Epilogo
HACIENDO a un lado su disgusto por la
terquedad de Damon, Elena nunca fue más feliz en su vida. Se hacían el amor todas
las noches, no con tanto apasionamiento como ambos querrían, pero había algo
único y muy especial en la forma que Damon la sostenía en sus brazos; en cómo
la cuidaba a ella y a su hijo.
Ya estaba en su octavo mes de
embarazo y empezaba a sentirse incómoda. El recoger algo del suelo le era casi
imposible y necesitaba la ayuda de Damon para entrar y salir de la tina.
Poco después de su matrimonio, Anabelle
les informó que ella no sería un estorbo en sus vidas, pero Elena le dijo de
inmediato que era al contrario.
—Puesto que Damon dedica todo su tiempo a la granja, me sentiría
muy sola sin usted —le aclaró con cariño. Así fue que las dos adquirieron el
hábito de pasar las tardes juntas y compartir la cena con Damon a su regreso.
Por las tardes, si éste no salía, Elena
lo ayudaba con las tareas de oficina. Dos veces por semana iban a ver cómo
progresaba Susie con la administración de la librería. Mary ya trabajaba tiempo
completo y con muy buenos resultados. Pensaba en buscar a quien arrendar la
casa —habitación, después de Navidad.
Ella y Anabelle ya hacían planes para
redecorar la casa de la granja, pero, como todo lo demás, tendrían que esperar
hasta después del nacimiento del niño.
En la planta alta preparaban el
cuarto del infante. En Hereford adquirieron los muebles necesarios y serían
entregados en el momento preciso.
El verano cedió su lugar al otoño,
con sus días despejados y frescos, con sus vientos aromáticos.
El vaquero de Damon predijo un
invierno tempranero y un día de fines de octubre, despertó con una fuerza
helada y al terminar esa semana, las distantes montañas galesas ya lucían su
primer manto de nieve.
La temperatura bajó considerablemente
en los primeros días de noviembre y la nieve también cayó en los montes
cercanos a la granja. A mediados de mes, Elena se sentía incómoda y una visita
al médico confirmó que el niño nacería en cualquier momento.
Las tierras heladas demoraron el
arado de otoño del terreno y Damon no se encontraba en casa cuando ella volvió.
Cuando al fin lo hizo con apariencia cansada, Elena decidió no decirle que el
doctor Thomas le advirtió que el niño podría llegar antes de lo esperado.
Esperaban a Bonnie y a William a
cenar y Elena apresuró a Damon para que fuese a arreglarse.
—No existe la posibilidad de que me acompañes, ¿verdad? —preguntó
Damon con una sonrisa maliciosa, al verla muy elegante con el único vestido de
fiesta que todavía le quedaba.
—Ni pensarlo —confirmó Elena, respondiendo la sonrisa— Además,
me parece que llega un auto; deben ser Bonnie y William.
—Mi hermana siempre ha sido muy puntual —gruñó Damon, subiendo
la escalera.
Más tarde, Anabelle lo atribuyó a la
cena pesada, Bonnie opinó que Elena se sugestionó por la visita al hospital, en
tanto que Elena afirmó con tranquilidad que no se trataba de nada de eso; sólo
era la Madre
Naturaleza que decidió que ese momento era el indicado.
Cualquiera que fuese el motivo, las incomodidades que sufrió en el camino de
regreso a casa, crecieron durante la cena, aunadas a un dolor más intenso que,
poco a poco, creció en oleadas que subían y bajaban, primero tranquilas y cada
vez con mayor urgencia.
Fue Bonnie quien la descubrió,
doblada, en la cocina mientras preparaba el café
— ¡Damon! ¡William! —exclamó alarmada, comprendiendo la
situación de inmediato.
Los dos hombres acudieron enseguida.
—Elena ha entrado en las labores del parto —los informó Bonnie— Damon,
ve por el auto.
— ¡No! —gritó Elena, tratando de respirar profundamente.
—Elena, no seas tonta —comento Damon con firmeza— Sé que tienes
entre ceja y ceja la idea de que el niño nazca en la granja, pero.
—Ya es demasiado tarde para ir al hospital —le indicó Elena
entre dientes, doblada por el dolor— Ya no habrá tiempo —cruzaron una larga
mirada entre ellos y Bonnie, que ya tomaba él tiempo entre cada contracción,
los interrumpió con firmeza.
—Elena tiene razón.
— ¡Dios mío! Tenías que saberlo —Damon la contemplaba
desesperado y ella no pudo mentirle. Lo sabía... casi desde el momento en que
regresó a la granja. La fuente se le había roto hacía mucho y, durante la cena,
las contracciones fueron en aumento.
—Ya es demasiado tarde para lamentaciones —señaló Bonnie— William,
¿qué diferencia hay entre el parto de un niño y un becerro?
—No mucha —replico William con una sonrisa que provocó una
expresión de angustia de Damon— Ve a llamar al doctor Thomas y sé un buen
chico. Elena, ¿crees poder subir la escalera?
Lo intentó y lo logró, satisfecha al
saber que su hijo nacería en casa, donde ella quería.
La partera y el doctor Thomas
llegaron a tiempo para ver a Damon sostener a su hija en sus brazos por vez
primera, con expresión azorada.
Más tarde, cuando al fin los tres
quedaron solos, Damon miró a su esposa con actitud desafiante, y le dijo:
—Nunca tuviste la intención de que la niña naciera en el
hospital, ¿no es cierto? Es usted una dama muy terca y voluntariosa señora Salvatore.
Debí imaginarlo desde el momento en que invadiste mi habitación de hotel y me
sedujiste.
— ¿Yo te seduje? —exclamó Elena indignada— Me gusta eso.
— ¡A mí también me gustó!
—Oh, Damon, ¡me haces tan feliz! —le indicó ella con debilidad.—
¡Te amo tanto! —lo tomó de la mano y ambos contemplaron a su hija dormida— Me
has dado tanto. Hiciste renacer en mí la fe en la vida y en el amor. Ya no
abrigo temores —le tendió los brazos— ¿Cómo la llamaremos?
— ¿Caroline? —sugirió Damon, después de contemplarlas a las dos.
—Si…
La nena se agitó y la importancia del
momento se perdió para ellos en su embeleso por la diminuta criatura.
La vida continuó, el dolor se atenuó y desapareció; ése es el orden natural de las cosas y ahora, además de tenerse uno al otro, tenían esa pequeña vida para amar y adorar. Había recibido mucho, pensó Elena agradecida. De un gran dolor surgió un gran amor y nunca dejaría de dar gracias por ello.
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