Capítulo
16
Una
hora más tarde, con una copa de brandy en la mano, a
la luz de una vela, Damon leía junto a la cama de Elena. La señora Winston
había negado con la cabeza cuando le había dicho que quería usurpar su papel y
asumir el cuidado de su paciente, pero antes de insistir más, la mujer se había
levantado y le había cedido el sitio.
—Esto
no es apropiado, pero sé que no le pasará nada en vuestra presencia —había
susurrado el ama de llaves antes de salir de puntillas.
Damon
dejó el libro y disfrutó de la oportunidad de contemplarla sin ser visto. Elena
tenía el pelo suelto sobre la almohada, y en su nuca podía verse la compresa
que la señora Winston le había puesto. Con una mano en la sien y la cara en reposo,
parecía ser la muchacha que había creído que era la noche en que llegara a
Blenhem, empapada, asustada y perdida.
Ahora
estaba tumbada de costado, probablemente para evitar presionar la lesión de la
cabeza. Damon sintió de nuevo rabia por lo que Barksdale le había hecho.
Tal
vez el linchamiento no fuera tan mala idea después de todo.
Su
imagen infantil desaparecía sin embargo a la altura de los pechos, insinuados
bajo el lino de la sábana. En ese momento, Elena se volvió y suspiró, de modo
que sus pechos subieron y bajaron, y Damon sintió cómo todo su cuerpo se
tensaba y su miembro se endurecía contra los confines de sus pantalones.
Sudando,
cambió de posición. Tal vez, tras quedarse lo suficiente para comprobar que
estaba tranquilamente dormida y no inconsciente por el golpe en la cabeza,
debería marcharse a su habitación.
Antes
de que la tentación de despertarla se hiciese demasiado fuerte.
Pero,
cuando tomó esa decisión, ella volvió a moverse y se despertó. Tras unos
segundos, lo enfocó con la mirada y sonrió.
—¿Cómo
os sentís? —preguntó él devolviéndole la sonrisa.
—Mejor.
Mucho mejor, ahora que estáis aquí.
Damon
le tomó la mano sin pensar, y un sentimiento de rabia y dolor se apoderó de él
al ver los cortes en sus nudillos.
—Siento
mucho que estéis herida —murmuró antes de darle un beso en los dedos—.
Barksdale pagará por ello.
—¿Está
en el calabozo?
—Sí,
y creo que se alegra de estar allí. Creo que se ha dado cuenta de que, sin su
protección, algunos de los arrendatarios querrían llevárselo, y ésa sería la
última vez que alguien viera a Nate Barksdale.
—Será
mejor dejar que las autoridades se encarguen de él. ¿Y cómo estáis vos? Debéis
de tener casi tantas magulladuras como yo, y creo que os arañé cuando… —tragó
saliva y los ojos se le llenaron de lágrimas—… cuando me arrastrasteis a través
del agujero. Gracias por venir a rescatarme. Si no hubierais llegado en ese
momento, habría vuelto a meterme dentro. Tal vez ahora estaría con él de camino
a Londres, apuntada por una pistola… a su merced.
—¿La
intrépida señora Gilbert, que estuvo a punto de escabullirse por el agujero
como la más rápida de las liebres? ¡Creo que no! Con lo valiente que sois, se
os habría ocurrido la manera de escapar.
—No
soy valiente. Estaba aterrorizada.
—Sí
sois valiente —insistió él—. No os quedasteis ahí sentada. Ésa es la esencia de
la valentía; actuar a pesar del miedo.
—Estaba
aterrorizada hasta que os vi acercaros. Entonces supe que todo saldría bien. De
un modo u otro, habríais conseguido salvarme.
—Habría
cabalgado sin comida y sin dormir como un loco hasta liberaros —convino Damon—.
Pero no hablemos más de eso. No puedo imaginaros a merced de Barksdale.
—¡Hablemos
entonces del coraje y la ingenuidad de Davie! Vos me salvasteis de Barksdale,
pero yo no habría tenido la oportunidad de escapar de no haber sido por la
inteligencia de Davie. ¡Deberíais haberlo oído! —se carcajeó—. Una casi podía
empatizar con Barksdale, porque Davie había estudiado a la perfección cómo
sacarlo de quicio. Lo distrajo tanto que, si el agujero en la pared hubiera
sido un poco más grande, habría podido escapar como la liebre que decís. Por
cierto, espero que no estéis enfadado con Davie. Él no tenía manera de saber
que Tanner se iría con el grupo de búsqueda en vez de continuar hacia la
escuela, como el señor Elliot nos había asegurado.
—No.
Y aunque lo estuviera, el remordimiento ha sido mejor castigo que cualquiera
que pudiera haberle impuesto yo. Ya ha demostrado ser un ayudante ejemplar.
Cuando haya aprendido a leer y a sumar en vuestra escuela, creo que podría ir a
la universidad. Un joven con su talento debería llegar lejos.
—¿Entonces
hablaréis con vuestro patrón sobre la posibilidad de apadrinarlo? —exclamó
ella—. ¡Eso sería fantástico!
—Claro
que sí —respondió él. Gracias a Dios, la necesidad de ocultar su identidad
pronto pasaría, y podría hablarle sinceramente.
Ansiaba
poder compartir con ella los detalles de su vida que hasta el momento se había
callado. No sólo sus esperanzas y aspiraciones para Blenhem, sino toda su vida.
Su
infancia con una madre devota y un padre distraído que prefería la educación a
las vicisitudes de la granja. Cómo desde su más tierna infancia había adorado
el campo, el olor a hierba en primavera, la humedad después de la lluvia. Cómo
había asumido la responsabilidad sobre las propiedades familiares cuando su
padre le había ofrecido transferirle la gerencia a una edad muy temprana. Cómo
había deseado encontrar un alma gemela que compartiera su pasión por la tierra.
Estaba
deseando pedir su mano y llevarla a Oxford, donde sus padres se habían retirado
y donde su padre podría realizar sus estudios de historia medieval. Conocería a
su madre, una esposa perfecta que jamás había parecido lamentar el haber
cambiado los vastos salones de la mansión Wellspring en Kent por un puñado de
habitaciones en la ciudad con una pequeña servidumbre. Satisfecha con organizar
las cenas y veladas en las que su marido y sus compañeros eruditos discutían
sobre la política del rey Juan mientras ella charlaba con las demás esposas.
Los
dos la adorarían; y estarían encantados con que su único hijo hubiera
encontrado una mujer a la que amar por fin.
Damon
salió de aquel ensimismamiento y vio que Elena estaba mirándolo fijamente. Toda
aquella felicidad tendría que esperar hasta que el asunto del fuego y del
ataque al carruaje estuviera resuelto. Y ahora, tras haberse asegurado de que
sus lesiones no eran graves, lo mejor sería dejarla.
No
importaba lo mucho que sus sentidos y su corazón protestaran contra aquella
decisión.
Tras
darle otro beso casto en los nudillos, Damon le soltó la mano.
—Será
mejor que me vaya y os deje descansar.
—No
os vayáis —murmuró ella agarrándole los dedos.
Un
torrente de deseo recorrió su cuerpo.
Elena
estaba cansada, magullada y con dolor de cabeza. Aquélla no podía ser la
invitación que su cuerpo lujurioso quería que fuera. Simplemente quería
sentirse segura después de los acontecimientos del día, nada más.
—Debo
irme —insistió él, más para sí mismo que para ella—. Ahora que estáis
despierta, no es apropiado que me quede.
Pero
no conseguía soltarle la mano.
Una
sonrisa perversa iluminó el rostro de Elena. Damon se quedó mirándola, incapaz
de creer lo que prometía aquella sonrisa, mientras su boca se secaba y el
estómago le daba un vuelco.
—No
quiero nada «apropiado» —dijo ella con voz rasgada—. Hoy he estado muy asustada
cuando Barksdale me tenía prisionera. Pero cuando intenté escapar, lo único que
pensé cuando me agarró los tobillos fue lo mucho que deseaba estar en vuestros
brazos. Lo único que lamentaba era que viviría el resto de mi, probablemente,
corta existencia sin haber experimentado ese placer. Ahora que el señor me ha
dado otra oportunidad, no quiero pasar una noche más sin ello. Por favor, Damon…
quédate conmigo.
¿Cómo
iba a decirle que no cuando él había sentido el mismo miedo, y el mismo deseo?
Cuando su corazón se aceleraba al oír su nombre en sus labios.
Entonces
Elena tiró suavemente de su cabeza y lo besó.
Damon
saboreó el dulzor del té de hierbas con miel en su boca, mientras su cabeza se
llenaba con el olor de su perfume, que nunca dejaba de excitarlo. Enfrentado a
la realidad del beso que en tantas ocasiones había imaginado, simplemente no
pudo hacer nada por apartarse.
Se
dijo a sí mismo que sólo sería un beso. Se permitiría sólo eso antes de
obedecer las leyes de su honor y marcharse de la habitación. Y, si sólo tenía
un beso, se aseguraría de que fuera el más tierno de todos; un beso que
expresara el amor y el deseo que sentía por ella.
Le
colocó las manos suavemente bajo los hombros magullados y la juntó a su cuerpo.
Poco a poco intensificó el beso y cuando ella abrió la boca, Damon no pudo
evitar deslizar la lengua en su interior para acariciarla. Con un leve suspiro
que reverberó por todo su cuerpo, Elena se unió al juego y sus lenguas se
juntaron.
La
dulzura del momento hizo que se le hinchara el corazón en el pecho, mientras
que otras partes más al sur de su anatomía, que no necesitaban mayor
estimulación, palpitaban y ardían.
Con
un gemido que Damon sintió hasta su corazón, Elena le agarró la cabeza con
ambas manos. Sin pensarlo conscientemente, él se encontró a sí mismo
recostándola sobre las almohadas sin dejar de besarla. Sólo un poco más, le
prometió a la voz en su cabeza que continuaba lanzándole reproches. Sólo le
daría a probar el deseo que le volvía loco cada vez que ella estaba cerca, un
adelanto de lo que estaba por venir.
Ella
recibió las caricias de su lengua con la suya propia, inclinando la cabeza para
permitirle un mejor acceso mientras enredaba los dedos en su pelo.
Damon
debía parar. Y pararía… pero todavía no. Durante unos preciados segundos
saborearía sus labios, sólo el tiempo suficiente para almacenar recuerdos que
le ayudasen a superar los momentos de soledad que lo asaltaban cada noche en la
cama, mientras soñaba con poseerla y con absorber cada gota de dulzura de su
cuerpo.
Deslizó
la boca sobre sus labios y luego recorrió su mandíbula con la lengua hasta
llegar al oído. Ella dejó de mover los dedos, se aferró a su pelo y gimió de
placer.
Damon
se sintió triunfal al comprobar que la excitaba tanto como ella a él. Ya no
podía parar, no sin recompensarla por aquella admisión con mordiscos en el
lóbulo de la oreja y en la mejilla, y con besos húmedos desde la barbilla hasta
el cuello.
Mientras
le acariciaba la base del cuello con la lengua, ella le agarró una mano y la
colocó sobre su pecho. Damon se quedó sin aliento al sentir el pezón erecto
bajo el pulgar, mientras con la otra mano ella tiraba del nudo de la corbata.
—Ahora
—dijo Elena mirándolo a los ojos.
—¿Estás…?
—Ahora
—repitió ella antes de reforzar su petición con un beso que no dejaba lugar a
dudas.
En
un instante su resistencia se hizo pedazos y Damon se encontró perdido.
Se
dejó desnudar lentamente; primero le desabrochó los botones del chaleco y luego
le sacó la camisa por encima de la cabeza. Él quiso devolverle el favor y
quitarle el camisón, pero, antes de que pudiera agarrarlo, Elena lo tumbó junto
a ella en la cama y se inclinó sobre él para lamerle los pezones desnudos con
la lengua. Cualquier pensamiento racional abandonó su cerebro cuando comenzó a
absorber y a mordisquear, mientras una mano iba deslizándose lentamente por
debajo de la cintura de sus pantalones.
Damon
arqueó las caderas para frotar su miembro contra sus dedos, pero ella, sin
dejar de saborear sus pezones, apartó la mano y la deslizó por su abdomen y
alrededor de su cintura hacia sus nalgas, lo que le hizo gemir con frustración.
Murmurando
suavemente, Elena sacó la mano de debajo de la prenda, pero antes de que él
pudiera protestar, comenzó a desabrocharle el pantalón. Segundos después, el
aire frío acarició su piel caliente cuando su erección quedó libre.
Elena
se inclinó sobre él y Damon sintió entonces la humedad de su boca sobre su
vientre, acariciándolo y lamiéndolo lentamente en dirección al lugar que más
deseaba.
Su
único pensamiento racional fue saber que, una vez que llegara allí, él duraría
lo mismo que un helado en un día caluroso.
Aun
así, le llevó varios segundos ser capaz de murmurar.
—¡No!
Levantó
una mano para detenerla y ella lo miró con una sonrisa.
—Deseo
hacer esto —dijo deslizando un dedo suavemente por su miembro—. Lo he deseado
prácticamente desde la noche que nos conocimos. Déjame hacerlo, por favor.
Las
palabras formaban círculos al ritmo de sus caricias. Le llevó varios segundos
reunir la fuerza suficiente para asentir y contestar:
—Será…
un placer.
Un
brillo travieso iluminó entonces sus ojos.
—Eso
espero —dijo antes de agacharse y capturar su miembro en la boca.
Todo
lo que quedó entonces fue el placer, que se extendía por todo su cuerpo a gran
velocidad. Con un grito que intentó controlar, Damon se perdió en un mar de
sacudidas al alcanzar el éxtasis.
Cuando
el mundo dejó de dar vueltas y todo volvió a su sitio, abrió los ojos y vio su
cara sonriente.
—¿Lo
ha sido? —preguntó ella.
—¿Qué
si lo ha sido? —repitió él—. No tengo palabras para expresarlo —contestó
mientras le acariciaba la mejilla con un dedo.
—Para
mí también —susurró Elena.
—Aunque
me siento egoísta —confesó él.
—No.
He sido yo la egoísta. Porque ahora, cuando volvamos a hacer el amor, durará
mucho más.
—¡Chica
lista! —contestó él riéndose—. Sí, durará.
Más
que eso, se prometió a sí mismo que conseguiría que ardiera de deseo y que
gritara su nombre una y otra vez. Crearía para ella una noche que jamás
olvidaría, una que la uniría a él para siempre.
—Es
vuestro turno, señora —añadió, pues estaba deseando empezar.
—Elena
—dijo ella—. Llámame Elena.
—Elena
—repitió él, entonces le agarró el borde del camisón y se lo sacó por encima de
la cabeza.
Se
quedó sin aliento al contemplarla desnuda por primera vez, sentada ante él, con
sus pechos turgentes y sus pezones erectos bajo su mirada. Incapaz de resistir
la tentación, se inclinó para saborear uno.
Ella
echó la cabeza hacia atrás y se estremeció. Su respiración entrecortada le
instó a seguir cuando, tras dedicar atención a ambos pechos, siguió bajando. Le
separó las piernas y deslizó las manos por la cara interna de sus muslos antes
de agacharse y lamer suavemente el centro húmedo de su deseo, hasta que ella se
retorció y gritó de placer.
Damon
la abrazó contra su pecho hasta que sus latidos se calmaron y su respiración se
relajó… mientras que la suave caricia de su piel desnuda contra su cuerpo
comenzó a excitarlo de nuevo.
Tras
unos minutos acurrucada entre sus brazos, Elena se estiró y le acarició el
cuello con la nariz.
—Tenía
razón —susurró con una carcajada mientras le acariciaba la espalda desnuda y
presionaba sus caderas contra su erección.
—Mucha
razón —afirmó él.
—Excelente.
Estoy deseando volver a empezar.
Y
sin más se retorció bajo su cuerpo, le rodeó las caderas con las piernas y se
arqueó hacia arriba para permitir que la penetrara.
La
sensación de estar dentro de ella, rodeado por su piel caliente y húmeda,
resultaba más maravillosa de lo que podía haber imaginado.
—No
te haré esperar más —le prometió antes de comenzar a moverse.
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