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BIENVENIDOS A TOD@S A ESTE BLOG, ESPERO QUE DISFRUTÉIS LEYENDO LAS ADAPTACIONES DE CRÓNICAS VAMPÍRICAS.

COMO SABÉIS LOS PERSONAJES NO ME PERTENECEN Y LAS HISTORIAS QUE ADAPTARÉ TENDRÁN EL NOMBRE DE LA AUTORA AL FINAL DE CADA HISTORIA


GRACIAS

22 diciembre 2012

La Magia Existe Capitulo 05



Capítulo 05
Puesto que habían crecido en el vecindario de Edgemoor, en Bellingham, Elena y sus hermanos habían explorado todos los caminos del monte Chuckanut y habían jugado en las playas de la bahía de Bellingham. La zona, un lugar muy tranquilo, ofrecía vistas de las islas San Juan y de las montañas canadienses. Además, estaba muy cerca de Fairhaven, con sus tiendas exclusivas y sus galerías de arte, con esos restaurantes donde los camareros explicaban a los comensales las delicias de las piezas de caza o pesca más frescas y su procedencia.


Bellingham tenía fama de ser una ciudad de pocas emociones y se enorgullecía de ello. Era un lugar tranquilo y acogedor. El tipo de ciudad donde la gente podía ser todo lo excéntrica que le apeteciera sin temor a que le dieran la espalda. Los coches estaban cubiertos de pegatinas de todos los colores. En los jardines, brotaban los carteles políticos de diversas ideologías cual bulbos primaverales florecidos. Se toleraban todas las ideologías siempre y cuando no se expusieran de modo agresivo.

Después de que Jill, una de sus hermanas, la recogiera en Anacortes, fueron a almorzar a Fairhaven District, el barrio histórico. Puesto que Elena y Jill eran las más pequeñas de la familia y sólo se llevaban un año y medio de edad, siempre habían estado muy unidas. En el colegio, sólo las separaba un curso, iban a los mismos campamentos de verano y se enamoraron de los mismos ídolos en la adolescencia. Jill fue la dama de honor en la boda de Elena, y le había pedido a ésta que lo fuera en la suya, que se celebraría en breve. Iba a casarse con un bombero de la localidad llamado Danny Stroud.

—Me alegro de poder disfrutar de un ratito a solas —dijo Jill mientras se tomaban unas tapas en Flats, un restaurante español con inmensos ventanales de increíbles vistas y un patio chiquitín adornado con muchas flores. En cuanto lleguemos a casa de papá y mamá, todos te rodearán y ya no podré hablar contigo. Pero mañana por la noche tendrás que dedicarme un poco de tiempo porque voy a presentarte a alguien.

Elena dejó a medio camino el vaso de sangría que iba a llevarse a los labios.

—¿A quién? —preguntó con recelo—. ¿Por qué?

—Es un amigo de Danny —contestó Jill a la ligera—. Un tío monísimo, muy dulce y…

—¿Has quedado con él a mis espaldas?

—No, antes quería mencionártelo, pero…

—Me alegro. Porque no quiero conocerlo.

—¿Por qué? ¿Estás saliendo con alguien?

—Jill, ¿se te ha olvidado por qué he venido a Bellingham este fin de semana? Es el segundo aniversario de la muerte de Leo. Lo último que me apetece es conocer a un tío.

—He pensado que sería el momento perfecto. Han pasado dos años. Estoy segura de que no has salido con nadie desde que Leo murió, ¿verdad?

—Todavía no estoy preparada.

La camarera interrumpió la conversación cuando les llevó un bocadillo bayona, consistente en una salchicha asada, pimientos y queso, todo ello entre dos lonchas de crujiente pan rústico. Siempre lo servían cortado en tres trozos, y el del centro era el más apetitoso porque en él el queso estaba más derretido.

—¿Cómo sabrás que estás preparada? —le preguntó Jill después de que la camarera se marchara—. ¿Tienes un temporizador que te avise o algo?

Elena la miró con una mezcla de cariño y exasperación mientras cogía el bocadillo.

—Conozco a un montón de tíos guapos y solteros en la ciudad —siguió su hermana—. Podría concertarte una cita sin problemas. Pero insistes en esconderte en Friday Harbor. Al menos, podrías haber abierto un bar o una tienda de artículos deportivos donde pudieras conocer hombres. ¿Crees que vas a conseguirlo en una juguetería?

—Adoro mi tienda. Adoro Friday Harbor.

—Pero ¿eres feliz?

—Lo soy —contestó Elena con gesto reflexivo después de probar el delicioso bocadillo—. De verdad que estoy bien.

—Me alegro, porque ha llegado el momento de que sigas con tu vida. Sólo tienes veintiocho años y deberías abrirte a la posibilidad de conocer a alguien.

—No quiero verme obligada a tener que repetir el proceso otra vez. Las posibilidades de encontrar el amor verdadero son de una entre mil millones. Ya lo encontré una vez, así que es imposible que vuelva a suceder.

—¿Sabes lo que necesitas? Un novio provisional.

—¿Provisional?

—Sí, como un carnet de conducir provisional que te permita mejorar tus habilidades al volante antes de conseguir el definitivo. No pienses en encontrar a un tío con el que puedas mantener una relación seria. Limítate a elegir a alguien divertido con quien puedas volver a circular.

—Supongo que eso equivaldría a ser un conductor menor de dieciocho años —replicó Elena, siguiendo la broma—. ¿Necesito que me acompañe un adulto o puedo conducir sola?

—Desde luego que puedes, siempre y cuando lo hagas con precaución.

Después del almuerzo, realizaron una parada en Rocket Donuts por insistencia de Elena. Pidió una selección variada que incluía algunos bollos alargados cubiertos con azúcar glasé caramelizado y crujientes tiras de beicon, otros con trocitos de galletas Oreo y unos cuantos bañados de chocolate. 

—Son para papá, claro —dijo Jill.

—Aja.

—Mamá va a matarte —le advirtió su hermana—. Está intentando que le baje el 
colesterol.

—Lo sé. Pero me mandó un mensaje esta mañana suplicándome que llevara una caja.

—Elena, lo consientes demasiado.

—Lo sé, por eso me quiere más que a vosotros.

El largo camino de acceso a la casa estaba ocupado por seis o siete coches y el jardín se encontraba atestado de niños. Algunos se acercaron corriendo a Elena, entre ellos uno que le enseñó orgulloso que se le había caído un diente mientras otro intentaba convencerla de que jugara con ellos al escondite. Entre carcajadas, les prometió que jugaría más tarde.

Nada más entrar en casa, se dirigió a la cocina, donde su madre y algunos de sus hermanos se afanaban preparando la comida. Le dio un beso a su madre, una mujer voluptuosa, pero no gorda, con una melena corta canosa y un cutis envidiable que no necesitaba de maquillaje. Llevaba un delantal que proclamaba: 
«Lo he visto, oído y hecho todo. Pero no recuerdo nada».

—Eso no será para tu padre, ¿verdad? —le preguntó su madre, que miró la caja de donuts con severidad.

—Está lleno de palitos de apio y zanahoria —contestó Elena—. La caja es para engañar.

—Tu padre está en el salón. Hemos instalado un sistema de sonido envolvente y desde entonces no se despega del televisor. Dice que ahora los disparos suenan como los de verdad.

—Si eso es lo que quería, podías haberlo llevado a Tacoma —comentó uno de sus hermanos.

Elena sonrió mientras iba hacia el salón.
Su padre estaba sentado en uno de los rincones de un mullidísimo sofá con un bebé dormido en el regazo. Al  verla entrar, sus ojos volaron hacia la caja que llevaba en los brazos.

—Mi hija preferida —dijo.

—Hola, papá. —Elena se inclinó para darle un beso en la cabeza y le colocó la caja en las piernas.

Su padre la abrió, ojeó el contenido hasta localizar un bollo con beicon y sirope de arce y procedió a devorarlo como si supiera a gloria bendita.

—Siéntate conmigo. Y coge al bebé. Necesito las dos manos para esto.
Elena se colocó con cuidado la cabecita del bebé dormido en el hombro.

—¿De quién es? —quiso saber—. No lo reconozco.

—No tengo ni idea. Alguien me lo ha dejado en brazos.

—¿Es uno de tus nietos?

—Es posible.

Elena contestó sus preguntas sobre la tienda, sobre los últimos acontecimientos que habían sucedido en Friday Harbor y sobre si había conocido a alguien interesante recientemente. Titubeó lo justo para que su padre la mirara con un brillo interesado en los ojos.

—Aja. ¿Quién es y a qué se dedica?

—Qué va, si no… no es nadie. Está pillado. He estado hablando con él durante el trayecto en el ferry. —Notó que el bebé se movía y le colocó la mano en la espalda para tranquilizarlo con sus caricias—. Creo que he tonteado con él sin proponérmelo.

—¿Eso es malo?

—Quizá no, pero hace que me pregunte… ¿cómo sabré si estoy preparada para volver a salir con un hombre?

—Yo diría que es una buena señal que hayas tonteado con él sin proponértelo.

—No sé, es un poco raro. Me sentí atraída por él y eso que no se parece a Leo en absoluto.

Antes de caer enfermo, Leo era un hombre alegre, gracioso y divertido. El hombre con el que había compartido el trayecto en el ferry era sombrío, serio y reservado, y parecía poseer una personalidad muy intensa. Como había sido incapaz de detener su imaginación, en el rincón más profundo de su mente se había preguntado cómo serían las relaciones físicas con él. La respuesta había sido tan explosiva que la simple posibilidad la había asustado. Sin embargo, eso formaba parte de su atractivo. Recordaba haberse sentido atraída por Leo precisamente porque a su lado parecía estar segura. No obstante, acababa de descubrir que deseaba a Damon Salvatore justo por lo contrario.

Inclinó la cabeza para darle un beso al bebé. Parecía muy vulnerable y, sin embargo, notaba la solidez de su cuerpecito. Su piel era increíblemente suave y estaba un poco húmeda por el sudor. Recordó de forma fugaz un momento que tuvo lugar durante los últimos días de la vida de Leo, cuando sumida en la desesperación deseó haber tenido un hijo con él. Para poder conservar una parte suya cuando se fuera.

—Cariño —oyó que le decía su padre—, no he pasado por todo lo que tú pasaste con Leo. No sé cuándo acaba el proceso del dolor, ni cómo sabes cuándo estás lista para seguir adelante. Pero sí estoy seguro de algo: el próximo hombre de tu vida será distinto.

—Lo sé. Ya lo sabía. Creo que lo que me tiene preocupada es la certeza de que yo he cambiado.

Su padre la miró con los ojos como platos, como si el comentario lo hubiera sorprendido.

—Por supuesto que has cambiado. ¿Cómo no ibas a hacerlo?

—Pero es que en parte no quiero cambiar. En parte quiero seguir siendo la misma persona que era cuando estaba con Leo. —Guardó silencio al ver la expresión de su padre—. ¿Te parece muy descabellado? ¿Necesito terapia o algo?

—Creo que lo que necesitas es una cita con alguien. Ponerte un vestido bonito y que te inviten a una opípara cena. Despedirte con un beso de buenas noches.

—Pero en cuanto deje de ser la viuda de Leo, ¿cómo voy a recordarlo? Será como perderlo de nuevo.

—Cielo —le dijo su padre con voz suave y serena—, aprendiste muchísimo de Leo. Todo eso que te hizo ser mejor persona… ésa será tu forma de recordarlo. Jamás lo olvidaremos.


—Lo siento —dijo Bonnie mientras aceptaba la taza de té que le ofreció Damon. 

Estaba acurrucada en el sofá, vestida con ropa cómoda de color gris e iba a añadir algo más cuando la sorprendió un repentino estornudo.

—No pasa nada —le aseguró Damon, que se sentó a su lado. Bonnie sacó un pañuelo de papel de una caja para sonarse la nariz.

—Espero que sólo sea un episodio de alergia y que no haya pillado nada grave. No hace falta que te quedes conmigo. Ponte a salvo de un posible contagio. Damon le sonrió.

—Unos cuantos gérmenes no me asustan. —Abrió un bote de pastillas para el resfriado y le ofreció dos.

Bonnie cogió la botella de agua que descansaba en la mesa, se tragó las pastillas y puso cara de asco.

—Habíamos planeado una fiesta genial —protestó—. Janya tiene un apartamento increíble en Seattle, y yo estaba deseando presumir de pareja delante de todos.

—Ya presumirás otro día —dijo Damon mientras la arropaba con una manta—. De momento, concéntrate en ponerte mejor. Seré bueno y te dejaré el mando a distancia.

—Eres un sol. —Bonnie suspiró, se apoyó en él y se sonó otra vez la nariz—. Nuestro fin de semana sensual se ha ido al traste.

—Nuestra relación va más allá del sexo.

—Me alegro de que digas eso. —Guardó silencio un momento y añadió—: Es la número tres en la lista.

Damon estaba pasando los canales de televisión con el mando.

—¿En qué lista?

—Creo que no debería decírtelo. Pero hace poco leí una lista con las cinco señales que indican que un hombre está listo para la palabra que empieza por «c».

Damon dejó lo que estaba haciendo.

—¿Qué palabra? —preguntó, extrañado.

—Compromiso. Y, de momento, ya has hecho tres de las cosas que la lista asegura que hacen los hombres cuando están listos para comprometerse.

—¿Ah, sí? —replicó con cautela—. ¿Cuál es la número uno?

—Perder el interés en bares y pubs.

—La verdad es que nunca me han gustado mucho que digamos.

—La segunda es la disposición a conocer a la familia y a los amigos. La tercera, acabas de decir que nuestra relación es algo más que un alivio sexual.

—¿Y la cuarta y la quinta?

—No puedo decírtelo.

—¿Por qué no?

—Porque si te lo digo, a lo mejor no lo haces.

Damon sonrió y le pasó el mando a distancia.

—En fin, pues avísame cuando lo haga. No me gustaría perdérmelo. —La abrazó mientras ella buscaba alguna película en los canales de pago.

Los silencios entre ellos solían ser cómodos. Sin embargo, ése fue tenso, interrogante. Damon era consciente de que Bonnie acababa de darle pie para avanzar en la relación. Era consciente de que estaba ansiosa por extender los límites de su relación y por discutir qué dirección iban a tomar.

Aunque pareciera irónico, él también había pensado tratar el tema durante el fin de semana. Tenía todos los motivos del mundo para comprometerse con Bonnie y para decirle que sus intenciones eran serias. Porque era cierto.
Si el matrimonio con ella iba a desarrollarse en la misma tónica que su relación actual, estaba dispuesto a firmar sin pensárselo. No había locuras, ni gritos, ni peleas.

Sus expectativas generales eran razonables. No creía en el destino ni en el amor predestinado. Quería una mujer agradable y normal, como Bonnie, con quien las sorpresas serían mínimas. Con quien existía compañerismo.
Formarían una familia. Por Emma.

—Bonnie —dijo, pero tuvo que carraspear para aclararse la garganta antes de seguir—, ¿qué opinas de tener una relación exclusiva?

Ella volvió la cabeza, que tenía apoyada en uno de sus brazos, para mirarlo.

—¿Te refieres a tener una relación de pareja de verdad? ¿A no quedar con terceras personas?

—Sí.

Bonnie esbozó una sonrisa satisfecha.

—Acabas de hacer la cuarta cosa de la lista —dijo, acurrucándose contra él.

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