Capítulo 18
—¿Diga? —el teléfono de Elena sonó en
medio de la noche.
—Elena, soy Silas. Tienes que venir al
hospital. Es tu abuela.
—¿Mamaw? —Elena se sentó en la cama de
un salto—. ¿Qué ha pasado?
—Sufrió una de sus bajadas de azúcar.
Me llamó, fui a buscarla y la llevé al hospital.
—¿Y por qué no vino nadie a avisarme? —preguntó
ella.
—Porque no había necesidad de
alarmarte. Yo sigo pensando que no es importante, pero la enfermera insistió en
que te llamara para que vinieras a firmar algunos papeles.
—Por supuesto, iré enseguida.
—¿Está Laura bien? —Damon, sentado en
la cama, la miró con gesto preocupado.
—No lo sé —Elena hizo una mueca—. Es
diabética y no siempre se cuida. A veces no se pone la insulina y otras veces
no come cuando debería hacerlo.
—Te acompaño —decidió Damon saltando
de la cama.
Veinte minutos más tarde entraban en
el vestíbulo del pequeño hospital.
—¿Cómo está? —preguntó angustiada Elena
a Silas.
—Bueno, ya la conoces. Está como loca
por tener que quedarse a pasar la noche. Ni siquiera quería venir al hospital.
Le obligué a beber un poco de zumo de naranja y pareció recuperarse, pero pensé
que era mejor que le echaran un vistazo. Y ahora no me habla.
—¿Dónde está? —suspiró su nieta.
—En observación. No le darán el alta
hasta no estar seguros de que habrá alguien para cuidarla durante las próximas
veinticuatro horas.
—Llévanos con ella —insistió Elena.
Tal y como les había advertido Silas,
Mamaw estaba de pésimo humor, mientras el médico intentaba hacerle comprender
la importancia de no saltarse ninguna comida.
Al entrar Elena y Damon, su mirada se
iluminó, pero se oscureció al fijarla en Silas.
—Mamaw, qué susto me has dado —Elena se
acercó a la cama y besó a su abuela.
—Estoy bien —la mujer puso los ojos en
blanco—. Cualquier idiota puede verlo. Ahora que estás aquí, me darán el alta.
Al parecer opinan que necesitaré una niñera.
—Me alegra ver que estás bien, Laura —Damon
se acercó y la besó en la mejilla.
—Gracias, joven —Mamaw sonrió y le dio
una palmada en la mejilla a Damon—. Siento haberos levantado de la cama a estas
horas. Las mujeres embarazadas necesitan descansar, pero al parecer soy la
única que se ha dado cuenta.
—Doctor, ¿está bien para marcharse a
casa? —preguntó Elena al médico.
—Sabe qué hizo mal —el hombre asintió—.
Y dudo que sirva de nada pedirle que no vuelva a hacerlo. Necesitará que le
echen un ojo durante las próximas veinticuatro horas y medir el azúcar en
sangre cada hora. Que coma bien y se administre la insulina correctamente.
—No se preocupe —contestó Elena con
firmeza—. ¿Podemos llevárnosla?
—Podrá marcharse cuando quiera.
Tardaremos unos minutos en darle el alta.
Mamaw le hizo un gesto al médico para
que se apresurase antes de fulminar a Silas con la mirada. El aludido suspiró y
salió de la habitación.
—¿Cuándo vas a dejar de ser tan borde
con él? —Elena sacudió la cabeza exasperada—. Está loco por ti y tú estás igual
de loca por él.
—Cuando deje de tratarme como si no
pudiera cuidar de mí misma —gruñó la anciana.
—Quizás deje de hacerlo cuando
demuestres que es así —su nieta alzó las manos al aire.
—No puedes culpar a un hombre por
buscar la seguridad de la mujer amada —Damon tomó la mano de Mamaw—. No podemos
evitar preocuparnos.
—Supongo —afirmó ella—. Creía que os
marchabais mañana por la mañana.
—Damon tendrá que irse sin mí —contestó
ella con voz alegre—. Tú eres lo primero. No te dejaré sola después de haberle
prometido al médico que te cuidaría.
—Por supuesto —Damon apoyó una mano en
el hombro de Elena—. Con suerte, no tendré que quedarme mucho tiempo y podré
regresar enseguida con mis dos mujeres preferidas.
—Qué zalamero —espetó Mamaw antes de
sonreír—. Pero me gusta. Si Silas fuera así, seguramente ya habría aceptado su
proposición de matrimonio.
—¡Mamaw! —exclamó Elena—. Nunca me
dijiste se había declarado. ¿Por qué no aceptaste?
—Porque a mi edad, hija, tengo derecho
a ciertos privilegios —la otra mujer sonrió—. Y hacer que mi hombre se consuma
a fuego lento es uno de ellos. Un hombre jamás debe dar por sentado que su
mujer lo ama. Me aseguraré de que sepa la suerte que tiene.
—Eres una mujer muy sabia, Laura —Damon
soltó una carcajada—, pero hazme un favor: no tardes en perdonar a Silas. El
pobre debe sentirse fatal.
—Lo haré —contestó la anciana con
gesto airado—. A mi edad no puedo esperar mucho.
—Me quedaré contigo en tu casa —Elena apretó
la mano de su abuela.
—No quisiera interferir en vuestros
planes —la otra mujer parecía preocupada—. Vosotros dos ya tenéis bastantes
problemas sin que yo añada uno más.
—No supones ninguna carga —Damon se
llevó un dedo a los labios para hacerle callar—. Estaré de vuelta antes de que
os deis cuenta y entonces podremos planear nuestro futuro.
El corazón de Elena latió con más
fuerza. Era la primera vez que hablaba de un futuro juntos. Le había dicho que
la amaba, y ella lo creía, pero no estaba segura de dónde les situaba eso. Aún
había muchos obstáculos por superar.
El hecho de que pareciera dispuesto a
comprometerse le hacía sentir un gran alivio.
La enfermera regresó con los papeles
del alta de Mamaw y le repitió las instrucciones del médico. Media hora después
estaban en el coche camino de su casa.
En cuanto acostó a su abuela, Elena regresó
al salón, donde Damon aguardaba, y se acurrucó en sus brazos disfrutando del gran
abrazo con el que fue obsequiada.
—Menuda noche de locos —observó Damon.
—Sí —ella se separó—. Siento no poder
acompañarte. Está bien, pero no quiero dejarla sola.
—Por supuesto que no —asintió él—. Te
llamaré desde Nueva York y te informaré de los progresos. Con suerte, estaré de
regreso en unos días. Tengo interés en zanjar este asunto.
—¿En serio? —ella enarcó una ceja.
—Sí —Damon sonrió—, cierta dama
embarazada me estará esperando. Yo diría que eso es un incentivo lo bastante
importante para agilizarlo todo y meter mi culo en un avión.
—Sí, pero, Damon… esta vez no sufras
ningún accidente.
—Qué graciosa —él le pellizcó la nariz—.
No tengo ninguna gana de estrellarme otra vez. Con una me basta. Sé la suerte
que tengo por estar vivo y pienso seguir así mucho tiempo.
—Me alegro —ella lo abrazó—. Porque
tengo planes para ti y necesitaremos tiempo.
—¿Y exactamente de cuánto tiempo
estamos hablando?
—Tanto tiempo como seas capaz de
aguantarme.
—Pues entonces hablamos de mucho
tiempo.
—Deberías volver a casa para ducharte
y preparar el equipaje —ella lo besó y se apartó a regañadientes—. Debes tomar
un ferri. Llegarás a Houston en plena hora punta.
—¿De verdad no te importa que me lleve
tu coche?
—La pregunta sería más bien si no
sufrirá tu orgullo por conducirlo —Elena rio.
—Tu coche es perfecto —él sacudió la
cabeza.
—Te echaré de menos, Damon —ella apoyó
la frente en su pecho—. La idea de que te vayas me da pánico, porque no dejo de
pensar en la última vez que nos despedimos.
—Volveré, Elena —le aseguró él—. Ni
siquiera un accidente de avión y mi amnesia consiguieron separarnos la última
vez.
—Te quiero.
—Yo también te quiero —Damon la besó—.
Te llamaré cuando llegue a Nueva York.
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