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COMO SABÉIS LOS PERSONAJES NO ME PERTENECEN Y LAS HISTORIAS QUE ADAPTARÉ TENDRÁN EL NOMBRE DE LA AUTORA AL FINAL DE CADA HISTORIA


GRACIAS

10 febrero 2013

Dolor y Amor Capitulo 04


Capítulo 4
Elena apartó sus labios de los de Damon y rodó a un lado cuando él la soltó. Saltó de la cama y se alisó la falda corta de tablas que llevaba, roja de vergüenza como el jersey de cuello alto que llevaba.
-¡Sucia zorra! -le gritó Caroline mientras Damon se in­corporaba.
Damon le gritó algo en italiano, pero Elena estaba tan ofuscada, que no entendió nada más que un comen­tario acerca de que no la esperaba tan pronto de vuelta en Nueva York. El resto de sus palabras hizo que Caroline reculase como un marinero borracho y que mirara a Elena con evidente odio.
Caroline se abalanzó sobre la cama, taconeando fuer­temente hasta llegar a ella.
-¡Es obvio! ¡No toleraré este tipo de comporta­miento, Damon! ¿Me oyes?
Elena pensó que todo el personal médico debía haberla oído para entonces, pero no dijo nada.
Justo antes de llegar a la cama, Caroline se volvió y se encaró con Elena.
-¿Crees que no me doy cuenta de lo que está pasan­do? No soy tan tonta como para creer que fuera Damon quien empezara esto. Es evidente que te has lanzado sobre él en un intento desesperado de hacerte notar como mujer, pero nunca serás suficiente mujer para un hombre como Damon, incluso paralítico.
Cada una de sus palabras hirieron el vulnerable corazón de Elena. Sabía de sobra que no era el tipo de Damon, nunca lo había sido. Se sintió culpable sabiendo que Caroline tenía razón: había sido ella quien se había lanzado sobre Damon, besándolo cuando él sólo le estaba dando buenas noticias.
Por supuesto, nada de eso explicaba el que él la hu­biera besado después, pero para un hombre tan machista como Damon, esa podía ser una reacción automática.
Abrió la boca para pronunciar una disculpa, pero Caroline se giró y se dirigió a Damon.
-O mandas a esa niñata a la calle o me voy para siempre.
Elena se quedó helada. Con esas opciones, ya sa­bía cuál sería su elección. Ya había pasado antes, cuan­do Caroline se aseguró de que Damon no tuviera contacto con ella hasta el punto de no dejarle ir al funeral de su padre.
-¿Y bien, Damon? -dijo Caroline, arrugando los labios mientras lágrimas de cocodrilo afloraban a sus ojos.
-Ya sabes mi respuesta -replicó Damon.
Aquellas fueron las últimas palabras que Elena es­cuchó antes de salir corriendo de la habitación tan rápi­damente como sus temblorosas piernas pudieron llevar­la. Las mejillas le ardían por las lágrimas, éstas muy reales, y aunque creyó oír que Damon la llamaba, desechó la idea por fantasiosa.
Él ya había hecho su elección. Aunque desde el día anterior no tenía ningún lugar al que ir, eso no le dolía ni la mitad que el modo en que Caroline había consegui­do apartarla definitivamente de la vida de Damon.
Elena se dejó caer sobre la cama de su habitación, aliviada de que Stefan estuviera en una reunión de ne­gocios en Roma, asistiendo en nombre de Damon. Así po­dría recoger sus cosas y llorar en privado.
Se sentía como cuando murió su padre: sola, perdi­da y dolida. Y ahora también humillada. El recuerdo de su vergonzosa reacción con Damon la mortificaba. ¿Cómo podía haber sido tan tonta? Damon probablemente pensaría que era una virgen ninfómana.
Gimió y enterró la cabeza en la almohada, pero eso no ayudó demasiado. Se había comportado como una completa idiota. El teléfono sonó, pero lo ignoró para dejarse caer más en su depresión. Probablemente serían las limpiadoras o algo así. O tal vez los médicos de Damon. Maldición. Se obligó a levantarse y a alargar la mano hacia el teléfono justo en el momento en que dejó de sonar. No le daba pena haber perdido la llama­da, realmente no quería hablar con nadie en ese mo­mento.
Al pensar que podían ser los médicos, otros pensa­mientos vinieron a hundirla aún más. Si ella se iba, ¿quién iba a ocuparse de la rehabilitación de Damon? El fisioterapeuta, por más fuerte que fuese, se sentía inti­midado por Damon e incluso Stefan evitaba llevarle la contraria a su hermano en aquellos momentos. Había sido él quien había accedido a instalar la línea de inter­net en la habitación del hospital.
Damon no tendría a nadie a su lado que se preocupase por canalizar sus energías hacia su recuperación en lu­gar de hacia sus negocios.
Las lágrimas le ardían en los ojos. Había sido una tonta y por ello Damon tendría que sufrir. No era tan arro­gante como para creer que Damon la necesitara a ella, pero... necesitaba a alguien que estuviese con él, y des­de luego Caroline no iba a hacerlo. Era demasiado ego­céntrica como para preocuparse por los demás.
Elena se acurrucó en posición fetal y se concentró en dejar de llorar. Perdió la noción del tiempo que pasó en esa postura, pero en un momento dado se levantó y empezó a recoger sus cosas. El ruido de la puerta abriéndose la alertó de la vuelta de Stefan. No esperaba que volviera de la reunión hasta el día siguiente, pero en algún momento tenía que enfrentarse a él y contarle todo acerca del ultimátum de Caroline.
Salió a la salita de la suite y se detuvo en seco, fro­tándose los ojos para asegurarse de que no le estaban jugando una mala pasada.
-¿Por qué no respondiste al teléfono? -preguntó Damon, furioso.
-No sabía que fueras tú -dijo ella, tontamente.
Allí estaba él, en la suite. Aparte de la silla de rue­das, se parecía mucho a aquel fuerte hombre de nego­cios italiano. Su pelo negro brillaba y su traje de Armani le estaba perfecto.
-Huiste -dijo él, casi intimidándola.
-Pensé que querías que me fuese -desde luego, su prometida quería-. ¿Dónde está Caroline?
-Se ha ido -dijo él, sin expresión en el rostro.
-¿Por mi culpa? -preguntó ella, afectadísima porque su atrevido comportamiento hubiera hecho a Damon perder a la mujer a la que amaba.
-Porque no permito que nadie me diga quiénes de­ben ser mis amigos.
Elena se mordió el labio hasta que notó el sabor de la sangre.
-Siento haber saltado sobre ti de esa manera.
-Estabas contenta por las buenas noticias, igual que yo.
-Pero... -reunió todo su valor para pronunciar estas palabras- te besé.
-No es así como yo lo recuerdo, tesoro mio.
-Te... te ataqué.
-Te comportaste como una mujer cálida y apasiona­da enfrentada a la inesperada cercanía física de un hom­bre que te atrae. No tienes nada de lo que avergonzarte.
-Pero... Caroline...
-Se ha ido -repitió él, y sus palabras sonaron defi­nitivas.
-¿Quieres decir, para siempre? ¿No le dijiste que no significaba nada? Ella ya sabía que la culpa era mía.
-Ella no desea atarse a un paralítico.
Las palabras golpearon a Elena como una explo­sión y se dejó caer sobre las rodillas a los pies de Damon. Le cogió de las manos y las puso contra su pecho.
-No estás paralítico. Esto es sólo temporal. ¿No se da cuenta? ¿Le has dicho que esta mañana sentías los pies?
-Lo que le he dicho no es asunto tuyo. Ella ha sali­do de mi vida, acéptalo como lo he hecho yo -dijo con firmeza.
-Yo... -se sentía tan culpable, que no sabía qué de­cir.
Él giró la cabeza y miró a través de la puerta abierta de su habitación. La maleta al lado de la cama se lo de­cía todo.
-¿Ibas a marcharte, verdad? -por extraño que fuera, parecía más enfadado que por la marcha de Caroline.
-Creía que era lo que querías.
-Pues no. ¿No te dije que quería que te quedaras?
-Sí, pero...
-No hay peros que valgan. Te quedas conmigo -¡qué arrogancia!
-Yo...
-No volverás a la universidad. Me lo prometiste.
-No podría aunque quisiera. Me han despedido -admitió ella amargamente.
Entonces se dio cuenta de dónde tenía las manos de él y las soltó con la velocidad de un rayo al sentir que volvía a acosarlo. Damon la agarró posesivamente por la muñeca antes de que pudiera huir del todo y la colocó sobre su regazo, con las piernas colgando sobre sus fir­mes muslos.
-¿Te despidieron? -preguntó mirándola fijamente.
-Sí, así que soy libre como el viento -intentó sonreír ante sus perspectivas laborales. Conseguir la plaza de ayudante de profesor universitario había sido una suerte que no pensaba que se volviera a repetir-. Puedo que­darme contigo tanto tiempo como quieras.
-¿Y Katherine?
El nombre de su madrastra no calmó sus ánimos en absoluto. Katherine había dejado muy claro después de la muerte de su padre que no tenía con ella ningún lazo familiar o afectivo.
-Vendió la casa y casi todo lo que había dentro dos meses después de la muerte de mi padre. Ahora está de crucero por la Costa Azul francesa con uno de los anti­guos alumnos de mi padre.
Los ojos de Damon se oscurecieron.
-¿Vendió tu casa? ¿Dispuso de ese modo de las per­tenencias de tu familia? -parecía indignado. Como ita­liano que era, le resultaba imposible comprender el desmantelamiento del hogar de la familia y todo lo que representaba. Los Salvatore vivían en la misma casa en Milán desde hacía más de cien años.
-¿Dónde has vivido hasta ahora?
Ella cada vez tenía más dificultades para concen­trarse estando sentada sobre él.
-¿Qué? ¡Oh!, en un piso que me dejaba la universi­dad.
-¿Cuánto tiempo te han dado para mudarte?
Ella torció el gesto.
-Ayer fui a recoger mis cosas. Están en mi coche.
-¿No tienes dónde ir? -parecía que estuviera vi­viendo bajo un puente.
-No. Me quedaré aquí por ahora, pero ya encontra­ré algo cuando vuelvas a andar y ya no me necesites como animadora.
-Eso es inaceptable.
Ella sonrió.
-No te preocupes por eso. Soy mayor y puedo cui­dar de mí misma. Lo he hecho desde que fui a la uni­versidad. Katherine nunca quiso que volviera a casa, ni siquiera en verano.
-No me sorprende que pasaras las vacaciones con mis padres.
-Tus padres son maravillosos, Damon.
-Sí, pero tú también eres muy especial.
Sus palabras la hicieron sonreír de nuevo.
-Gracias. Yo también creo que tú eres muy especial.
-¿Te parezco lo suficientemente especial como para casarte conmigo?
Su corazón se detuvo un instante y después volvió a latir a toda velocidad.
-¿Casarme? -repitió ella.
-Tal vez, como Caroline, no desees atarte a un inútil.
La rabia la invadió al utilizar aquella horrible pala­bra y le dio un puñetazo en el pecho.
-No vuelvas a utilizar esa horrible palabra. Incluso si no puedes volver a moverte en toda tu vida, nunca serás un inútil.
-Si eso es lo que crees, entonces cásate conmigo.
-¡Pero tú no quieres casarte conmigo!
-Quiero niños. Mi madre espera una nuera y creo que le gustará que seas tú, ¿no?
La idea de tener los niños de Damon la hizo temblar, pero...
-Eso es ridículo. Estás enfadado con Caroline, pero no deseas pasar el resto de tu vida conmigo como espo­sa y lo sabes.
-Quiero volver a Italia y quiero que vengas conmigo.
-Por supuesto que iré, pero no tienes que casarte conmigo para convencerme de que vaya contigo.
-¿Y mis hijos? ¿Quieres tener hijos conmigo sin es­tar casada?
-No tengo ni idea de lo que estás diciendo -dijo, roja hasta las orejas.
-Te estoy diciendo que quiero hijos. ¿Es tan difícil de entender?
No, no lo era. Damon sería un padre increíble y nunca había ocultado el deseo de serlo.
-Pero...
-Tendrías que someterte a un proceso de fecunda­ción in vitro. No puedo... —ahora fue él quien calló y ella sabía que su orgullo se rompería en pedacitos si decía aquellas palabras.
-Por supuesto que no. Eso es normal, pero no dura­rá mucho tiempo -ella intentó quitarle importancia.
Por un momento dejó su imaginación volar y se imaginó como esposa de Damon. Pertenecerle y tener hi­jos con él. Era muy fácil imaginarse embarazada de un hijo suyo... y muy, muy feliz de estar en ese estado.
-Tal vez tengas miedo del tratamiento.
-No -dijo ella, mirándolo de frente, intentando con­tener los latidos de su corazón-. Damon...
Él le puso un dedo sobre los labios.
-Piénsalo.
Ella asintió con la cabeza, enmudecida. Incluso si no hubiera deseado casarse con Damon, no habría podido rechazarlo a la primera. Tras la marcha de Caroline, ha­bría sido muy cruel.
-Y mientras lo piensas, acuérdate de esto.
Sus labios sustituyeron a sus dedos sobre la boca de ella, y en su mente se produjo un cortocircuito. Sus pe­zones se endurecieron casi dolorosamente contra la seda del sujetador y empezó a notar un latido de vacío entre los muslos. Aquel no era un beso de exploración, era un asalto a sus sentidos y, cuando la lengua de Damon le pidió entrar en su boca, ella la dejó sin protestar.
Aquel latido en el corazón de su feminidad se fue incrementando, lanzando un mensaje de necesidad que no había sentido nunca antes. Ella gimió y se apretó contra él, con los dedos firmemente agarrados contra la solapa de su chaqueta. Damon introdujo su mano bajo el jersey y empezó a acariciar la suave piel de su espalda, haciéndola temblar. Después, sintió el chasquido de su sujetador y una mano masculina que acariciaba su pe­cho. Se sintió invadida por el placer. Nunca le había permitido a ningún chico que llegara tan lejos.
Pero aquel era Damon, y ella se moría por sus caricias. Ella gritó y el sonido se perdió en su boca cuando sus dedos empezaron a pellizcar y a acariciarle suavemente el pezón. La sensación entre sus piernas aumentó así como el deseo de gritar. Se agitó en su regazo, incapaz de controlar el impulso de moverse.
El retiró la boca de la suya y ella lo persiguió con los labios. No podía dejar de besarla en ese momento. Pero no lo hizo, simplemente trasladó sus labios hasta un punto sensible detrás de su oreja. Ella tembló, se agitó y gimió.
Mientras sus manos seguían atormentando su pecho, sus labios hacían estragos en su nuca.
-Qué dulce sabes, tesoro mio -y quiso saborear cada centímetro de sus labios.
Cuando el jersey de cuello alto pareció interponerse en su camino, le dijo que se lo quitara.
-¿Qué? -los ojos de Elena se abrieron como pla­tos, confundida.
Pero él no respondió. Un minuto después, ya le es­taba subiendo el jersey por encima del torso. Su piel se encogía donde él la tocaba, pero ella no se dio cuenta del torbellino de pasión en que había entrado hasta que vio el jersey rojo y su sujetador sobre la alfombra. Es­taba totalmente desnuda de cintura para arriba, descu­bierta ante la sensual mirada de Damon. Sus ojos platea­dos estaban fijos en sus pechos desnudos. Sus manos corrieron a tapar la vulnerabilidad de sus curvas.
-No deberías mirarme así.
Él no retiró la mirada ni un ápice, sino que delica­damente la tomó de las muñecas, rozando la piel de sus pechos.
-Déjame que te vea -dijo él.
-Pero...
-Quieres que te vea -aquello resultó demasiado arrogante.
-No.
-Sí, cara mia. Te excita que te mire, que vea lo que a otros les ocultas.
Ella agitó la cabeza, negándolo, pero en realidad, tenía razón. Ella estaba muy impactada por su mirada y dejó que le apartara las manos de los pechos.
Ella nunca había hecho topless; la palidez de su piel contrastaba con el toque rosado y excitado que corona­ba sus pechos.
Él alargó un dedo y rozó el pezón endurecido de un pecho.
-Bella... -dijo esto con tal reverencia, que ella sin­tió que sus ojos se humedecían de nuevo-. Bella mia.
Añadió esto con tono posesivo mientras la abrazaba fuertemente.
Ella tembló. Sus manos empezaron a moldearla suavemente, acariciándola, pellizcando suavemente con tal maestría, que ella evitó pensar cómo habría aprendido aquello.
Ella lo miraba fascinada mientras bajaba la cabeza; sus labios se cerraron sobre su pezón y al ver sus labios contra su piel, ella creyó que ardería de excitación.
Todo se volvió borroso. La sensación era eléctrica y, cuando empezó a pellizcarla y a jugar con la lengua, las pequeñas descargas de placer se hicieron tan inso­portables, que ella cerró los ojos, echó la cabeza hacia atrás y empezó a suplicar:
-¡Por favor, Damon, por favor!
Ella no sabía qué estaba pidiendo, pero sabía que ne­cesitaba algo. Su cuerpo parecía estar en llamas y era incapaz de concentrarse después de haber soñado con ese momento durante tanto tiempo, por fin sus fantasías se habían hecho realidad. Sólo había amado a aquel hombre en toda su vida.
Una carcajada masculina contestó a sus súplicas mientras empezaba a pasarle una mano por la pantorrilla. Le hizo cosquillas detrás de la rodilla haciendo que ella se encogiera, y después empezó a recorrer la parte interna del muslo. Sus piernas se abrieron casi instintivamente y él siguió con su exploración hasta que llegó al centro de su feminidad. Ella dio un respingo por la sensación y gri­tó. Él volvió a acariciarla por encima de las braguitas y ella gimió, acercándose más a sus dedos exploradores.
Con el pulgar, él levantó la suave tela y la tocó de la forma más íntima posible, haciéndola temblar de miedo y placer. Ella nunca había hecho aquello y nunca había pensado que dejaría que otro hombre distinto de Damon lo hiciera. Para algunas cosas era tan inocente como una adolescente.
-¿Qué me estás haciendo? -susurró ella.
-Amarte...
Aquella palabra sonaba tan bien. Ella podía imagi­narse que él estaba realmente haciéndole el amor y que la tocaba para saciar su propia necesidad. Esa dulce idea incrementó su placer hasta la inconsciencia. En aquel momento, era como si Damon la amase tanto como ella lo amaba a él.
Entonces él la obligó a levantarse; ¿ya había acaba­do? La sola idea hizo que la necesidad se hiciera aún más acuciante.
Pero él le bajó la cremallera de la falda y la dejó caer sobre la alfombra. Después le quitó las bragas a juego con el sujetador y dejó que se deslizaran por sus piernas hasta llegar a sus pies.
Ella se quitó las botas y los calcetines, deseando vol­ver a la seguridad de su regazo cuanto antes, y su deseo se cumplió casi al instante, cuando él volvió a atraerla hacia sí y siguió probando la sensibilidad de su piel.
Él quiso probar la calidez de su profundidad con un dedo mientras acariciaba dulcemente con el pulgar la zona más sensible de su cuerpo.
Otra vez los gemidos, el temblor aumentó; su cuer­po parecía un volcán a punto de entrar en erupción. Ella se sentía al borde de un precipicio, deseosa por saltar, pero aterrada por los resultados.
-Déjate ir, cara mia -dijo antes de besarla con una pasión que sólo había sentido en sueños-. Dame el re­galo de tu placer.
Ella llego al climax entre un estallido de fuegos ar­tificiales y terremotos. El placer duró mucho y ella gri­tó y gimió, pidiéndole que parara y suplicándole que continuara. El siguió tocándola hasta que las convulsio­nes de su cuerpo casi la hicieron saltar de su regazo, pero ella estaba agarrada a su cuerpo con firmeza.
Elena intentó decir algo, pero era incapaz de arti­cular una frase coherente, hasta que se encontró a sí misma temblando en una serie de climax que la dejaron agotada y casi inconsciente en sus brazos. Él la atrajo hacia sí y llevó la silla de ruedas hasta su habitación. Allí la colocó sobre la cama y la arropó cariñosamente.
-Duerme, tesoro. Hablaremos mañana.


Elena despertó antes del amanecer sintiendo el tacto extraño de las sábanas sobre su piel desnuda. Sólo tardó un segundo en recordar todo lo que había pasado el día anterior. Se notó enrojecer al recordar cómo ha­bía permitido a Damon tocar todos sus puntos íntimos y cómo la había hecho gritar de placer y suplicar. Y él ni siquiera se había quitado la chaqueta.
¿Por qué lo había hecho? Hasta el día anterior, Damon nunca se había fijado en ella como mujer y ahora, de repente, le había hecho el amor con una pasión que la había dejado casi en estado comatoso. De acuerdo, téc­nicamente no había sido sexo de verdad, pero ella sen­tía que no podía haber contacto más íntimo.
Sólo al recordar el modo en que la había dominado hacía que su pulso volviera a dispararse. Había cumpli­do su fantasía de un modo tan espectacular, que podría vivir de recuerdos toda la vida.
Pero, si él quería casarse con ella, no tendría que hacerlo. Si ella accedía, él no se echaría atrás, tenía de­masiado sentido del honor como para eso. Pero real­mente no podía desear casarse con ella. Caroline lo había rechazado y él había respondido con la típica reacción Salvatore. Le había pedido matrimonio a otra mujer y le había hecho el amor para hacer crecer su ego. Damon era un hombre machista y necesitaba sentir que era atractivo a las mujeres.
Elena se llevó la mano a los lugares que él había tocado el día anterior y que ahora se sentían deseosos de su tacto. No parecían haber cambiado... y sin embar­go se sentía mucho más mujer, mucho más femenina.
Damon le había hecho ese regalo: la había hecho sen­tirse mujer de verdad.
Lo menos que podía hacer era darle a su vez el re­galo de su comprensión como compensación. No utili­zaría su reacción emocional del día anterior para atra­parlo en un matrimonio que seguro no desearía tras haberlo consultado con la almohada.
Ella aplastó sin piedad sus sueños infantiles de ser su mujer y la madre de sus hijos y se levantó para du­charse e ir al hospital. Así vería a Damon temprano y no tendría demasiado tiempo para preocuparse por todo aquello.

1 comentario:

  1. ayy que le contestara? espero que carolina no vuelva mas¡ gracias por el capitulo y espero el próximo¡ >^.^<

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