Capítulo
14
Hampton
dio un respingo, como si le sorprendiera encontrarla allí, y le dirigió una
sonrisa evidentemente falsa.
—Hola,
señora. No he visto fuera vuestra calesa, así que no pensé que siguierais aquí
—dijo—. ¿Habéis pensado más en lo que os dije ayer?
Elena
vio la distancia que había entre su mesa y la puerta al tiempo que hacía una
reverencia.
¿Por
qué diablos no llegaba Tanner con los albañiles?
Se
dijo a sí misma que estaba siendo ridícula, pues el hombre no había hecho nada
de momento salvo saludarla, y se obligó a contestar calmadamente:
—Sí,
pero me temo que debo daros la misma respuesta.
A
pesar de su determinación, un escalofrío recorrió su espalda mientras Hampton
se acercaba.
—¿Estáis
segura? Mis obligaciones ahora me llevan a Londres. Me vendría bien allí una
dama atractiva como vos, mientras que podríais disfrutar de los teatros y de
las tiendas de la ciudad. Descubriréis que soy un hombre generoso, querida, y
yo prometo manteneros… entretenida.
—Una
oferta muy amable, señor, pero ya viví durante algunos años en Londres. Aunque
la metrópoli tiene sus encantos, prefiero el campo. No deseo ser maleducada,
pero habéis mencionado que debéis comenzar un viaje y yo debo terminar mi
trabajo. Tal vez quiera pasar por aquí la próxima vez que venga a Hazelwick
—esbozó una sonrisa y señaló hacia la puerta.
Y
entonces se quedó helada al oír a alguien acercándose; no eran caballos y
ruedas de carro, sino un murmullo de voces y pisadas.
Aquél
no era Tanner con sus hombres.
—Disculpad
—dijo caminando hacia la puerta—. Iré a ver quién…
Se
asustó cuando Hampton la agarró del brazo y tiró de ella hacia atrás.
—Lo
siento, pero no vais a ninguna parte —dijo, cerró la puerta de golpe y echó el
cerrojo.
—¿Qué
queréis decir? —preguntó ella.
—¿Recordáis
que mencionasteis los castigos para aquéllos que enfadaban a las autoridades y
yo os dije que un hombre listo no se deja atrapar? Pues bien, estáis a punto de
presenciarlo. Sentaos en aquel banco y guardad silencio a no ser que os dé
permiso para hablar. Haced lo que os diga y no tendré que haceros daño.
—¡No
tengo intención de quedarme aquí…! —exclamó, pero Hampton la agarró por los
brazos y la empotró contra la puerta. Se golpeó la cabeza con tanta fuerza
contra la madera que comenzó a ver estrellas ante sus ojos.
—Sentaos
y no habléis —gruñó él—, a no ser que queráis probar de nuevo esto —la empujó
violentamente contra el banco.
Mareada,
Elena estuvo a punto de caerse, y tuvo que concentrar todos sus esfuerzos en
respirar, hasta que el estómago se le asentó.
Mientras
tanto, Hampton arrastró dos bancos más y los colocó tras la puerta a modo de
barricada improvisada. A medida que el ruido de la gente de fuera iba
haciéndose más fuerte, cerró las ventanas y las persianas, luego sacó dos
pistolas de su alforja y las cargó.
En
ese momento llamaron a la puerta.
—¿Señora
Gilbert, estáis ahí?
Hampton
le apuntó con una de las pistolas y le hizo gestos para que no dijera nada.
Pasaron
unos minutos.
—No
parece que haya nadie dentro —dijo la voz del hombre.
—Sé
que está ahí —respondió Davie—. Apenas hace media hora que la dejé; además,
nunca cierra las persianas cuando se marcha. ¡Señora Gilbert! ¿Estáis bien?
—Si
contestáis, os disparo —le advirtió Hampton.
—Probablemente
se haya ido a casa —dijo otra vez—. ¡Vamos! Esa alimaña debe de seguir por la
zona. El señor Salvatore cuenta con nosotros para inspeccionar las casas de
aquí al oeste mientras él hace un barrido hacia el pueblo.
Al
oír el nombre de Damon Salvatore, las esperanzas de Elena se desvanecieron. Damon
estaba a más de un kilómetro de distancia, demasiado lejos para ayudarla.
Tendría que enfrentarse a Hampton ella sola.
—No
—insistió Davie—. Está ahí, os lo estoy diciendo. Sabía que volvería a por
ella; no se marcharía sola. Si no contesta a la puerta, es porque alguien se lo
impide. Aguantad, señora Gilbert, os sacaremos de ahí. Johnston, agarra el
hacha que hay junto a ese tronco. Digo que echemos la puerta abajo.
Con
una maldición, Hampton se volvió hacia ella.
—Decidle
que si intentan entrar, os disparo. Lo haré.
Lógicamente,
Elena sabía que cometer un asesinato a sangre fría delante de testigos no era
una acción muy racional; pero Hampton no parecía racional. El miedo se le
agolpó en la garganta al oír cómo los de fuera comenzaban a golpear la puerta
con el hacha.
—¡Decídselo
ya, u os meto una bala en el cráneo! —exclamó Hampton.
—¡Davie!
—gritó por fin—. Soy la señora Gilbert. Estoy aquí, retenida contra mi
voluntad. El señor Hampton tiene una pistola cargada y amenaza con dispararme
si intentáis entrar.
—¿Qué
quieres para liberarla, Hampton? —preguntó Davie tras una pausa.
—Decidles
que se marchen —le dijo Hampton a Elena—. Cuando hayan desaparecido, saldré, y
vos conmigo. Y si alguien intenta detenernos, os dispararé. Cuando estemos
lejos, os liberaré… o tal vez no, si me traéis buena suerte. Una pelirroja
siempre es agradable. ¿Salvatore ya os ha saboreado?
A
pesar de su determinación por permanecer calmada, las lágrimas de furia y de
frustración resbalaron por sus mejillas.
—Sois
despreciable —susurró.
—Y
vos tan ingenua como el vago de vuestro hermano —contestó él riéndose—. Siempre
que le tuviera la mansión arreglada y me asegurase de que tuviese prostitutas a
su disposición, estaba más feliz que un cerdo en un estercolero.
—¿Señor
Barksdale? —preguntó ella sorprendida.
—Sí,
Barksdale, el hombre que se encargó de que el idiota de vuestro hermano
sobreviviera a la guerra. Habría muerto de un tiro en su primera misión de no
ser por mí. Me debía una. Yo vivía bien, sacando cada moneda de las granjas de
este lugar, hasta que él decidió verificar las cuentas. Amenazó con despedirme,
¡después de lo que había hecho por él! Bien, me aseguré de que Martin le
llorase a vuestro primo, lord Englemere, e hizo que lo despidieran antes de que
yo me ocupara de él. Englemere me debe una también, pero a él se la haré pagar
después. Ahora será un placer hacer que la hermana de Matt se abra de piernas
para mí. Ahora decidles a ese puñado de estúpidos lo que tienen que hacer.
Deprisa —concluyó apuntándole con la pistola.
¿Cómo
se había encargado Barksdale de Matt?
—¿Por
qué iba a responder…? —comenzó ella.
—Decídselo
—insistió él.
Temblando
de miedo y de rabia, Elena gritó:
—Quiere
que todos se dispersen. Cuando os marchéis, saldrá y me llevará con él. Si no
nos dejáis ir, dice que me disparará.
—¿Qué
pasa? ¿Hampton no tiene boca? —preguntó Davie desde fuera—. ¿Qué tipo de hombre
es, que se esconde detrás de una mujer? No debe de ser el rufián que estamos
buscando. El otro es listo, un verdadero líder. Este debe de ser un simple
borracho; tal vez no sea un hombre en absoluto. Tal vez sea la loca Peg, de
Hazelwick, que ha oído lo del incendio y ahora se cree una revolucionaria, como
los miserables que se reúnen en la posada. Escucha, Peggie, baja la pistola y
sal.
Davie
debió de contagiar a los demás hombres, porque de pronto empezaron a oírse más
voces.
—Eso
es, Peg —decían—. Sal, bonita.
Hampton-Barksdale
apretó la mandíbula a medida que continuaban las burlas, y Elena pensó por un
momento que iba a dispararle.
—¡Ya
basta! —gritó de pronto—. Yo te demostraré con mi pistola quién es el líder,
rata de cloaca, si no dejas de gritar y te marchas con tus amigos. ¿O quieres
que la señora Gilbert muera por tu culpa?
Durante
unos segundos, la amenaza de Barksdale resonó en el silencio. Luego volvió a
oírse la voz de Davie.
—¿Has
oído eso, Tanner? ¡Tenía razón! No hay ningún hombre listo ahí dentro. Es sólo
el cobarde de Barksdale.
—¿Barksdale?
—repitieron varias voces.
—Davie
tiene razón —respondió Tanner—. ¡Es su voz!
—Claro
que sí —agregó Davie—. Es propio de él amenazar a mujeres y pegar a los niños.
Tuvo que golpearme en la cabeza y arrastrarme en mitad de la noche. Ni siquiera
es lo suficientemente valiente para enfrentarse a un niño. ¿Tenías miedo de
enfrentarte conmigo de día, Barksdale, porque temes que me escape como una
culebra por un agujero?
—El
jefe de la hilandería debería haberte fustigado hasta matarte —respondió
Barksdale—. Pero no te preocupes. Algún día volveré para terminar el trabajo,
gusano asqueroso.
—Amenazas
y palabrería, como siempre —dijo Davie—. Si tan hombre eres, ven a por mí
ahora. Tienes una pistola y yo sólo un tirachinas. Abre una de las ventanas y
veremos quién tiene mejor puntería.
—¡Davie,
no! —gritó Elena.
—¿O
eres demasiado cobarde para disparar, incluso desde detrás de esa pared de
piedra? ¡Será mejor que te enfrentes a mí ahora, porque no pienso escaparme por
un agujero, asustado de alguien como tú!
Con
un grito de furia, Barksdale se acercó a la ventana y abrió una persiana y se
ocultó tras el muro para que fuera difícil alcanzarle.
—¡Muéstrate,
hijo de perra, y veremos quién sabe disparar!
Mientras
Barksdale centraba su atención en el exterior, la cabeza de Elena de pronto se
despejó.
—No
me escaparé por una rendija… —Davie estaba intentando enfurecer a Barksdale
para distraerlo y que ella pudiera escapar.
Y el
chico debía de haberse expuesto, pues un coro de voces comenzó a gritar:
«¡Davie, agáchate!» «¡No salgas ahí fuera!» «¡Tonto, te matará!».
Barksdale
sacó la pistola por la ventana y disparó. Luego volvió a ocultarse a toda
velocidad cuando una avalancha de piedras entraron volando por el hueco.
—Ya
os dije que no puede alcanzarle a nada —se oyó la voz de Davie—. ¿Te he
despeinado con las piedras, Barksdale? ¡Con las próximas te magullaré tu bonita
mejilla! ¿O estás demasiado asustado como para dar la cara?
Con
un gruñido, Barksdale tiró la pistola vacía y agarró la otra antes de volver a
asomarse a la ventana.
—¡No
hablarás tanto con una bala en el estómago, gusano!
Rezando
para que el segundo disparo de Barksdale fuera tan poco efectivo como el
primero, Elena respiró profundamente y aguardó a que apretara el gatillo.
Durante los próximos segundos, cuando ambas armas estuvieran descargadas y su
secuestrador estuviera ocupado esquivando las piedras que Davie le lanzara,
ella tendría que aprovechar la oportunidad e intentar escapar.
¿Sería
capaz de colarse por el agujero de la pared? Mejor intentarlo y fallar que no
hacer nada y quedarse sentada esperando a que Barksdale la usase como rehén… o
algo peor.
Cuando
sonó el disparo que había estado esperando, se dirigió hacia la habitación,
aunque su sigilo no fue necesario. Con la atención puesta en Davie, Barksdale
no miró en su dirección.
El
corazón le dio un vuelco cuando se arrodilló frente al hueco y retiró la
cubierta de paja. Tal vez un niño travieso fuese capaz de colarse por allí,
pero ella nunca lo conseguiría.
A
pesar de esa convicción, comenzó a intentarlo con todas sus fuerzas, intentando
arrancar con las manos más pedazos de piedra.
El
sonido de su respiración entrecortada le inundaba los oídos. Sabiendo que tenía
pocos segundos antes de que Barksdale se diera cuenta de su ausencia, se lanzó
al suelo, pasó la cabeza por el agujero y empujó con fuerza.
No
servía de nada; por mucho que se retorcía, no podía pasar los dos hombros. Y
entonces oyó lo que había estado temiendo.
—¿Qué
diablos? —exclamó Barksdale. En un lugar tan pequeño, poca duda cabía sobre
dónde habría ido. Con las lágrimas resbalándole por las mejillas, Elena golpeó
los hombros contra la roca.
Segundos
más tarde, unas pisadas fueron acompañadas de la maliciosa risa de Barksdale.
—Vaya,
señora Gilbert, con el trasero en el aire y las faldas por las rodillas. Qué
imagen tan tentadora. Pero tendré que esperar hasta más tarde para disfrutar de
vos.
Mientras
Elena buscaba algo al otro lado de la pared a lo que asirse, Barksdale le
agarró los tobillos.
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