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COMO SABÉIS LOS PERSONAJES NO ME PERTENECEN Y LAS HISTORIAS QUE ADAPTARÉ TENDRÁN EL NOMBRE DE LA AUTORA AL FINAL DE CADA HISTORIA


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13 noviembre 2012

El Marqués Capitulo 03


CAPITULO 03

La noche del baile de los Edgecombe llegó y trajo consigo una tardía tormenta de verano, pero Damon no se dejó desanimar.

Su amplio carruaje del color del ónix avanzaba envuelto en la oscura noche tirado por cuatro briosos caballos negros que sacudían la cabeza al son de los truenos y cuyos ollares exhalaban vaho.

Los brillantes halos de los faroles centelleaban sobre los dorados del carruaje de ébano mientras los animales cruzaban otro charco, salpicando con sus cascos. La lluvia salía despedida de las chirriantes ruedas del alto carruaje formando guadañas plateadas de agua.

«Menuda nochecita para salir.»

Dentro del vehículo, el aguacero repiqueteaba en el techo de madera como una incesante cantilena interrumpida tan solo por el restallar de los relámpagos que parecían seguirlo.

Dio otra calada al puro, un lujo que raramente se permitía, y exhaló con lentitud el humo por la rendija abierta de la ventanilla del carruaje. Cuando miró hacia fuera, la lluvia que caía sobre el cristal distorsionaba el oscuro mundo que se extendía al otro lado.

Esa noche estaba de un humor extraño, importunado por ligeras dudas. Por lo general, cuando se encontraba de viaje por Europa, el objetivo era sencillo. Siempre sabía cómo actuar. Pero Londres parecía un mundo completamente distinto y no tenía claro cuál era su lugar en él.

No se trataba de que estuviera nervioso por conocer a la señorita Gilbert cara a cara. Por Dios bendito, había cenado con miembros de la realeza. Y tampoco le preocupaba excesivamente entrar de nuevo en sociedad; no importaba lo que pudieran decir sobre su persona, porque conocía más secretos suyos de los que ellos sabrían jamás sobre él.

Virgil había creado el Club Inferno como tapadera mucho tiempo atrás y él había aceptado lealmente representar su diabólico papel sin pensar jamás en el coste: había dado su palabra y sabía cuál era su deber.

Pero esa noche, quizá, conocería por primera vez el auténtico precio de su relación con la Orden. Tal vez era demasiado tarde para dejar atrás esa soledad...

Se sacudió de encima esas aciagas cavilaciones cuando el carruaje aminoró la marcha al llegar a su destino, y echó un vistazo por la ventanilla a las amplias dimensiones de Edgecombe House.

Su lacayo, empapado de la cabeza a los pies, se apresuró a abrirle la portezuela, preparado con un paraguas. Damon se apeó y, después de arrojar la colilla del puro que se había fumado, se alisó la chaqueta de terciopelo y tiró de los puños de la camisa. Luego asintió con estudiada displicencia a su empapado sirviente.

—Ocúpate de buscar refugio —le ordenó—. No quiero que mis caballos se resfríen.

—Sí, milord.

Levantando el paraguas a cierta altura para proteger a su señor, que era más alto, el lacayo se apresuró a seguir la larga zancada de Damon, escoltándolo hasta el pórtico y, acto seguido, retrocedió tras dirigirle una reverencia.

Damon entró en el intenso resplandor de la mansión, dejando atrás la negra noche del mes de septiembre.

Un millar de velas de cera colocadas en innumerables arañas y apliques de cristal centelleaba sobre los dorados techos de Edgecombe House y hacían resplandecer sus columnas de mármol.

A pesar de ello, y motivado tal vez por su forma negativa de ver el mundo, no pudo evitar reparar en que la húmeda noche tormentosa había penetrado en la mansión. Las pisadas mojadas deslucían los relucientes suelos junto con las huellas de barro dejadas por los zapatos de los invitados. Una densa humedad impregnaba el ambiente, arrancando un leve olor a moho de las alfombras y haciendo languidecer las plumas de los tocados de las damas. Damon ignoró al mayordomo, declinando llamar la atención, y entró sin que su llegada fuera anunciada formalmente.

Gracias a su trabajo, no era ajeno a colarse en las fiestas sin tener invitación o a ir adonde quiera que le placía. El truco consistía en comportarse como si uno tuviera todo el derecho de estar allí.

Procedió según aquella premisa, abriéndose paso tranquilamente por la atestada planta baja con aire desenfadado. Al pasar recibió las miradas curiosas de algunas personas aquí y allá, pero Damon evitó el contacto visual, sabiendo que muy pronto caerían en la cuenta de quién era.

En efecto, no tardó en correr la voz después de que algunos lo reconocieran; podía sentir los ojos fijos en él y escuchar los susurros que despertaba mientras se encaminaba pausada, aunque inexorablemente, hacia el salón de baile. Fue objeto de algunas miradas estupefactas, pero al menos nadie se desmayó. El sonido apagado de la música fue aumentando en intensidad.

Tomó una copa de vino tinto de la bandeja que portaba un lacayo ataviado con librea y pasó por dos grandes salas de recepción donde se habían dispuesto sendas mesas para la cena ligera que se serviría a medianoche como de costumbre y que ya se acercaba.

Al frente podía escuchar los dinámicos pasos de una contradanza. Después de cruzar bajo algunas columnas al final del corredor, salió a un descansillo que daba al salón de baile.

En lugar de descender por la elaborada escalera de mármol, a fin de unirse a la fiesta sin demora, se acercó sin prisa hasta la baranda dorada, donde se detuvo y recorrió con la vista la muchedumbre con igual atención que si se encontrase aún en Europa en busca de uno de sus objetivos.

Mientras escrutaba las ondulantes hileras de bailarines, súbitamente divisó un destello de cabello dorado. Damon entrecerró los ojos y se le aceleró el pulso.

Su mirada se posó en Elena Gilbert.

Tan solo reparó mínimamente en su alto y desgarbado compañero, justo lo suficiente para recordarse que, más tarde, debía averiguar quién era aquel joven petimetre de sonrisa afable y cabello rubio rojizo.

Luego Damon se dio el gusto de mirar a sus anchas a la dama número cinco, saboreando la gracia ágil de sus movimientos en la danza y, quizá, desnudándola con los ojos. Le gustaba enormemente el escote bajo de su vaporoso vestido blanco.

En esos momentos le parecía obvio por qué la joven se había cuidado de mantenerse bien tapada al entrar en Bucket Lane. Si aquellos hombres se hubieran dado cuenta de lo hermosa que era,' se hubiera desatado el mismo caos que ahora ella provocaba en su sangre.

Desde las zapatillas blancas de satén hasta la pálida rosa de su cabello, Damon recorrió por entero con la mirada a aquella espléndida mujer en toda su gloria, preparada para el despertar de un amante.

En sus oídos resonaba el retumbar de su corazón. Deseaba tocar la curva de su mejilla, sentir su piel sedosa bajo las yemas de los dedos. Explorar su voluptuoso y joven cuerpo con las manos y los labios; hacer que el pulso se le desbocara. No existía un solo hombre capaz de contemplar a alguien como ella sin que despertase su deseo, pero había algo más, algo familiar. Una necesidad más profunda...

Cuando los pasos del baile la llevaron a girarse, con el brazo extendido y la mano cubierta por un largo guante unida a la de su pareja, Damon reparó en su expresión preocupada, abatida y ausente. Le brindó a su compañero una deslumbrante sonrisa cortés pero distante, dibujando un círculo a su alrededor igual que hicieron el resto de las damas al compás de la danza.

La joven recorrió el salón de baile con aire de angustia y divisó de pronto a Damon, que la estaba observando. Sus miradas se cruzaron y ella se detuvo de golpe.
Su pareja le soltó la mano y retrocedió hasta la hilera formada por los varones, pero la señorita Gilbert se quedó inmóvil en medio de la pista, mirando a Damon como si hubiera visto un fantasma.

Damon no reaccionó, tan solo sostuvo su mirada de sorpresa con silenciosa y serena paciencia. Trató de tranquilizarla y transmitirle con una ligera sonrisa que estaba sano y salvo.

Entretanto, la repentina interrupción de Elena había provocado cierto grado de confusión en los bailarines, a los cuales seguía totalmente ajena.

Las demás parejas se arremolinaban a su alrededor, chocando unos con otros mientras su compañero intentaba llamar la atención de la joven. Sus grandes ojos azules permanecían clavados en él, colmados de una emoción abrumadora que a Damon, pese a su entrenamiento, le resultó difícil de descifrar.

Pero fue entonces cuando en el fondo de su ser supo con palpitante certeza que el resto de la lista de posibles novias confeccionada por Oliver era irrelevante.
Sabía que la había encontrado y, mientras le sostenía la mirada, un único y ardiente pensamiento le ocupó la mente, el cuerpo y el alma, y le susurró en silencio: «Eres mía».
«Tú...»

Tal vez algún hechicero de rostro marchito había invocado la oscura y violenta tormenta que esa noche se desencadenaba fuera con gran virulencia y la había conjurado en forma de hombre, pues él se encontraba en el descansillo como si acabara de llegar montado a lomos de un rayo.

Por desgracia, a Elena las tormentas siempre le habían parecido irresistiblemente excitantes. Era incapaz de apartar los ojos de él... ¡Su salvador!
Sintió un enorme alivio al verlo sano y salvo, aunque no acertaba a imaginar cómo había logrado escapar con toda la banda de Bucket Street deseando acabar con él. Mientras le sostenía la mirada con una sensación de júbilo reverberando por todo su ser, tuvo la extraña impresión de que ese hombre había ido esa noche allí expresamente a buscarla.

A fin de cuentas, nunca antes le había visto en sociedad y no era la clase de hombre que a una joven pudiera pasarle inadvertido.
Recorrió con los ojos la alta y musculosa figura con admiración. No era un dandi como 
Stefan, sino algo extremadamente más peligroso.

Su porte le recordaba a la realeza europea, con su corta perilla y un atisbo de extravagancia en su deslumbrante perfección. Era alto y delgado, de hombros anchos y una constitución poderosa, con un estilo italiano en su forma de vestir: un audaz toque de color en su chaleco escarlata bajo la chaqueta de terciopelo negra, un nudo ligeramente más artístico en el pañuelo y, quizá, cierta elegancia en el fruncido de la manga.

Él tomó un sorbo de vino tinto, sin dejar de observarla con sus claros ojos brillando a la luz de las velas.

Elena, al fin, logró apartar la mirada, sintiéndose algo mareada; en parte abrumada de nuevo por aquel oscuro y delicioso magnetismo que recordaba vívidamente de la primera vez que lo vio en Bucket Lañe.

Un tanto desorientada, solo entonces se percató de que había dejado de bailar y sembrado el caos en el resto de las parejas.

—¿Star? ¡Despierta! ¿Estás ahí? —Jonathon la llamaba desde la fila de enfrente, empleando el diminutivo de Gilbert que solo él utilizaba.

—¡Oh... lo siento!

Con el corazón latiéndole con fuerza, echó un vistazo nervioso a su alrededor tratando de encontrar su lugar, pero Jonathon simplemente se rió como acostumbraba a hacer. 

La vida era una gran aventura para Jonathon White, lo cual, en ocasiones, la irritaba mucho, pero era un hombre leal. Su amigo de la infancia había permanecido caballerosamente a su lado durante la mayor parte de la noche para prestarle apoyo moral en el enfrentamiento venidero con su pretendiente despechado.

Dada su desgarbada altura, la misión de Jonathon era mantener los ojos bien abiertos por si aparecía Stefan. Siempre resultaba fácil encontrar a su amigo en medio de una multitud gracias a su brillante y corto cabello rubio rojizo que relucía como un faro y, de no ser así, normalmente podía oírse su risa.

Elena le lanzó una inofensiva mirada torva por reírse a sus expensas. Naturalmente, la música cesó justo cuando se colocó de nuevo en su sitio.

Los bailarines intercambiaron reverencias con sus parejas y luego aplaudieron con entusiasmo a los músicos. Elena echó un fugaz vistazo hacia el descansillo donde el moreno desconocido había estado, pero había desaparecido entre la multitud.
Jonathan se acercó hasta ella.

—¿Te encuentras bien, cielo? Estás muy rara.

—Estoy bien —respondió Elena sin prestar demasiada atención—. Tan solo un poco... distraída.

—Pues más vale que dejes de estarlo —le advirtió su buen amigo con tono irónico—. Creo que ha llegado el momento que has estado esperando. Carew viene hacia aquí.

—Ay, Dios mío. —Se giró y, siguiendo el movimiento de cabeza de Jonathon, vio que, en efecto, Stefan se encaminaba con paso firme hacia ella flanqueado por dos de sus arrogantes hermanos menores.

Elena se puso furiosa al verlos. Lord Stefan Carew tenía unos perfectos rasgos esculpidos, cabello ondulado rubio rojizo y poseía una voz ligeramente ronca que le confería un aire desenfadado y volvía locas al resto de las jóvenes de la alta sociedad. 

En una ocasión, el mismísimo Beau Brummell lo había felicitado por ser el segundo dandi mejor vestido de Londres. Desafortunadamente, ninguno de sus encantos tenía el más mínimo efecto sobre Elena. Estaba del todo segura de que era su indiferencia lo que le había llevado a fijarse en ella.

A él debió de resultarle difícil de creer que alguna mujer pudiera resistírsele, pero lo único que Elena podía ver cuando lo miraba eran sus ojos fríos y ese ángulo altanero de su bonita nariz. Incluso a unos cuantos metros de las filas de bailarines que iban dispersándose, Stefan le brindó una sonrisa engreída con un gélido desdén soterrado.

La joven irguió los hombros, apartando por el momento de su mente al desconocido de negro cabello. Había llegado la hora del ansiado enfrentamiento. Cuando aún mediaban unos metros, Stefan clavó los ojos de manera amenazadora en el jovial Jonathon, inspeccionándolo con desdén.

—¡Vaya! —murmuró Jono, pero la mirada amenazante de la que había sido objeto su mejor amigo solo suscitó la ira de Elena.

—Jonathan, querido, ¿tendrías la bondad de traerme una copa de ponche? —dijo entre dientes, mirando fijamente a su pretendiente despechado.

—Star, no tengo miedo a...

—Ve. No quiero implicarte en esto.

—No pienso dejarte...

—Puedo ocuparme de él. No puede retarme a duelo.

—¿A duelo? —Repitió Jonathan, tragando saliva con los ojos como platos—. ¿De veras crees que...?

—Me apetece muchísimo tomar un ponche. Ahora. Jonathan dudó.

—Bueno, pese a lo mucho que te adoro, jovencita, va valoro más mi vida.

—¡Márchate ya!

Elena se alegró cuando Jonathan asintió avergonzado y desapareció poniendo fin a su insistencia. Lo último que deseaba era que su inocente e inofensivo amigo se convirtiese en el blanco de Stefan y sus hermanos. El elegante joven no poseía alma de guerrero y, además, no tenía nada que ver en todo aquello.

Apretó los puños enguantados a los lados. Las palabras mordaces que había preparado para Stefan le quemaban en la punta de la lengua mientras aguardaba a que llegase hasta ella, ansiosa por poner en su lugar de una vez por todas al muy canalla.
Pero entonces, justo unos pasos más allá, su salvador del día anterior se interpuso de repente entre ellos, cruzándose en el camino de los hermanos Carew. Sin previo aviso, y de forma aparentemente accidental, chocó con fuerza contra el hombro de Stefan, haciendo que este se salpicase con el líquido de su copa.

—Oh, perdóneme, lo lamento enormemente —se disculpó sin demora con un intenso tono aterciopelado.

—¡Tenga cuidado por donde va!

Elena inspiró bruscamente y se quedó mirando. « ¡Cielo santo, volvemos otra vez a las andadas!»

Stefan se volvió hacia él indignado, sacudiéndose el vino de la mano.

—¿Está usted ciego, pedazo de majadero?

—No ha sido intencionado, mi buen amigo, perdóneme —lo tranquilizó el hombre con inflexión grave y educada.

Elena detectó cierta perfidia en sus melifluas palabras.

—Me dirigía a reunirme con un amigo —dijo—. Pero... aguarde. —El desconocido se interrumpió, estudiándolo con mirada penetrante—. ¿Lo conozco?

—¿Cómo? —farfulló Stefan, lanzándole una mirada despectiva—. No. No lo creo.

Elena observó fascinada, aunque impaciente por tener la oportunidad de descargar su ira sobre su antiguo pretendiente.

—Sí, naturalmente —repuso de improviso el desconocido—. Eres lord Stefan Carew, ¿estoy en lo cierto?

—Sí. Caramba, sí, soy yo. —Stefan se irguió, sumamente orgulloso de tal hecho, pese a que no era lo bastante alto como para mirar a aquel hombre a los ojos sin tener que alzar la cabeza.

—Los tres sois hijos del difunto duque de Holyfield, si no me equivoco —Miró al resto de los hermanos Carew. Elena sintió que se avecinaban problemas.

—En efecto, lo somos —declaró Richard, el menor.

—¿Y quién es usted? —lo apremió Stefan con aire altivo.

—Vamos, ¿es que no me reconoces? —Respondió el desconocido con una sonrisa cómplice—. Mírame a los ojos. Ha pasado mucho tiempo... creo. Estoy seguro de que te acordarás.

La joven apenas reparó en que había estado conteniendo el aliento. Ignoraba por completo de qué iba todo aquello, pero tenía el presentimiento de que había mucho más de lo que parecía a primera vista. En cualquier caso, el encuentro que tenía lugar justo delante de ella le proporcionó la furtiva oportunidad de estudiar a su salvador más de cerca.

La expresión general de su rostro cuadrado, puramente masculino, era seria y severa; tenía unos rasgos cincelados bien formados, nariz y mentón alargados y definidos, equilibrados por los pronunciados pómulos, mandíbula angulosa y unas espesas y oscuras cejas.

Los ojos verdes grisáceos estaban bordeados por unas negras pestañas, cortas y densas. Stefan miró fijamente aquellos penetrantes ojos y pareció olvidar por completo su indignación, como si cayera bajo el insondable hechizo del desconocido, tal y como ella misma había experimentado solo momentos antes.

—Vamos, intenta recordar —dijo el hombre con un tono ligeramente amenazador, como si su mirada sombría y su sonrisa siniestra pudieran hipnotizar a cualquier víctima confiada—. Por entonces no éramos más que unos niños.

—No puede ser —susurró Stefan—. ¿Damon... Rotherstone? ¿Eres tú?

El desconocido asintió pausadamente en tanto que Elena memorizaba aquel nombre.
Quizá se debiera a la bebida, pero Stefan parecía extasiado. Luego meneó la cabeza.

—No doy crédito —declaró mientras Damon Rotherstone continuaba sometiéndole a su control, como un encantador de serpientes—. Has estado ausente tantos años como para no recordar; simplemente... te desvaneciste.

—Sí —dijo—. Pero he regresado.

—¿Por qué? —exigió saber de inmediato Stefan, receloso.

—He hecho y visto todo cuanto deseaba hacer o ver. —Ladeó la cabeza con resolución—. ¿Y qué has estado haciendo tú con tu vida durante todo este tiempo, Stefan?

El semblante cincelado del petimetre palideció.
«Nada.» La triste verdad estaba escrita en su rostro. Elena casi se compadeció de él cuando este no supo qué contestar, pero el directo recordatorio a su falta de propósito en la vida pareció sacar de golpe al distinguido dandi del hechizo.
Stefan cambió de tema, al parecer impaciente de pronto por librarse de su viejo conocido, de aquella antigua amistad que había formulado tan embarazosa pregunta.

—Bueno, Damon, dijiste que ibas al encuentro de alguien. No permitas que te entretengamos.

—Ah, sí. La gran duquesa de Mecklenburg. —La bonita sonrisa que esbozó hizo que Elena contuviera el aliento.

—¿La gran duquesa? —repitió Stefan con cierta reserva.

—Mmm, sí, una dama encantadora. La conocí en el curso de mis viajes por Europa.

—¡Vaya! —farfulló Richard Carew con reticente admiración.

Damon Rotherstone se cogió las manos detrás de la espalda.

—¿Deseas que os presente?

Stefan pareció recordar en ese momento dónde se encontraba y le lanzó una mirada colmada de malicia a Elena, que estaba justo detrás de Rotherstone.

—¿Conocer a la gran duquesa? Estoy seguro de que a todo hombre le complacería algo así.

—En efecto. —Rotherstone apenas dirigió la vista con desdén hacia la joven por encima del hombro, prácticamente sin prestarle la más mínima atención—. Por supuesto, no deseo interrumpir...

—En absoluto —le cortó Stefan, mirándola con expresión glacial—. Aquí hemos terminado, créeme.

—¡Bien, pues! Acompáñame —le ordenó, dándole una palmada en el hombro a Stefan

—. Su excelencia está sentada por aquí. Después de ti, amigo.

Con la otra mano, Damon señaló hacia el fondo de la estancia, levantando su musculoso brazo ante la cara de Elena como si fuera una barrera de portazgo. Ninguno de los hombres prestó atención a la joven, que bien podría haber sido invisible.

—Has de saber que también yo frecuento los círculos más elevados —señaló Stefan a 

Rotherstone, incapaz de resistirse a lanzar una última mirada autocomplaciente en dirección a Elena—. He oído que el regente me tiene en alta estima.

—Resulta fascinante. Debes contármelo todo.

—Bien, su alteza real ensalzó primero el corte de mi chaqueta...

Stefan precedió a Rotherstone, completamente sumiso, mientras satisfacía con avidez la solicitud del todo falsa de Damon. Elena los vio alejarse llena de asombro, sin estar del todo segura de qué diantre acababa de suceder.

Pero mientras Damon Rotherstone se llevaba diestramente a los hermanos Carew, los tres sin lugar a dudas bajo su control, volvió la vista como si tal cosa hacia ella, con una disimulada chispa picara en los ojos.

Elena sacudió la cabeza mientras lo miraba aturdida. La sonrisa traviesa y el apenas perceptible asentimiento parecían querer decirle: «No hay de qué... una vez más».

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