Elena cerró su ordenador portátil y dejó lo que estaba escribiendo: la historia de Bomboncito de
Miel y su última víctima, un jugador de hockey al que había conocido en el mirador del Space
Needle. Un jugador de hockey que se parecía muchísimo a Damon Salvatore.
Se levantó de la silla y miró por la ventana del hotel hacia el centro urbano de Denver,
Colorado. Definitivamente, estaba cada vez más colada por Damon. Sin duda era una insensatez. En el pasado, se había basado a veces en personas reales para describir a las víctimas de Bomboncito de Miel. Cambiaba los nombres, pero los lectores podían imaginar de quién se trataba.
Hacía unos meses, por ejemplo, había utilizado a Brendan Fraser, para que lo reconociesen quienes habían visto
películas como «En busca de Eva», «George de la jungla» o «Al diablo con el diablo». Pero ésa era
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la primera vez que escribía sobre alguien a quien conocía personalmente.
La gente reconocería a Damon cuando saliese el número de marzo. Los lectores de Seattle, como
mínimo, lo harían. Él escucharía los comentarios. Elena se preguntó si le importaría. A la mayoría de
hombres les daría igual, pero Damon no era como la mayoría. No le gustaba leer lo que se decía de él
en los libros, en los periódicos o en las revistas. Le tenían sin cuidado los halagos. Aunque el relato
de Bomboncito de Miel era extremadamente halagador. Más sexy y apasionado de lo que había
escrito hasta entonces. De hecho, era lo mejor que había escrito nunca. Todavía no tenía claro si iba
a enviarlo o no. Disponía de unos cuantos días antes de tomar una decisión.
Soltó las cortinas y se volvió hacia la habitación. Habían pasado dieciséis horas desde que Damon
la había besado dejándola sin aliento. Dieciséis horas de alivio y de análisis de cada palabra y cada
acción. Dieciséis horas y ella seguía sin saber qué pensar. Él la había besado y todo había cambiado
radicalmente. Bueno, a decir verdad no sólo la había besado. Le había tocado un pecho y le había
dicho que lo estaba volviendo loco, y si su hermana no hubiese estado esperándole en el coche, Elena
podría haberlo tumbado en el suelo para echarle un vistazo a su tatuaje, que la enloquecía desde que
lo vio por primera vez en el vestuario. Y eso no habría estado bien. Nada bien. Por un montón de
razones.
Se quitó los zapatos de una patada y el jersey. Lo dejó sobre la cama y se dirigió al cuarto de
baño. Le escocían los ojos y se sentía confusa. En lugar de permanecer encerrada en su habitación
trabajando en el relato de Bomboncito de Miel tendría que haber acudido al Pepsi Center para
hablar con los jugadores y los entrenadores antes del partido de la noche siguiente. Darby le había
dicho que el momento más adecuado para hablar con los entrenadores o con los directivos era
durante el entrenamiento, y Elena quería hacerles varias preguntas acerca del nuevo fichaje, Pierre
Dion.
Se metió en la ducha y dejó que el agua caliente le cayese sobre la cabeza. Aquella mañana,
cuando Damon subió al avión, con gafas de sol, traje azul y la corbata floja, había sentido un retortijón
en el estómago como si volviese a tener trece años y se tratase de su primera aventura en el
instituto. Fue horrible, pues era lo bastante mayor para saber que una aventura con el chico más
popular del instituto acabaría rompiéndole el corazón.
Pasados quince minutos, salió de la ducha y cogió dos toallas. Siendo sincera consigo misma,
algo que había intentado evitar, no podía seguir engañándose pensando que lo que sentía por él no
era más que el deseo de tener una aventura. Se trataba de algo más. Mucho más, de hecho, y por eso
estaba asustada. Tenía treinta años. No era una niña. Había estado enamorada, también había
sentido deseo y también algo que era una mezcla de ambas cosas. Pero nunca se había permitido
perder la cabeza por un tipo como Damon. Nunca. Y menos teniendo tanto que perder. No cuando tenía
mucho más en juego que su contrario. Algo más importante: su trabajo.
Un corazón roto podía superarse; ya lo había logrado antes. Pero no creía que estuviese en
disposición de echar por la borda la mejor oportunidad de que había dispuesto en mucho tiempo. Y
menos debido a un hombre. Sería una estupidez, y ella no era estúpida.
Llamaron a la puerta, interrumpiendo sus pensamientos, y fue a abrir. Miró por la mirilla y vio a
Damon, bien peinado y compuesto. Estaba mirando al suelo, por lo que se permitió unos segundos para
estudiarlo. Llevaba cazadora de cuero y jersey gris, y debía de llegar de la calle porque sus mejillas
estaban rosadas. Alzó la vista y sus ojos azules la miraron a través de la mirilla como si pudiese
verla.
–Abre, Elena.
–Un segundo –dijo ella, sintiéndose tonta. Fue hasta el armario y sacó el albornoz, se lo puso y
abrió la puerta.
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Damon la estudió, miró su boca y a continuación, sin prisa, descendió hasta sus pies desnudos.
–Al parecer, te he pillado otra vez en la ducha.
–Así es.
Damon contempló sus piernas y después la miró a la cara, inexpresivo. O no le interesaban o fingía
muy bien su desinterés.
–¿Tienes un minuto?
–Claro. –Elena se hizo a un lado y lo dejó pasar–. ¿Qué quieres?
Una vez en el centro de la habitación, Damon se volvió para mirarla.
–Esta mañana parecías incómoda. No quiero que te sientas incómoda a mi lado, Elena. –Tomó
aliento y se metió las manos en los bolsillos de la cazadora–. Así que he pensado que tal vez debía
disculparme.
–¿Disculparte, por qué...? –dijo ella, pero sabía y esperaba que él no supiese el motivo.
–Por besarte anoche. Todavía no sé con certeza qué fue lo que sucedió. –Damon miró por encima
de la cabeza de Elena, como si la respuesta estuviese escrita en la pared–. Si no te hubieses cortado el
pelo, si no hubieses estado tan guapa, creo que no habría ocurrido.
–Aguarda un segundo –dijo ella, alzando una mano–. ¿Estás echándole la culpa a mi peinado? –
preguntó, sólo para asegurarse de que había oído bien. Esperaba haberse equivocado.
–Seguramente, tuvo más que ver con el vestido. Ese vestido fue diseñado con una motivación
oculta.
La había besado, y ella había caído presa de sus encantos hasta tal punto que ya no sabía si se
trataba sin más de sus encantos. Y en aquel momento estaba allí, responsabilizando a su peinado y a
su vestido como si hubiese sido una maquinación suya. Saber cómo se sentía Damon le dolió más de lo
previsto. Era un gilipollas, pero ella era una tonta y esto último le resultaba más duro de asumir.
El dolor y la rabia le oprimían el corazón, pero estaba decidida a no revelar sus sentimientos.
–No era más que un vestido rojo cualquiera.
–Te dejaba la espalda al descubierto y sólo tenía dos tiras por delante. –Damon se balanceó sobre
sus talones y bajó la mirada para recorrer a Elena desde la toalla que recogía su pelo hasta los pies
desnudos. Llevaba desde la noche anterior pensando en aquel beso en su apartamento, y no sabía a
ciencia cierta qué lo había llevado a besarla. El vestido. Los labios. La curiosidad. Todo junto–. Y la
cadenita de oro que colgaba de tu espalda sólo tenía una razón de ser.
–¿Cuál? ¿Hipnotizarte?
Estaba siendo sarcástica, pero no andaba desencaminada.
–Tal vez no hipnotizarme, pero estaba allí para que cualquier hombre que la viese pensase en
desengancharla.
Elena enarcó una ceja y le miró como si Damon fuese idiota. Realmente parecía serlo.
–Te lo digo en serio –añadió él–. Todos los hombres pensaban anoche en quitarte el vestido.
Nadie se lo había dicho, pero Damon suponía que lo habían pensado; tenían que haberlo hecho.
–¿Esta es tu idea de lo que supone pedir disculpas o tu manera de racionalizar lo que sucedió? –
Se quitó la toalla de la cabeza y la arrojó sobre la cama.
–Es un hecho.
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Elena se peinó un poco con los dedos.
–Qué frustrante.
Si ella hubiese sido un chico, habría captado la lógica del asunto.
–Aparte de ser una estupidez. –Sus húmedos rizos se le enredaron entre los dedos al apartarlos
de la cara–. Eso me hace responsable de todo, pero no fui yo la que anoche se metió en tu
apartamento y te besó. Fuiste tú el que me besó a mí.
–No protestaste. –Damon no sabía qué era lo que le contrariaba más, si el hecho de haberla besado
o el que ella le correspondiese. Jamás habría imaginado toda la pasión que podía contener aquel
cuerpo menudo.
Ella dejó escapar un largo suspiro, como si todo aquel asunto la aburriera.
–No quería herir tus sentimientos.
Él se echó a reír, aunque lo que deseaba era acercarse a ella y besarla en la boca. Deslizar la
mano dentro del albornoz y abarcar su pecho, a pesar de saber que era algo peor que una mala idea.
Apoyó la cadera en el escritorio mientras apartaba la mirada de sus labios, recordando cómo sabían
la noche anterior. Miró hacia un lugar seguro: el ordenador portátil de Elena.
–Por el modo en que besabas, creí que querías meterte dentro de mí.
La agenda estaba abierta a un lado del ordenador. Tenía pegadas un montón de notas adhesivas.
Un par de esas notas hablaban de cuestiones relacionadas con el hockey y con preguntas que quería
formular para su crónica.
–Otra vez resultas frustrante.
Una de las notas rosas decía: «16 de febrero: entrega "Soltera en la ciudad"», en tanto que en
otra podía leerse: «"Bomboncito de Miel": tomar decisión el viernes como muy tarde».
¿Bomboncito de Miel? ¿Leía Elena las aventuras de esa ninfómana que hacía que los hombres
entrasen en estado de coma? No podía imaginársela leyendo historias pornográficas.
–Estabas muy excitada –dijo arrastrando las palabras de manera lenta y deliberada al tiempo que
volvía a mirarla a los ojos–. Podría haberte desnudado en un segundo.
–No sólo eres engreído y decepcionante, sino que... ¡eres un perturbado mental! –le espetó.
–Probablemente –admitió él mientras pasaba por su lado camino de la puerta. Se sentía un
perturbado mental, en efecto.
–Espera un segundo. ¿Cuándo vas a concederme la entrevista que me prometiste?
Con la mano ya en el pomo de la puerta, Damon se volvió hacia ella.
–Ahora, no –respondió.
–¿Cuándo?
–Algún día.
–¿Algún día como mañana? –Elena se colocó el pelo detrás de las orejas.
–Te lo haré saber.
–No puedes dejarme colgada.
Damon no tenía intención de hacerlo. Sencillamente no quería que lo entrevistase en ese momento.
Ahí. En una habitación de hotel con una enorme cama de matrimonio y ella cubierta tan sólo con un
albornoz, pidiéndole que demostrase lo perturbado que estaba.
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–Sí, ¿y eso quién lo dice?
Ella frunció el entrecejo y le clavó la mirada.
–Yo.
Él rió otra vez. No podía evitarlo. Daba la impresión de que Elena estaba dispuesta a darle una
patada en el culo.
–Me lo prometiste.
Por un segundo Damon barajó la posibilidad de hacerla callar con un beso. Besarla hasta que se
ablandase y volviese a ponerse dulce. Hasta hacerla gemir de aquel modo tan especial, como lo
había hecho la noche anterior; llevarla incluso más lejos. Tocarla allí donde su mente no había
dejado de pensar desde que, aquella misma mañana, en el avión en que viajaba el equipo, la había
visto de nuevo.
–¿Cuándo, Damon? –insistió ella.
En lugar de responder de inmediato, él abrió la puerta y dijo por encima del hombro:
–Cuando lleves puesto sujetador, Elena.
Damon se subió la cremallera de la cazadora mientras recorría el pasillo. No podía repetirse algo
como lo de la noche anterior. Había sido besarla y sentir que le hervía la sangre, y algo así no le
había sucedido desde hacía mucho tiempo. Si Bonnie no hubiese estado esperando en el coche, no
sabía si habría podido contenerse. Le gustaba pensar que podría haberlo hecho. Le gustaba pensar
que era una persona madura y lo bastante experimentada para detenerse antes de hacer algo de lo
que se arrepentiría, algo completamente estúpido, pero no estaba seguro. Había besado a muchas
mujeres en sus treinta y dos años de vida. También un montón de mujeres lo habían besado a él,
pero nunca como lo había hecho Elena. No sabía qué era lo que le pasaba con aquella mujer, y
tampoco quería dedicar tiempo a descubrirlo. Ella ya ocupaba demasiado sus pensamientos.
Lo último que necesitaba en su vida en esos momentos era una mujer. Cualquier mujer. Y, en
particular, aquélla. La periodista que viajaba con el equipo. Tiburoncito, su amuleto de la buena
suerte.
Sólo había una solución para su problema con Elena. Tenía que rehuirla en la medida de lo
posible. Pero no iba a ser tan sencillo como parecía. Ella viajaba con el equipo, hacía la crónica de
todos los partidos, y tenía que llamarle «pedazo de tonto» antes de cada partido para darle suerte.
A lo largo de su carrera, Damon había aprendido a concentrarse bajo la presión que suponía una
prórroga o cuando se enfrentaba cara a cara a un delantero. Tenía previsto hacer uso de esa
capacidad durante los siguientes días para no apartar la atención de la victoria. Necesitaba
concentrarse en los partidos y hacer lo que tenía que hacer.
Aquella noche, contra Colorado, detuvo veintiocho de los treinta disparos a puerta, y los
Vampires subieron al avión con una victoria por tres a dos contra uno de sus grandes rivales para
ganar la liga. En cuanto el BAC-111 alzó el vuelo, Elena encendió el ordenador portátil y el brillo de
la pantalla iluminó tres filas de asientos. Damon no necesitaba aquella luz para saber dónde estaba
sentada... Pero que lo supiese no significaba que no tuviese que hacer nada al respecto. Durante el
vuelo entre Denver y Filadelfia, comprobó que algunos de los muchachos hablaron con ella. Niklaus
le dijo algo que la hizo reír, y Damon se preguntó qué comentario podría haberle hecho el joven sueco
para que lo encontrase tan gracioso. Damon cogió una almohada y se abrazó a ella durante el resto del
viaje.
Rehuir a Elena parecía más sencillo de lo que había supuesto, pero no pensar en ella resultaba
imposible. Al parecer, cuanto más dispuesto se mostraba a rehuirla, más pensaba en ella, y cuanto
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más intentaba no pensar en ella, más se preguntaba qué estaría haciendo y en compañía de quién.
Probablemente se tratara de Darby Hogue.
En Filadelfia sólo vio a Elena una vez, pero en el momento en que entró en el vestuario del First
Union Center, se fijó en que llevaba los labios pintados de rojo, y supo que lo hacía con el único
propósito de trastornarlo. Les dio su discurso de buena suerte, después caminó hacia donde él estaba
sentado, frente a una taquilla abierta.
–Buena suerte, pedazo de tonto –dijo, y en un susurro añadió–: Y para tu información, tengo un
montón de sujetadores.
Mientras Damon la observaba salir del vestuario, se sintió preocupado por que aquellos labios tan
rojos hubieran alterado su concentración. Durante unos tensos segundos, centró su atención en la
boca de Elena y en el imaginario sujetador. Cerró los ojos y aclaró su mente, y gracias a una
obstinada fuerza de voluntad, volvió a alcanzar la concentración necesaria diez minutos antes de
saltar a la pista de hielo.
Aquella noche, los Vampires dejaron fuera de combate a los Flyers, pero antes de eso, los chicos
de Filadelfia repartieron mamporros a diestro y siniestro, enviando a Sutter al hospital con
conmoción cerebral. Jeremy seguía inscrito en la lista de lesionados cuando aterrizaron en Nueva York
para jugar contra los Rangers. En el vestuario, antes del partido, Damon esperó a que Elena le desease
buena suerte y entonces le dijo:
–Si tienes unos cuantos sujetadores, deberías ponerte siquiera uno.
–¿Por qué? –preguntó ella, mirándolo a los ojos.
¿Por qué? Podía decirle exactamente por qué, pero no en un vestuario lleno de jugadores de
hockey. A decir verdad, no era asunto suyo decirle que sus pezones estaban en posición de firmes.
Estaba intentando rehuirla. Se había acabado lo de hablar con ella o pensar en ella, se dijo mientras
patinaba hacia la portería, centrando toda su energía y concentración en ganar a los Rangers. Pero
sin su mejor goleador, los Vampires tuvieron que echar mano de la fuerza física luchando en las
esquinas y, finalmente, perdieron el partido cuando el capitán de los Rangers se zafó de su marcador
y le metió gol a Damon gracias a un tiro lejano.
Después fueron a Tennessee, lugar de nacimiento de Elvis y de los Predators de Nashville.
Aquella noche, en el vestuario, nadie dijo nada acerca de los sujetadores de Elena.
El joven equipo de Tennessee cayó fácilmente a manos de los más experimentados Vampires, y
cuando éstos subieron al avión para el largo vuelo a Seattle, Damon se sentía contento de regresar a
casa. Su rodilla derecha le preocupaba y estaba agotado físicamente.
Una vez el BAC-111 hubo despegado, Damon se quitó la chaqueta y levantó el brazo que separaba
los asientos. Cogió una almohada, la colocó contra la pared del avión y apoyó la espalda en ella.
Unió las manos cruzando los dedos, las colocó encima de su vientre y se sentó en la oscuridad
mirando hacia el pasillo, a Elena. La luz le caía justo encima de la cabeza y se filtraba entre sus rizos
sueltos mientras escribía su crónica. Las puntas de sus dedos apenas rozaban las teclas del
ordenador. Elena se detuvo, hizo retroceder el cursor y volvió a empezar. Damon pensó en todos los
lugares de su cuerpo sobre los que le gustaría sentir el roce de aquellos experimentados dedos.
Un mechón cayó sobre la mejilla de Elena y ella lo colocó tras la oreja, permitiéndole observar
detenidamente su mandíbula y parte del cuello. Unas cuantas filas más atrás, algunos de los
muchachos jugaban al póquer, pero la mayoría dormía, mezclando sus ronquidos con el sonido del
teclear de Elena.
Durante los siete días previos, Damon había sabido mantenerse ocupado, pero en aquel momento,
sin nada en qué distraer su mente, se tomó algo de tiempo para estudiarla. Para descubrir de una vez
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por todas por qué, de repente, encontraba a Elena Gilbert tan atractiva. ¿Qué había en ella que no le
dejaba estar tranquilo? Era bajita, casi no tenía pecho, y era una listilla. De hecho, era una maldita
listilla. A Damon nunca le habían atraído semejantes características en una mujer. Y le gustaba Elena.
Esa noche, vestía una de esas rebecas de lana propias de las ancianas o de las estudiantes de las
universidades encopetadas. Negra. Sin joya alguna. Llevaba pantalones grises también de lana, y se
había quitado los zapatos.
En la oscuridad, Damon estudió su suave cabello y su perfecta y pálida piel. La primera vez que la
vio, pensó que era demasiado sencilla. Una chica natural. Después no dejaba de preguntarse por qué
las chicas naturales nunca le habían resultado atractivas. Por qué deseaba acariciar con las manos su
tersa piel. Por primera vez desde que estuvo en su habitación del hotel en Denver, se permitió
pensar cómo se sentiría abrazando su cuerpo desnudo. Dejarse llevar por el placer de tocarla. De
besar su boca, sus pechos y sus deliciosos muslos.
Elena dejó de teclear y se llevó los dedos a la boca. Se pellizcó el labio superior y dejó escapar un
profundo y largo suspiro que tanto podía indicar frustración como placer. Escuchar aquel gemido
hizo que Damon agudizase dolorosamente su atención, y decidió que imaginarse a Elena desnuda no
había sido una buena idea.
A través de las sombras que los separaban, observó que ella retrocedía con el cursor y volvía a
empezar. Damon cerró los ojos e intentó pensar en el regreso a casa. Durante su ausencia, la señora
Jackson no le había contado ningún otro problema referente a Bonnie, y cuando había hablado con
ésta, parecía tranquila y emocionalmente estable. Había hecho amigos en el edificio, y no se había
echado a llorar ni se había enfadado durante las conversaciones telefónicas. Él todavía no había
desechado la idea de un internado, porque aún pensaba que a su hermana le beneficiaría un
ambiente femenino. Pero creía que quizá Bonnie no estuviese preparada para hablar de ello, y por
alguna razón que no podía explicar, había una parte de sí mismo que tampoco lo estaba. Todavía no.
En algún punto sobre Oklahoma se quedó dormido, y no despertó hasta que el avión estaba a
punto de tomar tierra en el SeaTac. Una vez que aterrizaron y se detuvieron, Damon cogió sus bolsas y
se encaminó al aparcamiento principal. Elena iba por delante de él a cierta distancia, arrastrando una
enorme maleta con ruedas y llevando a cuestas su ordenador portátil y el maletín. Damon no tardó en
alcanzarla, por lo que entraron juntos en el ascensor. Apretaron el mismo botón para la misma
planta del garaje y las puertas se cerraron. Damon se apoyó contra la pared y le echó un vistazo. Ella
tenía la cabeza ligeramente inclinada hacia un lado. Parecía exhausta, pero se veía guapa.
–¿Qué? –preguntó Damon.
–¿Vas a concederme la entrevista esta semana?
Tal vez estuviese cansada, pero seguía trabajando. Mientras él pensaba en lo guapa que era y en
la suavidad de su piel y sus experimentados dedos, ella pensaba en su trabajo. Mierda.
–¿Llevas sujetador?
–¿Otra vez con lo mismo?
–Sí. ¿Por qué no llevas sujetador como la mayoría de las mujeres?
–¿Y a ti qué te importa?
Damon bajó la mirada hasta el pecho de Elena, pero, por supuesto, no consiguió ver nada.
–Siempre tienes los pezones erizados, y eso me distrae.
Cuando alzó la vista hasta su cara, Elena había fruncido el entrecejo y su boca estaba abierta
como si fuese a decir algo y hubiese olvidado las palabras para hacerlo. Las puertas del ascensor se
abrieron.
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–Parece que estés excitada todo el rato –añadió Damon manteniendo la puerta abierta para que ella
pudiese sacar su maleta con ruedas. La confusión que evidenciaba su rostro era ya todo un clásico,
por lo que él no pudo evitar reír–. No me digas que nunca te lo habían dicho.
–No. Tú has sido el primero. –Elena meneó la cabeza y se encaminaron juntos hacia el
aparcamiento–. Otra vez te estás quedando conmigo. Como cuando te ofreciste para mear en mi
taza de café o me dijiste que ibas a un local de strip-tease.
–Lo del café iba en serio, y también lo que acabo de decirte. –Damon se detuvo ante la parte trasera
de su Land Cruiser.
–Vaya, muy bien –dijo Elena mientras seguía caminando hacia su Honda Prelude, aparcado unas
cuantas plazas más allá del todoterreno de Damon.
Él dejó las bolsas en el asiento trasero de su todoterreno y la miró. Tenía el maletero de su coche
abierto, y resoplaba intentando meter aquella enorme maleta. Damon recorrió el espacio que los
separaba, haciendo que el taconeo de sus zapatos resonara en el aparcamiento casi vacío. Al oír el
sonido de sus pasos, Elena alzó la vista. Las luces del garaje proyectaban profundas sombras en el
rincón donde había aparcado el coche. Un mechón de pelo le caía sobre un ojo y ella volvió a
colocarlo en su sitio. Tenía los labios ligeramente separados y parecía algo agitada.
–¿Necesitas ayuda? –preguntó Damon.
Ella señaló la maleta, aún en el suelo.
–¿Puedes echarme una mano? Anoche compré unos libros y este trasto pesa demasiado.
Damon introdujo la maleta en el maletero sin dificultad.
–Gracias. –Elena metió también el ordenador portátil y el maletín, después cerró el maletero.
–De nada.
–¿Te dijo Bonnie que hemos quedado el sábado? –preguntó Elena mientras se dirigía al asiento del
conductor.
–Sí. –Él la siguió y le quitó las llaves de la mano. Abrió la puerta y añadió–: Parecía muy
ilusionada.
Ella estiró el brazo y él dejó caer las llaves en la palma de su mano.
–Me alegra que lo digas. No hemos hablado desde hace algún tiempo y no sabía si te parecería
bien el plan.
Damon bajó la vista desde su cabello, pasando por sus ojos verdes y su nariz recta, hasta la curva de
su labio superior.
–Sí, hemos hablado –dijo.
–Tal vez no lo sepas, pero llamarte pedazo de tonto y que tú me atosigues con lo del sujetador
no puede considerarse hablar. –Elena hizo una mueca con la boca–. Al menos, no se considera hablar
si estás fuera de un vestuario.
Damon volvió a mirarla a los ojos y se preguntó si estaba intentando ridiculizarlo. Sospechaba que
sí.
–¿Qué quieres decir con eso, cariño?
Ella se cruzó de brazos y dio un paso atrás.
–Creo que los dos lo sabemos.
–Sólo soy un estúpido jugador de hockey, así que ¿por qué no lo repites más despacio para que
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pueda captarlo?
–Nunca he dicho que seas estúpido.
Él dio un paso hacia ella, por lo que Elena tuvo que alzar la vista otra vez.
–Pero lo haces de forma implícita, Elena. No soy tan estúpido como para no pillarlo.
Elena dio otro paso atrás.
–No quería dar a entender que fueses estúpido.
–Sí lo querías.
–De acuerdo, pero no creo que seas estúpido. Eres...
-¿Soy...?
–Rudo.
Él se encogió de hombros.
–Eso es cierto.
–Y me dices cosas que no resultan apropiadas.
–¿Cómo qué?
–Como que parece que siempre esté excitada.
Lo parecía.
–Nunca me dirías algo así si fuese hombre.
Estaba en lo cierto, pero un hombre, si acaso, iría empalmado, y Damon no se daría cuenta. Ahora
bien, lo que le sucedía a Elena sí podía advertirlo.
–Lo tendré en cuenta.
Elena retrocedió otro paso y su espalda topó con la pared.
–Eres un mimado -–dijo–. Siempre consigues todo lo que quieres y haces lo que te da la gana.
Estaba hablando de la entrevista otra vez.
–Todo no. –Se acercó a ella y puso las manos a los lados de su cabeza, sobre el frío hormigón de
la pared–. Algunas de las cosas que quiero no son nada buenas para mí. Así que tengo que
prescindir de ellas.
–¿Cómo qué?
–La cafeína. El azúcar. –Le miró los labios–. Tú.
-¿Yo?
–Definitivamente, tú. –Deslizó la mano hacia su nuca e inclinó la cabeza hasta posar los labios
sobre los de Elena–. Contigo no he podido hacer lo que me daba la gana –añadió, y la besó, porque
no parecía poder evitarlo.
Los labios de Elena eran cálidos y dulces, y una oleada instantánea de deseo se instaló en su
entrepierna. Sin otra cosa que la mano en su nuca, y su boca en la de ella, la lujuria le atravesó
como un rayo.
Se apartó de ella con la intención de alejarse antes de hacer algo de lo que se arrepentiría, pero
ella lo miró fijamente a los ojos y se humedeció los labios. En lugar de volverse, la tomó por la
cintura con uno de sus brazos y la atrajo hacia sí. Estaba acostumbrado a mujeres más altas, por lo
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que tuvo que ponerla de puntillas. Abrió la boca sobre la de Elena y la llenó con un húmedo y
caliente beso. La apretó con más fuerza mientras las manos de Elena recorrían sus hombros y su
cuello. La lengua de Damon se enroscó en la de ella mientras ella enredaba los dedos en su pelo. Se le
puso el vello de punta. Ella ahogó un gemido de deseo, frustración y ansia como el que lo había
excitado en el apartamento de ella y lo había llevado a plantearse la posibilidad de hacerle el amor
allí mismo.
Bajo la tenue luz del aparcamiento, él le desabrochó el abrigo, y después introdujo las manos
bajo el jersey. Su plano vientre estaba caliente, y él deslizó la mano hasta los pechos. No llevaba
sujetador, y sus pequeños senos apenas le llenaban la mano. El pezón erecto se clavó en el centro de
la palma de su mano como una pequeña frambuesa. Damon notó que se le endurecían los testículos y
sus rodillas casi le flaquearon. Apartó la boca y tomó aire. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan
excitado, y tuvo que detenerse.
–Damon –susurró Elena, después le cogió la cabeza e hizo que sus bocas volvieran a unirse. Recorrió
sus hombros y el pecho con las manos, y lo besó como lo haría una mujer que desease meterse en la
cama de inmediato. Un beso pleno, con la boca abierta. Él acarició su pezón con la palma de la
mano y ella le rodeó la cintura con la pierna. Él restregó su erección contra el pubis de Elena. El
calor de sus cuerpos casi le llevó a perder la cabeza. Se apretó a ella y olvidó la posibilidad de
detenerse.
–Aquí no –dijo Damon cuando sus bocas se separaron–. Nos arrestarían. Créeme, sé de lo que
hablo. –Respiró hondo y añadió–: Hay un motel Best Western o un Ramada a pocos kilómetros de
aquí. Alquilaré una habitación mientras tú esperas en el coche.
–¿Cómo? –Dios del cielo, la deseaba. Quería tumbarse encima de ella y permanecer allí durante
un buen rato.
–Pasaremos la noche haciendo el amor –repuso él–. Y también media mañana. Y cuando pienses
que ya no puedes más, volveremos a empezar. –Había pasado tanto tiempo desde la última vez que
había querido hacer locuras que apenas podía pensar en otra cosa que quitarse los pantalones–. Te
voy a follar de maravilla.
Ella no dijo nada y él la miró a los ojos. Elena separó la pierna de su cintura y puso el pie en el
suelo.
–¿En una habitación de motel?
–Sí. Podemos ir en mi coche.
–No.
–¿Dónde, entonces?
Ella lo empujó, alejándolo de sí.
–En ningún sitio.
–¿Y eso por qué? Estoy caliente, y no tengo que poner la mano en tu entrepierna para saber que
tú estás húmeda.
–Me estás tratando como a una groupie –dijo Elena entre dientes.
Él no había pensado nunca en ella en esos términos. ¿O sí? No, no lo había hecho.
–¿No te gusta la palabra «húmeda»? ¿Cómo lo definirías?
–De ninguna manera, y yo no follo. Yo hago el amor. Se folla con groupies.
–Cristo bendito –dijo Damon–, ¿a quién le importa eso? Una vez te pones, es lo mismo.
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–No, no lo es, y a mí me importa. –Ella siguió empujándolo–. No soy una de ésas. ¡Soy
periodista!
Damon no entendía a quién estaba intentando convencer, si a él o a sí misma
–Eres una estrecha –le espetó girando sobre sus talones.
Metió una de sus manos en el bolsillo de su cazadora y apretó las llaves en su puño hasta
hacerse daño. Se arrepentía de haber conocido a Elena Se arrepentía de haber posado los ojos en ella,
y todavía se arrepentía más de que ella lo excitase hasta el punto de besarla y tener que regresar a
casa frustrado... una vez más.
Mientras caminaba hacia su coche, oyó que se ponía en marcha el Honda de Elena. Antes de que
se pusiese al volante, ella ya se había ido, dejando tras de sí el brillo de las luces rojas traseras.
Eso y el dolor que Damon sentía en el bajo vientre y el latido en las sienes y la conciencia de que
tendría que volver a verla tres días más tarde.
«Yo hago el amor», le había dicho. La primera vez que se vieron, él supuso que ella era una de
esas mujeres estiradas, una de esas mujeres siempre llevan años sin irse a la cama con un hombre. Y
su intuición había sido cierta.
–«Hacer el amor» –dijo burlonamente para sí mientras encendía el motor.
Elena no quería hacer el amor. Él no había interpretado correctamente las señales. Una mujer que
quiere «hacer el amor» no besa como una reina del porno. Una mujer que quiere «hacer el amor» se
toma su tiempo. No rodea la cintura de un hombre con la pierna mientras éste la empuja contra una
pared de hormigón.
Salió del aparcamiento y se dirigió a su casa. Alguien debería enseñar a aquella mojigata un par
de cosas. Pero no iba a ser él. Elena Gilbert era agua pasada.
Esta vez lo tenía claro
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