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BIENVENIDOS A TOD@S A ESTE BLOG, ESPERO QUE DISFRUTÉIS LEYENDO LAS ADAPTACIONES DE CRÓNICAS VAMPÍRICAS.

COMO SABÉIS LOS PERSONAJES NO ME PERTENECEN Y LAS HISTORIAS QUE ADAPTARÉ TENDRÁN EL NOMBRE DE LA AUTORA AL FINAL DE CADA HISTORIA


GRACIAS

13 octubre 2013

Al azar Capitulo 04

A Elena casi le asustaba echar un vistazo alrededor. Esa mañana, mirar a alguno de los jugadores
de los Vampires era como mirar los restos de un accidente ferroviario. Resultaba horrible, pero no
podía darse la vuelta. Se sentó cerca de la parte delantera del avión, al otro lado del pasillo frente al
ayudante del director deportivo del equipo, Darby Hogue, con un ejemplar del Dallas Morning
News abierto sobre el regazo en la página de deportes. Ella ya había enviado su crónica del
sangriento partido de la víspera, pero estaba interesada en saber qué habían dicho al respecto los
reporteros de Dallas.

La noche anterior, ella y el resto de los periodistas deportivos habían esperado en la sala de
prensa una oportunidad para entrar en el vestuario de los Vampires. Habían tomado café y Coca-
Cola y comido algo parecido a una enchilada, pero cuando el entrenador Nystrom por fin salió, les
informó de que no concederían entrevistas.



Durante la espera, los periodistas de Dallas habían estado bromeando con ella, contándole
batallitas. Incluso le dijeron qué jugadores se mostraban dispuestos a colaborar y contestaban a las
preguntas. También le hablaron de aquellos que nunca respondían. Damon Salvatore ocupaba el
primer puesto en la lista de los más arrogantes.

Elena dobló el periódico y lo metió en el maletín. Tal vez los periodistas de Dallas habían sido
amables con ella porque no la consideraban una amenaza. Quizá la habrían tratado de modo
diferente si hubieran estado dentro del vestuario haciendo entrevistas. Ella no tenía modo de
saberlo, y tampoco le interesaba. Fue agradable descubrir que no todos los reporteros del sexo
masculino se sentían incómodos en su presencia. La alivió saber que cuando escribiese su siguiente
columna acerca de sus experiencias, podría decir que algunos hombres habían evolucionado y que
no todos la veían como una amenaza para su amor propio.
Había enviado ya dos artículos al Seattle Times. Y no había tenido noticias del editor. Ni una
sola palabra de aliento o crítica, lo que ella entendía como una buena señal. Había visto que los
jugadores se pasaban de mano en mano su primer artículo, pero ninguno había hecho comentario
alguno.

–Leí tu primera crónica –dijo Darby Hogue al otro lado del pasillo.

Elena calculó que Darby Hogue medía poco más de metro sesenta. Metro sesenta y cinco con sus
botas de vaquero. Su traje azul marino tenía todo el aspecto de ser hecho a medida, y debía de
costar lo que el sueldo de trabajador corriente. Su pelo rizado era del color de las zanahorias y su
piel incluso más blanca que la de Elena. A pesar de sus veintiocho años, aparentaba diecisiete. Sus
ojos pardos reflejaban inteligencia y astucia, y tenía unas largas pestañas pelirrojas.

–Hiciste un buen trabajo –añadió.

Por fin alguien le decía algo de su artículo.

–Gracias.

Él se inclinó hacia el pasillo.

–La próxima vez deberías mencionar nuestros tiros a puerta –dijo en voz baja.

Darby era el más joven de los ayudantes de director deportivo de la NHL, y Elena había leído en
su nota biográfica que era miembro de MENSA, el club de personas que tienen un alto coeficiente
intelectual. No lo dudó ni por un segundo. Aunque parecía haberse esforzado mucho para
desprenderse de su aire de empollón, no lo había logrado por completo pues llevaba un protector
para bolígrafos en el bolsillo de la camisa.

–Te diré una cosa –dijo ella acompañando sus palabras de lo que esperaba fuese una
encantadora sonrisa–. Yo no me meteré en tu trabajo si tú no te metes en el mío.
Él parpadeó.

–Es justo.

–Sí, eso creo.
Él se enderezó y colocó el maletín sobre su regazo.

–Por lo general, te sientas en la parte de atrás con los jugadores -observó.
Siempre se sentaba en la parte de atrás porque los asientos delanteros ya habían sido ocupados
por los entrenadores y directivos cuando ella embarcaba.

–Bueno, estoy empezando a sentirme persona non grata allí atrás –confesó.
El incidente de la noche anterior le había dejado muy claro cuáles eran los sentimientos de los jugadores. Él se volvió y la miró a los ojos.

–¿Ha pasado algo de lo que yo debería estar al corriente?
Además de las molestas llamadas, había encontrado el cadáver de un ratón frente a la puerta de
su habitación la noche anterior. Por su aspecto debía de llevar bastante tiempo muerto. Obviamente,
alguien lo había encontrado en algún lugar y lo había llevado hasta su puerta. No había sido como
encontrar la cabeza cortada de un caballo en su cama, aunque tampoco creía que fuese una
coincidencia. Pero no quería que los jugadores pensasen que era una chivata que había ido
corriendo con el cuento a los directivos.

–Nada que no pueda sobrellevar.

–Cena conmigo esta noche y hablemos del asunto.

Elena lo miró fijamente. Por un instante se preguntó si sería uno de esos hombres que daban por
sentado que ella quedaría con él sólo porque los dos eran bajitos. Su última cita había sido con un
tipo de poco más de metro sesenta con todos los complejos napoleónicos imaginables, estropeado
como persona por esos mismos complejos. Lo último que necesitaba era una cita con un tipo bajito.

En particular, con un tipo bajito que fuese directivo de los Vampires.

–No creo que sea buena idea.

–¿Por qué?

–Porque no quiero que los jugadores piensen que estamos liados.

–Ceno constantemente con periodistas deportivos. Chris Evans, por ejemplo.
No era exactamente lo mismo. Elena tenía que mantenerse al margen de los chismorreos. A pesar
de que a las mujeres se les permitía entrar en los vestuarios desde hacía tres décadas, los cotilleos de
los líos de las mujeres con sus fuentes de información eran constantes. Estaba convencida de que su
credibilidad o su aceptación entre los jugadores no podía caer más bajo, pero no tenía intención de
comprobarlo.

–Pensé que estarías cansada de cenar sola –dijo Darby.
Lo cierto era que estaba cansada de cenar sola, y también de mirar hacia las paredes de las
habitaciones de hotel o del avión. Tal vez un lugar muy concurrido no estuviese tan mal.

–¿Sólo trabajo?

–Por supuesto.

–¿Por qué no cenamos en el restaurante del hotel? –propuso.

–¿A las siete te parece bien?

–A las siete me parece perfecto –Elena hurgó en el bolsillo delantero de su maletín y sacó la hoja
que tenía el itinerario del equipo–. ¿Dónde nos alojamos esta noche?

–LAX Doubletree –respondió Darby–. El hotel tiembla cada vez que despega un avión.

–Maravilloso.

–Bienvenida a la espléndida vida de los deportistas –dijo él, volviendo a mirar hacia delante y
apoyando la cabeza contra el respaldo.

Elena había imaginado que el agobio que suponían los cuarto partidos fuera de casa sería sólo
eso: agobio. Aunque lo había estudiado docenas de veces, miró de nuevo el itinerario Los Ángeles,
y después San José. Ya era hora de que volviese a casa. Quería dormir en su cama, conducir su
coche en lugar de ir en autobús, incluso abrir su propia nevera en lugar del minibar de un hotel. A
los Vampires les quedaban cuatro días de viajes antes de regresar a Seattle para jugar un bloque de
cuatro partidos en ocho días. Después tendrían que viajar a Denver y Minnesota. Más hoteles y
comidas solitarias.
Tal vez lo de cenar con Darby Hogue no fuese tan mala idea. Podría romper la monotonía y
resultar esclarecedor.

A la siete en punto, Elena salió del ascensor y se encaminó hacia el restaurante Seasons. Llevaba
el pelo suelto y le llegaba hasta los hombros. Vestía unos pantalones de lana negros y un jersey gris.
El jersey tenía una abertura a un lado del cuello y las mangas acampanadas, y hasta que Damon le dijo
que parecía el ángel de la muerte, a ella le gustaba mucho.
Se preguntaba si había alguna razón oculta más allá de su miedo a no saber combinar los colores
lo que la hacía decidirse siempre por colores oscuros. ¿Acaso estaría deprimida sin saberlo, como
Caroline le había sugerido? ¿Sufriría algún desorden mental aún sin diagnosticar? ¿Parecía
realmente el ángel de la muerte, o acaso Caroline era una aguafiestas y Damon un gilipollas arrogante?

A ella le gustaba creer esto último.
Darby la esperaba en la entrada del restaurante, con su aspecto juvenil debido a los pantalones
de color caqui y a la camisa hawaiana estampada de color naranja; por no hablar de la gomina que
llevaba en el pelo. Los llevaron hasta una mesa cerca de los ventanales, y Elena pidió un martini con
limón para mantener a raya el cansancio, aunque sólo fuese por unas pocas horas. Darby pidió una
cerveza y le exigieron que enseñase el carné de identidad.

–¿Cómo? Tengo veintiocho años –replicó. Elena se echó a reír y abrió la carta del menú.

–La gente va a pensar que eres mi hijo –se burló.
Él esbozó una mueca de desagrado y sacó su billetera.

–Pareces más joven que yo –gruñó mientras le enseñaba su identificación al camarero.
Cuando llegaron las bebidas, Elena pidió salmón con arroz salvaje, en tanto que Darby escogió
ternera y patatas asadas.

–¿Qué tal tu habitación? –preguntó.
Era como cualquier otra.

–Está bien –contestó Elena.

–De acuerdo. –Darby bebió un trago de cerveza–. ¿Tienes problemas con los jugadores?

–No, simplemente me rehuyen.

–No les gusta que estés aquí.

–Sí, lo sé. –Elena dio un sorbo a su martini. El azúcar en el borde de la copa, la rodaja de limón y
la mezcla perfecta de vodka Absolut Citrón y triple seco casi la hizo suspirar, como si de una
alcohólica se tratase. Pero convertirse en alcohólica no era algo que hubiese preocupado nunca a
Elena, y ello por dos razones: sus resacas eran demasiado fuertes, y cuando bebía perdía,
literalmente, la capacidad de juicio, a veces junto con sus bragas.

La conversación entre Elena y Darby se apartó del hockey para centrarse en otros temas. Elena se
enteró de que aquel chico había obtenido una licenciatura summa cum laude en Harvard a la edad
de veintiún años. Mencionó su pertenencia a MENSA en tres ocasiones, y también habló de la casa
que tenía en Mercer Island, de quinientos metros cuadrados, de su barco de seis metros de eslora, y
de su Porsche color rojo cereza.

No cabía duda: Darby era un cretino. Eso no era necesariamente malo ya que aparte de ser una
impostora, en ocasiones Elena se consideraba a sí misma una cretina. Para acabar con aquella
conversación, Elena mencinó sus títulos en periodismo y lengua. Darby no pareció muy
impresionado. Sus platos llegaron y él alzó la vista mientras untaba de mantequilla sus patatas
asadas.
–¿Voy a salir en tu columna «Soltera en la ciudad»?
Elena se detuvo cuando se disponía a extender la servilleta sobre su regazo. A la mayoría de los
hombres les asustaba la posibilidad de ser mencionados en la columna.

–¿Te importaría?
Él abrió los ojos como platos.

–Qué va. –Recapacitó por unos segundos y añadió–: Pero tendría que salir bien parado. O sea,
no me gustaría que nadie pensase que fui un mal acompañante.
–No creo que pudiese mentir –dijo ella. La mitad de lo que escribía en aquella columna eran
mentiras.
–Podría facilitarte las cosas.
Si lo que pretendía era ayudarla, lo mínimo que podía hacer Elena era escucharle.
–¿Cómo?
–Podría decir a los chicos que no estás aquí para escribir sobre el tamaño de sus trancas o sus
manías sexuales –dijo, lo que le llevó a pensar de inmediato en quiénes de ellos tendrían manías
sexuales. Tal vez Vlad el Empalador–. Podría darles mi palabra de que no te acostaste con el señor
Donovan para conseguir el trabajo.

Elena se llevó una mano a la boca, con expresión de horror. Había imaginado que algunos
malpensados en la sala de prensa daban por sentado que ella había intercambiado favores sexuales
con Tyler Lockwood, pues, después de todo, era el editor general y ella era simplemente la mujer
que escribía aquella estúpida columna para solteronas. Ella no era una auténtica periodista. Sin
embargo, nunca habría imaginado que alguien pudiese suponer que se había acostado con Matt
Donovan. ¡Si aquel hombre podía ser su abuelo! De acuerdo, Donovan era un viejo verde y hubo un
momento en su vida en que el nivel de exigencia de Elena estaba por los suelos, lo que la había
llevado a enrollarse con tipos de los que le gustaría olvidarse para siempre, pero nunca, por nada del
mundo, se habría ido a la cama con alguien cuarenta años mayor que ella.
Darby se echó a reír y cortó un trozo de ternera.

–Deduzco por tu gesto de asombro que esos chismorreos no son ciertos.

–Por supuesto que no. –Elena cogió su copa de martini y la vació de un trago. El vodka y el triple
seco le calentaron el esófago camino del estómago.

–Ni siquiera había visto en persona al señor Donovan hasta el primer día en el vestuario.

La injusticia de aquellos comentarios había hecho mella en Elena. Hizo seña al camarero de que
le llevara otro martini. Por lo general le molestaba pronunciar frases como «no es justo». Creía que
la vida en sí no era justa, y que llorar por ello sólo hacía que las cosas empeorasen. Pero aquél era
un caso de injusticia flagrante y no podía hacer nada al respecto. Si lo negaba, dudaba que alguien
la creyese.

–Si escribes sobre mí en tu columna, hazme quedar bien –dijo Darby–. Yo haré que las cosas
sean más fáciles para ti.

Elena cogió el tenedor y se llevó a la boca un poco de arroz.
–¿Qué pasa contigo, tienes problemas para salir con chicas?
Lo había dicho en broma, pero al ver que a Darby se le encendían las mejillas, supo que había
dado en el clavo.
–En la primera cita, las mujeres creen que soy un pirado.
–Pues yo no he pensado eso –mintió Elena temiendo que le creciera la nariz.
Él sonrió, lo que hacía que el riesgo aumentase.
–Nunca me dan una segunda oportunidad –dijo.
–Bueno, tal vez si no hablases de la MENSA y de tus títulos universitarios, tendrías mejor
suerte.

–¿Tú crees?
–Sí. –Había dado cuenta de la mitad del salmón cuando llegó la segunda copa.
–Tal vez podrías darme algunos consejos.
Sí claro, como si ella fuese una experta.
–Tal vez.

Darby posó en ella una mirada cargada de astucia.
–Podría facilitarte las cosas –dijo de nuevo.
–Estoy recibiendo llamadas molestas. Haz que acaben.
–Veré qué puedo hacer al respecto –dijo Darby, sin mostrarse sorprendido.
–Sí, porque son desagradables.

–Míralo como una especie de novatada.
Vaya vaya.
–Encontré un ratón muerto frente a la puerta de mi habitación anoche.
Él bebió un trago de cerveza.
–Quizá llegó allí solo.

Por supuesto.
–Quiero una entrevista con Damon Salvatore.
–No eres la única. Damon es un tipo muy reservado.
–Pídeselo.
–No soy la persona más adecuada para hacerlo. No le gusto.
Elena cogió el limón y se lo llevó a los labios. A Damon tampoco le gustaba ella.
–¿Por qué?

–Sabe que puse reparos a su fichaje. Fui muy franco al respecto.
Eso era toda una sorpresa.
–¿Por qué?
–Bueno, es una historia antigua, pero se lesionó estando en Detroit. Yo no creía que un jugador
de su edad pudiera recuperarse plenamente de dos difíciles operaciones de rodilla. Salvatore fue
muy bueno, quizás uno de los mejores, pero once millones de dólares al año es una apuesta
demasiado fuerte por un hombre de treinta y dos años que tiene las rodillas fastidiadas. Habíamos
fichado a un jugador en la primera ronda del draft, un defensa corpulento, y a un par de extremos.
Eso nos debilitaba el ala derecha. No estaba seguro de que Salvatore fuese lo que necesitábamos.
–Está jugando una buena temporada –señaló.

–Hasta ahora. ¿Qué pasaría si se lesionase? Un equipo no puede depender de un solo jugador.
Elena no sabía mucho de hockey, y se preguntó si Darby estaba en lo cierto. ¿Era posible que
hubiesen montado el equipo alrededor de un portero de primera fila? ¿Acaso Damon, que parecía tan
frío y calmado, sentía la tremenda presión de cumplir con las expectativas que se habían depositado
en él?
 
Una llamada de la señora Jackson hizo saber a Damon que Bonnie llevaba sin ir al colegio desde que
él se había marchado de Seattle. La señora Jackson le dijo que había acompañado todas las mañanas
a Bonnie al colegio y que la había visto entrar en el edificio. Lo que también supo fue que la chica
volvía a salir en cuanto se iba.
Damon pidió hablar con Bonnie y le preguntó dónde había pasado todo ese tiempo.
–En el centro comercial –fue la respuesta.
Cuando le preguntó por qué lo había hecho, Bonnie contestó:
–Todos me odian en el colegio. No tengo amigos. Son estúpidos.
–Vamos –dijo él–, ya verás como harás amigos y todo irá bien.
Bonnie empezó a llorar y, como siempre, Damon se sintió mal y torpe.
–Echo de menos a mi madre –dijo ella–. Quiero irme a casa.
Cuando acabó su conversación con Bonnie y la señora Jackson, Damon llamó a su agente, Howie
Stiller. Al regresar a casa la noche del martes, le esperaban varias notificaciones del colegio
enviadas por FedEx.

En ese momento la música del piano llegaba hasta el lugar en que estaba sentado, en un rincón
del bar del hotel. Se llevó la botella de cerveza a la boca y dio un largo trago. Para Bonnie, regresar a
casa no era una solución. Su hogar era el de Damon, pero estaba claro que no le gustaba vivir con él.
Dejó la botella en la mesa y se repantigó en el sillón. Tenía que hablar con Bonnie acerca del
internado, y no tenía ni idea de cuál sería la respuesta de la chica. No sabía si le gustaría la idea o si
vería la lógica y el beneficio que entrañaba. Sólo esperaba que no se pusiese histérica.
El día del funeral de su madre, ella había tenido un ataque de nervios, y Damon no supo qué hacer.
La había abrazado torpemente y le había dicho que siempre cuidaría de ella. Y lo haría. Le daría
cuanto necesitase, pero eso no impedía que fuese un pobre sustituto de su madre.
¿Cómo había podido complicársele tanto la vida? Se frotó la cara con las manos y, cuando las
bajó, vio a Elena Gilbert caminando hacia él. Sin duda era demasiado esperar que pasase de largo.
–¿Aguardas a alguna amiga? –le preguntó ella mientras se acercaba al sillón opuesto.
Había estado aguardando, en efecto, pero había llamado para cancelar la cita. Tras su
conversación con Bonnie, su humor no parecía el más adecuado para un encuentro amistoso. Había
pensado que tal vez podría pasar un rato con sus compañeros en uno de esos bares del centro. Cogió
su botella y miró a Elena al tiempo que daba un trago. La observó mirándolo, y se preguntó si

suponía, erróneamente, que por el hecho de haber sido adicto a los tranquilizantes era, por
extensión, alcohólico. En su caso, una cosa no tenía nada que ver con la otra.
–No. Sólo estoy aquí sentado, solo –respondió bajando la botella.
Había algo diferente en ella aquella noche. A pesar de la ropa oscura, parecía más dulce, menos
altiva. Algo más guapa, incluso. Su pelo, por lo general recogido en una cola de caballo, le caía
sobre los hombros formando una cascada de rizos. Sus ojos verdes parecían húmedos como hojas
cubiertas de rocío, su labio inferior tenía un aspecto más turgente, y las comisuras formaban una
ligera curva ascendente.

–Acabo de cenar con Darby Hogue –dijo como si él se lo hubiese preguntado.
–¿Dónde?

¿En su habitación? Eso explicaría el peinado, su mirada y la sonrisa. Damon jamás habría
imaginado que Darby supiese lo que había que hacer con una mujer, y mucho menos conseguir que
tuviese esa húmeda mirada. Y nunca se le habría pasado por la cabeza que Elena Gilbert, el ángel de
la oscuridad y la muerte, pudiese parecer tan cálida y sexy.

–En el restaurante del hotel, por supuesto –respondió ella. Su sonrisa desapareció–. ¿Dónde
habías pensado?
–En el restaurante del hotel –mintió él.
Elena no se lo tragó, y por lo que podía suponer, habida cuenta de lo que sabía de ella, tampoco
iba a dejar pasar la cuestión.
–No me digas que eres de los que creen que me acosté con Matt Donovan para obtener el trabajo...
–No –volvió a mentir Damon. Todos se lo preguntaban, aunque él no tenía muy claro si creerlo o
no.
–Estupendo, y ahora me acuesto con Darby Hogue.
Él alzó una mano.
–No es asunto mío.
Mientras sonaban las últimas notas del piano, Elena se sentó en el sillón frente a él y soltó un
profundo suspiro. Necesitaba algo de paz.

–¿Por qué las mujeres tenemos que sufrir esa clase de estupideces? –dijo–. Si fuese un hombre,
nadie me acusaría de acostarme con nadie para promocionarme. Si fuese un hombre, nadie pensaría
que tengo que acostarme con mis entrevistados para obtener información. Se limitarían a darme una
palmadita en la espalda, a estrecharme la mano y a decir... –Hizo una pausa, frunció el entrecejo y
añadió–: Un buen artículo de investigación. Eres todo un hombre. Un semental. –Se pasó los dedos
por el pelo para apartarlo de su cara. Los mechones cayeron hacia atrás dejando a la vista las
diminutas venas azules de sus muñecas, y en su jersey se marcaron sus pequeños pechos–. Nadie te
acusa a ti de haberte acostado con Matt para conseguir tu trabajo.

Damon la miró a los ojos.
–Eso se debe a que soy un semental.
Todos tenían una cruz con la que acarrear, y desde el día en que se la colgaron, Damon no había
tenido la energía suficiente como para hacerse el simpático y comprenderlo. No disponía de tiempo
ni energía para preocuparse de los periodistas arrogantes. Tenía sus propios problemas, y uno de
ellos era la mujer que en ese momento estaba frente a él.

Elena lo miró a su vez y se cruzó de brazos. La luz hacía brillar su melena corta y rubia. El azul
de su camisa resaltaba el de sus ojos. Después de los dos martinis que se había tomado durante la
cena, todo a su alrededor parecía deslumbrante. O, como mínimo, así había sido hasta que Damon
insinuó que ella y Darby se acostaban juntos.
–Si tuviese pene –dijo–, nadie pensaría que me he ido a la cama con Darby.
–Yo no lo tendría tan claro. No estamos del todo seguros acerca de la orientación sexual de esa
rata. –Damon se inclinó para coger su cerveza y Elena sintió que le daba un vuelco el corazón cuando la
camisa se le abrió permitiéndole entrever la clavícula, la parte superior del hombro y el musculoso
cuello.

Elena podría haberle aclarado a Damon sus dudas sobre ese tema, pero no estaba dispuesta a decirle
que durante la cena Darby le había pedido que le aconsejase sobre chicas.
–¿Cómo están tus rodillas? –preguntó al tiempo que apoyaba los antebrazos sobre la mesa.
–Perfectamente –respondió él, llevándose la botella a la boca.
–¿No te duelen nada?

Damon bajó la botella y se limpió con la lengua una gota que había quedado en su labio superior.
–¿Qué pasa? ¿No estás al corriente? Pensé que habías estado hurgando en mi pasado.
Su presunción era desmesurada; sin embargo, por alguna razón que no podía explicarse, Elena
encontraba a Damon más interesante que cualquier otro jugador de los Vampires.
–¿Realmente crees que no tengo nada mejor que hacer que malgastar mi tiempo pensando en ti?
–inquirió Elena–. ¿Escarbando en la pequeña historia de Damon Salvatore?
–Cariño, no hay nada pequeño en la historia de Damon –dijo él, sonriendo.

La Elena que escribía la columna «Soltera en la ciudad» habría esgrimido una ingeniosa réplica.
Bomboncito de Miel lo habría tomado de la mano y lo habría llevado hasta la habitación para la
ropa blanca. Le habría desabrochado la camisa y habría posado la boca sobre su cálido pecho.
Habría respirado con fuerza sobre su piel, percibiendo el olor de su caliente y fuerte cuerpo. Habría
comprobado personalmente cuánto de lo que se decía de él era verdad. Pero Elena no era ninguna de
esas mujeres. La Elena auténtica era demasiado inhibida y consciente de sí misma, y odiaba que el
hombre capaz de dejarla sin aliento fuese el mismo que podía ver en su interior y la encontraba tan
deficiente.

–¿Elena?
Ella parpadeó.

-¿Qué?
Él alargó la mano por encima de la mesa y rozó las puntas de sus dedos.

–¿Te encuentras bien?

–Sí.

Damon apenas si la había rozado, pero Elena sintió que una especie de corriente eléctrica recorría la
palma de su mano y le llegaba a la muñeca.

–No. Me voy a mi habitación.

El alcohol, la presencia de Damon y el agobio de los últimos cinco días formaron una mezcla que
estalló en su cerebro mientras buscaba con la mirada los ascensores. Por unos segundos se sintió
desorientada. En los últimos cinco días se habían alojado en tres hoteles diferentes, y de repente no
conseguía recordar dónde estaban los ascensores. Miró hacia el mostrador de recepción y los
localizó a la derecha. Sin pronunciar una palabra, salió del bar. Aquel encuentro no había sido nada
bueno, se dijo mientras recorría el vestíbulo. Damon era tan corpulento y abiertamente masculino que
la había alterado por completo. Se detuvo frente a las puertas de los ascensores; sentía que las
mejillas le ardían. ¿Por qué él? No le gustaba. Sí, lo encontraba interesante, pero eso no significaba
que le gustase.
Damon se acercó a ella por la espalda y apretó el botón del ascensor.
–¿Vas arriba? –le susurró al oído.
–Sí. –Elena se preguntó cuánto tiempo debía de haber permanecido allí como una tonta antes de
caer en la cuenta de que no había apretado el botón.
–¿Has bebido? –quiso saber él.

–¿Por qué?
–Hueles a vodka.
–Me he tomado un par de martinis mientras cenaba.
–Ah –dijo Damon al tiempo que se abrían las puertas y entraban en el ascensor–. ¿A qué planta vas?
–Tercera.

Elena se miró las botas, después desplazó la mirada hacia las zapatillas deportivas, azules y
grises, de Damon. Mientras las puertas se cerraban, él se apoyó contra la pared del fondo y cruzó una
pierna sobre la otra. El dobladillo de sus Levi's rozó los lazos de los cordones. Alzó la vista y
recorrió sus largas piernas y sus muslos, el bulto de la entrepierna y los botones de su camisa hasta
llegar a la cara. Desde los confines del ascensor, sus ojos azules la miraban fijamente.

–Me gustas con el pelo suelto.
Ella se puso un mechón de pelo tras la oreja.

–No me gusta mi pelo. No puedo dominarlo, siempre cae sobre mi cara.
–Eso no tiene nada de malo.

¿De modo que no? Como cumplido, sonaba como si le hubiese dicho «tu culo no es tan grande».
Entonces, ¿por qué el cosquilleo que había sentido en la muñeca había llegado hasta su estómago?
Las puertas se abrieron, evitándole el mal trago de encontrar una respuesta. Ella salió primero y él
la siguió.

–¿Cuál es tu habitación?

–La trescientos veinticinco. ¿Y la tuya?

–Yo estoy en la quinta planta.
Ella se detuvo.

–Te has equivocado de piso.

–No, no me he equivocado. –Damon la cogió por el codo con su manaza y recorrió con ella el
pasillo. A través de la tela del jersey, ella sintió el calor de su palma y sus dedos–. En el vestíbulo
daba la impresión de que estabas a punto de caer al suelo.

–No he bebido tanto. –Elena se habría detenido otra vez si él no hubiese seguido arrastrándola por
el pasillo–. ¿Me estás escoltando hasta mi habitación?

–Sí.
Ella recordó la primera mañana, cuando él le llevó el maletín y le dijo que no estaba intentando
ser amable.
–¿Estás intentando ser amable en esta ocasión?
–No. He quedado con los chicos dentro de un rato y no quiero estar comiéndome el coco todo el
rato pensando si habrás llegado o no a tu habitación.
–Eso te fastidiaría la diversión, ¿no es así?

–No, pero durante un rato no me permitiría concentrarme en Candy Peaks y sus movimientos de
animadora cachonda. Candy se lo toma muy en serio, y sería una descortesía por mi parte que no le
prestase toda mi atención.

–¿Estás hablando de una de esas chicas que hacen strip-tease?

–Ellas prefieren que las llamen bailarinas.

–Ya.
Damon le sacudió el brazo.

–¿Vas a escribir sobre eso? –preguntó.
–No, no me importa tu vida privada. –Elena sacó del bolsillo su llave magnética. Damon se la quitó
de la mano y abrió la puerta antes de que ella pudiese quejarse.

–Bien. En realidad voy a encontrarme con los chicos en un bar que no queda muy lejos de aquí.
Ella alzó la vista hasta las sombras que se formaban en el rostro de Damon debido a la oscuridad de
la habitación. No sabía cuál de las dos historias creer.

–¿Por qué me cuentas eso?

–Para ver la arruga que se forma en tu frente cuando frunces el entrecejo.
Elena sacudió la cabeza cuando él le devolvió la llave.
–Nos veremos, campeona –dijo él girando sobre sus talones.
Elena observó su nuca y sus amplios hombros mientras se marchaba.

–Hasta mañana por la noche, Salvatore.
Él se detuvo y la miró por encima del hombro.
–¿Tienes pensado entrar en el vestuario?
–Por supuesto. Soy cronista deportiva y eso forma parte de mi trabajo. Como si fuese un
hombre.

–Pero no lo eres.
–Pues espero que me traten como si lo fuese.
–Entonces acepta un consejo: no bajes la vista –dijo él, volviéndose de nuevo y echando a
andar–. De ese modo no te sonrojarás como si fueses una mujer.

La siguiente noche, Elena se sentó en las cabinas para la prensa y presenció la batalla de los
Vampires contra los Kings de Los Ángeles. Los Vampires salieron fuerte y metieron tres goles en
los dos primeros tiempos. Daba la impresión de que Damon mantendría la portería a cero por sexta vez
en la temporada, hasta que un extraño disparo chocó contra el guante del defensa Jack Lynch y pasó
entre las piernas de Damon hasta alojarse en la red. Al final del tercer tiempo, el resultado era de tres a
uno, y Elena dejó escapar un suspiro de alivio. Los Vampires habían ganado.
Ella no era gafe. Al menos, no lo fue esa noche. Seguiría conservando el trabajo cuando se
levantase por la mañana.
Recordó con todo detalle la primera vez que entró en el vestuario de los Vampires, y sintió un
nudo en el estómago al abrir la puerta. Los otros periodistas ya estaban entrevistando al capitán del
equipo, Mark Bressler.
–Al final hemos jugado bien –dijo mientras se quitaba la camiseta–. Hemos sacado ventaja de
las superioridades numéricas y hemos aprovechado nuestras ocasiones. El hielo estaba blando esta
noche, pero no ha afectado nuestro juego. Vinimos aquí sabiendo lo que teníamos que hacer y lo
hemos hecho.

Sin apartar la mirada del rostro de Mark, Elena se acercó con la grabadora. Sacó las notas que
había tomado durante el partido y les echó un vistazo.

–Vuestra defensa les ha permitido disparar treinta y dos veces a puerta –dijo, levantando la voz
para hacerse escuchar–. ¿Están intentando los Vampires hacerse con los servicios de un defensa con
experiencia antes de que se cierre el mercado de pases el 19 de marzo?
Pensó que la pregunta ponía de manifiesto que estaba informada y conocía el tema.

–Ésa es una pregunta que sólo puede responder el entrenador Nystrom –contestó Mark.
Había sido demasiado optimista.
–Has marcado tu gol trescientos noventa y ocho esta noche, ¿cómo te hace sentir eso? –
preguntó. Conocía aquel detalle porque había oído hablar de ello a los reporteros de televisión en
las casetas de prensa. Supuso que el capitán haría algún comentario ante aquel alagador
recordatorio.

–Bien –se limitó a responder.
De nuevo había pecado de optimista.
Se volvió y se dirigió hacia Nick Grizzell, el escolta que había marcado el primer gol. Los
calzoncillos de los jugadores fueron bajando uno tras otro, mostrando sus atributos, a medida que
avanzaba, como si se hubiesen sincronizado. Mantuvo la mirada en alto y al frente al tiempo que
ponía en marcha la grabadora y registraba las preguntas de otros periodistas. Su editor del Times
ignoraría si aquellas preguntas las había formulado ella. Pero ella lo sabía, y los jugadores también.
Grizzell acababa de recuperarse de una lesión, y ella le preguntó:

–¿Cómo te has sentido al volver al equipo y marcar el primer gol?
–Bien –respondió él, mirándola por encima del hombro y quitándose el calzoncillo.
Elena ya tenía suficiente de esa mierda.
–Estupendo –dijo–. Citaré tu declaración.

Miró hacia la taquilla que había a unos metros de distancia y vio a Damon Salvatore riéndose de
ella. No había ninguna posibilidad de acercarse a él y preguntarle qué le causaba tanta gracia.
Además, no tenía la menor intención de saberlo.

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