Hola

BIENVENIDOS A TOD@S A ESTE BLOG, ESPERO QUE DISFRUTÉIS LEYENDO LAS ADAPTACIONES DE CRÓNICAS VAMPÍRICAS.

COMO SABÉIS LOS PERSONAJES NO ME PERTENECEN Y LAS HISTORIAS QUE ADAPTARÉ TENDRÁN EL NOMBRE DE LA AUTORA AL FINAL DE CADA HISTORIA


GRACIAS

13 febrero 2013

Dolor y Amor Capitulo 07


Capítulo 7
Elena no se movió, incapaz de creer lo que Damon acababa de decir. ¿Que se lo demostrase? ¿Cómo?
Él cruzó la distancia que los separaba y la agarró de la muñeca.
-Ven aquí.
Su orden le produjo un pinchazo instantáneo en el centro de su pasión, y su tacto en la muñeca le produjo un deseo incontrolable de más. Ella lo miró, sintiéndo­se como un animal acorralado por un depredador a punto de saltar sobre él.
¿Acaso pensaba él lo que ella creía que pensaba?
-¿Por qué? -logró decir por fin.
La presión de su muñeca se incrementó.
-Ven aquí y lo sabrás.
¿Cómo podía hacer que perdiera el control sólo con una frase? Lo amaba. Lo deseaba y se moría por que la tocase desde que salieron de Nueva York. Se sentía más viva ahora con sus dedos rodeando su muñeca de lo que se había sentido en el momento de la boda.
Se dejó llevar dócilmente hasta su lado. Una vez allí, se quedó acostada en silencio total, esperando lo siguiente.
-Siéntate.
Cautivada por la intensa sensualidad que emanaba de él, ella lo obedeció sin un murmullo. Se arrodilló frente a él y pudo ver que aún llevaba puestos los boxers de seda. ¿Lo había hecho por ella?
-Suéltate el pelo, tesoro.
No sabía el motivo, pero era incapaz de negarse a la sensual voz de su marido. Se deshizo la trenza con cui­dado, peinándose con los dedos los largos mechones castaños que caían como una cortina por su espalda y sobre un hombro. Él la miró con tal concentración, que ella empezó a temblar.
Cuando acabó, él alargó la mano y pasó los dedos por los mechones que caían sobre su hombro y su pe­cho.
-Es tan suave.
Ella tembló cuando le rozó el pezón con las yemas de los dedos. Él sonrió y volvió a repetir el gesto, ini­ciando la caricia en su nuca y bajando. Pero esa vez, al llegar al pecho, se detuvo en el pezón y lo acarició has­ta que se endureció. La tela del camisón era muy fina y ella sintió que su excitación crecía.
-Quítate el camisón -dijo él con voz gutural.
Ella se quedó sin aliento y sacudió la cabeza. No creía que fuera capaz de hacerlo. No era una amante experimentada acostumbrada a desvestirse para un hombre. Nunca había estado desnuda con un hombre antes de Damon.
-¿Quieres que deje de tocarte?
¿Cómo podía preguntarle algo tan estúpido? Apenas había empezado y ya sentía que todo su cuerpo estaba en alerta roja.
-No.
-Entonces, quítatelo -el tono sensual de su voz la puso aún más nerviosa, pero él dejo caer la mano y es­peró.
-Estás siendo mandón otra vez -susurró ella.
Él se encogió de hombros.
Eso era todo. Sin palabras ni gesto alguno. ¿Y si no se quitaba el camisón...? ¿se darían la vuelta y se dor­mirían? Aquello le pareció tan imposible que la hizo sonreír. Su mente le pedía una tregua, pero su cuerpo temblaba porque sabía lo que Damon podía darle.... placer más allá de la fantasía.
¿Acaso importaba si para él era un deber, cuando lo hacía tan bien?
Cuando él la tocaba, se sentía amada. Ya sabía que no era así, pero ya se enfrentaría a la realidad más ade­lante. Por ahora, el suponía la pasión que la llamaba como un canto de sirena. Si acababa chocando contra las rocas del amor no correspondido, al menos el viaje habría sido más satisfactorio que la soledad del océano que había conocido hasta aquel momento.
Una vez tomada la decisión, empezó a quitarse el camisón por encima de la cabeza. Unas manos cálidas y seguras le tomaron los pechos cuando su cabeza aún estaba atrapada en la tela. La sensación fue tan increí­ble que todo su cuerpo se detuvo arrobado por la sensa­ción. Y se quedó, literalmente, en la oscuridad.
Damon le acarició los pezones con los pulgares, dibu­jando círculos concéntricos a su alrededor hasta que ella pensó que se volvería loca de deseo. Ella gimió y arqueó el cuerpo ante su tacto, con todo su ser concen­trado en dos pequeños puntos y el placer que le estaban dando.
Él soltó una carcajada y una de sus manos abando­nó su pecho. Ella hizo un ruidito de protesta y después sintió que le quitaba el camisón del todo. De repente pudo verlo y sentirlo, y lo que vio fueron unos ojos ar­dientes de deseo. Él se movió para atraerla a sus brazos y ella aterrizó contra los suaves rizos negros de su pe­cho, temblando por la reacción de sentir por primera vez su cuerpo sin más barreras que los boxers de seda.
-¿Estás bien, verdad?
Ella lo besó entre el cuello y el hombro, deseosa de probar la sal de su piel y oler su inconfundible aroma ligeramente picante.
-Sí.
El brazo que le rodeaba la cintura la apretó más hasta que le resultó difícil respirar. Él la soltó de inme­diato, pero ella estaba tan orgullosa de la reacción que había provocado que repitió el beso, esta vez lamiendo delicadamente su piel hasta la clavícula. Él le acarició los pechos, pellizcando los pezones y enviando oleadas de sensaciones a sus lugares más femeninos.
La otra mano se movió hasta que llegó a la vulnera­ble suavidad entre sus muslos. Ella se encogió ante la caricia, buscando el placer que recordaba con ciega pa­sión. Él la acostó de espaldas y se puso sobre ella, acostado sobre un hombro.
-Quiero hacerte el amor.
-Sí.
El asentimiento apenas tuvo tiempo de salir de su boca, porque sus labios vinieron a su encuentro. Él in­mediatamente se perdió en la profundidad del beso y tomó el mando dejándola sin aliento y deseosa de más. Mientras la besaba con fervor, ella se encontró total­mente a su merced, y sus manos la recorrieron de arri­ba abajo en repetidas caricias eróticas que la hacían de­searlo aún más.
-Eres tan apasionada, piccola mía.
Desde luego, ella no se sentía pequeña, sino toda una mujer, pero tal vez su desinhibida respuesta no fue­ra buena idea. Quizá a él le gustase una pareja más co­medida. Pensando en Caroline, Elena pensó en que él debía estar acostumbrado a una pareja más sofisticada.
-No puedo evitarlo -respondió, avergonzada.
Su mirada era masculina y primitiva:
-No quiero que lo evites.
-¡Oh!
Ella se mordió un labio, preguntándose por qué ha­bía dejado de besarla y por qué su mano estaba quieta sobre su cintura.
Entonces él hizo algo muy extraño. Le colocó el pelo sobre la almohada, con tanta calma que ella estaba ansiosa cuando acabó.
-¿Por qué has hecho eso?
-He soñado contigo así.
¿Sería verdad?
-¿Has soñado conmigo? -no podía aceptar que el hombre que consideraba que tocarla era una obliga­ción, soñara con ello.
Él no respondió y tomó un mechón de su cabello para utilizarlo como un pincel y «pintar» su cuerpo, prestando especial atención a los pechos y a los pezo­nes. Él no pareció apreciar que su cuerpo era un poco más redondeado de lo que marcaban los cánones de be­lleza actuales. A juzgar por su expresión, no parecía importarle que fuera casi quince centímetros más bajita que Caroline y que tuviera una talla más que ella de suje­tador y de vestido.
Lo largo de su pelo le permitía hacerle cosquillas en el ombligo y lo hizo de un modo tan erótico, que pron­to estuvo agitándose y moviéndose impúdicamente en una búsqueda inconsciente de aliviar la tormenta que batía entre sus piernas.
Ella quiso tocarlo, pero él la detuvo.
-No.
-¿Por qué?
-Ésto es para ti, tesoro.
-Yo también quiero que sea para ti -replicó ella.
Él ignoró sus palabras, besándola en sumisión total a él. En italiano le dijo lo sexy que era, lo bello que en­contraba su cuerpo y cada parte de él por separado. Al­gunas de sus palabras eran tan directas que la avergon­zaron un poco, pero también le parecieron provocativas.
¿Por qué no la tocaba donde ella lo necesitaba?
Ella se dio cuenta de que había realizado la pregun­ta en voz alta cuando él se rió y contestó:
-Todo a su momento, tesoro. Para hacerle el amor a una virgen no hay que apresurarse.
-A esta virgen no le importará, ¿eh? -le aseguró ella.
Él volvió a reír y continuó con sus caricias enloque­cedoras. Ella gritó de alivio cuando su boca se cerró sobre uno de sus pezones, pero el alivio pronto se con­virtió en una necesidad aún mayor. Él succionó hasta que ella lloró de deseo y le suplicó que parara. Enton­ces pasó al otro pecho y un momento después ella era puro deseo.
Sus manos se deslizaron hasta los suaves rizos entre sus piernas y jugueteó acariciándola con suavidad.
-Me perteneces.
-Sí -¿cómo podía dudarlo?
Sus dedos se hundieron entre sus piernas para en­contrar la evidencia de su excitación. Ella abrió las piernas, sin preocuparse ya de si sus acciones delataban su fuerte necesidad de él.
Él la acarició como lo había hecho la última vez, ro­deando dulcemente la flor de su feminidad y frotándola en movimientos repetidos hasta que ella acabó en un grito de éxtasis que siguió resonando en sus oídos mu­cho después de que acabara.
Su mano se detuvo, pero no la retiró. Ella se quedó inerte, preguntándose qué haría entonces.
Él la beso. Suavemente. Posesivamente.
Sus manos se movieron y ella sintió algo dentro de su cuerpo por primera vez. La sensación fue increíble.
-¡Qué bien! -gimió ella.
Él sonrió, como el macho primitivo reclamando a su mujer.
-Será aún mejor -prometió, y su dedo se hundió aún más.
Increíblemente, su cuerpo respondió con un nuevo ardor y ella pudo sentir cómo su cuerpo se preparaba para una nueva explosión. Él intentó llegar más lejos, pero ella sintió dolor e intentó apartarse instintivamen­te, pero él no la dejó.
-Confía en mí.
Sus miradas se encontraron y ella asintió, con lágri­mas casi en los ojos por lo incómoda que se sentía.
Su pulgar acarició su lugar más suave mientras que empujaba inexorablemente hacia delante hasta que el calor se hizo casi insoportable. Su boca acudió a su pe­zón izquierdo mientras empujaba la barrera y presiona­ba de una forma íntima que ella no hubiera podido ima­ginar en las actuales circunstancias.
El dolor se transformó en un increíble placer mien­tras le hacía el amor como un hombre experto en la materia.
El placer creció y creció hasta que todo su cuerpo empezó a agitarse al borde del climax. Entonces le mordió el pezón suavemente y todo en su interior se convulsionó de la forma más increíble posible.
Compararlo con fuegos artificiales hubiera sido de­masiado poco, y con una supernova, demasiado distan­te para la intimidad que habían compartido.
«Amor» era la única palabra que podía describir la reacción de su cuerpo ante lo que le había hecho su marido.
Ella se agitaba cada vez que movía la mano, hasta que se quedó adormilada.
Lo sintió moverse a su lado y ponerse en su silla, pero fue incapaz de abrir los ojos para ver qué ocurría.
Después de un rato, ella no sabría decir cuánto, él volvió a la cama y sintió el roce suave de una toalla en­tre sus piernas. Ella se encogió, consciente de lo que él estaba haciendo, pero él la apaciguó con una caricia.
-Sssh, tesoro. Déjame hacerlo. Es un honor para un marido.
Aún recuperándose del otro «honor de marido» que acababa de disfrutar, se relajó y le dejó hacer, sintién­dose bien aunque un poquito violenta.
Después, él la atrajo hacia sí y la rodeó con sus bra­zos sólidos y musculosos.
-Esto, lo que acabo de hacer, no es un deber para mí.
Recordando sus bellas palabras y sus besos llenos de pasión, ella lo creyó. Ambos se habían equivocado y habían dicho cosas que no sentían, pero a él le gustaba tocarla y lo había dejado muy claro. Ella sonrió, ador­milada y contenta. Se acurrucó contra él y le dijo pala­bras de amor.
En el borde de la inconsciencia, ella lo oyó decir:
-Ahora no puede haber anulación.
Quiso preguntarle qué quería decir aquello, pero es­taba demasiado cansada.


Elena despertó desorientada. ¿Por qué hacía tanto calor? No podía mover la cabeza. Pero el pánico sólo duró un segundo, hasta que se dio cuenta de que lo que la impedía moverse era el peso del brazo de Damon sobre su caja torácica. También tenía una mano colocada en actitud posesiva sobre uno de sus pechos. Damon.
Sus ojos se abrieron de golpe y vio, a la cálida luz del sol italiano, la forma acostada del hombre que esta­ba a su lado. Ninguno de los dos llevaba nada de ropa, aunque la sábana lo cubría hasta la cintura. De repente, ella se sintió alarmada.
¿Qué había hecho?
Había dejado a Damon amarla. Eso era lo que había pasado, y el dolor tan íntimo que experimentaba entre las piernas era la prueba de ello. Pensando en cómo la había tocado sintió una oleada de calor y su mirada se dirigió irresistiblemente hacia él.
Su cara estaba relajada por el sueño, parecía más jo­ven y menos intimidante, pero ni siquiera dormido se le quitaba el gesto arrogante de la boca. Su pelo negro es­taba revuelto y una sombra cubría su mandíbula. Verlo así le pareció muy especial, tan privado como lo que habían compartido la noche anterior.
Pero realmente no lo habían compartido. Él no ha­bía querido que ella lo tocara. ¿Por qué? Incapaz de contenerse, alargó la mano para apartar un mechón re­belde que le caía sobre la frente. Ante su insistencia, no lo había acariciado la noche anterior, pero ahora, al ver que no se despertaba, dejó que sus dedos recorrieran su pecho, como había deseado hacerlo la noche anterior. Su pelo era suave y brillante y jugueteó con él. A modo de tentativa presionó un poco con el dedo sobre su piel para comprobar la fuerza de sus músculos. Era dema­siado bello. Sabía que, si él oía que le describían así, quedaría tremendamente ofendido, pero para ella él era el epítome de la belleza masculina: fuerza, virilidad, dureza y altura. Era mucho más alto que ella y tumba­dos como estaban, eso quedaba aún más claro. Él se es­tiró y ella retiró la mano a toda prisa, temerosa de que la encontrase mirando y tocándolo como si fuera un ju­guete nuevo.
Él volvió a quedarse inmóvil y ella suspiró aliviada, ¿le molestaría que le despertara con sus caricias? Ella habría deseado saber más acerca de los hombres y lo que les hacía reaccionar. Damon era el único hombre que la había interesado nunca, pero era incomprensible para ella como un libro en chino.
Pero le había dejado saber algo de él: le había dicho que se había enfadado porque se creía ignorado y le ha­bía dicho que tocarla no era un deber. Estaba bien para ser el principio.
Y había dejado bien claro que quería que siguieran casados. Entonces comprendió el significado de sus úl­timas palabras la noche anterior. Damon había consumado su matrimonio, ella ya no era virgen y eso impedía obtener la nulidad. Lo había hecho a propósito... pero ella no podía enfadarse por eso, porque sus actos le habían demostrado que deseaba que siguieran juntos.
Ella sonrió pensando eso y el brazo de Damon se mo­vió. Estaba despertando.
Él abrió los ojos y su luz plateada la atrapó como un imán cuando la miró.
-Buon giorno —su voz sonaba aún adormilada.
Ella era ahora más consciente de que su mano se­guía sobre su pecho.
-Buenos días -respondió ella, casi con frialdad.
-¿Estás bien? -él necesitaba asegurarse de que todo iba bien.
-Sí -respondió ella que, algo violenta por aquella intimidad, intentó moverse hacia un lado sin éxito-. Tenemos que levantarnos. La sesión de fisioterapia em­pieza dentro de menos de una hora.
Ahora que estaba despierto, ella pensaba que, aun­que quisiera seguir casado con ella, al no quererla, la imagen no podía ser perfecta.
-¿Qué pasa, cara? ¿Estás dolorida? -preguntó él, en lo que ella consideró una falta de tacto.
Ella se preguntó qué harían otras mujeres en la pri­mera mañana después de hacerlo.
-Un poco.
Él le levantó la barbilla y la obligó a mirarlo.
-Lamento haberte hecho daño.
Ella vio que era sincero, pero no quería que se sin­tiera culpable por algo tan natural.
-No ha sido nada -dijo, intentando sonar todo lo sofisticada que no se sentía-. Se supone que siempre es un poco doloroso la primera vez.
-Menos doloroso que si hubiera sido una primera vez convencional, ¿no? Eres muy apasionada, pequeña.
-¡Damon! No creo que sea necesario hablar de esas cosas.
-No tienes que sentirte tímida conmigo, tesoro. Soy tu marido.
Aquella frase le recordó a lo que él le dijo cuando admitió su virginidad ante él.
-Damon, tu idea de lo que debe avergonzarme y lo que no, no se parece en nada a la mía.
-Eres muy inocente.
-Ya no.
Él la miró arrobado.
-No, tesoro. Ya no. Ahora me perteneces.
-Para bien o para mal -dijo, con una amargura ines­perada.
-¿No estás contenta de estar casada conmigo? No lo creo después de lo de anoche -dijo él, frunciendo el ceño.
-Asúmelo, Damon. Esta boda no es lo que ninguno de los dos hubiéramos deseado para nuestro futuro -y cuando pronunció esas palabras, se dio cuenta de lo rea­les que eran.
Damon había planeado casarse con una supermodelo y ella quería casarse por amor.
Él le acarició la mejilla en un extraño gesto de cariño.
-Eso es verdad, pero rara vez las cosas salen como las habíamos planeado.
-Supongo que tienes razón -dijo ella, poniéndole la mano sobre el corazón-, pero yo había pensado casar­me por amor.
El la rodeó con el brazo y la miró de un modo que ella no supo interpretar.
-Tú me quieres.
Ella abrió la boca para replicar, pero él siguió ha­blando.
-No me niegues el regalo de tu amor —le colocó un dedo sobre los labios, cerrándoselos-, lo atesoraré siempre.
Antes de confirmar o refutar sus palabras, ella ex­presó su preocupación en voz alta.
-Tú no me quieres.
-Tú me importas, tesoro. Te seré fiel -de nuevo le acarició la mejilla-. Tendremos una buena vida juntos.
Ella no respondió. No podía hacerlo. Saber algo y oír­lo eran dos cosas distintas, como acababa de descubrir. Ya sabía que Damon no la amaba, pero había deseado secreta­mente que aquella insistencia en casarse con ella signifi­cara algo más. Oírle decir que sólo se preocupaba por ella y que vivirían bien era como recibir un impacto mortal.
Damon no era su enemigo, pero en aquel momento le hizo más daño que todas las pequeñas crueldades de su madrastra a lo largo de muchos años. Elena auguró años de soledad en su matrimonio, deseosa de amor, pero la perspectiva más devastadora era que Damon no estuviera allí.
Ella tomó aliento intentando no dejar ver sus emo­ciones.
-Seguimos teniendo que levantarnos.
Él parecía querer seguir con la discusión, pero ella no podía aguantar más.
-Por favor -suplicó ella, sin importarle parecer pa­tética porque no podía soportar aquella conversación un minuto más.
Él sacudió la cabeza.
-No te puedo dejar marchar así. Debes confiar en mí y creer que nuestro matrimonio será todo lo que un matrimonio debe ser.
-¿Querías a Caroline? -pregunto en un ataque de ma­soquismo.
-Con Caroline tuve sexo. En un momento dado, creí que era algo más, pero ahora todo lo que recuerdo es eso.
A ella no le gustaba que él recordase el sexo con Caroline. Sexo real. Algo que ellos no habían podido ex­perimentar aún.
-¿Y conmigo? -preguntó ella.
- Es infinitamente más.
-Pero no es amor -dijo ella, preguntándose por qué se forzaba a pasar por todo aquello.
Su gesto se endureció y pareció buscar las palabras, que, cuando llegaron, no resultaron ser las más apro­piadas.
-Nosotros tenemos una historia.
-Caroline y tú también tenéis una historia.
-Caroline es el pasado y tú eres el presente.
-La mujer a la que no amas pero que no dejas mar­char.
-¿Quieres marcharte?
Ella tragó saliva, incapaz de pronunciar una mentira tan grande.
Él tiró de ella para colocarla sobre su pecho, exci­tándola cuando aún luchaba por contener sus emocio­nes. Cuando sus rostros estuvieron a pocos centímetros de distancia, le dijo.
-Sé que no quieres.
-No -dejarlo sería como si le amputaran una pierna sin anestesia, pero vivir sin amor sería tan doloroso como tener una herida siempre abierta.
Mirándolo a los ojos, ella descubrió una chispa de esperanza. Él no quería dejarla marchar. Aquello tenía que significar algo. Tal vez no la quisiera, pero tenían por delante una vida juntos. En algún momento, se da­ría cuenta de que ella era la mujer perfecta para él. Damon era inteligente.
Él la beso, y la reacción carnal no se hizo esperar; pronto sus manos estaban recorriendo su espalda y su trasero con seguridad.
Ella se dejó llevar sin protestas, necesitada de la in­timidad física después de la negación de los lazos emo­cionales.
Llegaron tarde a la sesión de fisioterapia, pero Tay se rió bromeando acerca de los recién casados. Dijo que entendía cómo una mujer como ella podía hacer que Damon se retrasara por las mañanas y ella se pregun­tó si Tay entendería también que Damon no se dejara to­car por su mujer...
Damon había vuelto a hacerlo; la había seducido, pero no había dejado que ella lo tocara mientras la explora­ba. Ella se preguntaba el motivo y si Damon vería como una traición que consultara a Tay si había alguna razón fisiológica que explicase ese comportamiento.
Damon tiraba y tiraba en la máquina de remo con una fuerza procedente de la frustración. Quería andar, mal­dición. Quería hacerle el amor a su mujer. Con todo su cuerpo.
La noche anterior pensó que habría una posibilidad cuando su miembro tuvo una erección a medias al em­pezar a tocarla, pero aquello no duró y aquello le dejó una sensación odiosa de incapacidad sexual.
Esa mañana ella había querido hablar de sus emo­ciones y él no había sabido qué sentía. La necesitaba en su vida como no había necesitado a Caroline, pero su in­capacidad sexual restaba puntos a esa verdad e ignora­ba si su esposa lo sabría. Ella se había enfadado cuando no había sido capaz de decirle que la amaba, pero ¿no se daba cuenta de que lo que ellos tenían era más dura­dero que el ideal de amor romántico?
Él se había entregado a ella, y ella a él. En su mo­mento, vendrían los niños. Había esperado poder con­cebirlos de forma natural, pero la repetición aquella mañana de la erección a medias de la noche anterior había puesto fin a sus esperanzas.
Quería que Elena se quedase embarazada. Había pensado que la consumación del matrimonio la situaría definitivamente en su papel de esposa, pero aún notaba la inquietud que había en ella. Una vez que estuviera emba­razada, no volvería a pensar en marcharse nunca más.

1 comentario:

Post Relacionados

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...