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COMO SABÉIS LOS PERSONAJES NO ME PERTENECEN Y LAS HISTORIAS QUE ADAPTARÉ TENDRÁN EL NOMBRE DE LA AUTORA AL FINAL DE CADA HISTORIA


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30 abril 2013

En tus brazos Capitulo 03


Capitulo 03
La noche ya estaba bien entrada cuando Elena Gilbert se bajó del carromato en el que se había subido tras perder el carruaje a Hazelwick, el pueblo más cercano a Blenhem Hill. Había albergado la esperanza de llegar allí lo suficientemente temprano como para poder avisar a su hermano para que fuese a buscarla antes de que oscureciera, pero una vez más las circunstancias habían conspirado en su contra.


La última quincena había sido desastrosa. Tras dejar la finca de los Lookbood en Selbourne Abbey, había esperado no pasar más de unos pocos días en la carretera, una semana como mucho. Sus ahorros le darían para los billetes del carruaje y tal vez algunas cenas modestas, siempre que tomara todos los carruajes a tiempo y pasara casi todo el día viajando.

En vez de eso, durante cada tramo del viaje había ocurrido algún accidente o desastre que la había hecho detenerse. Desde un caballo enfermo en el primer carruaje, hasta un eje roto en el siguiente, pasando por un conductor borracho que había obligado al carruaje a salirse de la carretera y acabar en una zanja. Y en todas esas ocasiones había llegado demasiado tarde como para hacer los transbordos, de modo que había tenido que pasar más noches en la carretera.

Tras despilfarrar en alojamientos durante las primeras noches, conseguir una habitación se había vuelto imposible, pero incluso por un lugar seco bajo el techo de un establo se había visto obligada a pagar algunos peniques muy preciados. Con el estómago rugiéndole con el olor del estofado que salía de la posada de Hazelwick, mientras le daba su última moneada al granjero que le había dejado espacio en su carreta, intentó no recordar cuándo había comido por última vez.

Aunque el granjero había aceptado a regañadientes llevarla hasta Hazelwick, el taciturno caballero se había negado a llevarla hasta su destino final. Elena esperaba poder encontrar a alguien en la posada para que le hiciese ese favor, a cambio de un pago cuando llegase a Blenhem Hill.

Las esperanzas de convencer a alguien para hacerlo habían sido muchas cuando el viaje podía realizarse a la luz del día. Pero ahora que la oscuridad había caído, sus opciones disminuían.
Tendría que conseguirlo de alguna manera. Con el bolso vacío, no podía permitirse cenar ni buscar alojamiento para pasar la noche.

—¿Necesitáis alojamiento, señorita? —le preguntó el posadero cuando entró en la taberna—. Mi esposa ha preparado un estofado estupendo —nada más fijarse en su ropa polvorienta del viaje, su hatillo y su aspecto solitario, se detuvo en seco y su sonrisa de bienvenida se esfumó.

Ninguna mujer respetable viajaba con tan poco equipaje, sin la compañía de una doncella que la ayudara. Sintió cómo se le sonrojaban las mejillas por la rabia ante lo que debía de estar pensando el posadero mientras hablaba.

—Mi posada es una casa honesta. No alquilo habitaciones a personas como…

—No necesito una habitación —dijo ella—. Necesito transporte hasta Blenhem Hill. Tengo un asunto con el gerente allí.

—Apuesto a que sí, señorita —respondió el posadero—. Bueno, imagino que, si tenéis alguna moneda, Will, el chico del establo, podrá llevaros, aunque haya caído la noche, pues no os dejaría sola por ahí.

—No puedo pagar por adelantado —dijo ella—. Vuestro hombre recibirá el dinero cuando yo llegue a Blenhem Hill.

El posadero negó con la cabeza impacientemente.

—No voy a enviar al chico con mi calesa sin recibir el dinero primero. Siempre se ha hecho así, tal y como está el negocio, y no pienso cambiar eso ahora.

—Os aseguro que seréis recompensado generosamente. El doble de la tarifa habitual.

Elena no tenía ni idea de lo que cobraba habitualmente el posadero por trasladar objetos a Blenhem Hill, y sólo esperaba que su hermano no se enfadase con ella por haber doblado el precio. Pero sin fuerza, sin dinero y sin ánimo, tenía que llegar a Blenhem Hill aquella noche.

—¡Doblar el precio! Debéis de confiar mucho en vuestros encantos —dijo el posadero—. Pero la respuesta sigue siendo «no». Si no tenéis el dinero, será mejor que os marchéis antes de que salga mi esposa y os vea. Vamos. ¡Fuera!

El hombre se aproximó agitando los brazos. Insultada por su insinuación de que era una mujer de baja reputación decidida a seducir a su propio hermano, Elena vaciló, dividida entre defender su postura y arriesgarse a que la arrastrase por todo el establecimiento para echarla a la calle.

—Yo me encargaré de ella —dijo una voz de mujer.

Elena se fijó entonces en una chica que dejó su delantal sobre la barra.

—Muy bien, Mary, pero vuelve en seguida. Hay clientes con dinero a los que atender —dijo el posadero, y le dirigió a Elena una última mirada de desprecio.
La camarera señaló hacia la puerta. Sin valor y sin fuerzas para decidir qué hacer, Elena se rindió y la siguió.

—No es mal hombre, pero tampoco muy listo —dijo la chica cuando salieron a la calle—. De lo contrario habría visto enseguida que no eres una prostituta. Tienes asuntos en Blenhem Hill, ¿verdad?
Alentada por la primera muestra de amabilidad que se había encontrado en su viaje, Elena contestó:
—Sí. Y necesito encontrar a alguien que me lleve allí esta noche.
—En eso no puedo ayudarte, pero puedo decirte cómo llegar allí. ¿Ves esa carretera que sale desde la fragua? Síguela y te llevará a Blenhem Hill. No está a más de siete kilómetros, y esta noche habrá luna.

Siete kilómetros. Cansada como estaba, podrían ser como setecientos. Pero parecía que, si quería llegar a Blenhem Hill esa noche, sus pies tendrían que llevarla hasta allí.
—Gracias, Mary —respondió Elena—. Cuando venga al pueblo la próxima vez, te traeré una moneda por tu amabilidad.
La chica se encogió de hombros.
—Es difícil que una mujer que viaja sola no se encuentre con problemas. Mantente pegada a la carretera y no te perderás, pero ten cuidado. Si oyes a alguien aproximarse a caballo o en carro, escóndete entre los matorrales rápidamente hasta que pasen. Te deseo la mejor de las suertes.
Siete kilómetros. Podría seguir andando durante siete kilómetros más. Tomó aire, agarró su equipaje con fuerza y comenzó a caminar.
Con la caída de la noche, se levantó un viento que le heló los huesos, a pesar de su capa de viaje. Tan cansada que apenas podía pensar, siguió andando y sin dejar de mirar a la carretera que tenía delante, concentrándose sólo en poner un pie delante del otro.
En una ocasión tropezó en un hoyo y se cayó. Se le escapó la maleta de la mano y rodó hasta el otro lado del camino. Estuvo a punto de apoyar la cabeza en la tierra y rendirse.
Trató de darse ánimos pensando que su padre estaba bajo el fétido calor de la India, adoctrinando al ejército y a los miembros de la compañía de John, lejos de casa y de todo lo que le era familiar. Su hermano había seguido a Wellington en Waterloo. Su querido Jeremy había pasado los veranos y monzones en la India, sirviendo a su nación con orgullo. Lo único que ella tenía que hacer era caminar unos cuantos kilómetros por tierra inglesa. Reunió toda la fuerza de voluntad que poseía y se obligó a sí misma a incorporarse y a recoger su maleta.
Centró su mente en la imagen de Matt recibiéndola calurosamente, haciéndole olvidar su tristeza mientras le mostraba la finca que dirigía para lord Englemere. Habría una gran mansión, campos llenos de maíz, casitas con techos de paja.
Tal vez su hermano tuviera incluso una esposa, y hasta hijos. Se imaginó con un bebé sonriente en la rodilla, llenando el vacío de su alma mediante el cuidado de una niña como la pequeña Caroline, enseñándole las letras y los números. Tal vez después de haber descansado y haberse recuperado, Matt o su esposa sabrían de alguna familia gentil que tuviera otro puesto para ella.
Tenía que encontrar algo. No quería ser una carga para su hermano y tampoco quería pedir ayuda a la familia de su difunto esposo. El padre de Jeremy había dejado bien claro tras su último encuentro que la familia Gilbert no quería tener nada que ver con la mujer que, según insinuó, había usado algún tipo de veneno del este para embrujar a un joven lejos de casa y hacer que se casara con ella.
Sintió de nuevo un vuelco en el corazón al recordar la frialdad en el rostro de lord Gilbert; resultaba más doloroso aún porque podía ver en él los rasgos de su adorado Jeremy. El pequeño bungalow que había compartido en la India con su padre, donde Jeremy y ella se habían conocido y enamorado, había sido su último hogar de verdad. Desde que perdiera a su hijo nonato y Jeremy insistiera para que cambiara las terribles fiebres de la India por el clima más saludable de Inglaterra, Elena no había sentido que hubiese un lugar al que perteneciera realmente.
Era irónico que ella se hubiese recuperado con rapidez tras el aborto mientras que Jeremy había sucumbido a la fiebre. Sola en su alojamiento de Londres, había esperado pacientemente su regreso. Su marido llevaba muerto semanas cuando ella recibió por fin la noticia.
Un torrente de pena la inundó por dentro y a punto estuvo de desmoronarse de nuevo.

Después de que, en el último momento, lord Walters le cediese a un pariente lejano el mantenimiento de su finca, el cual le había sido prometido a su padre, el feliz reencuentro que Elena había estado esperando cuando su familia regresase no se había producido jamás. Anticipar ese reencuentro le había servido de ayuda para soportar el dolor por la muerte de Jeremy. Y la pérdida de aquel consuelo no era sino algo más que echar en cara a la aristocracia déspota y sobornable.
Y, por si su ánimo no estaba suficientemente hundido, la luna se ocultó tras un cúmulo de nubes y comenzó a llover.
Se dijo a sí misma que no pensaría más en cosas tristes, mientras seguía la carretera y movía los pies al tiempo que la lluvia le goteaba por el ala del sombrero y le calaba la capa.
Pensaría en Matt, en su sonrisa, en su temperamento tranquilo. Siempre había sido encantador, aunque quizá un poco holgazán. Pero servir para Wellington seguro que le habría hecho olvidar su vaguería. Su padre siempre decía que la armada lo convertiría en un hombre.
Un chorro de agua cayó de un árbol, se le coló por el cuello y la devolvió al presente. Parecía como si hubiese estado caminando durante horas, días, toda su existencia. Con los pies y los dedos prácticamente entumecidos, se obligó a seguir adelante gracias a la más pura fuerza de voluntad, sabiendo que, si no se concentraba, podría perder el equilibrio y caerse. Entonces ya no sería capaz de volver a levantarse.
Había comenzado a temer que ése sería su destino cuando por fin divisó en la distancia un haz de luz.
¡Blenhem Hill! Debía de estar acercándose a la mansión de Matt.
Ahora que el momento del reencuentro casi había llegado, el corazón le latía con una felicidad amortiguada por la ansiedad.
¿Y si Matt no se alegraba de que hubiera ido a verlo sin avisar? Aun así, sin importar lo que su hermano pensara de su llegada a aquellas horas intempestivas, sin duda la acogería. Sintió un escalofrío y aceleró el paso hasta que, poco después, se presentó frente a la puerta principal y llamó.
Aguardó unos instantes y volvió a llamar. Era lo suficientemente tarde como para pensar que todos los habitantes de la casa estarían ya dormidos, salvo por una luz que aún brillaba en una de las ventanas. Ya casi había decidido probar suerte llamando a la ventana cuando la puerta se abrió.
Un hombre vestido de mayordomo la miró de arriba abajo; los botones mal abrochados de su chaleco indicaban que efectivamente estaba en la cama y había tenido que vestirse apresuradamente.
—Buenas noches, señor —dijo ella—. Sé que es tarde, pero me gustaría ver a vuestro señor, por favor. El hombre se quedó mirándola durante varios segundos y, sin decir palabra, se movió para cerrarle la puerta en las narices.
—¡Un momento, por favor! —gritó ella—. ¡Exijo ver al gerente!
—¿El gerente? —respondió él finalmente—. ¿Y quién es ése?
—El señor Matt Gilbert, por supuesto —dijo Elena—. Por favor, decidle que la señora Gilbert ha llegado y desea verlo. Él me recibirá, os lo aseguro.
—¿Es a él a quien buscáis?
—Sí —respondió ella con impaciencia—. Y os advierto que no le entusiasmará saber que hicisteis esperar a su hermana en la puerta antes de dejarla entrar.
—¿Sois su hermana? —preguntó el mayordomo—. ¿Cuándo os dijo que vinierais?
Aunque su cerebro estaba entumecido por el frío y la fatiga, creyó que sería más conveniente no admitir que no había sido invitada.
—Eso no es asunto vuestro —contestó—. Lo único que pido es que me llevéis ante él.
—Debe de haber calculado mal la frase —le oyó decir antes de dirigirse a ella en voz alta—. Aquí no hay nada para vos, señorita. Volved por donde habéis venido.
—¿Volver? —repitió ella—. ¿A estas horas de la noche? ¡Debéis de estar loco! ¿Por qué me tenéis aquí, en la puerta, sin dejarme entrar? Informad al señor Gilbert de mi llegada —lo esquivó y entró al recibidor.
Entonces se detuvo con un suspiro. Qué agradable era librarse por fin del viento y del frío.
El mayordomo fue tras ella con cara de desaprobación.
—No le he puesto las manos encima a una mujer en mi vida y no pienso empezar ahora —dijo—. Así que supongo que, dado que soy un buen cristiano, os dejaré secaros y dormir en la cocina. Pero debéis marcharos a primera hora de la mañana.
—¿Acaso no habéis escuchado nada de lo que he dicho, buen hombre? No me iré a ninguna parte hasta no haber visto al gerente. Si me echáis, sencillamente volveré.
Durante unos segundos se quedaron mirándose el uno al otro, casi nariz con nariz. Finalmente el mayordomo asintió y dijo:
—Muy bien, os llevaré con el gerente. Seguidme.
Elena sintió de nuevo los nervios y la inquietud mientras el mayordomo le mostraba el camino. Observó que se detenía frente a la puerta que daba a la habitación cuyas luces había visto desde el camino, las luces que la habían conducido a la mansión.
¡La habitación de Matt! Iluminada como si hubiera querido enviarle una señal de esperanza y sacarla de la oscuridad.
Cuando el mayordomo abrió la puerta, de la habitación emanaron el calor y el suave aroma a vino. Con el estómago rugiendo sin parar ante la idea de poder comer, y con los dedos asimilando la caricia del calor, apenas oyó cómo la anunciaba.
Por fin vería a Matt y todo se arreglaría. Pasó junto al mayordomo, tropezó con el marco de la puerta y se plantó frente a la chimenea. Tras el frío y la lluvia, la temperatura de la habitación hizo que se sintiera mareada, casi como si fuera a desmayarse.
Sólo entonces levantó la mirada y vio la cara de aquel hombre alto que se había levantado de su silla tras el escritorio.
Un hombre que la miraba con el ceño fruncido.
Un hombre que no era Matt.
—¿Quién sois vos? —preguntó.
—¿A quién esperabais? —preguntó él.
—A Matt —respondió Elena—. A Matt Gilbert. Ésta es la mansión de Blenhem Hill, ¿verdad? Él es el gerente de la finca de lord Englemere.
—Ya no —contestó el hombre alto—. Lord Englemere despidió al señor Gilbert hace casi un mes.
Elena se quedó mirándolo estúpidamente durante unos segundos.
—¿Matt… no está aquí?
—No —su mirada implacable la dejó petrificada y la embrujó como si fuera una pitón contemplando a su presa.
Matt. Despedido. En su mente confusa, las sílabas se desprendían de las palabras y de los significados y resonaban al caer en su estómago vacío. Las imágenes pasaron ante sus ojos; el camino embarrado por la lluvia, sus dedos fríos y rígidos, su bolso vacío.
Sintió como si estuviese balanceándose en el viento. La desaprobación en la cara de aquel hombre junto al fuego fue lo último que vio antes de que las imágenes se disolvieran y todo se volviera negro.

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