Capítulo 06
—Esto me recuerda las noches que
pasábamos en casa —declaró Elena mientras tomaba otro bocado de marisco.
Damon se paró con el tenedor en el
aire, resignado a oír algo más de su inhabitual comportamiento. Pero ella no
continuó, como si intuyera lo incómodo que le hacía sentir.
—¿Y qué solíamos hacer? —se esforzó
por parecer despreocupadamente interesado.
—Solíamos sentarnos en la terraza con
las piernas cruzadas mientras cenábamos lo que yo había preparado. Después, yo
apoyaba la cabeza en tu regazo y tú me acariciabas los cabellos mientras oíamos
el mar y mirábamos las estrellas.
La voz de Elena se convirtió en un
susurro.
—Y entonces entrábamos en casa y
hacíamos el amor.
El tono soñador de su voz afectó a Damon.
Se puso duro ante las imágenes que ella dibujaba en su mente. De repente le
resultó muy fácil imaginársela tumbada ante él, piel contra piel, agarrándose a
él mientras ambos alcanzaban la cima.
Una parte de él quería acabar con todo
aquello. Quería llevársela a la cama, practicar sexo con ella hasta que
olvidaran sus nombres. Su cuerpo lo deseaba con ansia, pero su mente lo tildaba
de imbécil.
Lo quisiera o no, entre ellos había
química. Quizás había perdido el sentido común en sus brazos. Quizás le había
hecho promesas al calor de la excitación.
Necesitaba su colaboración. Necesitaba
que el negocio saliera bien. Había demasiados inversores implicados y el dinero
ya había cambiado de manos. Se acercaba la fecha límite para la construcción y
lo último que deseaba era que ella empezara a hacer ruido.
Elena lo miraba con atención. De modo
que él hizo lo mismo y la examinó detenidamente, quedando hechizado por sus
ojos negros, atraído por los delicados rasgos de su rostro. Se moría por
deslizar los dedos desde esos pómulos hasta los suaves labios.
¿Así se había sentido al conocerla? La
lógica le decía que sí. ¿Cómo podría su reacción ser diferente a la de la
primera vez?
—¿Por qué me miras así? —preguntó
ella.
—Quizás porque te encuentro hermosa.
—Pensaba que no era tu tipo.
—Lo que dije fue que no eras mi tipo
habitual.
—No —Elena hizo una mueca—. Tus
palabras exactas fueron: «No eres mi tipo».
—No me importa lo que dije —gruñó él—.
Lo que quise decir era que no eres la clase de mujer con la que salgo
habitualmente.
—¿Quieres decir con la que te acuestas
habitualmente? —se burló ella—. Porque eso fue lo que hicimos, ¿sabes? Un
montón de veces. De hecho, a no ser que seas el mejor actor del mundo y finjas
no sólo la erección sino también el orgasmo, yo diría que, o bien mientes sobre
que no soy tu tipo, o no eres demasiado crítico con respecto a las mujeres con
las que te acuestas. Una mujer puede fingir atracción sexual —continuó ella—.
Pero, ¿los hombres? No es fácil fingir atracción hacia una mujer si el pene no
colabora.
—Cielo santo —murmuró él—. Creo que ya
hemos dejado bastante claro que me siento sexualmente atraído hacia ti. Sea lo
que sea que pensara en el pasado sobre mis preferencias en cuanto a mujeres, es
evidente que no se te aplica a ti.
—¿De modo que estás dispuesto a
admitir que te acostaste conmigo y que el bebé es tuyo?
—Sí —masculló él—. Estoy dispuesto a
admitir la posibilidad, pero no soy tan estúpido como para creérmelo hasta que
recupere la memoria, o tenga las pruebas de ADN.
—Me basta con que admitas la
posibilidad —ella hizo un mohín.
—¿Siempre eras tan… encantadora
conmigo cuando estábamos juntos?
—¿Qué has querido decir con eso? —ella
enarcó una ceja.
—Sólo que me suelen gustar las mujeres
un poco más…
—¿Estúpidas? —lo provocó—. ¿Débiles?
¿Sosas? ¿Sumisas? —continuó ella—. O quizás sencillamente prefieres las que se
limitan a asentir y a decir «sí, señor», a cada uno de tus caprichos.
Elena dejó el tenedor a un lado y
levantó la mirada hacia él. Los ojos estaban anegados en lágrimas y a Damon se
le formó un nudo en la garganta. No había pretendido disgustarla de nuevo.
—¿Tienes la menor idea de lo difícil
que es esto para mí? —preguntó ella con voz tensa—. ¿Tienes la menor idea de lo
que me cuesta verte de nuevo y no poder tocarte, abrazarte o besarte? Vine para
enfrentarme a un hombre que me había traicionado de la peor de las maneras.
Quería terminar contigo para siempre. Pero entonces vas y me cuentas esa
historia de la pérdida de memoria y, ¿qué se supone que debo hacer? Ahora debo
tener en cuenta la posibilidad de que no me hayas mentido, pero estoy muerta de
miedo por si me equivoco al creerte. Otra vez.
Él la miró petrificado y con una
incómoda sensación en el pecho.
—No puedo marcharme sin más después de
haberte acusado precisamente de hacerme eso. Y una parte de mí se pregunta, ¿y
si está diciendo la verdad? ¿Y si mañana recupera la memoria y recuerda que te
ama? ¿Y si no ha sido más que un horrible malentendido y podemos regresar a
nuestra vida en la isla?
Empujó el plato a un lado e hizo un
evidente esfuerzo por controlarse.
—Pero, ¿y si yo tengo razón? —susurró—.
¿Y si al quedarme estoy haciendo aún más el ridículo que cuando me creí todas
tus mentiras? Tengo que pensar en el bebé.
Antes de reflexionar sobre lo que
debería decir o hacer, Damon alargó una mano hacia ella. Le resultaba imposible
no tocarla, no ofrecerle consuelo.
La tomó en sus brazos y se reclinó en
el sofá. Durante unos instantes ella se mostró tensa y callada. Aspiró el aroma
de sus cabellos y sintió una punzada de desilusión al no despertarle ningún
recuerdo. ¿No se suponía que el olfato era el catalizador más poderoso?
Elena se relajó poco a poco, apoyando
una mano contra el pecho de Damon y la mejilla contra su hombro.
Él inclinó la cabeza y se detuvo un
instante antes de acariciarle los cabellos con los labios. Le pareció un gesto
de lo más natural, a pesar de que la ternura no fuera una de sus señas de
identidad. Sin embargo, la necesidad de mostrarle su lado más tierno se
convirtió en un dolor físico.
—Lo siento —murmuró. No deseaba verla
herida. Damon se quedó sentado con la cabeza de Elena apoyada en su hombro,
rodeándola con un brazo y con la otra mano hundida en los sedosos rizos.
Contempló la rizada melena extendida sobre su pecho y sintió la barriga contra
el costado.
¿De verdad era suyo? Y, de serlo, ¿por
qué no estaba huyendo en dirección contraria?
No es que fuera alérgico al
compromiso. Bueno, a lo mejor un poco, pero no había sufrido ningún trauma en
el pasado que le hubiera vuelto suspicaz. Y tampoco era ningún mentecato
temeroso de que una mujer le hiciera sufrir.
Nunca se había comprometido con nadie
porque… No estaba muy seguro de por qué. Los hombres solían carecer del control
en sus relaciones. Ya no podían tomar decisiones sólo para ellos, y él estaba
acostumbrado a tomar decisiones sin consultar con nadie.
No era el propietario de su empresa
por casualidad, ni tampoco era casualidad que se hubiera asociado con sus tres
amigos. El trabajo le llevaba mucho tiempo, un tiempo del que no dispondría si
tuviera que preocuparse por regresar a casa cada noche.
Le gustaba marcharse de viaje en
cualquier momento. Le gustaban las reuniones de negocios. Y aunque no tuviera
mucho tiempo libre, le gustaba divertirse. Solía quedar con Klaus, Stefan y Cam
al menos una vez al año para jugar al golf, y a menudo se iban de copas y otras
actividades sólo disponibles para hombres sin pareja.
En resumidas cuentas, no había
conocido a la mujer que le hiciera desear renunciar a todo aquello. Y desde
luego no se imaginaba a sí mismo conociéndola y renunciando a su vida en cuatro
semanas. Sería una decisión tomada a lo largo de los años.
Pero por otro lado…
Algo se movió en su interior al
contemplar a la mujer que descansaba confiada contra él. Sintió un nuevo deseo,
un deseo que normalmente le aterraría, que debería aterrarle.
Sintió el deseo de recordar todas
aquellas cosas que ella le había descrito porque, de repente, le resultaban muy
atractivas.
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