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COMO SABÉIS LOS PERSONAJES NO ME PERTENECEN Y LAS HISTORIAS QUE ADAPTARÉ TENDRÁN EL NOMBRE DE LA AUTORA AL FINAL DE CADA HISTORIA


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12 enero 2013

Cruel Capitulo 06


CAPÍTULO 06
Damon  Salvatore  soltó el aire que había estado conteniendo. Acababa de hacer la única cosa que nunca había contemplado hacer: pedirle a una mujer que se casara con él. Pero, por mucho que lo enfureciera, lo único en lo que podía pensar era en cómo el aroma de Elena lo había atraído cuando ella había pasado por delante haciéndole recordar cosas que quería olvidar: su pálida piel cubierta de pecas, su sedosa suavidad y el modo en que sus secretos músculos internos lo habían rodeado con tanta fuerza... ¡Era virgen! Pero no le permitiría seducirlo otra vez, ¿Cómo era posible que la repugnancia que sentía por esa atracción no pudiera empañar su libido? Todo dentro de él se rebelaba contra una situación que nunca había querido. Matrimonio y un bebé. Sólo la idea de convertirse en padre le había resultado odiosa. Su vida consistía en obtener placer con mujeres que sabían lo que había y que no le exigían nada.
Tendría que afrontar la situación como si se tratara de un negocio en el que no entrarían sus emociones. Era un negocio, simple y llanamente. Tendría un heredero. Se sentó en el sillón a esperar. Sabía que Elena estaría pensando que tenía la situación bajo control, pero a juzgar por su actitud, creía que había logrado inquietarla. Pero el hecho de que eso no lo hiciera sentirse triunfante lo perturbaba. Volvió a ver la carta de chantaje de Stefan  Donovan  y en un instante tomó una decisión y sacó el teléfono móvil para hacer una llamada.

Cuando Elena salió del dormitorio, Damon  estaba al teléfono hablando en italiano. Se le encogió el estómago. Ella se había cambiado de ropa y se había puesto unos vaqueros y un jersey y se había recogido el pelo. La recorrió con la mirada y se fijó en su pequeña maleta antes de terminar la conversación y guardarse el móvil en el bolsillo.
—Está arreglado.
—¿Qué quieres decir?
—En veinticuatro horas voy a saldar esa deuda por ti. Y si Donovan  intenta algo, tenemos su carta como prueba.
—Pero... eso quiere decir que voy a tener que deberte algo —el alivio momentáneo de saber que Stefan  ya no volvería a molestarla se vio disminuido enseguida ante una amenaza mucho más potente.
—¿Por qué harías algo así?
—Porque tengo que admitir que me excita la idea de pensar que cada penique que ganes me lo estarás debiendo a mí durante un tiempo considerable. Y porque preferiría que mi esposa no estuviera relacionada con un posible escándalo.
Lo que había dicho Damon  era cierto; tardaría años en pagarle la deuda más los intereses.
—Vamos —recogió su maleta y le indicó que saliera ella primero.
Elena deseaba poder enfrentarse a su carácter dominante, pero no podía olvidar que había sido ella la que lo había invitado a entrar en su vida y ahora tenía que aceptar las consecuencias. Se centraría en el hecho de que odiaba a Damon  Salvatore e intentaría olvidar que durante un breve momento había sentido por él algo que era totalmente opuesto.

Damon  metió la maleta en el maletero de un elegante coche y después le sujetó la puerta del copiloto. Cuando arrancó el coche y se incorporó a la carretera, un vehículo que circulaba en sentido contrario hizo que Elena se estremeciera en su asiento.
—¿Qué ha pasado?
—Na... nada. Es sólo que me he asustado, nada más —dijo tartamudeando.
—Ni siquiera estábamos cerca.
—Lo sé. Es sólo que... es la primera vez que me siento en el asiento delantero desde...

No pudo terminar. Su reacción no había sido racional porque la noche del accidente estaba sentada en el asiento trasero. Damon  se quedó muy tenso y no dijo nada. No había duda de que le había recordado la razón por la que la odiaba tanto. Hundida, Elena giró la vista para mirar por la ventana.

Damon  no perdió tiempo para sacarla del país. A la hora ya habían subido a un pequeño avión privado y unas cuantas horas después, cuando ya era de noche, aterrizaron en Roma. En ningún momento intercambiaron palabra y el trayecto hasta un elegante ático en el centro de la ciudad duró minutos.
Damon  le enseñó dónde estaba la cocina, diciendo le que podía servirse todo lo que quisiera, y a continuación la llevó a una impresionante habitación de invitados. Después de darse una ducha, Elena se sintió invadida por el cansancio y se coló entre unas deliciosas sábanas de algodón egipcio para en un instante caer en un sueño profundo por primera vez en mucho tiempo.
A la mañana siguiente, cuando se despertó, se quedó impactada al ver lo que no había visto la noche antes; las ventanas que iban de techo a suelo con vistas a la ciudad. Sintió una pequeña emoción en el pecho. Nunca había viajado a ninguna parte que estuviera fuera de Irlanda o de Londres, y ahora... se encontraba saliendo de una cama enorme para detenerse junto a la ventana y contemplar en la distancia la icónica y familiar imagen del Coliseo.
Justo entonces oyó un ruido y se giró. No, no estaba de vacaciones. Damon  estaba en la puerta, alto y poderoso, vestido con unos pantalones oscuros y una camisa gris. Elena no logró adivinar la expresión de sus ojos y se cruzó de brazos, avergonzada por la única prenda de ropa que llevaba encima, una camiseta grande con dibujos de ovejitas.
—¿Has dormido bien? —le preguntó él como buen anfitrión.
Elena asintió, dispuesta a seguir con el juego.
—Sí, gracias. La cama era... muy, muy cómoda.
—Cuando estés lista, baja al comedor. Tenemos cosas que discutir.
Dio un paso atrás y cerró la puerta. Elena le sacó la lengua, aunque ese gesto tan infantil no la hizo sentirse mejor.

Damon  intentó centrarse en el periódico, pero la imagen de Elena y de su silueta contra la ventana llevando nada más que una camiseta y con el cabello alborotado, estaba ardiendo en su retina. Sus largas y esbeltas piernas le recordaron el modo en que lo había rodeado con ellas mientras él se deslizaba en su interior. El deseo que sintió esa noche al acostarse con ella a pesar de saber quién era, era algo que Damon  aún no podía perdonarse.
Cuando oyó un sonido junto a la puerta, alzó la vista y allí se encontró a Elena, vestida con la misma ropa del día anterior. Eso lo irritó, y el hecho de verla tan vacilante y con el cabello completamente recogido hacia atrás lo irritó aún más.
—Siéntate y sírvete. Y deja de actuar. Elena. Ahora estás aquí y he sido sincero al decirte lo que puedes esperar que suceda, nada va a cambiar eso.
Elena se sentía intimidada ante su irresistible aspecto y ese telón de fondo, con Roma prácticamente a sus pies. Parecía un hombre plasmado en una revista como la quintaesencia del magnate moderno.
Después de servirse café y unas pastas, se sentó para desayunar y a cada mordisco o sorbo que daba no dejaba de repetirse que ese hombre era un autócrata controlador y vengativo.
—Necesitaré tu certificado de nacimiento y tu pasaporte.
—Necesitaré que me los devuelvas.
Damon  sonrió con crueldad.
—No te preocupes, no tengo intención de confiscar tu pasaporte como si fuera una especie de señor medieval. Cuando veas Sardinia, sabrás que escapar será extremadamente peligroso. Sin mencionar el hecho de que, incluso si fueras a intentarlo, la deuda de Nicklaus volvería a estar a tu nombre en cuestión de veinticuatro horas, después de que las autoridades pertinentes hubieran sido informadas. Sin embargo, me quedaré con el pasaporte como garantía mientras estamos en Roma.
La taza de Elena hizo ruido contra el plato. Estaba invadida por la rabia.
—Por mucho que me gustaría marcharme y no volver a verte la cara, la idea de estar aquí y convertirme en una molestia constante para ti me atrae.
Damon  se inclinó hacia delante y con una fría sonrisa dijo:
—No me pongas a prueba, Elena, y no intentes jugar con fuego. No ganarás.

Más tarde ese día. Elena tuvo que admitir que Damon  Salvatore era posiblemente la persona más fría que había conocido nunca. El hombre del club era tan distinto al hombre que ahora estaba sentado en el salón de la boutique, que tuvo que preguntarse si se había vuelto loca al permitir que se convirtiera en su primer amante.
Salió de sus pensamientos cuando la dependienta señaló a los montones de ropa que los rodeaban.
—¿Está segura de que no quiere ver nada más, señora? ¿Algo un poco más alegre?
Elena negó con la cabeza.
—Estoy segura —dijo con firmeza.
—Pero, señora, el vestido que ha elegido para llevar en el registro...
—Así está bien. De verdad. Yo... quiero decir, mi prometido y yo estamos de luto, así que no sería apropiado ir vestida de blanco.
La joven se sonrojó.
—Lo siento, no lo sabía... Bueno, sabía lo de la hermana del signore Salvatore, pero... —añadió la dependienta, avergonzada, antes de empaquetar todas las compras.
Un grupo de paparazis los había seguido durante todo el día en cuanto habían salido del ático. Damon  la había llevado a varias tiendas y en ninguna de ellas se había comportado como el típico prometido caballeroso; la había ignorado hasta que la ropa estaba empaquetada y ella preparada para marcharse.
Cuando salieron de esa tienda, a Elena le llamó la atención una imagen y un titular que vio en un puesto de periódicos. Los paparazis por fin habían desaparecido, seguramente satisfechos con todas las fotografías que les habían hecho mientras hacían las compras en las que Damon  había insistido.
—¿Qué dice? —le preguntó ella temblorosa cuando Damon  tomó el periódico.
—Dice: «Una nación perderá a su soltero de oro cuando Salvatore se case en pocos días».
Elena sintió náuseas. Estaba atrapada en esa telaraña que Damon  había tejido... con su ayuda... y ahora no podría escapar hasta que tuviera al bebé. Pero, curiosamente, ese pensamiento no despertó el miedo que esperaba. Sabía que, como madre del bebé tendría derechos, por muy rico y poderoso que fuera Damon, Aquello que dijo sobre poder comprarla parecía ser fruto de algo que pensaba de las mujeres en general. Esa revelación y el hecho de que Elena no tuviera curiosidad por saber a qué se debía esa forma de ver a las mujeres, hizo que durante el trayecto de vuelta al apartamento no se dirigieran la palabra.

Varias mañanas después. Elena se despertó para ver que Damon  se había ido, al igual que todas las mañanas, dejándole únicamente una nota en la que le comunicaba que un guardaespaldas estaría esperándola abajo si quería salir y visitar la ciudad. No había sido tan tonta como para creer que Damon  estaba preocupado por su seguridad, pero había aprovechado la oportunidad de recorrer la ciudad y quedar encantada con su belleza antigua e imponente.
A su regreso, entró en el comedor y se asomó a la ventana, sintiéndose insoportablemente sola. Lo que más la asustaba era que se sentía sola por no tener... conexión y relación con Damon. La conexión que había pensado que existía La noche que él la había seducido. Durante esos breves momentos cuando le había hecho el amor, se había sentido segura y a salvo. Y, cuando la había tomado, había sentido algo que iba más allá de lo meramente físico. Intentó ignorarlo, pero anhelaba esa conexión y se reprendió severamente por ello. Tenía que borrar esa noche de su cabeza; para él no había sido más que parte de una venganza. Damon estaba muerto. Él nunca había existido. Había sido Damon  todo el tiempo y cuanto antes lo recordara, mejor.
El teléfono sonó en ese justo momento y Elena se sobresaltó antes de responder.
—¿Diga?
—Nos han invitado a una fiesta privada esta noche.
—¿A los dos?
—Tienes que estar preparada a las siete. Será positivo que nos vean juntos en la víspera de nuestra boda.
Elena abrió la boca para hablar, pero lo que emitió fue un sonido de indignación al darse cuenta de que él ya había colgado. Colgó el teléfono con un golpe y le agradeció lo que había hecho... porque era un buen recordatorio de por qué nunca había existido ninguna conexión entre los dos.

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