Blenhem —respondió Elijah.
—Mala manera de llevar la propiedad de la que era responsable —dijo Damon, que finalmente perdía los nervios tras todas las indignidades que había presenciado aquel día.
Para su sorpresa, el impasible Elijah esbozó una sonrisa.
—Desde luego, señor. En general el señor Gilbert no era un mal tipo. Se daba aires, recordándoles siempre a todos que era el primo de lord Englemere y fanfarroneando sobre su servicio con Wellington. Aunque si hacía tan poco en el ejército como hacía aquí, me extraña que no fuera expulsado. La única vez que se esforzó fue cuando contrató a una prostituta de la ciudad. De lo contrario, se lo dejaba todo a Barksdale. Ése no era perezoso en lo más mínimo. Siempre estaba metido en los asuntos de todos. Además era cruel.
Damon tuvo que esforzarse por no quedarse con la boca abierta. Elijah se había abierto como la tierra fértil bajo el arado, y le había ofrecido más palabras en aquel discurso de las que Damon había conseguido sacarle en los casi dos días que llevaba en Blenhem.
—Gracias por la información, Elijah. Agradecería cualquier información tuya, del personal o de los arrendatarios sobre lo que ha estado ocurriendo aquí. Pretendo hacer las cosas bien, lo prometo.
Elijah lo estudió en silencio durante unos segundos.
—Os creo, señor Salvatore. Dejad que os diga lo contento que estoy de que lord Englemere os enviara aquí.
Tras rellenar la frasca, Elijah se retiró y Damon volvió al trabajo.


A medianoche, su rabia había resurgido. Por lo que pudo averiguarlas cosechas en todas las granjas habían ido decreciendo progresivamente. Aun así los alquileres habían subido, a veces exageradamente, con cada renovación desde que Gilbert tomó el control de la propiedad. El desastroso estado de los libros de cuentas de Blenhem hacía que fuera imposible determinar exactamente cuáles habían sido los gastos y los ingresos. El informe enviado a Tyler en Londres podría haber sido falso.
En resumen, los libros de cuentas de Blenhem no resultaban de ninguna ayuda. Tendría que empezar con las últimas cifras que Martin había compilado, luego recorrer la finca y consultar con cada arrendatario sobre cada detalle relacionado con las operaciones de las granjas antes de poder hacer alguna estimación útil sobre los ingresos y los gastos del año.
En cuanto a la hilandería, en los libros no había cifra alguna que detallara lo ocurrido con los fondos que Tyler había invertido en la construcción y equipamiento de esa empresa.
Si hubiera podido ponerles las manos encima en aquel momento a Matt Gilbert y a su ayudante, Damon los habría encadenado a un arado y los habría enviado a la oscuridad de la noche a limpiar todos los campos infestados de zarzas de Blenhem.
Poco a poco su rabia se fue convirtiendo en fatiga a medida que apuraba el licor. Estaba apagando las velas para marcharse cuando oyó voces en el recibidor principal, y lo que parecía ser una disputa.
Se había levantado de la silla para ir a investigar cuando, tras un golpe en la puerta, entró Elijah con rostro pétreo.
—Hay una persona que desea veros, señor. He intentado echarla, siendo una hora tan avanzada de la noche, pero ella insiste en que debe hablar con vos.
Para sorpresa de Damon, la delgada figura de una joven se abrió paso a través de Elijah y entró en la habitación.

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