Capitulo 03
La
noche ya estaba bien entrada cuando Elena Gilbert se bajó del carromato en el
que se había subido tras perder el carruaje a Hazelwick, el pueblo más cercano
a Blenhem Hill. Había albergado la esperanza de llegar allí lo suficientemente
temprano como para poder avisar a su hermano para que fuese a buscarla antes de
que oscureciera, pero una vez más las circunstancias habían conspirado en su
contra.
La
última quincena había sido desastrosa. Tras dejar la finca de los Lookbood en
Selbourne Abbey, había esperado no pasar más de unos pocos días en la
carretera, una semana como mucho. Sus ahorros le darían para los billetes del
carruaje y tal vez algunas cenas modestas, siempre que tomara todos los
carruajes a tiempo y pasara casi todo el día viajando.
En
vez de eso, durante cada tramo del viaje había ocurrido algún accidente o
desastre que la había hecho detenerse. Desde un caballo enfermo en el primer
carruaje, hasta un eje roto en el siguiente, pasando por un conductor borracho
que había obligado al carruaje a salirse de la carretera y acabar en una zanja.
Y en todas esas ocasiones había llegado demasiado tarde como para hacer los
transbordos, de modo que había tenido que pasar más noches en la carretera.
Tras
despilfarrar en alojamientos durante las primeras noches, conseguir una
habitación se había vuelto imposible, pero incluso por un lugar seco bajo el
techo de un establo se había visto obligada a pagar algunos peniques muy
preciados. Con el estómago rugiéndole con el olor del estofado que salía de la
posada de Hazelwick, mientras le daba su última moneada al granjero que le
había dejado espacio en su carreta, intentó no recordar cuándo había comido por
última vez.
Aunque
el granjero había aceptado a regañadientes llevarla hasta Hazelwick, el
taciturno caballero se había negado a llevarla hasta su destino final. Elena
esperaba poder encontrar a alguien en la posada para que le hiciese ese favor,
a cambio de un pago cuando llegase a Blenhem Hill.
Las
esperanzas de convencer a alguien para hacerlo habían sido muchas cuando el
viaje podía realizarse a la luz del día. Pero ahora que la oscuridad había
caído, sus opciones disminuían.
Tendría
que conseguirlo de alguna manera. Con el bolso vacío, no podía permitirse cenar
ni buscar alojamiento para pasar la noche.
—¿Necesitáis
alojamiento, señorita? —le preguntó el posadero cuando entró en la taberna—. Mi
esposa ha preparado un estofado estupendo —nada más fijarse en su ropa
polvorienta del viaje, su hatillo y su aspecto solitario, se detuvo en seco y
su sonrisa de bienvenida se esfumó.
Ninguna
mujer respetable viajaba con tan poco equipaje, sin la compañía de una doncella
que la ayudara. Sintió cómo se le sonrojaban las mejillas por la rabia ante lo
que debía de estar pensando el posadero mientras hablaba.
—Mi
posada es una casa honesta. No alquilo habitaciones a personas como…
—No
necesito una habitación —dijo ella—. Necesito transporte hasta Blenhem Hill.
Tengo un asunto con el gerente allí.
—Apuesto
a que sí, señorita —respondió el posadero—. Bueno, imagino que, si tenéis
alguna moneda, Will, el chico del establo, podrá llevaros, aunque haya caído la
noche, pues no os dejaría sola por ahí.
—No
puedo pagar por adelantado —dijo ella—. Vuestro hombre recibirá el dinero
cuando yo llegue a Blenhem Hill.
El
posadero negó con la cabeza impacientemente.
—No
voy a enviar al chico con mi calesa sin recibir el dinero primero. Siempre se
ha hecho así, tal y como está el negocio, y no pienso cambiar eso ahora.
—Os
aseguro que seréis recompensado generosamente. El doble de la tarifa habitual.
Elena
no tenía ni idea de lo que cobraba habitualmente el posadero por trasladar
objetos a Blenhem Hill, y sólo esperaba que su hermano no se enfadase con ella
por haber doblado el precio. Pero sin fuerza, sin dinero y sin ánimo, tenía que
llegar a Blenhem Hill aquella noche.
—¡Doblar
el precio! Debéis de confiar mucho en vuestros encantos —dijo el posadero—.
Pero la respuesta sigue siendo «no». Si no tenéis el dinero, será mejor que os
marchéis antes de que salga mi esposa y os vea. Vamos. ¡Fuera!
El
hombre se aproximó agitando los brazos. Insultada por su insinuación de que era
una mujer de baja reputación decidida a seducir a su propio hermano, Elena
vaciló, dividida entre defender su postura y arriesgarse a que la arrastrase
por todo el establecimiento para echarla a la calle.
—Yo
me encargaré de ella —dijo una voz de mujer.
Elena
se fijó entonces en una chica que dejó su delantal sobre la barra.
—Muy
bien, Mary, pero vuelve en seguida. Hay clientes con dinero a los que atender
—dijo el posadero, y le dirigió a Elena una última mirada de desprecio.
La
camarera señaló hacia la puerta. Sin valor y sin fuerzas para decidir qué
hacer, Elena se rindió y la siguió.
—No
es mal hombre, pero tampoco muy listo —dijo la chica cuando salieron a la
calle—. De lo contrario habría visto enseguida que no eres una prostituta.
Tienes asuntos en Blenhem Hill, ¿verdad?
Alentada
por la primera muestra de amabilidad que se había encontrado en su viaje, Elena
contestó:
—Sí.
Y necesito encontrar a alguien que me lleve allí esta noche.
—En
eso no puedo ayudarte, pero puedo decirte cómo llegar allí. ¿Ves esa carretera
que sale desde la fragua? Síguela y te llevará a Blenhem Hill. No está a más de
siete kilómetros, y esta noche habrá luna.
Siete
kilómetros. Cansada como estaba, podrían ser como setecientos. Pero parecía
que, si quería llegar a Blenhem Hill esa noche, sus pies tendrían que llevarla
hasta allí.
—Gracias,
Mary —respondió Elena—. Cuando venga al pueblo la próxima vez, te traeré una
moneda por tu amabilidad.
La
chica se encogió de hombros.
—Es
difícil que una mujer que viaja sola no se encuentre con problemas. Mantente
pegada a la carretera y no te perderás, pero ten cuidado. Si oyes a alguien
aproximarse a caballo o en carro, escóndete entre los matorrales rápidamente
hasta que pasen. Te deseo la mejor de las suertes.
Siete
kilómetros. Podría seguir andando durante siete kilómetros más. Tomó aire,
agarró su equipaje con fuerza y comenzó a caminar.
Con
la caída de la noche, se levantó un viento que le heló los huesos, a pesar de
su capa de viaje. Tan cansada que apenas podía pensar, siguió andando y sin
dejar de mirar a la carretera que tenía delante, concentrándose sólo en poner
un pie delante del otro.
En
una ocasión tropezó en un hoyo y se cayó. Se le escapó la maleta de la mano y
rodó hasta el otro lado del camino. Estuvo a punto de apoyar la cabeza en la
tierra y rendirse.
Trató
de darse ánimos pensando que su padre estaba bajo el fétido calor de la India,
adoctrinando al ejército y a los miembros de la compañía de John, lejos de casa
y de todo lo que le era familiar. Su hermano había seguido a Wellington en
Waterloo. Su querido Jeremy había pasado los veranos y monzones en la India,
sirviendo a su nación con orgullo. Lo único que ella tenía que hacer era
caminar unos cuantos kilómetros por tierra inglesa. Reunió toda la fuerza de
voluntad que poseía y se obligó a sí misma a incorporarse y a recoger su
maleta.
Centró
su mente en la imagen de Matt recibiéndola calurosamente, haciéndole olvidar su
tristeza mientras le mostraba la finca que dirigía para lord Englemere. Habría
una gran mansión, campos llenos de maíz, casitas con techos de paja.
Tal
vez su hermano tuviera incluso una esposa, y hasta hijos. Se imaginó con un
bebé sonriente en la rodilla, llenando el vacío de su alma mediante el cuidado
de una niña como la pequeña Caroline, enseñándole las letras y los números. Tal
vez después de haber descansado y haberse recuperado, Matt o su esposa sabrían
de alguna familia gentil que tuviera otro puesto para ella.
Tenía
que encontrar algo. No quería ser una carga para su hermano y tampoco quería
pedir ayuda a la familia de su difunto esposo. El padre de Jeremy había dejado
bien claro tras su último encuentro que la familia Gilbert no quería tener nada
que ver con la mujer que, según insinuó, había usado algún tipo de veneno del
este para embrujar a un joven lejos de casa y hacer que se casara con ella.
Sintió
de nuevo un vuelco en el corazón al recordar la frialdad en el rostro de lord Gilbert;
resultaba más doloroso aún porque podía ver en él los rasgos de su adorado Jeremy.
El pequeño bungalow que había compartido en la India
con su padre, donde Jeremy y ella se habían conocido y enamorado, había sido su
último hogar de verdad. Desde que perdiera a su hijo nonato y Jeremy insistiera
para que cambiara las terribles fiebres de la India por el clima más saludable
de Inglaterra, Elena no había sentido que hubiese un lugar al que perteneciera
realmente.
Era
irónico que ella se hubiese recuperado con rapidez tras el aborto mientras que Jeremy
había sucumbido a la fiebre. Sola en su alojamiento de Londres, había esperado
pacientemente su regreso. Su marido llevaba muerto semanas cuando ella recibió
por fin la noticia.
Un
torrente de pena la inundó por dentro y a punto estuvo de desmoronarse de
nuevo.
Después
de que, en el último momento, lord Walters le cediese a un pariente lejano el
mantenimiento de su finca, el cual le había sido prometido a su padre, el feliz
reencuentro que Elena había estado esperando cuando su familia regresase no se
había producido jamás. Anticipar ese reencuentro le había servido de ayuda para
soportar el dolor por la muerte de Jeremy. Y la pérdida de aquel consuelo no
era sino algo más que echar en cara a la aristocracia déspota y sobornable.
Y,
por si su ánimo no estaba suficientemente hundido, la luna se ocultó tras un
cúmulo de nubes y comenzó a llover.
Se
dijo a sí misma que no pensaría más en cosas tristes, mientras seguía la
carretera y movía los pies al tiempo que la lluvia le goteaba por el ala del
sombrero y le calaba la capa.
Pensaría
en Matt, en su sonrisa, en su temperamento tranquilo. Siempre había sido
encantador, aunque quizá un poco holgazán. Pero servir para Wellington seguro
que le habría hecho olvidar su vaguería. Su padre siempre decía que la armada
lo convertiría en un hombre.
Un
chorro de agua cayó de un árbol, se le coló por el cuello y la devolvió al
presente. Parecía como si hubiese estado caminando durante horas, días, toda su
existencia. Con los pies y los dedos prácticamente entumecidos, se obligó a
seguir adelante gracias a la más pura fuerza de voluntad, sabiendo que, si no
se concentraba, podría perder el equilibrio y caerse. Entonces ya no sería
capaz de volver a levantarse.
Había
comenzado a temer que ése sería su destino cuando por fin divisó en la distancia
un haz de luz.
¡Blenhem
Hill! Debía de estar acercándose a la mansión de Matt.
Ahora
que el momento del reencuentro casi había llegado, el corazón le latía con una
felicidad amortiguada por la ansiedad.
¿Y
si Matt no se alegraba de que hubiera ido a verlo sin avisar? Aun así, sin
importar lo que su hermano pensara de su llegada a aquellas horas
intempestivas, sin duda la acogería. Sintió un escalofrío y aceleró el paso
hasta que, poco después, se presentó frente a la puerta principal y llamó.
Aguardó
unos instantes y volvió a llamar. Era lo suficientemente tarde como para pensar
que todos los habitantes de la casa estarían ya dormidos, salvo por una luz que
aún brillaba en una de las ventanas. Ya casi había decidido probar suerte
llamando a la ventana cuando la puerta se abrió.
Un
hombre vestido de mayordomo la miró de arriba abajo; los botones mal abrochados
de su chaleco indicaban que efectivamente estaba en la cama y había tenido que
vestirse apresuradamente.
—Buenas
noches, señor —dijo ella—. Sé que es tarde, pero me gustaría ver a vuestro
señor, por favor. El hombre se quedó mirándola durante varios segundos y, sin
decir palabra, se movió para cerrarle la puerta en las narices.
—¡Un
momento, por favor! —gritó ella—. ¡Exijo ver al gerente!
—¿El
gerente? —respondió él finalmente—. ¿Y quién es ése?
—El
señor Matt Gilbert, por supuesto —dijo Elena—. Por favor, decidle que la señora
Gilbert ha llegado y desea verlo. Él me recibirá, os lo aseguro.
—¿Es
a él a quien buscáis?
—Sí
—respondió ella con impaciencia—. Y os advierto que no le entusiasmará saber
que hicisteis esperar a su hermana en la puerta antes de dejarla entrar.
—¿Sois
su hermana? —preguntó el mayordomo—. ¿Cuándo os dijo que vinierais?
Aunque
su cerebro estaba entumecido por el frío y la fatiga, creyó que sería más
conveniente no admitir que no había sido invitada.
—Eso
no es asunto vuestro —contestó—. Lo único que pido es que me llevéis ante él.
—Debe
de haber calculado mal la frase —le oyó decir antes de dirigirse a ella en voz
alta—. Aquí no hay nada para vos, señorita. Volved por donde habéis venido.
—¿Volver?
—repitió ella—. ¿A estas horas de la noche? ¡Debéis de estar loco! ¿Por qué me
tenéis aquí, en la puerta, sin dejarme entrar? Informad al señor Gilbert de mi
llegada —lo esquivó y entró al recibidor.
Entonces
se detuvo con un suspiro. Qué agradable era librarse por fin del viento y del
frío.
El
mayordomo fue tras ella con cara de desaprobación.
—No
le he puesto las manos encima a una mujer en mi vida y no pienso empezar ahora
—dijo—. Así que supongo que, dado que soy un buen cristiano, os dejaré secaros
y dormir en la cocina. Pero debéis marcharos a primera hora de la mañana.
—¿Acaso
no habéis escuchado nada de lo que he dicho, buen hombre? No me iré a ninguna
parte hasta no haber visto al gerente. Si me echáis, sencillamente volveré.
Durante
unos segundos se quedaron mirándose el uno al otro, casi nariz con nariz.
Finalmente el mayordomo asintió y dijo:
—Muy
bien, os llevaré con el gerente. Seguidme.
Elena
sintió de nuevo los nervios y la inquietud mientras el mayordomo le mostraba el
camino. Observó que se detenía frente a la puerta que daba a la habitación
cuyas luces había visto desde el camino, las luces que la habían conducido a la
mansión.
¡La
habitación de Matt! Iluminada como si hubiera querido enviarle una señal de
esperanza y sacarla de la oscuridad.
Cuando
el mayordomo abrió la puerta, de la habitación emanaron el calor y el suave
aroma a vino. Con el estómago rugiendo sin parar ante la idea de poder comer, y
con los dedos asimilando la caricia del calor, apenas oyó cómo la anunciaba.
Por
fin vería a Matt y todo se arreglaría. Pasó junto al mayordomo, tropezó con el
marco de la puerta y se plantó frente a la chimenea. Tras el frío y la lluvia,
la temperatura de la habitación hizo que se sintiera mareada, casi como si
fuera a desmayarse.
Sólo
entonces levantó la mirada y vio la cara de aquel hombre alto que se había
levantado de su silla tras el escritorio.
Un
hombre que la miraba con el ceño fruncido.
Un
hombre que no era Matt.
—¿Quién
sois vos? —preguntó.
—¿A
quién esperabais? —preguntó él.
—A Matt
—respondió Elena—. A Matt Gilbert. Ésta es la mansión de Blenhem Hill, ¿verdad?
Él es el gerente de la finca de lord Englemere.
—Ya
no —contestó el hombre alto—. Lord Englemere despidió al señor Gilbert hace
casi un mes.
Elena
se quedó mirándolo estúpidamente durante unos segundos.
—¿Matt…
no está aquí?
—No
—su mirada implacable la dejó petrificada y la embrujó como si fuera una pitón
contemplando a su presa.
Matt.
Despedido. En su mente confusa, las sílabas se desprendían de las palabras y de
los significados y resonaban al caer en su estómago vacío. Las imágenes pasaron
ante sus ojos; el camino embarrado por la lluvia, sus dedos fríos y rígidos, su
bolso vacío.
Sintió
como si estuviese balanceándose en el viento. La desaprobación en la cara de
aquel hombre junto al fuego fue lo último que vio antes de que las imágenes se
disolvieran y todo se volviera negro.
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