«Si
uno pretende cosechar algo, lo mejor es empezar esparciendo las semillas»,
había pensado siempre Damon. Y por eso se encontró a sí mismo diez días después
dando tumbos en el carruaje de viaje de Tyler en dirección a Blenhem Hill.
Tras
confiar los pormenores legales de la venta a la experiencia de sus respectivos
abogados, Damon le había propuesto a Tyler hacerse cargo de la gestión de la
propiedad inmediatamente. Su amigo estuvo de acuerdo y, tras saber que Damon,
que ya había completado los preparativos para la plantación de primavera en sus
propiedades de Kent, pensaba ir a Blenhem directamente desde Londres, Englemere
insistió en que tomase prestado su carruaje de viaje para ir más cómodo.
A
pesar de la desalentadora descripción de lo que probablemente le aguardaba en
Blenhem Hill, con el carruaje cercano a su destino, Damon sintió una excitación
que mejoró su humor. Tal vez fuese inexperto en el caprichoso juego del amor,
pero había algo que dominaba con soltura; la sensación de la tierra entre los
dedos, esperando a que alguien con habilidad y con paciencia la alimentara, la
cuidara y sembrara en ella trigo y maíz.
La
tierra en buenas manos era honesta, y lo recompensaba a uno con una cosecha que
variaba sólo de acuerdo a los cambios climatológicos. El terreno no te miraba
con ojos dulces un día, ofreciéndote campos enteros de trigo, judías o maíz, y
al día siguiente se convertía en malas hierbas y zarzas. Incluso el suelo pobre
y rocoso podía mejorar con las técnicas adecuadas. Sí, un hombre sabía siempre
a qué atenerse con sus tierras. Las tierras nunca eran volubles como la sonrisa
de una mujer, ni cambiantes como los caprichos de una dama.
También
disfrutaba con la oportunidad de trabajar con los arrendatarios, tanto en
Blenhem como en el vecindario circundante. Los granjeros, sobre todo en los
malos tiempos, a veces odiaban cambiar las prácticas que se habían empleado
durante generaciones. Convencerlos para que probaran nuevos métodos que Damon
sabía que proporcionarían un suelo más rico y mejores cosechas le reportaría
una satisfacción mucho mayor que un simple incremento de las rentas y un baúl
lleno de monedas.
En
aquel momento, el vehículo atravesó otro bache y Damon estuvo a punto de salir
disparado de su asiento. Se agarró con fuerza y pensó que tal vez viajar a
caballo, como había pretendido inicialmente, habría sido mucho más cómodo que
el carruaje, a pesar de la lluvia bajo la que habían abandonado Londres.
Estaba
a punto de llamar al cochero para que fuese a buscar su caballo, al cual
dirigía su mozo tras el carruaje, cuando el disparo de una pistola retumbó en
sus oídos.
Antes
de que las reverberaciones dejaran de sonar, Damon se agachó en busca de la
delgada protección que proporcionaban las paredes del carruaje y se asomó por
la ventanilla.
—¡John!
¡Stefan! —les gritó al cochero y a su mayordomo, que iba montado junto al
conductor—. ¿Estáis bien?
Mientras
escudriñaba el bosque circundante a través de la pequeña ventanilla para
intentar determinar de dónde había venido el disparo, esperando una respuesta, Damon
buscó su propia pistola, la cual había dejado negligentemente en una esquina
del vehículo tras la parada en la última posada. ¿Pero quién habría imaginado
que se encontrarían bandidos allí, en un aislado camino lejos de cualquier
pueblo?
—Han
alcanzado al señor Stefan —contestó el cochero.
Antes
de que Damon pudiera hacer más preguntas, un pequeño grupo de hombres
enmascarados conducidos por un jinete emergieron de entre los árboles a la
izquierda.
—No,
no busques tu trabuco —le advirtió el cabecilla a John, el cochero—. Si
quisiéramos matarte, ya estarías muerto. Nuestro problema no es contigo, sino
con ese caballero que se esconde dentro.
Levantó
la pistola, disparó e hizo un agujero en el centro de la puerta de madera. La
bala le pasó a Damon junto a las rodillas y se incrustó en la puerta de enfrente.
—Eso
es por el voto y por el general Ludd. ¡Muerte a los dueños de las hilanderas y
a los tiranos!
—¡Hurra
por el general Ludd y muerte a los tiranos! —gritaron sus compañeros, agitando
sus armas en el aire.
Por
el rabillo del ojo, Damon vio a un miembro de la banda levantar la pistola y
apuntar. Sin saber si el bandolero pretendía dispararle a él o a sus
sirvientes, que estaban expuestos en el asiento del conductor, levantó su
propia arma sin vacilar y disparó.
El
pistolero gritó y se llevó la mano al hombro al tiempo que dejaba caer la
pistola, la cual golpeó el suelo y disparó una bala perdida hacia los
bandoleros, que se dispersaron.
El
cabecilla controló a su caballo, se acercó a su compañero herido y lo
estabilizó antes de que cayera al suelo. Miró hacia Damon por encima del hombro
y gruñó:
—¡Pagarás
por esto!
—No
si tú pagas primero —respondió Damon mientras el líder señalaba a otro de sus
hombres para que recogiera al hombre herido. Luego desaparecieron entre la
maleza de la que habían surgido.
A
medida que el sonido de los caballos se hacía más distante, Damon tiró su
pistola y salió del carruaje.
—¿Stefan,
cómo de grave es la herida?
Levantó
la mirada y vio cómo su mayordomo se agarraba la muñeca izquierda y ponía cara
de dolor mientras el cochero inspeccionaba la herida.
—Es
superficial, sir Damon —respondió apretando los dientes.
—Ha
perdido un poco de sangre, pero la bala no ha penetrado en el hueso —anunció el
cochero—. ¡Sir Damon, lo siento tremendamente! Me han pillado desprevenido, mi
viejo mosquetón estaba demasiado lejos como para alcanzarlo antes de que nos
asaltaran. ¿En qué se está convirtiendo el mundo cuando el pueblo honrado no
puede viajar sin ser asaltado? Es una bendición que no se llevaran vuestro
bolso y nos mataran a todos.
—No
iban tras mi bolso —respondió Damon mientras se inclinaba sobre el asiento para
sacar una botella de brandy y entregársela a Stefan—.
Bebe un poco —le ordenó al mayordomo, que estaba pálido—. Te aliviará el dolor
y ayudará a aclarar la cabeza.
El
mozo, que había logrado tranquilizar al caballo de Damon, se acercó corriendo.
—Seguro
que nos hubieran robado, sir Damon, si vos no los hubierais asustado.
Damon
negó con la cabeza.
—Eran
cinco, según creo, y probablemente tuvieran más armas. Debían de saber que les
habría entregado cualquier cosa que me hubieran pedido para evitar más
derramamiento de sangre. Además, gritaban por el general Ludd.
—¿El
general Ludd? —preguntó Stefan—. ¿Queréis decir que eran Ludistas? Creí que
esas tonterías habían cesado tras los arrestos y ejecuciones de 1814.
—Ha
habido un reavivamiento de los ataques desde Waterloo. No estamos lejos de
Nottingham, que siempre ha estado en el centro de todo —respondió Damon.
—Brutos
y maleantes es como yo los llamo —dijo el cochero—. Deberían ser colgados o
deportados, todos ellos. Y espero que así sea, cuando denunciéis esto a las
autoridades más cercanas.
—Fueran
quienes fueran, creo que han huido —dijo Damon—. Richard —se volvió hacia el
mozo—, lleva a Stefan a ese leño caído —señaló hacia la linde del bosque—. John
y tú ocupaos de los caballos mientras él se recupera antes de seguir nuestro
camino hacia Blenhem Hill.
Tras
insistir en que estaba bien, el mayordomo finalmente se dejó ayudar para bajar
al suelo, donde comenzó a caminar con piernas temblorosas hasta que se sentó
sobre el tronco caído. Damon dejó lo dejó bebiendo brandy
y comenzó a dar vueltas de un lado a otro del camino, preguntándose qué hacer.
Aunque
había oído hablar de las revueltas y Tyler lo había mencionado específicamente,
Damon no había pensado que fuesen a encontrarse con dificultades. La
indignación a causa de aquel ataque y de la lesión de su mayordomo le instaba a
acudir directamente a las autoridades locales, como le había aconsejado el
cochero. ¿Pero cuál era la medida más sabia?
Su
acuerdo con Tyler era tan reciente que nadie en Blenhem Hill ni en los
alrededores sabría que había adquirido la propiedad. Tampoco lo esperarían, y
nadie lo reconocería cuando llegara. De hecho, ni siquiera el anterior gerente
de Tyler sabía de él, pues llevaba en el bolsillo la carta de presentación de Tyler
para el señor Martin.
Durante
sus conversaciones, él se había centrado en los problemas agrícolas de Blenhem.
Con la sorpresa del ataque, recordó entonces que Tyler también poseía intereses
en una de las hilanderas locales.
¿Acaso
habían reconocido el escudo de Englemere al parar en la posada de Kirkwell? Le
parecía demasiada coincidencia asumir que el ataque al carruaje del noble dueño
de la hilandera de Dutchfield y de la finca de Blenhem Hill, acaecido en un
camino apenas frecuentado que conducía a esa propiedad, pudiera ser simplemente
el acto azaroso de un grupo de maleantes locales. Sobre todo teniendo en cuenta
las consignas que gritaban los enmascarados.
El
verano anterior se habían vuelto a producir levantamientos Ludistas. La
muchedumbre había destrozado una hilandería de Loughborough y, aunque en esa
ocasión no había muerto ninguno de los propietarios, Damon recordaba
perfectamente que dos dueños habían sido asesinados en un levantamiento previo.
Incluso
aunque el ataque no hubiera ido dirigido personalmente a Tyler, el hecho de que
el acto hubiese sido cometido contra un carruaje con escudo indicaba que, como
poco, había un profundo sentimiento de desafecto en la zona. Si la gente
cercana a Blenhem Hill estaba sufriendo y desesperada, como había indicado
Martin, los atacantes bien podrían ser hombres de la zona. Exigir justicia ante
las autoridades y amenazar con la deportación a los asaltantes, tal vez hijos,
maridos, hermanos o novios de sus propios arrendatarios, no le proporcionaría
la confianza ni la cooperación que necesitaba para devolver la prosperidad a
Blenhem.
O
descubrir el verdadero propósito del atraque.
De
pronto se le ocurrió una idea sin precedentes. El señor Martin y el personal de
Blenhem Hill no esperaban la llegada de sir Damon Austin Salvatore; sin
embargo, sí esperarían la llegada de un nuevo gerente.
Aunque
un gerente podría ser el hijo pequeño de un burgués, como hombre trabajador más
que como propietario había poca diferencia de estatus entre él y los
arrendatarios de su finca. Un hombre así podría inspirar más confianza y
provocar mejores opiniones sobre Blenhem que un nuevo propietario desconocido y
de ascendencia aristocrática. No importaba lo buena cara que les pusiera, el
sencillo «señor Salvatore» probablemente sería capaz de averiguar más sobre esa
gente y sus circunstancias que el más elevado «sir Damon».
Decidió
que eso sería lo que haría. Dado que un gerente no necesitaba un mayordomo,
enviaría a Stefan de vuelta a Kent para recuperarse; y a John el cochero y al
mozo con Tyler para informarle de lo sucedido.
Tras
tomar la decisión, por su cabeza pasó un pensamiento irónico que apaciguó su
rabia y frustración. Aquel «desafío» estaba resultando ser mucho más
interesante de lo esperado.
Una
hora más tarde, el carruaje tomó el sendero de gravilla que conducía a la
puerta principal de Blenhem Hill. O al menos lo que en su día había sido un
sendero de gravilla, pues ahora estaba cubierto casi en su totalidad por malas
hierbas que florecían entre los surcos de las ruedas.
El
señor Martin no había subestimado las precarias condiciones de la propiedad. De
hecho, había tantas cosas mal que Damon apenas sabía por dónde empezar. Con
todos los campos descuidados que habían pasado, la ira de Damon se había
incrementado.
¡No
era de extrañar que los habitantes de la zona estuvieran intranquilos! Si él
fuese arrendatario de una de esas granjas, estaría dispuesto a ponerse una
máscara y a disparar a alguien él mismo. Tyler no debería haber despedido sin
más al anterior gerente, pensó mientras intentaba controlar su rabia. Debería
haberlo azotado en la plaza del pueblo.
Observó
entonces la mansión a medida que se aproximaban y se quedó sorprendido. Al
contrario que los campos que acababan de pasar, aquella casa parecía estar en
buen estado.
El
carruaje se detuvo con el chirriar de los frenos. Damon saltó al suelo, pero
nadie salió de la mansión para recibir a los recién llegados. Justo cuando
levantó la mano para llamar a la puerta, ésta se abrió.
Un
hombre mayor, que imaginó sería el mayordomo, apareció en el marco. Tras mirar
el carruaje, donde podía verse claramente el escudo, hizo una reverencia.
—¿En
qué puedo ayudaros, milord?
Tras
dirigir una mirada de advertencia a sus sirvientes, que habían aceptado de mala
gana el plan que su señor les había explicado antes de seguir con el viaje, Damon
extendió la mano.
—Elijah,
¿verdad? Me envía lord Englemere. Soy Damon Salvatore, el nuevo gerente de la
finca.
Una
hora más tarde, mientras caminaba al atardecer desde la mansión hasta los
establos para hablar con John y con Stefan, Damon advirtió el primer beneficio
de su nuevo estatus.
Sir
Damon habría convocado a sus hombres en el despacho, y tal vez habría levantado
sospechas y se habría arriesgado a que algún sirviente pudiera oírlos. El señor
Salvatore, sin embargo, podía ir a su terreno. Caminar por los establos sin que
nadie se fijara en él le producía una extraña sensación de libertad.
Elijah
no había sospechado nada cuando Damon lo había informado de que tenía que
reunirse con los mozos y el cochero de lord Englemere para hablar sobre la
reparación del carruaje, cuya avería, así como la herida de Stefan, había
achacado a un incidente con la pistola del cochero ocurrido en el camino.
Por
supuesto, la actitud del mayordomo había sido estricta desde su llegada. Era
imposible saber si aquel miembro del servicio sentía simpatía por el hombre que
ocupaba anteriormente el puesto que Damon había suplantado.
Con
el mismo tono educado e impersonal con el que había abierto la puerta, Elijah
le había preguntado a Damon si deseaba que llevasen su equipaje a la habitación
de invitados más grande, donde se alojaba el anterior gerente. Cuando Damon
asintió, el mayordomo le indicó a un sirviente que se llevase sus cosas y le
informó de las horas en las que el servicio desayunaba y cenaba habitualmente.
Después se marchó con una reverencia.
Elijah
era una pieza clave a la que tendría que tratar con cuidado y diligencia si
quería descubrir lo necesario sobre la gestión previa de la finca.
Encontró
a John el cochero, a Richard y a Stefan en el apartamento situado sobre el
almacén de las sillas de montar, donde habían sido alojados para pasar la
noche. Los dos jinetes estaban charlando mientras Stefan, con expresión de
afrenta, se sacaba un pedazo de paja del abrigo con la mano sana.
—¿Qué
tal está el brazo? —preguntó Damon en voz baja.
—Richard
ha traído agua, así que he lavado y vendado la herida —respondió John—. Siempre
que no le dé fiebre, se curará rápido.
Damon
le dirigió a su mayordomo una mirada compasiva.
—Me
atrevería a decir que no estás seguro de lo que te duele más, ¿verdad, Stefan?
¿La muñeca o tener que aparentar ser un mozo?
—¿Estáis
seguro de querer continuar con este… plan? —respondió Stefan, e hizo una pausa,
probablemente para añadir «absurdo».
—No
tiene sentido no denunciar el ataque —añadió el cochero—. Un ultraje, eso es lo
que es. ¡Qué el pueblo llano sea atacado a plena luz del día! Esos malditos
rufianes deberían ser condenados.
—¿Y
qué iba a decirle yo a las autoridades? —preguntó Damon—. ¿Qué nuestro carruaje
fue asaltado por cinco enmascarados armados que gritaban consignas y que
alcanzaron a uno de nuestros hombres antes de salir huyendo? Ni siquiera
podemos dar una descripción de los asaltantes.
—Yo
reconocería al caballo si volviera a verlo —dijo Richard.
—Aunque
identificáramos al caballo, no tendríamos pruebas de que su dueño estuviera
implicado. No sería la primera vez que se roba un caballo de su pasto. No. No
denunciaré el incidente. Dejaré que los atacantes se pregunten por qué no hubo
denuncia. Que especulen que nos intimidaron, o que las autoridades no
consideraron el incidente de suficiente importancia como para investigarlo.
Esas conclusiones podrían hacer que actuasen con más descaro y hagan algo por
lo que pueda presentar cargos.
—¿Estáis
seguro de que queréis que nos marchemos? —preguntó Richard—. Seríamos tres
pares de ojos más para vigilar, sir… quiero decir señor Salvatore.
—No,
es mejor que os vayáis, no vaya a ser que a alguno se le olvide y se dirija a
mí con honores. Descubriré mucho más deprisa lo que ocurre aquí si puedo
mezclarme con los granjeros y pasar más o menos inadvertido. ¿Quién no
confiaría información a un hombre de su mismo estatus? Cuanto antes descubra lo
que ha ocurrido aquí, antes podrán las buenas almas cristianas viajar en paz
por los caminos.
—Como
deseéis, señor —dijo Stefan—, pero me sorprendería que no salierais de aquí con
la ropa deshilachada.
Damon
sonrió.
—¿Crees
que no puedo cuidar de mí mismo? Te haré saber que soy perfectamente capaz de
atarme la corbata, de afeitarme y de vestirme respetablemente. Y si la labor de
la lavandera no es adecuada, contrataré a otra. Aprecio vuestro deseo de serme
de ayuda, pero podréis ayudar más en otra parte. Hay que devolverle el carruaje
a lord Englemere, y reparado. Y habría que informarlo de lo ocurrido. Stefan
debería descansar y dejar que se le cure el brazo.
—Si
es así como queréis que sea el juego, sir… señor Salvatore, entonces imagino
que tendremos que hacer lo que decís —dijo John.
—Muy
bien —convino Damon—. Confiaré en vuestra lealtad y discreción. ¿Stefan, crees
que podrás viajar mañana?
—Sí,
señor. Creo que iré a ver a mi hermana en Kent. Lleva tiempo pidiéndome que
vaya a visitarla. ¿Pero cuánto tiempo planeáis seguir con esta… situación tan
interesante?
—No
estoy seguro. Cuando te necesite, te lo haré saber. Mientras tanto, tengo una
carta para lord Englemere. Asegúrate de que la reciba lo antes posible, y por
favor no le digáis nada a nadie más de lo ocurrido aquí.
Los
tres hombres asintieron.
—Será
mejor que vigiléis vuestra espalda, señor —añadió Stefan.
—Lo
haré —contestó Damon—. Estaré en guardia, y no dejaré que me sorprenda nada más
de lo que ocurra aquí.
Al
día siguiente, Damon fue a reunirse con el señor Martin y se presentó como el
nuevo gerente contratado por lord Englemere. El anciano lo saludó calurosamente
e inmediatamente se ofreció a enseñarle la finca y a presentarle a los pocos
arrendatarios que no habían huido de los bajos precios de las cosechas y del
aumento de los alquileres.
El
buen humor inicial de Damon fue desapareciendo a cada kilómetro que avanzaban.
La mitad de las granjas estaban abandonadas, pues los anteriores inquilinos se
habían marchado a buscar trabajo en las hilanderías de Manchester, Nottingham y
Derby. Le dolía ver tanta cantidad de terreno abandonada a su suerte.
Se
quedó más sorprendido aún cuando Martin lo condujo a la «hilandería» que Tyler
supuestamente había construido. El edificio de piedra, de dos plantas y sin
tejado, se alzaba en un pequeño claro junto a un pozo; y no sólo le faltaba un
tejado, sino también puertas, marcos en las ventanas, escaleras para llegar al
segundo piso y hasta telares.
Lo
peor de todo, sin embargo, eran las caras pálidas y chupadas de los inquilinos
y las tremendas historias que contaban sobre la avaricia y los abusos de
autoridad llevados a cabo por Barksdale, el supervisor de Matt Gilbert.-
Tras
hacer una lista con los nombres, las necesidades y las condiciones de cada
familia, Damon les agradeció a los trabajadores su amabilidad y se marchó
habiendo prometido semillas para plantar, reparaciones en sus casas y nuevos
utensilios de labranza. Aunque casi todos dieron su consentimiento asintiendo
con la cabeza, más reveladoras que las historias que contaban eran las miradas
vacías con que recibían sus promesas; testimonios mudos de su incredulidad y de
su desesperanza.
Al
contrario que en sus otras fincas, donde tras visitar a un arrendatario solía
acabar compartiendo una copa con él, aunque nadie en Blenhem Hill era
abiertamente hostil, sólo una persona le ofreció su hospitalidad. La anciana
Biddy Cuthbert les rogó que aceptaran una copa de sidra.
La
mujer, según le contó Martin mientras la seguían hacia su casa, se había criado
en tierras de Blenhem, se había casado con un granjero de allí y tenía un hijo
que había abandonado la propiedad recientemente para buscar trabajo en la
ciudad.
Aunque
el exterior de la casa parecía tan destrozado como el resto de casas de
Blenhem, el interior estaba ordenado, la mesa de madera limpia y el hogar del
suelo barrido. Pero Damon observó con preocupación la humedad en la pared
trasera, donde la paja podrida del techo debía de haber dejado entrar la
lluvia. La anciana estaba demasiado delgada y frágil; sus ojos parecían muy
grandes en su cara lánguida, y en sus manos podían verse las venas bajo la piel
translúcida.
Tras
servir sidra en dos tazas, les ofreció algo de queso para acompañar la bebida.
Al darse cuenta de que en la despensa no parecía haber más que la jarra de
sidra y el queso, Damon le dirigió una mirada a Martin, que rechazó el queso
educadamente.
Enfadado
y triste por el estado de Blenhem y de sus arrendatarios, Damon abandonó la
casa con un nudo en la garganta.
—¿Cómo
se las apaña sin su hijo? —le preguntó a Martin mientras se subían en la
calesa.
—Yo
ayudo un poco, y el reverendo le envía queso y cerveza cuando puede —respondió
Martin—. La pobre Biddy Cuthbert fue otra de las razones por las que me alegré
de ver que lord Englemere os había enviado aquí. Barksdale amenazó con
desahuciarla cuando su hijo se marchó; quería echarla del único hogar que había
conocido y sin tener ningún otro sitio al que ir. Fue lo que me impulsó a
escribirle esa carta a lord Englemere para decirle cómo estaban aquí las cosas.
Gracias al cielo, despidió a Gilbert y a Barksdale antes de que éste pudiera
cumplir su amenaza.
—No
me extraña que te ofrezca la mitad de sus víveres.
Martin
se encogió de hombros.
—Sólo
intenta hacer lo que está bien. Es un alma caritativa; buena hasta la médula,
sin importar lo que la vida le dé.
Tras
dejar a Martin en su casa, Damon regresó a la mansión con la cabeza llena de
hechos y de caras, y con la mente bullendo con proyectos y remedios
potenciales. Mientras planeaba y hacía cálculos, su corazón sufría por la
miseria y desesperanza de la gente a la que había visitado. Esa noche vería la
cara lánguida de Biddy Cuthbert en sus sueños.
Tras
la pobreza abyecta que había presenciado, al entrar en la casa se sintió de
nuevo impresionado por las inmejorables condiciones de aquel inmueble. El
exterior de piedra y el tejado de madera habían sido reparados y limpiados
recientemente. Dentro, los suelos pulidos brillaban y la pintura reciente
cubría las paredes. Los cristales de las ventanas resplandecían y tanto las
cortinas como la tapicería parecían nuevas. Aunque distaban de ser grandiosos,
los muebles de las diversas estancias tenían estilo y eran de la más alta
calidad.
Definitivamente
Matt Gilbert no había sufrido con el resto de la finca por la caída de los
precios.
Una
de las cosas recurrentes que había oído en las historias de los arrendatarios
aquel día era la crueldad, la indiferencia y la avaricia del ayudante de Gilbert,
Barksdale. Al principio Damon había pensado que tal vez el primo de Tyler le
hubiera dejado a su agente la desagradable tarea de hacerse cargo de la
producción y de los alquileres, para poder así jugar él el papel de caballero
magnánimo cuando pasease por la finca. Sin embargo, parecía que Gilbert hubiese
delegado las operaciones del día a día enteramente a su subordinado, pues los
arrendatarios aseguraban que apenas habían visto al señor Gilbert.
¿Habría
estado al corriente el primo de Tyler del sufrimiento de la gente de Blenhem?
¿O se habría limitado a recibir gustoso el dinero que Barksdale les sacaba, sin
saber y sin preocuparse por su destino siempre y cuando su casa estuviese bien
amueblada y no le faltase de nada?
Con
las ideas y las emociones aún desordenadas en su cabeza, Damon se tomó rápido y
en silencio la cena que Elijah le sirvió en el comedor; impaciente por
trasladarse al despacho para poder comparar los libros de cuentas que Tyler le
había dado con aquéllos que guardaban en Blenhem.
Mientras
recogía la mesa, Elijah dijo:
—Imagino
que estaréis cansado después de haber estado todo el día por la finca. ¿Deseáis
que os lleve brandy a la sala u os retiraréis
inmediatamente?
—¿Retirarme?
—repitió Damon—. ¡Desde luego que no! Probablemente me quede levantado hasta
tarde. Por favor, haz que envíen más velas al estudio.
Cuando
Damon llegó por fin al estudio poco después, los libros que había llevado
consigo habían sido ordenadamente alineados sobre el escritorio junto con las
velas adicionales y una frasca de aguardiente.
Elijah
no era tan mal tipo, a pesar de sus modos taciturnos, pensó mientras se sentaba
ante los libros.
Varias
horas de contemplación más tarde, Damon hizo una pausa para disfrutar de una
copa de aguardiente, furioso y perplejo tras examinar las cuentas. Los libros
de Tyler, llenos de cifras que debían de haber sido copiadas por su secretaria
de Londres desde los informes enviados por Gilbert, eran detallados y exactos.
Pero los libros de Blenhem Hill no sólo no correspondían con los datos de Tyler,
sino que los números variaban desde casi ilegibles hasta incoherentes.
Varios
gastos estaban apuntados simplemente bajo categorías generales como «mansión» o
«granjas», escritos en columnas que a veces estaban mal colocadas, o sin
terminar. Los sumarios mensuales estaban escritos con otra letra totalmente
diferente.
Exasperado,
cuando el mayordomo entró para rellenar la frasca, Damon le dijo:
—Sé
que esto no es asunto tuyo, ¿pero sabrías por casualidad quién hizo las listas
de los libros de la finca? Parecen estar escritas con dos letras diferentes.
Tras
observar la página, el mayordomo dijo:
—Las
cifras que son difíciles de leer, aquí —tocó la página—, fueron escritas por el
señor Gilbert. Las más pequeñas y ordenadas fueron escritas por el señor
Barksdale.
Como
Damon había deducido. Amargamente satisfecho tras confirmar su suposición
mediante alguien que conocía a ambos hombres, dijo:
—¿De
modo que el señor Gilbert no se ocupaba él solo de los libros? ¿Le permitía
acceso a Barksdale?
—Acceso
a los libros y a todo lo demás en Blenhem —respondió Elijah.
—Mala
manera de llevar la propiedad de la que era responsable —dijo Damon, que
finalmente perdía los nervios tras todas las indignidades que había presenciado
aquel día.
Para
su sorpresa, el impasible Elijah esbozó una sonrisa.
—Desde
luego, señor. En general el señor Gilbert no era un mal tipo. Se daba aires,
recordándoles siempre a todos que era el primo de lord Englemere y
fanfarroneando sobre su servicio con Wellington. Aunque si hacía tan poco en el
ejército como hacía aquí, me extraña que no fuera expulsado. La única vez que
se esforzó fue cuando contrató a una prostituta de la ciudad. De lo contrario,
se lo dejaba todo a Barksdale. Ése no era perezoso en lo más mínimo. Siempre
estaba metido en los asuntos de todos. Además era cruel.
Damon
tuvo que esforzarse por no quedarse con la boca abierta. Elijah se había
abierto como la tierra fértil bajo el arado, y le había ofrecido más palabras
en aquel discurso de las que Damon había conseguido sacarle en los casi dos
días que llevaba en Blenhem.
—Gracias
por la información, Elijah. Agradecería cualquier información tuya, del
personal o de los arrendatarios sobre lo que ha estado ocurriendo aquí.
Pretendo hacer las cosas bien, lo prometo.
Elijah
lo estudió en silencio durante unos segundos.
—Os
creo, señor Salvatore. Dejad que os diga lo contento que estoy de que lord
Englemere os enviara aquí.
Tras
rellenar la frasca, Elijah se retiró y Damon volvió al trabajo.
A
medianoche, su rabia había resurgido. Por lo que pudo averiguarlas cosechas en
todas las granjas habían ido decreciendo progresivamente. Aun así los
alquileres habían subido, a veces exageradamente, con cada renovación desde que
Gilbert tomó el control de la propiedad. El desastroso estado de los libros de
cuentas de Blenhem hacía que fuera imposible determinar exactamente cuáles
habían sido los gastos y los ingresos. El informe enviado a Tyler en Londres
podría haber sido falso.
En
resumen, los libros de cuentas de Blenhem no resultaban de ninguna ayuda.
Tendría que empezar con las últimas cifras que Martin había compilado, luego
recorrer la finca y consultar con cada arrendatario sobre cada detalle
relacionado con las operaciones de las granjas antes de poder hacer alguna
estimación útil sobre los ingresos y los gastos del año.
En
cuanto a la hilandería, en los libros no había cifra alguna que detallara lo
ocurrido con los fondos que Tyler había invertido en la construcción y
equipamiento de esa empresa.
Si
hubiera podido ponerles las manos encima en aquel momento a Matt Gilbert y a su
ayudante, Damon los habría encadenado a un arado y los habría enviado a la
oscuridad de la noche a limpiar todos los campos infestados de zarzas de
Blenhem.
Poco
a poco su rabia se fue convirtiendo en fatiga a medida que apuraba el licor.
Estaba apagando las velas para marcharse cuando oyó voces en el recibidor
principal, y lo que parecía ser una disputa.
Se
había levantado de la silla para ir a investigar cuando, tras un golpe en la
puerta, entró Elijah con rostro pétreo.
—Hay
una persona que desea veros, señor. He intentado echarla, siendo una hora tan
avanzada de la noche, pero ella insiste en que debe hablar con vos.
Para
sorpresa de Damon, la delgada figura de una joven se abrió paso a través de Elijah
y entró en la habitación.
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