que había sobre el lavamanos y apenas logró reconocerse. No estaba segura de si eso era bueno o
malo.
Abrió el pequeño bolso que le había prestado Caroline y sacó el brillo de labios. Bonnie se acercó
a ella, y Elena la estudió mientras la muchacha se lavaba las manos. Damon y su hermana no se parecían
en nada, excepto en que sus ojos tenían el mismo tono de azul.
Minutos atrás, al ver a Damon acompañado de una jovencita, se había sentido confusa. Su primer
pensamiento había sido que merecía que lo arrestaran, pero todavía la confundió más el que la
presentase diciendo que era su hermana.
–No soy buena en esto –confesó Elena mientras se pintaba los labios. Antes de la fiesta, Caroline
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le había aplicado una especie de carmín indeleble, por lo que Elena sólo tenía que darles brillo de vez
en cuando. Pensó que lo había hecho bien, pero no tenía experiencia y no podía saberlo a ciencia
cierta–. Dime la verdad. ¿Han quedado hechos un desastre?
–No.
–¿Seguro? –Elena tenía que admitir que el asunto tenía su gracia. No era algo que le apeteciese
hacer todos los días, ni siquiera a menudo.
–Seguro. –Bonnie tiró la toallita de papel a la papelera–. Me gusta tu vestido.
–Lo compré en Nordstrom.
–¡Yo también!
Elena le pasó el brillo de labios.
–Una amiga me ayudó a escogerlo.
–Yo elegí el mío, pero Damon lo compró.
Siendo así, se preguntó por qué Damon permitió que su hermana se comprase un vestido tan
pequeño. Elena no era una obsesa de la moda, pero no era difícil darse cuenta.
–Eso le honra. –Reflejado en el espejo vio que Bonnie se estaba poniendo demasiado pintalabios–
. ¿Vives en Seattle?
–Sí, con Damon.
Conmoción número tres de la noche.
–¿En serio? Debe de ser un infierno. ¿Te han castigado por algún motivo especial?
–No. Mi madre murió hace un mes y medio.
–Oh, lo siento. Quería dármelas de graciosa y he dicho algo inadecuado. Me siento una imbécil.
–No pasa nada. –Bonnie le dedicó una media sonrisa–. Y vivir con Damon no siempre es un infierno.
Bonnie le devolvió el brillo de labios y Elena se volvió para mirarla. ¿Qué podía decirle? Nada. Lo
intentó igualmente.
–Mi madre murió cuando yo tenía seis años. De eso hace veinticuatro años, pero conozco... –Se
detuvo, buscaba la palabra más adecuada. No encontró ninguna–. Conozco el vacío que debes de
sentir.
Bonnie asintió con la cabeza y bajó la vista.
–A veces, no puedo creer que se haya ido.
–Sé cómo te sientes. –Elena guardó el brillo de labios en el bolso y rodeó los hombros de Bonnie
con un brazo–. Si alguna vez quieres hablar con alguien, llámame.
–Eso estaría bien.
A Bonnie se le llenaron los ojos de lágrimas, y Elena le dio un apretón. Habían pasado veinticuatro
años desde la muerte de su madre, pero a Elena no le costaba revivir las sensaciones de antaño.
–Pero esta noche, no. Esta noche nos lo vamos a pasar bien. Antes me presentaron a unos
sobrinos de Hugh Miner. Son de Minnesota y creo que tienen tu misma edad.
Bonnie se enjugó las lágrimas con los dedos.
–¿Están bien?
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Elena recapacitó unos segundos. Si ella tuviese la edad de Bonnie, podría decir que sí, pero no
tenía su edad, y pensar si unos muchachos adolescentes estaban bien la hizo sentir incómoda. Casi
pudo escuchar la canción Mrs. Robinson en su cabeza.
–Bueno, viven en una granja –dijo mientras salían del lavabo–. Creo que se dedican a ordeñar
vacas.
Bonnie la miró con los ojos como platos.
–Tranquila, que son unos chicos estupendos, y por lo que he podido ver, no huelen a granero.
–Eso está bien.
–Muy bien. –Elena miró por encima del hombro a Bonnie–. Me gusta tu sombra de ojos. Es muy
brillante.
–Gracias. Te la puedo prestar cuando quieras.
–Creo que soy un poco mayor para esos brillos. –Se adentraron en la multitud y Elena encontró a
los sobrinos de Hugh Miner mirando la ciudad y les presentó a Bonnie. Jack y Mac Miner eran
gemelos y tenían diecisiete años, vestían idénticos esmóquines con fajas color escarlata, llevaban el
pelo cortado a cepillo y tenían grandes ojos pardos. Elena tuvo que admitir que, de algún modo, eran
guapos.
–¿En qué curso estás? –preguntó Mac, o quizá fuese Jack, dirigiéndose a Bonnie.
La muchacha se ruborizó y se encogió de hombros. Miró a Elena, que, al apreciar la terrible
inseguridad de la adolescencia, dio gracias a Dios por no tener que volver a pasar por ello.
–En décimo –contestó Bonnie.
–Nosotros hicimos décimo el año pasado.
–Sí, todo el mundo se mete con los de décimo.
Bonnie asintió con la cabeza.
–En Dumpsters se pasan un montón con los de décimo.
–Nosotros no. Al menos, con las chicas.
–Si estuviésemos en tu colegio, te protegeríamos –dijo uno de los gemelos, impresionando a
Elena con su galantería. Eran pequeños caballeros, sus padres los habían educado bien y debían de
sentirse orgullosos–. Décimo es una mierda –añadió.
Tal vez no fuese así. Tal vez alguien debería enseñarle a aquel muchacho que no debe de
hablarse de ese modo delante de una dama.
–Sí, es una mierda –convino Bonnie–. Estoy deseando pasar de curso.
De acuerdo, tal vez Elena estuviese un poco desfasada. Al fin y al cabo, todo el mundo utilizaba
ese tipo de expresiones.
Cuanto más hablaban Jack y Mac, más relajada parecía Bonnie. Hablaron de las universidades a
las que irían, de los deportes que practicaban, y de la música que les gustaba. Todos coincidieron en
que el trío de jazz que tocaba en el otro extremo de la sala no molaba.
Mientras Bonnie y los gemelos hablaban de cosas que eran una «mierda» o «no molaban», Elena le
echó un vistazo a la sala, buscando un poco de conversación adulta. Reparó en Darby, que charlaba
con el director deportivo Clark Gamache, y también vio a Damon, que estaba al final de la barra
hablando con una rubia muy alta que llevaba un vestido blanco ceñido. La mujer tenía su mano
apoyada en el brazo de Damon, que permanecía con la cabeza inclinada para escuchar lo que ella decía.
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Apartó el faldón de la chaqueta y mostró una mano en el interior del bolsillo de los pantalones. Los
tirantes grises reposaban sobre los dobleces de la camisa, pero Elena sabía que bajo aquellas ropas
tan formales Damon escondía el cuerpo de un dios y el tatuaje de una herradura en el vientre. Él rió al
oír algo que la mujer le dijo, y Elena apartó la mirada. Sintió en el estómago la punzada de algo muy
similar a los celos, y su mano apretó el pequeño bolso. No podía estar celosa. No tenía posibilidades
con él y, además, no le gustaba. Bueno, eso no era del todo cierto. Lo que sentía era rabia, pensó.
Mientras ella cuidaba de su hermana, Damon ligaba con aquella belleza vestida de blanco.
Jeremy Sutter la sacó a bailar y ella dejó a Bonnie al cuidado de los gemelos Miner. Martillo la
condujo al centro de la pista y empezaron a bailar. Con una mano en su cintura, la guió de manera
perfecta. De no haber sido por el morado en el ojo, incluso habría parecido un hombre respetable.
Después de Jeremy, bailó con Stromster, que se había teñido la cresta de color azul claro para que
hiciese juego con el esmoquin. En un principio, la conversación con el joven sueco fue complicada,
pero cuanto más lo escuchaba, mejor entendía lo que decía a pesar de su marcado acento. Cuando el
trío hizo un descanso, le dio las gracias a Niklaus y fue en busca de Darby, que estaba esperándola en
un extremo de la sala.
–Lo lamento, Elena –dijo cuando ella se aproximó–, pero tengo que llevarte a casa ahora mismo.
El fichaje en el que estábamos trabajando va a concretarse esta misma noche. Clark ya se ha ido a
las oficinas del club. He quedado allí con él.
El Space Needle estaba a tiro de piedra del Key Arena y, según la hora del día, el trayecto hasta
su apartamento era de poco más de media hora.
–Vete. Me iré en taxi.
Él meneó la cabeza.
–Quiero asegurarme que llegas bien a casa.
–Yo me aseguraré que llega bien a casa. –Elena se volvió al oír la voz de Damon.
–Bonnie está con los gemelos Miner –dijo–. Cuando bajen, te llevaremos a casa.
–Eso sería de gran ayuda para mí –dijo Darby.
Elena miró detrás de Damon en busca de la rubia, pero él estaba solo.
–¿Estás seguro? –preguntó Elena.
–Sí. –Damon miró al ayudante del director deportivo–. ¿Quién es el fichaje?
–Lo mantendremos en secreto hasta mañana por la mañana.
–Claro.
–Dion.
Damon sonrió.
–¿En serio?
–Sí. –Darby se volvió hacia Elena–. Gracias por haber venido esta noche conmigo.
–Gracias por invitarme. El viaje en limusina fue maravilloso.
–Os veré a los dos en el aeropuerto por la mañana –dijo Darby encaminándose hacia el ascensor.
Mientras Elena le observaba alejarse, preguntó:
–¿Quién es Dion?
–Realmente no sabes mucho de hockey –repuso Damon. La cogió por el codo y, sin molestarse en
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preguntar, la arrastró hasta la atestada sala de baile. Metió en el bolsillo de su chaqueta el pequeño
bolso de Elena, apretó una de las manos de ésta y la otra la puso sobre su cintura.
Con los zapatos nuevos de tacón, los ojos de Elena llegaban a la altura de la boca de Damon. Ella
apoyó la mano en su hombro. La luz de la sala de baile proyectaba una sombra en diagonal sobre el
rostro de Damon, y Elena observó el movimiento de los labios de éste mientras hablaba.
–Pier Dion es un goleador veterano –dijo–. Conoce muy bien este deporte. Cuando lo pilla bien,
el disco vuela a una velocidad endiablada.
Al observar su boca, Elena sentía divertidos cosquilleos en sus terminaciones nerviosas. Alzó la
mirada hasta sus ojos y dijo:
–Tu hermana parece una chica estupenda.
–¿Lo dices en serio?
–¿Te sorprende?
–No. –Damon miró por encima de la cabeza de Elena–. La cosa es que cambia de humor de un
momento a otro, es impredecible, y esta noche iba a ser muy especial para ella. La habían invitado a
un baile del instituto, pero el chico que debía llevarla decidió ir con otra en el último minuto.
–Eso es terrible. Qué cerdo.
Él volvió a mirarla a los ojos.
–Me ofrecí para ir a patearle el culo, pero Bonnie pensó que le resultaría embarazoso.
Por alguna extraña razón, Elena sentía que Damon empezaba a chiflarla. No podía evitarlo, y todo
porque se había ofrecido a patearle el culo al que le había dado plantón a su hermana.
–Eres un buen hermano.
–Lo cierto es que no. –Damon acarició la espalda de Elena con un pulgar y la atrajo ligeramente
hacia él–. Llora cada dos por tres y yo no sé qué hacer.
–Acaba de perder a su madre. No hay nada que puedas hacer.
La rodilla de Damon rozó la de Elena.
–¿Te lo ha dicho ella?
–Sí, y sé cómo se siente. Yo también perdí a mi madre. Le he dicho que si necesitaba hablar con
alguien que me llamase. Espero que no te importe.
–En absoluto. Creo que necesita una mujer con la que hablar. He contratado a una señora para
que la acompañe mientras estoy fuera, pero a ella no le gusta. –Damon reflexionó por unos segundos y
añadió–: Lo que ella necesita es alguien que la lleve de compras. Cada vez que le dejo mi tarjeta de
crédito, vuelve con una bolsa de chucherías y algo dos tallas más pequeño.
Eso explicaba el vestido ceñido.
–Podría ponerla en contacto con mi amiga Caroline. Es una especialista ayudando en ese tipo de
cosas.
–Eso sería estupendo. No sé nada de chicas.
Aun cuando no hubiese leído nada sobre él, Elena habría descubierto en menos de cinco segundos
que sabía mucho de chicas. Había algo en su mirada y en su sonrisa que lo delataba.
–Querrás decir que no sabes nada de hermanas.
–No sé nada de mi hermana pequeña –puntualizó él en tono burlón–. Pero en una ocasión, tuve
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una cita con unas gemelas
–Ya. –Ella frunció el entrecejo–. Tú y tu sombra.
Él se echó a reír.
–Eres tan crédula –dijo justo cuando la música acababa y ella se detuvo. En lugar de soltarla, él
la atrajo hacia su pecho. El trío empezó otra canción–. ¿Qué habéis hecho tú y Hogue en la
limusina? –le preguntó acercando la boca a su pelo.
–¿Cómo dices?
–Le has dado las gracias a Darby y le has dicho que el viaje en limusina fue maravilloso.
Ella y Darby habían bebido champán y no habían dejado el televisor en paz, mientras el
conductor los paseaba por la ciudad como si de Bill y Melinda Gates se tratase. Pero suponía que no
era eso lo que Damon quería saber. Tenía el cerebro en la entrepierna, por lo que decidió darle algo en
que pensar.
–Hicimos cosas malas.
Damon la miró azorado.
–¿Hiciste cosas malas con Hogue?
A Elena casi se le escapó la risa. Lo único malo en ella era su imaginación.
–Bajo toda esa gomina, se esconde un tigre.
–Cuéntame –pidió él, apretando su hombro con los dedos.
–¿Quieres que te cuente los detalles?
–Sí, por favor.
Ahora Elena no pudo evitar soltar una carcajada. Él debía de haber hecho cosas que ni siquiera
Bomboncito de Miel habría sido capaz de imaginar. Dudaba que pudiese sorprenderle aunque lo
intentase.
–A menos que invente algo, me temo que te sentirás defraudado.
–Entonces invéntatelo.
¿Podía hacerlo? ¿Allí, en la pista de baile? ¿Podía convertirse en Bomboncito de Miel si cerraba
los ojos? La mujer que hacía que los hombres ardiesen de deseo. Hombres como Damon.
–En realidad no fue tan malo –dijo ella–. Nada de látigos y cosas de ésas. No me va el dolor.
Resultaba muy atractivo estar tan cerca de Damon y fingir que era la mujer capaz de satisfacer a un
hombre como él. La clase de mujer que susurra marranadas y hace que los hombres supliquen. Para
su siguiente artículo para la revista Him, había pensado escribir sobre una fantasía compartida para
Bomboncito de Miel. A los hombres les encantaban las fantasías compartidas.
–¿Te gusta mirar?
–Soy más bien de los que participan –susurró él a su oído–. Me resulta más interesante.
Pero no podía hacerlo. Sola en su apartamento era una cosa, pero allí entre los brazos de Damon era
otra cosa totalmente diferente. No podía deja volar su imaginación, y lo máximo que atinó a decir
fue:
–Darby es insaciable. Nadie lo habría supuesto. De hecho, creo que voy a sentarme. Estoy
agotada.
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Damon le apretó el brazo y la miró a la cara.
–No me digas que tienes tan poca resistencia.
–Hablemos de otra cosa –dijo ella, que temía que sus defensas empezaran a flaquear.
Él se mantuvo inmóvil durante un momento, después dijo:
–Estás muy guapa esta noche.
–Gracias. Tú también lo estás.
Damon la atrajo una vez más hacia sí y ella puso de nuevo la mano en su hombro, sintiendo la
suavidad de su chaqueta. Si se acercaba un poco más el olor de su colonia impregnaría su nariz.
–Y estás muy elegante. Me gusta tu peinado.
–Me he cortado el pelo esta mañana. Ahora está bien, pero la prueba definitiva será mañana por
la mañana, cuando lo lave.
–Yo me lo lavo y lo dejo secar –susurró Damon.
Ella cerró los ojos. Bien, un tema seguro... y aburrido. El pelo.
–Me gusta tu vestido.
Otro tema seguro.
–Gracias. No es negro.
–Ya me he dado cuenta. –Damon deslizó la mano desde su cintura hacia su espalda, dejando los
dedos y la palma cálida sobre la piel desnuda- ¿Crees que podrías ponerte alguna vez la parte de
atrás hacia delante?
–No. Creo que no –repuso ella, sintiendo el calor de su mano.
–Qué lástima. No me importaría vértelo puesto de ese modo.
La música fluía alrededor de Elena como si todo estuviese detenido. Damon Salvatore, con su
malvada sonrisa y su tatuaje de herradura, quería verla desnuda. Imposible. Bajo la superficie, su
piel tembló, caliente y viva, plena de sensaciones. El deseo y la necesidad se apretaban en su
abdomen y se preguntaba si él se habría dado cuenta de que se había pegado a él justo para olerle el
cuello. Justo por encima de su pajarita y del cuello de su camisa.
–¿Elena?
-¿Sí?
–Bonnie ha vuelto. Mañana tenemos que estar muy temprano en el aeropuerto, así que es mejor
que nos vayamos.
Elena alzó la vista hacia la cara de Damon. Su mente estaba ocupada en impuros pensamientos, pero
él parecía ajeno y distante. «No me importaría vértelo puesto de ese modo», había dicho. No cabía
duda de que se estaba quedando con ella.
–Voy a buscar mi abrigo.
Apartó la mano de su espalda y el aire frío reemplazo el calor de su roce. La cogió por el brazo
y, mientras abandonaban la pista de baile, le pasó el pequeño bolso de Caroline.
–Dame tu tíquet. Voy a por el abrigo de Bonnie y también traeré el tuyo.
Elena hurgó en el bolso y extrajo el tíquet. Mientras él retiraba los abrigos, Elena habló con Bonnie,
pero seguía pensando en Damon, y no quería dejar de hacerlo. Había sentido que lo deseaba. Mala
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cosa. ¿Lo habría advertido Damon? Esperaba de todo corazón que no. Esperaba que nunca se lo
imaginase. Su vida podría desarrollarse con total felicidad si nadie llegaba a saber que Elena Gilbert
había querido saltar encima del jugador de hockey Damon Salvatore. Si él llegaba a sospecharlo, sin
duda saldría corriendo en la dirección contraria.
Cuando estuvo de regreso, la ayudó a ponerse su abrigo negro. Los dedos de Damon rozaron su
nuca mientras ajustaba el cuello del abrigo, y ella se preguntó a qué se parecería sentir sus brazos
alrededor del cuerpo mientras se apretaba contra él. Pero aunque tuviese los arrestos para seguir sus
impulsos, sería ya demasiado tarde; él se había alejado y mantenía abierto el abrigo de su hermana
para que se lo pusiese sin problemas.
Mientras esperaban en la base del Space Needle a que el aparcacoches les llevara el Land
Cruiser blanco de Damon, éste se abotonó la chaqueta y metió las manos en los bolsillos, con los
hombros encorvados debido al frío. Hablaron del tiempo y del vuelo que tenían que tomar casi de
madrugada. Nada importante. Bonnie les habló de las vistas desde el mirador, y Elena no dejó de
echarle miraditas al oscuro perfil de Damon. La luz que llegaba de lo alto de la torre iluminaba un solo
lado de su cara y sus anchos hombros, dibujando una alargada sombra en el hormigón.
Cuando regresó el aparcacoches, Damon abrió la puerta del acompañante para Elena y la trasera para
su hermana. Se puso al volante, arrancó y tomó Bellevue. Tras unas cuantas manzanas, rompió el
silencio.
–La señora Jackson está al corriente de que tiene que llegar antes de que te vayas al instituto –le
dijo a su hermana–. ¿Necesitas dinero o alguna otra cosa?
Elena lo miró de reojo. Su perfil era poco más que una silueta negra dentro del interior oscuro del
coche. La luz procedente del salpicadero rebotaba contra su reloj de pulsera lanzando destellos
dorados sobre su chaqueta. Volvió la mirada hacia la ventanilla.
–Necesito dinero para comer y tengo que pagar la clase de cerámica.
–¿Cuánto necesitas?
Elena escuchó su conversación, sintiéndose una intrusa, sentada en aquel asiento de cuero del
todo terreno de Damon mientras éste hablaba con su hermana acerca de cuestiones de su vida cotidiana.
Una vida en la que no estaba incluida. Era la vida de ellos. No la suya. Ella tenía su propia vida.
Una hecha a su medida, y no guardaba relación con la de Damon. Cuando el vehículo se detuvo frente
a su piso, Elena fue a abrir la puerta.
–Muchas gracias por traerme a casa –dijo.
Damon estiró la mano y la cogió del brazo.
–No te muevas. –Miró hacia el asiento trasero–. Ahora mismo vuelvo, Bonnie –añadió al tiempo
que se apeaba.
Las farolas apenas le iluminaron mientras rodeaba el Land Cruiser y abría la puerta del
acompañante. Ayudó a Elena a salir y caminó a su lado por la acera. En el porche iluminado, ella
abrió el bolso y sacó las llaves, pero al igual que la noche en que él la había acompañado a su
habitación en San José, él le quitó la llave y la introdujo en la cerradura.
Había dejado encendida una de las lámparas de suelo, y la luz iluminaba la moqueta y la puerta
de entrada.
–Gracias de nuevo –dijo al tiempo que se adentraba en el piso. Estiró la mano para que él le
entregase las llaves y él le agarró la muñeca, dejó caer las llaves en la palma de su mano y entró con
ella.
–Esto no es una buena idea –dijo Damon, y con el pulgar le acarició la muñeca.
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–¿El qué? ¿Traerme a casa?
–No. –La atrajo hacia él y le rozó una mejilla con la suya–. Has estado volviéndome loco. No
dejo de preguntarme qué debe de sentirse al enredar los dedos en tu pelo. –Aumentó la presión de
sus manos contra la espalda de ella–. Tus labios rojos y tu vestido del color del fuego me han hecho
pensar un montón de cosas disparatadas. No debería tener esa clase de pensamientos contigo, pero
los tengo. Debería pasar de todo ello. –Sus ojos azules se clavaron en los de Elena, ardientes e
intensos–. Pero no puedo –susurró contra su boca–. Dime una cosa, Elena, ¿tienes frío? -Sus labios se
rozaron y él añadió entre jadeos–: ¿O estás excitada?
Entonces la besó, y el impacto la dejó conmocionada durante unos cuantos segundos. No podía
hacer otra cosa más que quedarse allí quieta mientras él la besaba.
¿Qué quería decir preguntándole si tenía frío o estaba excitada? A todas luces, no tenía frío.
Él apretó su boca contra la de Elena y posó la mano libre en su cara, acariciándole la mejilla y
enroscando los dedos en su pelo hasta rozar la sien. Un leve gemido escapó de la garganta de Elena,
las llaves cayeron de su mano y ya no le importó qué significaba aquella pregunta sobre el frío.
Recorrió con la palma de su mano la parte frontal de la chaqueta de Damon hasta llegar al cuello.
Aquello no podía estar sucediendo. No a ella. No con él.
Los labios de Damon apretaron con más fuerza hasta que ella abrió la boca. Su lengua se deslizó
dentro y tocó la suya, húmeda y tan esperada.
Para un hombre que se pasaba el tiempo trabando a otras personas y dándole golpes a un disco
con su stick, sus caricias eran sorprendentemente suaves. Elena se sintió arrastrada por la pasión que
recorría su piel, aferrándose en su pecho, y provocándole dolor entre los muslos. Se dejó caer en la
lujuria que había estado intentando contener. La gran mano de Damon abarcó uno de sus pechos a
través de la tela de su vestido y del abrigo, al tiempo que Elena se pegaba a su cuerpo. Rozó su pezón
con el pulgar y éste creció entre sus dedos. No había más pensamiento que dejarse llevar, que hacer
lo que había que hacer. Lo besó como si quisiese devorarlo. Su lengua se enroscó a la de Damon como
si desease emborracharse de él.
Damon se apartó y la miró a los ojos y dijo con voz áspera:
–Haces que me den ganas de chuparte más que de besarte.
Elena se lamió los labios húmedos y asintió. Ella también lo prefería.
–Maldita sea –dijo Damon entre jadeos.
Después se dio la vuelta y se fue. Dejó a Elena aturdida y desconcertada. Conmocionada por
cuarta vez aquella noche.
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