CAPÍTULO
06
Damon Salvatore
soltó el aire que había estado conteniendo. Acababa de hacer la única
cosa que nunca había contemplado hacer: pedirle a una mujer que se casara con
él. Pero, por mucho que lo enfureciera, lo único en lo que podía pensar era en
cómo el aroma de Elena lo había atraído cuando ella había pasado por delante
haciéndole recordar cosas que quería olvidar: su pálida piel cubierta de pecas,
su sedosa suavidad y el modo en que sus secretos músculos internos lo habían
rodeado con tanta fuerza... ¡Era virgen! Pero no le permitiría seducirlo otra
vez, ¿Cómo era posible que la repugnancia que sentía por esa atracción no
pudiera empañar su libido? Todo dentro de él se rebelaba contra una situación
que nunca había querido. Matrimonio y un bebé. Sólo la idea de convertirse en
padre le había resultado odiosa. Su vida consistía en obtener placer con
mujeres que sabían lo que había y que no le exigían nada.
Cuando
Elena salió del dormitorio, Damon estaba
al teléfono hablando en italiano. Se le encogió el estómago. Ella se había
cambiado de ropa y se había puesto unos vaqueros y un jersey y se había
recogido el pelo. La recorrió con la mirada y se fijó en su pequeña maleta
antes de terminar la conversación y guardarse el móvil en el bolsillo.
—Está
arreglado.
—¿Qué
quieres decir?
—En
veinticuatro horas voy a saldar esa deuda por ti. Y si Donovan intenta algo, tenemos su carta como prueba.
—Pero...
eso quiere decir que voy a tener que deberte algo —el alivio momentáneo de
saber que Stefan ya no volvería a
molestarla se vio disminuido enseguida ante una amenaza mucho más potente.
—¿Por
qué harías algo así?
—Porque
tengo que admitir que me excita la idea de pensar que cada penique que ganes me
lo estarás debiendo a mí durante un tiempo considerable. Y porque preferiría
que mi esposa no estuviera relacionada con un posible escándalo.
Lo
que había dicho Damon era cierto;
tardaría años en pagarle la deuda más los intereses.
—Vamos
—recogió su maleta y le indicó que saliera ella primero.
Elena
deseaba poder enfrentarse a su carácter dominante, pero no podía olvidar que
había sido ella la que lo había invitado a entrar en su vida y ahora tenía que
aceptar las consecuencias. Se centraría en el hecho de que odiaba a Damon Salvatore e intentaría olvidar que durante un
breve momento había sentido por él algo que era totalmente opuesto.
Damon metió la maleta en el maletero de un elegante
coche y después le sujetó la puerta del copiloto. Cuando arrancó el coche y se
incorporó a la carretera, un vehículo que circulaba en sentido contrario hizo
que Elena se estremeciera en su asiento.
—¿Qué
ha pasado?
—Na...
nada. Es sólo que me he asustado, nada más —dijo tartamudeando.
—Ni
siquiera estábamos cerca.
—Lo
sé. Es sólo que... es la primera vez que me siento en el asiento delantero
desde...
No
pudo terminar. Su reacción no había sido racional porque la noche del accidente
estaba sentada en el asiento trasero. Damon
se quedó muy tenso y no dijo nada. No había duda de que le había recordado
la razón por la que la odiaba tanto. Hundida, Elena giró la vista para mirar
por la ventana.
Damon no perdió tiempo para sacarla del país. A la
hora ya habían subido a un pequeño avión privado y unas cuantas horas después,
cuando ya era de noche, aterrizaron en Roma. En ningún momento intercambiaron
palabra y el trayecto hasta un elegante ático en el centro de la ciudad duró
minutos.
Damon le enseñó dónde estaba la cocina, diciendo le
que podía servirse todo lo que quisiera, y a continuación la llevó a una
impresionante habitación de invitados. Después de darse una ducha, Elena se
sintió invadida por el cansancio y se coló entre unas deliciosas sábanas de
algodón egipcio para en un instante caer en un sueño profundo por primera vez
en mucho tiempo.
A
la mañana siguiente, cuando se despertó, se quedó impactada al ver lo que no
había visto la noche antes; las ventanas que iban de techo a suelo con vistas a
la ciudad. Sintió una pequeña emoción en el pecho. Nunca había viajado a
ninguna parte que estuviera fuera de Irlanda o de Londres, y ahora... se
encontraba saliendo de una cama enorme para detenerse junto a la ventana y
contemplar en la distancia la icónica y familiar imagen del Coliseo.
Justo
entonces oyó un ruido y se giró. No, no estaba de vacaciones. Damon estaba en la puerta, alto y poderoso, vestido
con unos pantalones oscuros y una camisa gris. Elena no logró adivinar la
expresión de sus ojos y se cruzó de brazos, avergonzada por la única prenda de
ropa que llevaba encima, una camiseta grande con dibujos de ovejitas.
—¿Has
dormido bien? —le preguntó él como buen anfitrión.
Elena
asintió, dispuesta a seguir con el juego.
—Sí,
gracias. La cama era... muy, muy cómoda.
—Cuando
estés lista, baja al comedor. Tenemos cosas que discutir.
Dio
un paso atrás y cerró la puerta. Elena le sacó la lengua, aunque ese gesto tan
infantil no la hizo sentirse mejor.
Damon intentó centrarse en el periódico, pero la
imagen de Elena y de su silueta contra la ventana llevando nada más que una
camiseta y con el cabello alborotado, estaba ardiendo en su retina. Sus largas
y esbeltas piernas le recordaron el modo en que lo había rodeado con ellas
mientras él se deslizaba en su interior. El deseo que sintió esa noche al
acostarse con ella a pesar de saber quién era, era algo que Damon aún no podía perdonarse.
Cuando
oyó un sonido junto a la puerta, alzó la vista y allí se encontró a Elena,
vestida con la misma ropa del día anterior. Eso lo irritó, y el hecho de verla
tan vacilante y con el cabello completamente recogido hacia atrás lo irritó aún
más.
—Siéntate
y sírvete. Y deja de actuar. Elena. Ahora estás aquí y he sido sincero al
decirte lo que puedes esperar que suceda, nada va a cambiar eso.
Elena
se sentía intimidada ante su irresistible aspecto y ese telón de fondo, con
Roma prácticamente a sus pies. Parecía un hombre plasmado en una revista como
la quintaesencia del magnate moderno.
Después
de servirse café y unas pastas, se sentó para desayunar y a cada mordisco o
sorbo que daba no dejaba de repetirse que ese hombre era un autócrata
controlador y vengativo.
—Necesitaré
tu certificado de nacimiento y tu pasaporte.
—Necesitaré
que me los devuelvas.
Damon sonrió con crueldad.
—No
te preocupes, no tengo intención de confiscar tu pasaporte como si fuera una
especie de señor medieval. Cuando veas Sardinia, sabrás que escapar será
extremadamente peligroso. Sin mencionar el hecho de que, incluso si fueras a
intentarlo, la deuda de Nicklaus volvería a estar a tu nombre en cuestión de
veinticuatro horas, después de que las autoridades pertinentes hubieran sido
informadas. Sin embargo, me quedaré con el pasaporte como garantía mientras
estamos en Roma.
La
taza de Elena hizo ruido contra el plato. Estaba invadida por la rabia.
—Por
mucho que me gustaría marcharme y no volver a verte la cara, la idea de estar
aquí y convertirme en una molestia constante para ti me atrae.
Damon se inclinó hacia delante y con una fría
sonrisa dijo:
—No
me pongas a prueba, Elena, y no intentes jugar con fuego. No ganarás.
Más
tarde ese día. Elena tuvo que admitir que Damon
Salvatore era posiblemente la persona más fría que había conocido nunca.
El hombre del club era tan distinto al hombre que ahora estaba sentado en el
salón de la boutique, que tuvo que preguntarse si se había vuelto loca al permitir
que se convirtiera en su primer amante.
Salió
de sus pensamientos cuando la dependienta señaló a los montones de ropa que los
rodeaban.
—¿Está
segura de que no quiere ver nada más, señora? ¿Algo un poco más alegre?
Elena
negó con la cabeza.
—Estoy
segura —dijo con firmeza.
—Pero,
señora, el vestido que ha elegido para llevar en el registro...
—Así
está bien. De verdad. Yo... quiero decir, mi prometido y yo estamos de luto,
así que no sería apropiado ir vestida de blanco.
La
joven se sonrojó.
—Lo
siento, no lo sabía... Bueno, sabía lo de la hermana del signore Salvatore,
pero... —añadió la dependienta, avergonzada, antes de empaquetar todas las
compras.
Un
grupo de paparazis los había seguido durante todo el día en cuanto habían
salido del ático. Damon la había llevado
a varias tiendas y en ninguna de ellas se había comportado como el típico
prometido caballeroso; la había ignorado hasta que la ropa estaba empaquetada y
ella preparada para marcharse.
Cuando
salieron de esa tienda, a Elena le llamó la atención una imagen y un titular
que vio en un puesto de periódicos. Los paparazis por fin habían desaparecido,
seguramente satisfechos con todas las fotografías que les habían hecho mientras
hacían las compras en las que Damon había
insistido.
—¿Qué
dice? —le preguntó ella temblorosa cuando Damon
tomó el periódico.
—Dice:
«Una nación perderá a su soltero de oro cuando Salvatore se case en pocos
días».
Elena
sintió náuseas. Estaba atrapada en esa telaraña que Damon había tejido... con su ayuda... y ahora no
podría escapar hasta que tuviera al bebé. Pero, curiosamente, ese pensamiento
no despertó el miedo que esperaba. Sabía que, como madre del bebé tendría
derechos, por muy rico y poderoso que fuera Damon, Aquello que dijo sobre poder
comprarla parecía ser fruto de algo que pensaba de las mujeres en general. Esa
revelación y el hecho de que Elena no tuviera curiosidad por saber a qué se
debía esa forma de ver a las mujeres, hizo que durante el trayecto de vuelta al
apartamento no se dirigieran la palabra.
Varias
mañanas después. Elena se despertó para ver que Damon se había ido, al igual que todas las mañanas,
dejándole únicamente una nota en la que le comunicaba que un guardaespaldas
estaría esperándola abajo si quería salir y visitar la ciudad. No había sido
tan tonta como para creer que Damon estaba
preocupado por su seguridad, pero había aprovechado la oportunidad de recorrer
la ciudad y quedar encantada con su belleza antigua e imponente.
A
su regreso, entró en el comedor y se asomó a la ventana, sintiéndose
insoportablemente sola. Lo que más la asustaba era que se sentía sola por no
tener... conexión y relación con Damon. La conexión que había pensado que
existía La noche que él la había seducido. Durante esos breves momentos cuando
le había hecho el amor, se había sentido segura y a salvo. Y, cuando la había
tomado, había sentido algo que iba más allá de lo meramente físico. Intentó
ignorarlo, pero anhelaba esa conexión y se reprendió severamente por ello.
Tenía que borrar esa noche de su cabeza; para él no había sido más que parte de
una venganza. Damon estaba muerto. Él nunca había existido. Había sido Damon todo el tiempo y cuanto antes lo recordara,
mejor.
El
teléfono sonó en ese justo momento y Elena se sobresaltó antes de responder.
—¿Diga?
—Nos
han invitado a una fiesta privada esta noche.
—¿A
los dos?
—Tienes
que estar preparada a las siete. Será positivo que nos vean juntos en la
víspera de nuestra boda.
Elena
abrió la boca para hablar, pero lo que emitió fue un sonido de indignación al
darse cuenta de que él ya había colgado. Colgó el teléfono con un golpe y le
agradeció lo que había hecho... porque era un buen recordatorio de por qué
nunca había existido ninguna conexión entre los dos.
genial¡ gracias ^^
ResponderEliminarDe nada,espero te siga gustando esta historia y mi blog
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